Owned al machismo. La carga de la prueba y la violencia de género.

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En este artículo se desmontan, por una experta fiscal, las falacias de los neomachistas cuando hablan de "deregar la Ley de Violencia de Género":

La carga de la prueba y la violencia de género

Susana Gisbert fiscal de la Audiencia Provincial de Valencia
5 Septiembre, 2017

Hace ya tiempo que vengo observando cómo desde uno y otro extremo del espectro de posicionamientos sobre de la violencia de género se habla de una misma cosa: la carga de la prueba. O más bien, de una supuesta inversión de la carga de la prueba que no sé muy bien de dónde sale.

Por un lado, hay quien afirma que en esta materia tiene lugar una inversión de la carga de la prueba que perjudica al varón. Por otro, quien afirma que debería existir una norma que estableciera que en tales casos procede legislar en pro de la inversión de la carga de la prueba.
Un error en mi opinión, tanto en uno como en otro caso. ¿Por qué? Pues porque, a mi juicio, en el primero se parte de una premisa errónea y en el segundo se obvia uno de los pilares del estado de Derecho, la presunción de inocencia.
Pero empecemos por el principio.
Y éste no es otro que recordar en qué consiste lo que en Derecho denominamos la carga de la prueba.
Y esto no es otra cosa que al que afirma determinados hechos corresponde probarlos. Y esto, que en Derecho Civil coloca en una posición equidistante, en penal viene reforzado por una de las garantías del estado de Derecho, como decía, la presunción de inocencia.
Lo que en las películas traducen en que todo el mundo es inocente hasta que no se demuestre lo contrario, afirmación bastante cercana a la realidad legal.
Igual que lo es el viejo aforismo que establece que la Justicia prefiere a cien culpables en la calle que a un inocente en prisión.
Sentadas así las bases, esa inversión de la carga de la prueba de que se habla consistiría, precisamente, en dar la vuelta a la tortilla.
Esto es, que se parta de una presunción de culpabilidad y haya que probar la inocencia.
Algo que en nuestro Derecho Penal es impensable, por mor de lo que establece la Constitución.

¿Por qué se empeñan entonces, desde algunos frentes, en discutir algo que a priori parace tan obvio?

¿O, lo que es peor, afirmar sin ningún tipo de empacho, que la ley de violencia de género dispone tal cosa?


Pues, sin ánimo de parecer pedante, por desconocimiento de la base.

El concepto de prueba


Muchas veces se tiende a creer, o a hacer creer, que la prueba solo viene constituída por dictámenes periciales o hallazgos objetivos, como aprehensión de objetos, pruebas de ADN o partes médicos. Y eso es solo parte del abanico de pruebas que contempla nuestro Derecho.
No podemos pasar por alto que una de las principales pruebas viene constituida por la prueba testifical. Cuando se dice eso de “no hay prueba, porque es la palabra de uno contra la de otro” no se está siendo correcto.
Cuando se habla de acusado y víctima, ésa es precisamente la prueba –al margen de que puedan existir otras-: la que nace del interrogatorio del acusado, y el testimonio de la víctima, que declara en calidad de testigo.

Y ello nos conduce a una diferencia esencial.

Mientras en el caso del acusado puede callar, en todo o en parte, o mentir, porque se le reconoce tal derecho, en el caso de la víctima está sujeta a la obligación de decir verdad, so pena de cometer delito de falso testimonio.
Y eso hace que en derecho Penal, a diferencia de lo que ocurre en los demás campos del Derecho, ambos testimonios no tengan la misma naturaleza. Por tanto, cuando contamos con la declaración de la víctima no es que no haya prueba, es que ésta ya es una prueba en sí misma.

Y habrá de ser valorada en su conjunto, aplicando el principio de libre valoración de la prueba que establece nuestra ley de Enjuiciamiento Criminal.
Segundo error
Y ahí precisamente radica el segundo de los errores de base en los que se asientan afirmaciones como las que se han reproducido antes. No hay ningún precepto en la Ley Integral contra la violencia de género que altere o modifique ese principio de libre valoración de la prueba.
Una facultad que ejerce el juez o tribunal a la hora de dictar sentencia usando de su prudente arbitrio y aplicando las reglas de la sana crítica. Y en muchas ocasiones es la aplicación de esos criterios lo que lleva quien juzga a dictar una sentencia absolutoria, más frecuentes de lo que se cree en esta delicada materia.

Absolución por falta de prueba, no porque se trate de una denuncia falsa, como también pretenden hacernos creer desde detrminados sectores.

Pero quien dicta la sentencia –o ejercita la acusación, en su caso- tampoco lo hace por capricho, ni por una suerte de azar a ver qué pasa. Hay una abundante y constante jurisprudencia que fija las condiciones para valorar el testimonio de la víctima cuando éste, como prueba testifical, es la única prueba de cargo con la que se cuenta.
Y así, según es bien sabido, el Tribunal Supremo establece que el testimonio de la víctima constituye por sí solo prueba bastante para enervar la presunción de inocencia siempre que concurran determinados requisitos: verosimilitud, persistencia en la incriminación y ausencia de móviles espurios como resentemiento o venganza.
Una jurisprudencia que se aplica en los supuestos de violencia de género, pero que ya se aplicaba mucho antes en otros como violaciones, atracos o cualquier otro delito, sin que a nadie le supusiera mayor problema.

Pongamos al hilo de esto un ejemplo más. El reconocimiento en rueda, una prueba a la que todo el mundo confiere especial valor. También parte del testimonio único de la víctima, que dice que entre los sujetos que le muestran reconoce a tal como el autor del hecho delictivo.
Evidentemente, es una prueba innecesaria y hasta absurda si la víctima conoce al autor, o lo ha reconocido de cualquier otro modo. Y esto es lo que ocurre en violencia de género. No hay prueba de reconocimiento en rueda porque el autor ya viene determinado desde el principio.
Testimonio de la víctima

El testimonio de la víctima, además, cobra un especial valor cuando viene reforzado por otros indicios periféricos u otra pruebas que confirmen su versión, Sería el caso de un parte médico que constatara unas lesiones compatibles con el relato de hechos que ella mantiene.
El parte no es por sí mismo prueba –solo prueba que las lesiones existen, pero no quién ni cómo se causaron- pero junto al testimonio de la víctima es otro de los factores a tener en cuenta a la hora de dictar sentencia en aplicación de ese principio de libre valoración.
En ocasiones, no se trata de documentos ni de pruebaas tan tangibles como un parte de lesiones. Un atestado donde se describa el escenario de una pelea, por ejemplo, puede confirmar o desmentir una versión de que existió o no tal pelea previa a los hechos.
De ahí la importancia de que los atestados hagan constar todo tipo de detalles aunque, en principio, puedan resultar nimios.

Así las cosas, resulta que no hay inversión de carga ninguna cuando se condena por el testimonio de la víctima, si por parte de quien juzga entiende que concurren los requisitos precisos. Y por eso también, la expresión “le han condenado sin pruebas” que se dice tan a la ligera cuando ha habido una víctima que comparece como testigo, carece de sentido.
Pero, por el contrario de lo que algunos afirman, no todo son condenas en estos casos. La labor de juzgar aquí se torna especialmente difícil y las absoluciones por falta de prueba son también frecuentes.
Lo que ocurre es que, como siempre, cada cual ve las cosas desde su perspectiva, Y tan pronto se critica a la judicatura por condenar poco en violencia de género como por condenar demasiado. Y otro tanto respecto a la fiscalía. En un caso, alegando que no han creído a la víctima, en el otro que no había prueba.
Nunca llueve a gusto de todos, pero esta es la grandeza del Estado de Derecho.
Así que tampoco es necesario dar la vuelta a nada. Una inversión de la carga de la prueba no solo sería incnstitucional sino que es absolutamente innecesaria. El Derecho nos proporciona suficientes herramientas para valorar la prueba adecuadamente.
Otra cuestión sería, quizás, dotar a quien haya de juzgar de medios y formación suficiente para abordar el problema de un modo más especializado y con el tiempo suficiente para hacerlo, en lugar de junto a diez asuntos más de las más variadas materias.
Pero esa es una cuestión distinta, que sí está contemplada en la ley integral y que, si embargo, todavía está lejos de cumplirse por falta de voluntad de quien corresponda.

Por último, también convendría constatar otra confusión que suele ser frecuente.
Intencionada o no.
Y es hablar de presunción de inocencia en relación con la detención o con la aplicación de medidas cautelares. Se oye en muchos casos que el denunciado por violencia de género pasa la noche en el calabozo siempre de un modo injusto y contrario a la ley.

Pues bien, en ese caso también la ley tiene un instrumento óptimo, el procedimiento de habeas corpus, que casi nunca he visto instar en estos supuestos.
Si la detención es incorrecta, lo procedente es acudir a esta vía y no invocar a posteriori el principio de presunción de inocencia. Precisamente, porque ese principio existe, esa persona comparecerá ante un juez, que en la mayoría de casos le dejará en libertad, y se enfrentará a un juicio con todas las garantias, del que saldrá condenado o absuelto.
Y algo parecido cabe decir de la adopción de órdenes de protección. Estas se acuerdan en virtud de determinados indicios para salvagaurdar a la víctima de un eventual riesgo. Y será posteriormente cuando en el juicio, y aún antes, se determine si esos indicios eran ciertos o no.
Ni se conceden todas, como dicen algunos, ni se deniegan de un modo indiscriminado, como dicen otros.
Así pues, es una materia delicada por los intereses en conflicto, que van desde la vida a la libertad, desde la seguridad de la víctima a la de sus hijos, desde los derechos de unos a los de otras y otros. Y no se puede frivolizar ni establecer verdades absolutas. Porque arriesgamos mucho.
 
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