Oedipus Rex

edefakiel

Madmaxista
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II. Apesto a sudor y al humo de aquellos bosques de papel calcinado en los que todo animal fue ahorcado con sus propias entrañas; las abejas han construido colmenares de favila en los abdómenes perforados y, ahora, producen miel de las azaleas que brotan por mis nafras. Hiedo a alcohol, a pus, a saliva seca, ella está vomitando en el baño y yo no consigo abandonar el suelo, resbalo con su estela de fluidos astillándome en el regazo del pasillo, impregnándome de su más inmediata ausencia. Soy un dado de marfil, un racimo de alfileres, un terrible resquicio que necrosa un abdomen embarazado de excrementos.

Soy la mitad que se soltó de ti. No soy nada.

Hace un rato, fuera, el atardecer rugió durante una breve explosión; un verano entero danzó con las nubes abriendo ulcerosas quemaduras en un pálido horizonte de chapa hasta verse desplomado; herido de fin, bajo mi rostro. Jamás volvería a alzarse, su atroz pena líquida era adormecida con el látex de las amapolas que planté como presagio del dolor. El occiso estío pudría mis zapatos con sus moscas, ocupaba los rincones solitarios, acechaba las puertas fugazmente enamorado de un recuerdo postrero que se desvanecía también en la última de las esquinas.

-No me atrapes aquí. Por favor, no me dejes ser esto.
-Mátame. Sácame de este poco agradable cuerpo.

He llegado, arrastrándome, hasta la nívea arista del váter, bebo de su agua estancada observándome serenamente en el reflejo surcado por los vapores de la urea. Mi cuerpo ondula con el zumbido del extractor, distante, ajeno, ridículo. Los azulejos tienen la piel levantada, los tendones y músculos contraídos hasta la deformación, los órganos infestados de larvas purulentas y diminutos cuervos que parlotean incesantemente formando melodías sin sentido... Un centenar de moscas revolotean alrededor de mi nimbo fluorescente que parpadea con irregular intermitencia, soy un profeta entre estos dípteros que ahora se posan en mi glande, me masturba su podredumbre.

-Yo no lo he elegido. Eres tú quien reptó hasta nacer.

Ella está tendida sobre las baldosas, somos dos lampreas aferradas por la tráquea; convulsionando en el lodazal, ahogándonos entre la flora que emerge del pantano tendido bajo la venosa cáscara cerámica de la matriz que nos resguarda. A orillas del lento cauce nacen los escalones manchados de sangre que dan acceso al templo en el que sacrifican a los ridículos hombres de barro bajo la sofocante pesadez de las estrellas, ya a través de los juncos pueden apreciarse los fulgores de la hoguera que agosta nuestros años crepitando en un cuenco de hojas secas al son de los tambores. El cuerpo de un bebé estrangulado desciende flotando río abajo, Moisés ha muerto, lo extirpé del útero de Dios para depositarlo en tus brazos.

-¿También tú puedes verlos?

En las finas juntas, entre los zócalos, ha brotado el centenar de ojos que posee la enfermedad; azules, helados, tras*lúcidos, atestados de pequeñas agujas que injieren rizomas en mi identidad, penetrando en mis ramificaciones nerviosas, sometiéndome a un martirio insoportable. Leen mis pensamientos, ven a través de mi carne, reducen la expresión de mi existencia.
-No, no me dejes desaparecer por completo.

Ella tiene las manos a ambos lados de la cabeza, se aprieta las sienes dibujando una mueca de infinita aversión con los labios, meciéndose hace emanar el pus de su interior entre espasmos de cólera, grita con la mandíbula desencajada, un prolongado acufeno en mis tímpanos; grillos encolerizados destrozándose contra el ruido, lucho por incrementar la distancia entre sus dientes pero el hueco aún se muestra demasiado exiguo; apenas quepo en su dolor.

-Déjame arrojar mi flema en tu garganta y fluiré hacia el interior de tus órganos.

Hay una grieta en el techo de escayola, el edén nos desprecia con amargura, su abandono es el dictamen de nuestra ordalía. Esnifamos heroína entre los pétalos de la rosa azul que ha germinado en mi uretra, pulgada a pulgada introduzco el tallo en su recto, las espinas desgarran sus mucosas con una ternura conmovedora, un cordón umbilical surgido entre las laceraciones del parto pende enrollándose en torno a mi cuello, su menstruación tiñe de grana mi semblante desfigurado.

-Defécame, consiénteme ser tu metástasis.

El dolor es tan intenso que mi voz se ha visto reducida a una sucesión de estertores. Escalofríos recorren la espina dorsal de la corriente eléctrica, la iluminación parpadea repiqueteando. Ella se aproxima arrastrándose, se aferra malherida al vértice de mi camisa, tira de mi ropa acercándome a su boca en cada breve interludio de oscuridad, ruge desquiciada por el terror más intenso que haya experimentado nunca.

-Por favor, mátame.
-Eres ridícula.

La tela a la que se aferra son las cortinas que abrazaba cuando era niña, sus piernas de tinta penden mezclándose con el abismo, una canción infantil resuena en sus oídos pero la letra se extingue paulatinamente, prorrumpe en un sordo llanto, mi olor le ha hecho percatarse de que no soy más que una reminiscencia del pasado, un recuerdo, el rostro sonriente que surca los campos tostados que el céfiro mece en la distancia trazada por su pincel.
¿No amabas acaso imaginarme? Entonces…

-LAS COSAS SERÁN COMO YO ANSÍE QUE SEAN.

Sus uñas perforan mis abotagadas facciones de plastilina, me inclinan los párpados hacia un ángulo de inmensa tristeza, finalmente mis raíces han cerrado sus nudos en la tierra de sus entrañas, lombrices retorciéndose de placer en sus ovarios. La tomo de los cabellos y, aunque algunos de sus mechones se desprenden del cráneo reblandecido por los golpes, hundo su cabeza en el orificio del retrete, acciono la cisterna una y otra vez. Se resiste a la asfixia arañándome los antebrazos, pateándome las rodillas con los talones, retorciéndose hasta dislocar sus vértebras.

-No eres más que mi cosa.
-¿Qué?

La alzo sosteniéndola por el cuello, quizás aprieto con todas mis fuerzas, puedo oír el portazo de la vida abandonando furiosa su cabeza, arrancando el marco de madera y hueso, un leve chasquido cuyo eco persiste en mis oídos. Su garganta, su tenue circunferencia; rota.

-¿Por qué me haces esto?
-No te lo haría si supiera que no puedes soportarlo.

Ella está orinando en mis pulmones, mis costillas encharcadas observan el voraz precipicio abierto en el techo, el líquido púrpura que gotea traspasándome las meninges. Tengo las ojeras negras, las articulaciones de una marioneta, ha estado jugando conmigo durante todo este tiempo, pero ahora...

-No aguantaré esta soledad que me dejas.
-Deja de… Asomarte… A mi… Interior.

Al caer rompe la rígida superficie del agua, salpica en todas las direcciones, ha nacido un varón, Edipo ha de ser su nombre. Limpiad de él la cosa con las revelaciones de Mahoma.
 
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la primera regla al escribir es desechar todos los adjetivos posibles ...
solo he conocido una persona que escribiera usando casi exclusivamente adjetivos , y estaba diagnosticada como debil mental ...
el hecho de que encima lo adornes con esa petulancia , lo hace francamente comico .
te aconsejaria que borraras esta cosa para que no se rian de ti , pero que shishi , a ver si asi espabilas ...

Jamás he oído en ningún sitio, ni he apreciado en la literatura que disfruto, tal regla. Como tampoco creo que exista una regla universal en el arte de escribir.

Me sorprende enormemente ese, supuestamente deseable, desecho sistemático de los adjetivos. Por otro lado, no estoy muy seguro de saber qué es la debilidad mental y, aunque albergo ciertas sospechas, mucho me temo que no suena razonable como diagnóstico.
 
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