seven up
Remando hasta la fin
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Otro caso de estupidez, hijo putísmo e incompetencia pública, la austeridad mal entendida una vez más, saliendo como siempre el remedio peor que la enfermedad, con el silencio cómplice de muchos. Con lo importante no se puede jugar.
Flint, Michigan, es la ciudad donde el agua del grifo ha envenenado a la población durante dos años. La situación es tan seria que la Casa Blanca ha declarado el estado de emergencia, mientras la Guardia Nacional ha sido movilizada para repartir agua embotellada o filtros, y poblaciones vecinas están organizándose para enviar agua potable a sus sufridos paisanos michiganders. Algunas voces solicitan incluso la evacuación de la ciudad. Todavía no se conoce el alcance de las consecuencias que tendrá para la población el haber consumido agua con plomo, microorganismos patógenos y otras sustancias tóxicas. Preocupa en especial el efecto sobre la población infantil, la más vulnerable. No se ha asentado la nube de polvo levantada por un escándalo que podría prolongarse durante meses y que algunos comparan ya con el caos gubernativo que siguió al huracán Katrina, y quedan muchos cabos sueltos por explicar, pero una cosa está clara: los responsables han sido los políticos que gobiernan Michigan. ¿Qué ha sucedido? Versión breve: las políticas de austeridad han envenenado a los habitantes de una ciudad entera.
A muchos de ustedes les sonará Flint por ser la ciudad natal de Michael Moore, cuyo documental Roger & Me denunciaba que la deslocalización de empleos había provocado la ruina económica y social de la región. La misma ruina que hundió a la metrópolis vecina, Detroit, como ya contamos en un artículo hace unos tres años. El municipio de Flint tiene cien mil habitantes censados, pero su área metropolitana se acerca a los cuatrocientos mil, y ha padecido un proceso de empobrecimiento paralelo al de Detroit. La espantada de la industria produjo la huida de la población con mayores recursos, y eso provocó la caída en la renta per capita. Lo cual, a su vez, causó una caída en la recaudación de impuestos. La crisis de 2008 terminó de poner la puntilla a la economía local. En 2013, cuando comenzó todo, el Ayuntamiento de Flint estaba sumido en la bancarrota y llevaba desde 2011 bajo la tutela de un comité gestor que recibía órdenes directas del gobernador de Michigan, Rick Snyder. El alcalde de Flint, Dayne Walling, tenía que someterse a los deseos del comité, aunque lo hizo sin demasiados aspavientos. Pues bien, los gestores sacaron la calculadora y decidieron que Flint debía recortar gastos, aunque para ello hubiese que ahorrar en servicios muy básicos. Incluyendo el más básico de todos: el suministro de agua potable.
Durante más de medio siglo, el que brotase agua de los grifos de Flint había dependido de la vecina Detroit, a cuya red de suministro estaba conectada. Flint carecía de un mecanismo fiable y propio de depuración, aunque estaba en proyecto conectarse a una tubería que traería agua desde el lago Huron. Pues bien, en 2013 se decidió que Flint estaba gastando demasiado dinero en agua potable y se canceló el contrato de compra con Detroit, pese a que el acceso a la tubería de Huron no estaba disponible. Así pues, ¿de dónde iba sacar Flint el agua para sus habitantes? A toda prisa, como medida provisional, se recurrió a la única fuente de agua que tenían a mano: el río, también llamado Flint. La pregunta lógica que ustedes podrían formular es ¿por qué la ciudad de Flint nunca había usado el agua del río en vez de comprársela a sus vecinos? La respuesta estamos conociéndola estos días: no estaban preparados para depurar el agua por sí mismos. El agua de un río en una zona industrial no es un agua fácil de tratar. Los problemas que puede producir una depuración incorrecta son enormes, sobre todo si la red de tuberías de una ciudad es antigua. Eso sí, algunos graves problemas podían haberse evitado simplemente con haber pensado en ellos, por ejemplo introduciendo en el agua un agente anticorrosivo, lo cual se estima hubiese costado menos de cuatro mil dólares al año. Nunca se hizo.
Los posibles contratiempos no detuvieron el torrente de decisiones precipitadas. La nueva política de austeridad impuesta por los gestores iba a ahorrar mucho dinero, así que el cambio en la red de agua obtuvo el visto bueno incluso del alcalde Walling. Tras inaugurar el nuevo sistema de agua potable y por si los ciudadanos estaban intranquilos, que lo estaban, el departamento de calidad ambiental del estado de Michigan dictaminó que el nuevo suministro era apto para el consumo humano. La frase tranquilizadora, revisada hoy, parece más allá de todo cinismo: «la calidad de este agua habla por sí misma». Entre tanto, Flint vendía los derechos sobre sus antiguas conexiones con la red de suministros de Detroit al condado de Gennese, del que es capital. Esto significaba que en caso de tener que volver a usar agua de Detroit, el coste se encarecería mucho. Pero los gestores, al parecer, no contemplaban la posibilidad de que algo saliese mal.
Pese a los mensajes de las autoridades, los ciudadanos de Flint empezaron a mostrarse descontentos con el agua que salía del grifo. Tenía un aspecto nada tranquilizador; era turbia, incluso a veces espumosa. No olía bien. No sabía bien. En la primavera de 2014 estaban tan extendidas las sospechas sobre su posible condición insalubre que muchos habitantes de Flint optaban por beber agua embotellada, pese al coste que esto suponía para una población empobrecida, y pese a la insistencia de las autoridades estatales sobre la seguridad sanitaria del suministro. Nuevos informes positivos del DEQ (organismo que, insisto, dependía de esas autoridades estatales) arrojaban nuevos resultados destinados a apaciguar los miedos. Al agua de Flint, decían, no le pasaba nada. Pero la gente continuaba sin creérselo. Tampoco se lo creían en Detroit, cuyo Ayuntamiento ofreció volver a suministrarles agua para solucionar el problema. Y Detroit lo haría gratis, renunciando al precio de cuatro millones anuales al que antes vendían su agua. El gesto de buena voluntad que fue rechazado. Por entonces Flint ya no era dueña de la conexión con Detroit ni tenía fondos para recomprarla. El responsable de emergencias del Ayuntamiento de Flint, de hecho, fue claro al respecto: reconectar con Detroit costaría, en total, unos doce millones de dólares de los que su ciudad no disponía. Fuese exagerada o no aquella estimación de costes, lo cierto es que se dejó pasar una oportunidad de oro. El criterio económico predominó sobre el sanitario. Esto no impidió que cuando las quejas provenían de las corporaciones sí se actuase con celeridad. Dos meses después del escándalo bacteriológico de la Escherichia Coli, la fábrica de General Motors en Flint elevó una queja al Ayuntamiento porque el agua estaba corroyendo su maquinaria. Las autoridades, de manera excepcional, hicieron lo posible para que General Motors, en exclusividad, volviese a recibir agua desde una red ajena a la de Flint.
En verano, el Gobierno de Michigan seguía en sus trece, asegurando que el consumo de agua embotellada era «innecesario». Su credibilidad duró poco. Apenas unas semanas después se vio obligado a anunciar que había sido detectada la bacteria Escherichia Coli en el suministro y terminó aconsejando a la población que hirviese el agua del grifo antes de consumirla. La Escherichia Coli, que está presente en muchos ambientes pero sobre todo abunda en aguas fecales y de desecho, puede provocar infecciones urinarias e intestinales. Y son estas últimas, sobre todo en los niños pequeños o personas vulnerables, las que pueden llegar a ser mortales. Aun así, esta bacteria iba a ser el menor de los problemas. De hecho, las autoridades la consideraron una contaminación pasajera y tampoco esta vez contemplaron reconectar con Detroit.
Los escándalos continuaron, y esta vez ya no se podía culpar a las bacterias. Apenas iniciado 2015, empezaron a producirse casos de erupciones cutáneas en niños. A falta de una explicación epidémica, el principal sospechoso era el agua turbia de la red. La gente volvió a protestar en las calles y el Ayuntamiento se vio obligado a admitir que había detectado la presencia de trihalometanos en el agua. Son sustancias que aparecen tras una desinfección defectuosa del agua, cuando el cloro de las depuradoras reacciona químicamente con los restos orgánicos de un agua que no está lo bastante limpia. Los trihalometanos son considerados perjudiciales para la salud, incluso cancerígenos, y su presencia está prohibida en todos los Estados Unidos por efecto de la principal ley federal sobre aguas potables (SDWA), aprobada en 1974. Pese a la preocupante confesión del Ayuntamiento de Flint, el Gobierno estatal insistía en que el suministro era seguro, aunque esto no evitó que el escándalo empezase a traspasar las fronteras de Michigan. Para defenderse de las acusaciones, el gobernador contrató un peritaje privado sobre la calidad del agua. El resultado fue un informe de apenas doce páginas que afirmaba que el agua, pese a su aspecto extraño y la presencia de sedimentos orgánicos, era apta para el consumo. El perito, eso sí, aconsejaba mejorar su aspecto: «Aunque la revisión de las mediciones de calidad durante el periodo de nuestro estudio indica que cumple con las regulaciones tanto estatales como federales sobre calidad de las aguas, se recomienda una variedad de acciones para conseguir mejoras en su calidad y su estética». En otras palabras: el agua era antiestética, pero cumplía la legalidad estadounidense y por tanto podía beberse sin reparos. El informe también recomendaba inversiones para sustituir el sistema de filtros por otros de carbón granulado, que reducirían la presencia de esos trihalometanos.
Una semana después, algunos técnicos del Ayuntamiento de Flint se descolgaron de las conclusiones del informe pericial encargado por el estado de Michigan y sugirieron que el suministro de aguas no cumplía con la ley federal. Pese a esto, el alcalde de Flint, en una medida desesperada, afirmó que él y su familia consumían siempre agua del grifo. Naturalmente, nadie creyó una palabra.
¿Cómo explicar esta discrepancia entre instituciones, o que el Gobierno de Michigan no diese importancia a la presencia de los trihalometanos? Parece que el Gobierno estatal recurrió a mediciones realizadas en periodos muy breves, que podían coincidir con momentos en que las cantidades de trihalometanos eran un poco inferiores al máximo permitido. En cambio, una suma de mediciones a lo largo de un periodo algo más prolongado permitía afirmar justo lo contrario: que el suministro de Flint no cumplía con la ley y que los habitantes de la ciudad estaban bebiendo agua con demasiados tóxicos.
Era demasiado tarde, no obstante, para escudarse en lecturas parciales de los análisis químicos. Los trihalometanos tampoco eran el principal problema. La creciente repercusión del asunto hizo que las autoridades federales empezasen a indagar. Una semana después del dudoso informe del perito contratado por el Gobierno de Michigan, se redactó otro informe, esta vez encargado por el Gobierno federal. Un técnico de la Agencia de Protección Ambiental, dependiente de Washington, resumió sus propios resultados y estos eran demoledores. El suministro de Flint contenía no solamente trihalometanos, sino también plomo, metal de efectos nocivos para la salud. La dureza del agua extraída del río estaba provocando la corrosión de las tuberías, como ya habían hecho notar desde General Motors. Dado que muchas tuberías eran antiguas y contenían plomo, este terminaba vertiéndose en la red y la gente se lo bebía. Pero el informe, realizado en marzo de 2015, no fue hecho público por motivos más bien oscuros. Solamente sería revelado en junio, cuando un miembro de la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles habló con el autor del informe. Escandalizado por lo que estaba oyendo, consiguió filtrar los resultados a la prensa. Aun entonces, la oficina del gobernador respondió con un vago «no hay que sacar conclusiones precipitadas de ese informe».
Pero la crisis ya se había disparado y aquel verano de 2015 supuso la caía del castillo de naipes de las mentiras y ocultaciones oficiales. Aparecieron nuevos informes que empeoraban el panorama dibujado por el de la Agencia de Protección Ambiental, que ya de por sí era tétrico. Un prestigioso grupo de especialistas en ingeniería civil y medioambiental, llegado desde Virginia, estudió el suministro de diversas partes de la ciudad y denunció que por lo menos una cuarta parte de las muestras contenía niveles de plomo que requerían intervención urgente… pero los técnicos del DEQ, a sueldo del gobernador, discutieron sus resultados. No tuvo más éxito una especialista del Departamento de Salud de Michigan, que detectó un aumento en los niveles de plomo y lo comunicó a sus superiores, solo para ver cómo estos ignoraban su aviso (aunque el correo electrónico que ella les había enviado quedó ahí para ponerlos en evidencia más adelante). Aun con la malévola dejadez de quienes lo gobernaban, el estado de Michigan no podía continuar ocultando la gravedad de la situación. Llegó otro informe, que esta vez sí, iba a hacer sonar todas las alarmas porque procedía de un punto sensible: el principal hospital infantil de Flint. Una pediatra alertaba sobre la presencia de plomo en las muestras de sangre de los niños a los que trataban. Esto ya era demasiado.
La cascada de informes negativos (independientes, estatales y federales) atrajo la atención de la prensa nacional y se tornó imposible que las autoridades de Michigan pudiesen continuar mirando hacia otro lado. De repente, los técnicos del DEQ revisaron sus mediciones y admitieron lo que desde meses atrás estaba en boca de todos: que los niveles de plomo en el agua eran tóxicos. Llegaba el momento de la rectificación. El gobernador de Michigan, principal impulsor del calamitoso sistema de extracción del río Flint, recomendó que la ciudad volviese a recibir el agua de Detroit. ¿El problema? Reajustar la red una vez más iba a ser muy costoso y Flint no tenía ese dinero. Obviando que la motivación argüida para embarcarse en semejante desastre había sido el ahorro, Michigan tuvo que tras*ferirle seis millones de dólares al Ayuntamiento de Flint para que este pudiese recuperar sus conexiones a la red de suministro de Detroit. Con todo esto, pues, se ha gastado mucho más dinero del que se pretendía ahorrar, y está el terrible coste añadido de daños sanitarios cuyo verdadero alcance no se conocerá hasta pasados bastantes años. El 16 de octubre de 2015, Flint volvía recibir agua de Detroit. ¿Había terminado el problema? No. Como estamos a punto de comprobar, ni siquiera eso era ya suficiente.
A finales de 2015 se celebraron elecciones municipales en Flint. ¿El principal tema de discusión en la campaña? El agua. En una ciudad estadounidense, cercana a dos Grandes Lagos, y en pleno siglo XXI. El alcalde Dayne Walling perdió las elecciones, como se esperaba, y fue elegida una nueva alcaldesa, Karen Weaver, que había hecho del envenenamiento su gran baza electoral. Pero veamos por qué Flint seguía sin poder beber agua del grifo.
El 5 de enero de este 2016, tres semanas después de haber sido elegida para el cargo, la nueva alcaldesa cumplió su principal promesa electoral y declaró el estado de emergencia en la ciudad, con el objetivo de que Washington le enviase cincuenta millones de dólares con los que sustituir todas las tuberías de plomo de la ciudad. Aunque el agua ahora proviene de Detroit y es de buena calidad en origen, las tuberías están ya corroídas, por lo que el plomo continúa vertiéndose en el sistema. Los niveles han bajado un poco, pero no lo suficiente. El agua de Flint sigue sin ser segura. Para agravar la sensación de caos y paranoia, han aparecido informes hasta ahora ocultos o ignorados, que revelan por ejemplo cómo tras empezar a suministrarse agua del río se produjo (¿casualmente?) un aumento en casos de infección por Legionella, incluyendo una decena de muertes. Más cosa poco buena en el sistema de tuberías de Flint, o en todo caso, más terror y vergüenza en el ánimo de sus sufridos habitantes. El estado de preocupación es tal que el gobernador Rick Snyder, forzado por las circunstancias, ha declarado también el estado de emergencia para todo el condado de Genesee. Esto supone movilizar a la policía estatal y el Departamento de Seguridad Nacional, pero también implica que Snyder está admitiendo que su gestión ha sido catastrófica. Ya veremos si alguien, en algún momento, dictamina que esa gestión haya sido también de naturaleza criminal. En cualquier caso, Snyder difícilmente podrá salir indemne del caos que ha contribuido a crear. Ha admitido que la situación en Flint es «una catástrofe» y no le ha quedado más remedio que bajar la cabeza y pedir disculpas: «Lo siento, yo lo solucionaré». Pero aunque lo solucione, lo cual está por ver, sus responsabilidades no desaparecerán. La prensa ya se pregunta por qué Snyder, en un ejercicio de tras*parencia con el que pretende salvar el pellejo, ha prometido revelar e-mails de 2014 y 2015… pero no del 2013. Porque ya se están buscando posibles responsabilidades penales y la fiscalía general de Michigan ha empezado a indagar sobre todo el asunto. La cosa ha llegado incluso al debate de candidatos del Partido Demócrata, por lo que el caso ha adquirido resonancia internacional. Llegado este nivel de repercusión, es poco probable que el fiscal vaya a mostrarse contemporizador y no cabe descartar acusaciones muy serias. En el aspecto técnico, investigadores de diversas agencias federales están ocupándose de los detalles del desastre para encontrar soluciones, pero cualquier arreglo costará mucho dinero y llevará tiempo. Un tiempo durante el que muchos miles de habitantes del área metropolitana de Flint van a necesitar beber agua embotellada.
El presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, ha firmado un decreto de emergencia para poner en marcha los planes de ayuda. Era una medida esperada. Entre tanto, tenemos una ciudad cuya área metropolitana está tan poblada como las de San Sebastián, La Coruña, Valladolid o Tenerife… y cuya agua no se puede beber. Iniciativas ciudadanas en otras ciudades intentan cubrir las necesidades de agua embotellada, pero esto, aunque muy loable y necesario, es apenas un parche. Se necesitan millones de dólares, y todavía se necesitarán muchos más, para intentar arreglar el cataclismo producido por las ansias de ahorrar en lo fundamental. Por ejemplo, la Agencia Federal de Gestión de Emergencias (FEMA) ha aportado cinco millones para obtener agua embotellada y filtros, pero se calcula que ese dinero alcanzará para febrero y marzo. El gobernador Snyder ha prometido veintidós millones para financiar la compra de agua embotellada, filtros, pruebas caseras para la detección de plomo y la asistencia de personal sanitario. Como decíamos al principio, algunas voces sugieren incluso la evacuación de la ciudad. Por el momento, cualquier medida tras*itoria parece costosa y problemática, pero algo se necesita hacer. Hay cuatrocientas mil personas en Flint que necesitan beber agua todos los días y tienen pocos motivos para confiar cuando alguien les diga que las cantidades de plomo han descendido a niveles seguros (se preguntarán: ¿qué otras cosas no habrá en esa agua?). Entre tanto, la prensa estadounidense ya está haciéndose preguntas sobre cuáles deben ser los límites de las políticas de austeridad, y en este caso concreto también resultará inevitable que terminen surgiendo viejos debates sobre la redistribución de la riqueza, el abandono de zonas pobres por las autoridades o incluso la cuestión racial. En cualquier caso, el absoluto desastre que estamos contemplando en Flint nos da la medida de lo que puede llegar a ocurrir cuando los que gobiernan no piensan en el bienestar de sus conciudadanos, o cuando las decisiones se dejan en manos de gestores a quienes solamente les preocupan los números. Todo esto pudo evitarse. No se evitó, porque las cosas se hicieron con prisas y sin estudios preliminares serios. No se evitó porque las autoridades manipularon, ocultaron y mintieron. Y sobre todo, mucha gente va a sufrir sin necesidad. Así que cuando abran el grifo, no den por supuesto que va a caer agua. Como ven, incluso eso puede ser arruinado por la ineptitud y la corrupción de los gobernantes.
Flint: cuando los políticos envenenan el agua - Jot Down Cultural Magazine
Flint, Michigan, es la ciudad donde el agua del grifo ha envenenado a la población durante dos años. La situación es tan seria que la Casa Blanca ha declarado el estado de emergencia, mientras la Guardia Nacional ha sido movilizada para repartir agua embotellada o filtros, y poblaciones vecinas están organizándose para enviar agua potable a sus sufridos paisanos michiganders. Algunas voces solicitan incluso la evacuación de la ciudad. Todavía no se conoce el alcance de las consecuencias que tendrá para la población el haber consumido agua con plomo, microorganismos patógenos y otras sustancias tóxicas. Preocupa en especial el efecto sobre la población infantil, la más vulnerable. No se ha asentado la nube de polvo levantada por un escándalo que podría prolongarse durante meses y que algunos comparan ya con el caos gubernativo que siguió al huracán Katrina, y quedan muchos cabos sueltos por explicar, pero una cosa está clara: los responsables han sido los políticos que gobiernan Michigan. ¿Qué ha sucedido? Versión breve: las políticas de austeridad han envenenado a los habitantes de una ciudad entera.
A muchos de ustedes les sonará Flint por ser la ciudad natal de Michael Moore, cuyo documental Roger & Me denunciaba que la deslocalización de empleos había provocado la ruina económica y social de la región. La misma ruina que hundió a la metrópolis vecina, Detroit, como ya contamos en un artículo hace unos tres años. El municipio de Flint tiene cien mil habitantes censados, pero su área metropolitana se acerca a los cuatrocientos mil, y ha padecido un proceso de empobrecimiento paralelo al de Detroit. La espantada de la industria produjo la huida de la población con mayores recursos, y eso provocó la caída en la renta per capita. Lo cual, a su vez, causó una caída en la recaudación de impuestos. La crisis de 2008 terminó de poner la puntilla a la economía local. En 2013, cuando comenzó todo, el Ayuntamiento de Flint estaba sumido en la bancarrota y llevaba desde 2011 bajo la tutela de un comité gestor que recibía órdenes directas del gobernador de Michigan, Rick Snyder. El alcalde de Flint, Dayne Walling, tenía que someterse a los deseos del comité, aunque lo hizo sin demasiados aspavientos. Pues bien, los gestores sacaron la calculadora y decidieron que Flint debía recortar gastos, aunque para ello hubiese que ahorrar en servicios muy básicos. Incluyendo el más básico de todos: el suministro de agua potable.
Durante más de medio siglo, el que brotase agua de los grifos de Flint había dependido de la vecina Detroit, a cuya red de suministro estaba conectada. Flint carecía de un mecanismo fiable y propio de depuración, aunque estaba en proyecto conectarse a una tubería que traería agua desde el lago Huron. Pues bien, en 2013 se decidió que Flint estaba gastando demasiado dinero en agua potable y se canceló el contrato de compra con Detroit, pese a que el acceso a la tubería de Huron no estaba disponible. Así pues, ¿de dónde iba sacar Flint el agua para sus habitantes? A toda prisa, como medida provisional, se recurrió a la única fuente de agua que tenían a mano: el río, también llamado Flint. La pregunta lógica que ustedes podrían formular es ¿por qué la ciudad de Flint nunca había usado el agua del río en vez de comprársela a sus vecinos? La respuesta estamos conociéndola estos días: no estaban preparados para depurar el agua por sí mismos. El agua de un río en una zona industrial no es un agua fácil de tratar. Los problemas que puede producir una depuración incorrecta son enormes, sobre todo si la red de tuberías de una ciudad es antigua. Eso sí, algunos graves problemas podían haberse evitado simplemente con haber pensado en ellos, por ejemplo introduciendo en el agua un agente anticorrosivo, lo cual se estima hubiese costado menos de cuatro mil dólares al año. Nunca se hizo.
Los posibles contratiempos no detuvieron el torrente de decisiones precipitadas. La nueva política de austeridad impuesta por los gestores iba a ahorrar mucho dinero, así que el cambio en la red de agua obtuvo el visto bueno incluso del alcalde Walling. Tras inaugurar el nuevo sistema de agua potable y por si los ciudadanos estaban intranquilos, que lo estaban, el departamento de calidad ambiental del estado de Michigan dictaminó que el nuevo suministro era apto para el consumo humano. La frase tranquilizadora, revisada hoy, parece más allá de todo cinismo: «la calidad de este agua habla por sí misma». Entre tanto, Flint vendía los derechos sobre sus antiguas conexiones con la red de suministros de Detroit al condado de Gennese, del que es capital. Esto significaba que en caso de tener que volver a usar agua de Detroit, el coste se encarecería mucho. Pero los gestores, al parecer, no contemplaban la posibilidad de que algo saliese mal.
Pese a los mensajes de las autoridades, los ciudadanos de Flint empezaron a mostrarse descontentos con el agua que salía del grifo. Tenía un aspecto nada tranquilizador; era turbia, incluso a veces espumosa. No olía bien. No sabía bien. En la primavera de 2014 estaban tan extendidas las sospechas sobre su posible condición insalubre que muchos habitantes de Flint optaban por beber agua embotellada, pese al coste que esto suponía para una población empobrecida, y pese a la insistencia de las autoridades estatales sobre la seguridad sanitaria del suministro. Nuevos informes positivos del DEQ (organismo que, insisto, dependía de esas autoridades estatales) arrojaban nuevos resultados destinados a apaciguar los miedos. Al agua de Flint, decían, no le pasaba nada. Pero la gente continuaba sin creérselo. Tampoco se lo creían en Detroit, cuyo Ayuntamiento ofreció volver a suministrarles agua para solucionar el problema. Y Detroit lo haría gratis, renunciando al precio de cuatro millones anuales al que antes vendían su agua. El gesto de buena voluntad que fue rechazado. Por entonces Flint ya no era dueña de la conexión con Detroit ni tenía fondos para recomprarla. El responsable de emergencias del Ayuntamiento de Flint, de hecho, fue claro al respecto: reconectar con Detroit costaría, en total, unos doce millones de dólares de los que su ciudad no disponía. Fuese exagerada o no aquella estimación de costes, lo cierto es que se dejó pasar una oportunidad de oro. El criterio económico predominó sobre el sanitario. Esto no impidió que cuando las quejas provenían de las corporaciones sí se actuase con celeridad. Dos meses después del escándalo bacteriológico de la Escherichia Coli, la fábrica de General Motors en Flint elevó una queja al Ayuntamiento porque el agua estaba corroyendo su maquinaria. Las autoridades, de manera excepcional, hicieron lo posible para que General Motors, en exclusividad, volviese a recibir agua desde una red ajena a la de Flint.
En verano, el Gobierno de Michigan seguía en sus trece, asegurando que el consumo de agua embotellada era «innecesario». Su credibilidad duró poco. Apenas unas semanas después se vio obligado a anunciar que había sido detectada la bacteria Escherichia Coli en el suministro y terminó aconsejando a la población que hirviese el agua del grifo antes de consumirla. La Escherichia Coli, que está presente en muchos ambientes pero sobre todo abunda en aguas fecales y de desecho, puede provocar infecciones urinarias e intestinales. Y son estas últimas, sobre todo en los niños pequeños o personas vulnerables, las que pueden llegar a ser mortales. Aun así, esta bacteria iba a ser el menor de los problemas. De hecho, las autoridades la consideraron una contaminación pasajera y tampoco esta vez contemplaron reconectar con Detroit.
Los escándalos continuaron, y esta vez ya no se podía culpar a las bacterias. Apenas iniciado 2015, empezaron a producirse casos de erupciones cutáneas en niños. A falta de una explicación epidémica, el principal sospechoso era el agua turbia de la red. La gente volvió a protestar en las calles y el Ayuntamiento se vio obligado a admitir que había detectado la presencia de trihalometanos en el agua. Son sustancias que aparecen tras una desinfección defectuosa del agua, cuando el cloro de las depuradoras reacciona químicamente con los restos orgánicos de un agua que no está lo bastante limpia. Los trihalometanos son considerados perjudiciales para la salud, incluso cancerígenos, y su presencia está prohibida en todos los Estados Unidos por efecto de la principal ley federal sobre aguas potables (SDWA), aprobada en 1974. Pese a la preocupante confesión del Ayuntamiento de Flint, el Gobierno estatal insistía en que el suministro era seguro, aunque esto no evitó que el escándalo empezase a traspasar las fronteras de Michigan. Para defenderse de las acusaciones, el gobernador contrató un peritaje privado sobre la calidad del agua. El resultado fue un informe de apenas doce páginas que afirmaba que el agua, pese a su aspecto extraño y la presencia de sedimentos orgánicos, era apta para el consumo. El perito, eso sí, aconsejaba mejorar su aspecto: «Aunque la revisión de las mediciones de calidad durante el periodo de nuestro estudio indica que cumple con las regulaciones tanto estatales como federales sobre calidad de las aguas, se recomienda una variedad de acciones para conseguir mejoras en su calidad y su estética». En otras palabras: el agua era antiestética, pero cumplía la legalidad estadounidense y por tanto podía beberse sin reparos. El informe también recomendaba inversiones para sustituir el sistema de filtros por otros de carbón granulado, que reducirían la presencia de esos trihalometanos.
Una semana después, algunos técnicos del Ayuntamiento de Flint se descolgaron de las conclusiones del informe pericial encargado por el estado de Michigan y sugirieron que el suministro de aguas no cumplía con la ley federal. Pese a esto, el alcalde de Flint, en una medida desesperada, afirmó que él y su familia consumían siempre agua del grifo. Naturalmente, nadie creyó una palabra.
¿Cómo explicar esta discrepancia entre instituciones, o que el Gobierno de Michigan no diese importancia a la presencia de los trihalometanos? Parece que el Gobierno estatal recurrió a mediciones realizadas en periodos muy breves, que podían coincidir con momentos en que las cantidades de trihalometanos eran un poco inferiores al máximo permitido. En cambio, una suma de mediciones a lo largo de un periodo algo más prolongado permitía afirmar justo lo contrario: que el suministro de Flint no cumplía con la ley y que los habitantes de la ciudad estaban bebiendo agua con demasiados tóxicos.
Era demasiado tarde, no obstante, para escudarse en lecturas parciales de los análisis químicos. Los trihalometanos tampoco eran el principal problema. La creciente repercusión del asunto hizo que las autoridades federales empezasen a indagar. Una semana después del dudoso informe del perito contratado por el Gobierno de Michigan, se redactó otro informe, esta vez encargado por el Gobierno federal. Un técnico de la Agencia de Protección Ambiental, dependiente de Washington, resumió sus propios resultados y estos eran demoledores. El suministro de Flint contenía no solamente trihalometanos, sino también plomo, metal de efectos nocivos para la salud. La dureza del agua extraída del río estaba provocando la corrosión de las tuberías, como ya habían hecho notar desde General Motors. Dado que muchas tuberías eran antiguas y contenían plomo, este terminaba vertiéndose en la red y la gente se lo bebía. Pero el informe, realizado en marzo de 2015, no fue hecho público por motivos más bien oscuros. Solamente sería revelado en junio, cuando un miembro de la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles habló con el autor del informe. Escandalizado por lo que estaba oyendo, consiguió filtrar los resultados a la prensa. Aun entonces, la oficina del gobernador respondió con un vago «no hay que sacar conclusiones precipitadas de ese informe».
Pero la crisis ya se había disparado y aquel verano de 2015 supuso la caía del castillo de naipes de las mentiras y ocultaciones oficiales. Aparecieron nuevos informes que empeoraban el panorama dibujado por el de la Agencia de Protección Ambiental, que ya de por sí era tétrico. Un prestigioso grupo de especialistas en ingeniería civil y medioambiental, llegado desde Virginia, estudió el suministro de diversas partes de la ciudad y denunció que por lo menos una cuarta parte de las muestras contenía niveles de plomo que requerían intervención urgente… pero los técnicos del DEQ, a sueldo del gobernador, discutieron sus resultados. No tuvo más éxito una especialista del Departamento de Salud de Michigan, que detectó un aumento en los niveles de plomo y lo comunicó a sus superiores, solo para ver cómo estos ignoraban su aviso (aunque el correo electrónico que ella les había enviado quedó ahí para ponerlos en evidencia más adelante). Aun con la malévola dejadez de quienes lo gobernaban, el estado de Michigan no podía continuar ocultando la gravedad de la situación. Llegó otro informe, que esta vez sí, iba a hacer sonar todas las alarmas porque procedía de un punto sensible: el principal hospital infantil de Flint. Una pediatra alertaba sobre la presencia de plomo en las muestras de sangre de los niños a los que trataban. Esto ya era demasiado.
La cascada de informes negativos (independientes, estatales y federales) atrajo la atención de la prensa nacional y se tornó imposible que las autoridades de Michigan pudiesen continuar mirando hacia otro lado. De repente, los técnicos del DEQ revisaron sus mediciones y admitieron lo que desde meses atrás estaba en boca de todos: que los niveles de plomo en el agua eran tóxicos. Llegaba el momento de la rectificación. El gobernador de Michigan, principal impulsor del calamitoso sistema de extracción del río Flint, recomendó que la ciudad volviese a recibir el agua de Detroit. ¿El problema? Reajustar la red una vez más iba a ser muy costoso y Flint no tenía ese dinero. Obviando que la motivación argüida para embarcarse en semejante desastre había sido el ahorro, Michigan tuvo que tras*ferirle seis millones de dólares al Ayuntamiento de Flint para que este pudiese recuperar sus conexiones a la red de suministro de Detroit. Con todo esto, pues, se ha gastado mucho más dinero del que se pretendía ahorrar, y está el terrible coste añadido de daños sanitarios cuyo verdadero alcance no se conocerá hasta pasados bastantes años. El 16 de octubre de 2015, Flint volvía recibir agua de Detroit. ¿Había terminado el problema? No. Como estamos a punto de comprobar, ni siquiera eso era ya suficiente.
A finales de 2015 se celebraron elecciones municipales en Flint. ¿El principal tema de discusión en la campaña? El agua. En una ciudad estadounidense, cercana a dos Grandes Lagos, y en pleno siglo XXI. El alcalde Dayne Walling perdió las elecciones, como se esperaba, y fue elegida una nueva alcaldesa, Karen Weaver, que había hecho del envenenamiento su gran baza electoral. Pero veamos por qué Flint seguía sin poder beber agua del grifo.
El 5 de enero de este 2016, tres semanas después de haber sido elegida para el cargo, la nueva alcaldesa cumplió su principal promesa electoral y declaró el estado de emergencia en la ciudad, con el objetivo de que Washington le enviase cincuenta millones de dólares con los que sustituir todas las tuberías de plomo de la ciudad. Aunque el agua ahora proviene de Detroit y es de buena calidad en origen, las tuberías están ya corroídas, por lo que el plomo continúa vertiéndose en el sistema. Los niveles han bajado un poco, pero no lo suficiente. El agua de Flint sigue sin ser segura. Para agravar la sensación de caos y paranoia, han aparecido informes hasta ahora ocultos o ignorados, que revelan por ejemplo cómo tras empezar a suministrarse agua del río se produjo (¿casualmente?) un aumento en casos de infección por Legionella, incluyendo una decena de muertes. Más cosa poco buena en el sistema de tuberías de Flint, o en todo caso, más terror y vergüenza en el ánimo de sus sufridos habitantes. El estado de preocupación es tal que el gobernador Rick Snyder, forzado por las circunstancias, ha declarado también el estado de emergencia para todo el condado de Genesee. Esto supone movilizar a la policía estatal y el Departamento de Seguridad Nacional, pero también implica que Snyder está admitiendo que su gestión ha sido catastrófica. Ya veremos si alguien, en algún momento, dictamina que esa gestión haya sido también de naturaleza criminal. En cualquier caso, Snyder difícilmente podrá salir indemne del caos que ha contribuido a crear. Ha admitido que la situación en Flint es «una catástrofe» y no le ha quedado más remedio que bajar la cabeza y pedir disculpas: «Lo siento, yo lo solucionaré». Pero aunque lo solucione, lo cual está por ver, sus responsabilidades no desaparecerán. La prensa ya se pregunta por qué Snyder, en un ejercicio de tras*parencia con el que pretende salvar el pellejo, ha prometido revelar e-mails de 2014 y 2015… pero no del 2013. Porque ya se están buscando posibles responsabilidades penales y la fiscalía general de Michigan ha empezado a indagar sobre todo el asunto. La cosa ha llegado incluso al debate de candidatos del Partido Demócrata, por lo que el caso ha adquirido resonancia internacional. Llegado este nivel de repercusión, es poco probable que el fiscal vaya a mostrarse contemporizador y no cabe descartar acusaciones muy serias. En el aspecto técnico, investigadores de diversas agencias federales están ocupándose de los detalles del desastre para encontrar soluciones, pero cualquier arreglo costará mucho dinero y llevará tiempo. Un tiempo durante el que muchos miles de habitantes del área metropolitana de Flint van a necesitar beber agua embotellada.
El presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, ha firmado un decreto de emergencia para poner en marcha los planes de ayuda. Era una medida esperada. Entre tanto, tenemos una ciudad cuya área metropolitana está tan poblada como las de San Sebastián, La Coruña, Valladolid o Tenerife… y cuya agua no se puede beber. Iniciativas ciudadanas en otras ciudades intentan cubrir las necesidades de agua embotellada, pero esto, aunque muy loable y necesario, es apenas un parche. Se necesitan millones de dólares, y todavía se necesitarán muchos más, para intentar arreglar el cataclismo producido por las ansias de ahorrar en lo fundamental. Por ejemplo, la Agencia Federal de Gestión de Emergencias (FEMA) ha aportado cinco millones para obtener agua embotellada y filtros, pero se calcula que ese dinero alcanzará para febrero y marzo. El gobernador Snyder ha prometido veintidós millones para financiar la compra de agua embotellada, filtros, pruebas caseras para la detección de plomo y la asistencia de personal sanitario. Como decíamos al principio, algunas voces sugieren incluso la evacuación de la ciudad. Por el momento, cualquier medida tras*itoria parece costosa y problemática, pero algo se necesita hacer. Hay cuatrocientas mil personas en Flint que necesitan beber agua todos los días y tienen pocos motivos para confiar cuando alguien les diga que las cantidades de plomo han descendido a niveles seguros (se preguntarán: ¿qué otras cosas no habrá en esa agua?). Entre tanto, la prensa estadounidense ya está haciéndose preguntas sobre cuáles deben ser los límites de las políticas de austeridad, y en este caso concreto también resultará inevitable que terminen surgiendo viejos debates sobre la redistribución de la riqueza, el abandono de zonas pobres por las autoridades o incluso la cuestión racial. En cualquier caso, el absoluto desastre que estamos contemplando en Flint nos da la medida de lo que puede llegar a ocurrir cuando los que gobiernan no piensan en el bienestar de sus conciudadanos, o cuando las decisiones se dejan en manos de gestores a quienes solamente les preocupan los números. Todo esto pudo evitarse. No se evitó, porque las cosas se hicieron con prisas y sin estudios preliminares serios. No se evitó porque las autoridades manipularon, ocultaron y mintieron. Y sobre todo, mucha gente va a sufrir sin necesidad. Así que cuando abran el grifo, no den por supuesto que va a caer agua. Como ven, incluso eso puede ser arruinado por la ineptitud y la corrupción de los gobernantes.
Flint: cuando los políticos envenenan el agua - Jot Down Cultural Magazine