Neonazis en Mongolia

Y tu intentas solucionar cosas que no se pueden solucionar porque van contra la naturaleza humana como eso de eliminar la oligarquia o la explotacion del hombre por el hombre

Cuando olvidamos a Jesus de Nazaret y a sus enseñanzas pasan cosas como ese comentario suyo. No va en contra de la naturaleza humana, solo del lado oscuro de esa naturaleza, que es ambivalente. La potencialidad del bien está en nosotros. Usted y otros más la niegan. Es triste si no fuera porque es premeditado, lo cual lo convierte en malvado.

PD Veo que el/los individuos que se ocultan tras los tags siguen en su línea. Bien, supongo que la cobardía es una de esas características genéticas de los arios germánicos nórdicos, o como quiera que se llamen....
 
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le recuerdo que durante el regimen del Apartheid habia un saldo migratorio POSITIVO de neցros. O sea los neցros de los paises limitrofes preferian vivir ilegalmente en la racista Sudafrica que quedarse en los paraisos socialistas de Angola, Zimbabue, y Mozambique.

La combinacion de negritud y comunismo es letal.

El comunismo no funciona ni siquiera en la RDA, que era despues de todo el pais comunista con mejor nivel de vida.

De eso tb hay otro tocho, y no es rebatible, de todas formas como son teorias que suenan bien y ademas aporta soluciones simplistas que cualquier ignorante podria entender siempre habra quien prefiera delirar y seguir con autismo jovenlandesal antes que pararse a pensar y mirar los hechos


¿Sería acaso un problema cultural? ¿Habría tal vez culturas más proclives a ejercer la violencia o a aceptar la tiranía y otras en las que el comunismo podía arraigar de manera más suave y natural? No parece. El comunismo se intentó en el enorme imperio ruso, en el que coincidían cien pueblos distintos; en la Alemania del Este, corazón de Europa, desarrollada y culta; en Checoslovaquia y Hungría, dos fragmentos gloriosos del viejo Imperio Austrohúngaro; en el mosaico yugoslavo; en la Albania culturalmente desovada por Turquía; en China, en Vietnam, en Camboya, en Corea del Norte; en Cuba y Nicaragua; en el África de color de Angola y Etiopía. Y en todos fue un desastre.

Se intentó en pueblos de raíz greco-cristiana, como Rusia, Bulgaria y Rumanía; en pueblos católicos, como Hungría, Cuba o Nicaragua; en pueblos cristiano-protestantes, como Alemania o Checoslovaquia; en pueblos islamizados, como Albania, ciertas porciones de Yugoslavia y algunas repúblicas del Turquestán soviético; en otros de tradición confuciana, budista y taoísta, como China, Camboya, Vietnam y Corea del Norte. Y en todos fracasó.

Lo ensayaron sociedades de origen eslavo, germánico, chino, joven, latino, hispanoamericano, escandinavo y turcomano, y todas concluyeron en el desastre, el abuso, la pobreza y la mediocridad. Un fracaso del que sólo conseguían salvarse abandonando el sistema, o del que todavía hoy intentan huir mixtificándolo con medidas carácterísticas de las sociedades occidentales tomadas de la economía de mercado.

Pero, ¿cómo y por qué podemos afirmar que se trata de experimentos fracasados? ¿No habla la propaganda comunista de sociedades dotadas de extendidos sistemas de salud y educación, en las que no existe el desempleo y todas las personas disfrutan de unos bienes mínimos, suficientes para sostener una vida feliz? Naturalmente, éxito y fracaso son siempre juicios relativos, pero, como en los laboratorios, contamos con experimentos de control y contraste que nos permiten calificar de total desastre la experiencia comunista: tras la Segunda Guerra Mundial varios países y sociedades homogéneas se dividieron en los dos sistemas antagónicos que durante medio siglo disputaron la Guerra Fría. Hubo dos Alemanias, dos Coreas, y dos o varias Chinas: la continental, Taiwán, Hong Kong, incluso Singapur. Hubo una Austria neutral en la que se instauró la democracia y se insistió en la economía de mercado, mientras Hungría y Checoslovaquia –los otros dos grandes fragmentos del viejo Imperio Austrohúngaro– quedaban tras el Telón de Acero.

La comparación de los resultados no ha podido ser más humillante para el sistema comunista. Alemania Occidental, Austria, Corea del Sur, las Chinas capitalistas se desarrollaron mucho más eficaz y humanamente, desplazándose hacia formas de convivencia cada vez más democráticas y respetuosas de los derechos civiles, como sucediera en Taiwán y en Corea del Sur, convirtiéndose en un poderoso polo de atracción para quienes tuvieron la desgracia de quedar al otro lado de los barrotes.

Las sociedades capitalistas no eran perfectas, por supuesto, y no estaban exentas de graves problemas, pero el flujo migratorio indicaba la clara preferencia de los pueblos. Nadie saltaba el muro en dirección al Este. Los chinos que lograban huir pedían asilo en Taiwán o en Hong Kong, nunca en el paraíso de Mao. La mayor parte de los prisioneros norcoreanos cautivos en Corea del Sur, terminada la guerra en 1953, imploraron no ser devueltos al país del que provenían. Cuba, tras ser un importante refugio de pagapensiones a lo largo del siglo XX, a partir de la revolución se convirtió en un pertinaz exportador de balseros y emigrantes.

Los Estados comunistas, como observara la profesora y diplomática norteamericana Jeanne Kirkpatrick, eran las primeras entidades políticas de la historia que construían murallas no para evitar las invasiones, sino para impedir las evasiones de sus desesperados súbditos, y no hay un juicio más certero para medir la calidad de una sociedad que la dirección en que se desplazan los migrantes.

¿Sería, acaso, un problema de recursos materiales? Tampoco: resultaba evidente que el comunismo fracasaba en todas las circunstancias materiales posibles, aun cuando tuviera enormes posibilidades de triunfar. La URSS contaba con inmensos recursos naturales, mayores que los de cualquier otro país. Ucrania había sido el granero de Europa hasta la Primera Guerra Mundial. Bulgaria y Rumanía tenían una buena experiencia en el terreno agrícola. Alemania del Este, Checoslovaquia y Hungría poseían una antigua tradición industrial y científica, y podían exhibir un copioso capital humano formado en notables universidades. Todos esos países crearon un mercado común articulado en torno al Comecon –la respuesta soviética al Plan Marshall y a la Comunidad Económica Europea– y coordinaban sus esfuerzos económicos, financieros e investigativos.

Sin embargo, todos esos factores positivos no eran suficientes para generar riqueza, tecnología o avances científicos en la cuantía en que Occidente lo lograba, y, visto ya con cierta perspectiva, resulta casi inexplicable que, con ese inmenso potencial a su servicio, el bloque comunista no haya sido capaz de originar siquiera una sola de las grandes revoluciones tecnológicas del siglo XX: la televisión, la energía nuclear, los antibióticos, la biotecnología, los vuelos supersónicos, los tras*istores o la computación. Sólo en un aspecto, el de carrera espacial, los soviéticos tomaron la delantera, por un corto periodo, tras el sputnik lanzado en 1957, pero ese episodio más bien parecía un subproducto de la cohetería militar, una industria favorecida por el Kremlin, donde también habría que inscribir la impresionante actividad espacial posteriormente desplegada por Moscú.

No obstante, todavía existía una coartada final para no admitir que el marxismo partía de una serie de errores intelectuales originales que conducían al fracaso a todos los líderes, en todas las culturas y hasta en las más prometedoras circunstancias materiales. Ese pretexto era la idea de que existía un “socialismo real” que fracasaba por errores humanos en su torpe implementación y no por el carácter equivocado de los planteamientos originales. Se negaban a aceptar, entre otras evidencias, la melancólica observación de Yakovlev: el comunismo, sencillamente, no se adapta a la naturaleza humana.
 
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