Cuenta una historia que a la entrada de un pueblo estaba sentado sobre una roca un anciano con su bastón, un hombre cuya faz reflejaba el paso de los años. El viejo se pasaba todo el días sentado sobre esa roca y de repente un día apareció un joven en un automóvil, freno ante él y le preguntó:
- Perdone anciano, ¿Lleva usted mucho tiempo viviendo en este pueblo?
- Toda mi vida - contestó el anciano.
- Verá es que vengo de otra ciudad y he tenido que trasladarme por motivos de trabajo. Perdone pero ¿Podría decirme como es la gente de este pueblo?.
- Pues verá usted - dijo el anciano pensativo - no sabría decirle. ¿Cómo era la gente de su ciudad, de allá de donde viene? - preguntó.
- Ah, pues maravillosa - contestó el joven - Son fantásticos, lo niños juegan por la calle, la gente siempre está alegre, los vecinos se ayudan. Todo allí era felicidad.
- Pues verá - contestó el anciano - puede usted alegrarse, la gente de aquí es exactamente igual.
- Muchas gracias anciano. El joven arrancó su coche y entró en el pueblo.
Al poco rato llegó otro joven en otro automóvil, de nuevo se volvió a parar delante del anciano y le preguntó:
- Perdone anciano, ¿Lleva usted mucho tiempo viviendo en este pueblo?
- Toda mi vida - contestó el anciano.
- Verá es que vengo de otra ciudad y me he tenido que trasladar por motivos de trabajo. Perdone pero ¿Podría decirme como es la gente de este pueblo?.
- Pues verá usted - dijo el anciano pensativo - no sabría decirle. ¿Cómo era la gente de su ciudad, de allá de donde viene? - preguntó.
- Ah, pues horrible - contestó el joven - Son terribles, los niños corren por la calle, la gente camina entristecida, los vecinos ni se conocen. Todo allí es amargura.
- Pues verá - contestó el anciano - lo siento, pero aquí la gente es exactamente igual, lo lamento.
- Muchas gracias anciano. El joven arrancó su coche y entró en el pueblo.
Y es que en definitiva el mundo no es mejor ni peor, sino que depende de los ojos con que lo miremos.