otroyomismo
Madmaxista
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Después de algunos años de reflexión y lecturas, me cabe poca duda de que la llamada historia oficial y las diversas historias nacionales no sólo están lejos de presentar verdades objetivas (lo cual sería una quimera), sino que ni siquiera son capaces de construir un cuadro equilibrado y contrastado de lo que fueron los hechos acaecidos en el pasado. En parte esto se debe a la falta de documentos y pruebas, a lo que ha de sumarse la influencia de los inevitables sesgos y prejuicios. Sin embargo, todo ello es poco cuando descubrimos que la historia ha sido constante objeto de manipulación y tergiversación –realizadas por motivos ideológicos, políticos o religiosos– a lo largo de los siglos. En este sentido, existen varios episodios históricos que se han dado por verdaderos e indiscutibles durante siglos, pero que en los tiempos recientes algunos historiadores han empezado a desmontar gracias a un meritorio ejercicio de rigor y honestidad profesional.
Uno de ellos ha sido la famosísima leyenda de color sobre la España imperial y católica del tiempo de los Austrias, que fue construida hábilmente como una auténtica maniobra de propaganda política por parte de los países anglosajones y protestantes en general, si bien otras potencias, como Francia, se subieron a este carro por puro interés, dado el conflicto de intereses con España. Y como siempre suele ocurrir en estos casos, para que la mentira sea más creíble e impactante, debe contener una parte de verdad. Esto hace más perversa la maniobra, dándole un aire de credibilidad al explicar sólo un parte de los hechos o retorciendo y exagerando otros para consolidar un relato devastador.
Sólo para recordar los elementos básicos, diremos que según esta leyenda de color, tejida en Europa (particularmente en Holanda e Inglaterra) a partir del siglo XVI, los españoles –imbuidos en el oscurantismo y fanatismo de su fe católica– se habían dedicado a apiolar y esclavizar a los indígenas americanos y habían perseguido con saña a brujas, herejes y librepensadores, llevando a muchos de estos a la guandoca, la tortura y el patíbulo. Y desde luego, existe una parte de verdad en ello, pues en América existieron los asesinatos, brutalidades, abusos y explotaciones. Y por otro lado, la actuación implacable de los tribunales contra los herejes y sobre todo contra las brujas durante varios siglos es bien conocida. No obstante, aquí subyacen dos factores que distorsionan todo el relato. En primer lugar, los demás –las naciones civilizadas cristianas (también las protestantes)– no fueron mejores en su relación con indígenas, herejes y brujas. Y en segundo lugar, los abusos y crímenes supuestamente cometidos contra los “inocentes” no fueron tantos, o fueron convenientemente exagerados o falseados[1].
En el presente artículo me centraré en la desmitificación de una parte de esa leyenda de color, que fue el controvertido papel de la Inquisición, principalmente en España, pero también en otros países. Lo cierto es que nada más citar la palabra “Inquisición” a muchas personas les viene a la memoria un escenario de severos autos de fe, tétricos calabozos, instrumentos de tortura, hogueras donde se quemaban a las brujas, etc. Y esta imagen de crimen y brutalidad en nombre de la religión católica ha permanecido en la mente de generaciones como muestra de la intolerancia y la prepotencia de la Iglesia frente a cualquiera que osara retarla. Sin embargo, ¿realmente fueron así las cosas? Ya a finales del siglo XX algunos historiadores como Peters y Kamen habían profundizado en la cuestión y habían empezado a derribar algunos clichés y tópicos populares que no se ajustaban a los hechos contrastados. Pero hay más. Poca gente sabe que hacia la misma época, en los últimos años del papado de Juan Pablo II, el Vaticano –por deseo expreso del Papa Wojtyla– facilitó el acceso a los archivos del Santo Oficio[2] a un equipo de 30 investigadores para que dilucidaran qué había de verdad en esa visión tópica de una Inquisición que funcionaba como una máquina de ejecutar herejes.
El Papa Lucio III
El resultado de dicha investigación se publicó en 2004 en un grueso informe de casi 800 páginas editado por Agostino Borromeo y, para sorpresa de muchos, desveló a modo de conclusión que la Inquisición, tanto en España como en otros lugares, no había sido tan perversa y asesina como se había repetido durante siglos. Vayamos por partes. Como punto de partida, hay que señalar que la Inquisición no fue un invento español ni de la Edad Moderna, sino que fue promovida por el papado y se remonta a la Edad Media. Concretamente, fue creada por el Papa Lucio III en 1184 y el motivo de su implementación fue doble: por un lado, combatir la expansión de las doctrinas heréticas que campaban por Europa en aquella época; y por otro, ofrecer cobertura legal a los acusados de herejía, que llevaban siglos siendo objeto de persecución y ejecución por parte del poder secular; es decir, el poder político.
El propósito de esta institución era pues la de marcar claramente la línea de la doctrina ortodoxa católica frente las herejías y evitar que los juicios contra los herejes fueran del todo arbitrarios. Como se puede ver en la película “El nombre de la rosa”, el fraile Guillermo de Baskerville incidía en que la Inquisición se había creado para orientar y hacer que los desviados volviesen al redil del catolicismo, no para castigar y destruir enemigos político-religiosos. Para entender esto, hay que señalar que el poder político se había fusionado con el poder religioso como si fuesen una misma cosa, nada nuevo en la historia, por otra parte. De hecho, esta unión de intereses entre cristianismo y autoridad política se remontaba al primer concilio de Nicea (en el 325), convocado oportunamente por el emperador Constantino. En efecto, el emperador tuvo un papel muy destacado en la sombra, al fomentar una religión cristiana unificada –la que en adelante sería católica– como religión imperial, impuesta a todos los súbditos. De este modo, la autoridad del soberano derivaba directamente de la autoridad divina y no estaba sujeta a crítica ni oposición, al haber una equiparación entre ambos conceptos[3].
Ahora empezamos a tener un contexto histórico adecuado. En realidad, la herejía era perseguida por el estado, ya que religión y política eran inseparables. En este sentido, apelar a Dios era suficiente para montar y justificar cualquier maniobra política, y también guerras y conquistas. De este modo, la herejía –que a menudo iba más allá de la crítica religiosa y se adentraba en la denuncia social, política y económica– era un crimen contra la autoridad estatal y debía ser perseguida y castigada con dureza. Esto provocó que mucha gente desafecta, levantisca, conflictiva o con ideas propias fuera a parar ante un noble o señor local que impartía un simulacro de justicia que solía acabar muy mal para el acusado. Y cabe suponer que muchas personas fueron acusadas de herejía por motivos espurios o interesados, y que los señores no estaban por labor de enzarzarse en discusiones teológicas –para las cuales no estaba preparados– sino más bien de dictar sentencias condenatorias hacia la gente presuntamente hostil para la comunidad (y el poder).
Escarnio público de condenados por la Inquisición
Esta habría sido la causa que movió al Papa Lucio III a crear la Inquisición como instrumento de justicia, para distinguir a los verdaderos herejes de los que no lo eran y facilitar así sentencias apropiadas y justas al dogma católico. Así pues, la Inquisición debía disponer de jueces cualificados –sobre todo lo fueron los monjes dominicos– que debían proceder con arreglo a las pruebas presentadas. El objetivo en sí de esta práctica no era castigar sin más, sino corregir y mostrar el camino recto a las ovejas que se habían descarriado.
Aquí, la información desplegada en el informe nos muestra que, en efecto, se produjeron muchas condenas a diversas penas o penitencias, pero que la tortura para obtener confesiones fue esporádicamente aplicada y que las ejecuciones (penas de fin llevadas a cabo por el brazo secular), por lo menos en el caso español, rondaron apenas el 1% de los casos tratados, que se han cifrado en unos 125.000. Y, aparte, muchos acusados salieron del tribunal libres de culpa o con sus sentencias suspendidas. De aquí que podamos decir que la acción de la Inquisición salvó a muchos acusados de acabar linchados por las turbas o sentenciados por la autoridad secular.
Ahora bien, en los casos en que no había remedio (los herejes que no se retractaban), la Inquisición no se quedaba de brazos cruzados. Así, aunque no quemaba a nadie directamente, excomulgaba al reo y acto seguido lo entregaba a la autoridad secular para que ella procediera a aplicar la pena máxima. Lo que ocurrió es que según avanzaba la Edad Media, sobre todo a partir del siglo XIV, se consolidaron los poderes absolutos reales y el papado fue perdiendo autoridad y control sobre el Santo Oficio. De este modo, la Inquisición cayó en la órbita de las realezas de cada país y en cada reino se aplicó de forma distinta con más o menos dureza. En el caso de España, los documentos apuntan a que la Inquisición procedió con rigor pero con justicia y benevolencia.
Precisamente a partir del siglo XVI, cuando se desató en Europa una histeria colectiva por los casos de brujería, la Inquisición –en España e Italia– se mostró ecuánime y desestimó muchos casos que no tenían fundamento. Sin embargo, el tópico mantenido a lo largo de siglos es que la Inquisición española mató a miles de brujas, hecho que sucedió realmente en países protestantes, ya fuera por la acción de los tribunales civiles o los religiosos. En lo referente a la persecución de herejes y científicos audaces, bien es cierto que la Iglesia católica quemó a Giordano Bruno, pero los calvinistas habían quemado décadas antes a Miguel Servet. E incluso los puritanos protestantes ingleses que colonizaron América no dudaron en mantener la caza de brujas y los juicios a mujeres sospechosas, como sucedió en el conocido episodio de las brujas de Salem a finales del siglo XVII, en que la histeria religiosa desatada llevó a la horca a 19 personas. En suma, el llamado mundo civilizado de aquella época fue intolerante y justiciero en cualquier forma de religión, y la labor de la Inquisición no fue peor a lo que se hizo en muchas otras partes.
Batalla naval entre la Armada y la flota inglesa
En cuanto a lo que aconteció históricamente con la Inquisición española, cabe decir que el predominio del Imperio español en Europa y América en el siglo XVI se había hecho tan grande que sus enemigos, vencidos en el campo de batalla, recurrieron a la propaganda masiva en forma de libros y panfletos para desgastar políticamente a España y unir voluntades contra ella, llegando más allá de la crítica religiosa cuando era necesario. Así, como ya expuse en su momento en un artículo específico, el desastre naval de la mal llamada “Armada Invencible” fue tergiversado y magnificado por los ingleses de la época, que lo vendieron como una grandiosa victoria militar sobre un enemigo muy superior. Eso sí, los que pasaron a la historia como unos héroes se cuidaron muy mucho de airear el hecho de que en Irlanda asesinaron sin más a 2.000 náufragos de la Armada, indefensos y exhaustos. En todo caso, el mito de la Armada se mantuvo como algo indiscutible durante siglos hasta prácticamente nuestros días[4]. En fin, el resultado de esta campaña de propaganda fue que buena parte de Europa asumió que el imperio católico español y su ominosa Inquisición eran depravados y crueles, y que cometían terribles atrocidades con los indios de América y con los no-católicos.
Con todo, es innegable que la intolerancia y las persecuciones existieron, y que la Iglesia ya acumulaba un largo historial de ejecuciones de paganos o de herejes desde la época de Constantino, si bien sería más exacto decir que fue el poder secular el que llevó a cabo las peores purgas y matanzas con excusas teológicas o doctrinales. Lo que está claro es que en aquellos tiempos, al estar unidos el poder religioso y el político, se podía justificar todo tipo de maniobras para obtener los fines deseados, y más aún teniendo en cuenta que los disidentes religiosos eran considerados a la vez disidentes políticos. Esto se pudo ver en la tristemente célebre cruzada contra los albigenses (los cátaros) en el siglo XIII, que en realidad fue la toma de Occitania por parte del poder real francés. De igual modo, las diversas cruzadas en Tierra Santa, bajo la excusa de retomar los Santos Lugares, tenían como meta la conquista de territorios estratégicos en Oriente. Y en ambos casos la Iglesia, que actuaba como una gran potencia más, promovió, apoyó y bendijo las operaciones militares y todos los excesos cometidos, que no fueron pocos.
En conclusión, es posible que la Inquisición no fuera tan terrible como nos han pintado habitualmente, por lo menos a la vista de las pruebas recuperadas, y que buena parte de su pésima imagen –en especial en España– se debiera a la ya mencionada propaganda en forma de leyenda de color. Ahora bien, es evidente que la alta jerarquía eclesiástica estuvo metida de lleno en asuntos terrenales, en luchas por el poder y en influencias de todo tipo, por lo menos hasta el siglo XIX. Lo que la historia nos muestra es que la Iglesia institucionalizada surgió como un aliado del poder político y que incluso todos los cismas y separaciones fueron provocados por cuestiones meramente políticas. Ello no obsta a que la Iglesia tuviera su propia opinión o sus propios métodos, lo que llevó a no pocos choques con el poder secular o incluso entre los clérigos “de base” y la jerarquía católica, algo que se ha venido repitiendo prácticamente hasta la actualidad.
La otra cara del pasado: La Inquisición no fue lo que nos han contado
Uno de ellos ha sido la famosísima leyenda de color sobre la España imperial y católica del tiempo de los Austrias, que fue construida hábilmente como una auténtica maniobra de propaganda política por parte de los países anglosajones y protestantes en general, si bien otras potencias, como Francia, se subieron a este carro por puro interés, dado el conflicto de intereses con España. Y como siempre suele ocurrir en estos casos, para que la mentira sea más creíble e impactante, debe contener una parte de verdad. Esto hace más perversa la maniobra, dándole un aire de credibilidad al explicar sólo un parte de los hechos o retorciendo y exagerando otros para consolidar un relato devastador.
Sólo para recordar los elementos básicos, diremos que según esta leyenda de color, tejida en Europa (particularmente en Holanda e Inglaterra) a partir del siglo XVI, los españoles –imbuidos en el oscurantismo y fanatismo de su fe católica– se habían dedicado a apiolar y esclavizar a los indígenas americanos y habían perseguido con saña a brujas, herejes y librepensadores, llevando a muchos de estos a la guandoca, la tortura y el patíbulo. Y desde luego, existe una parte de verdad en ello, pues en América existieron los asesinatos, brutalidades, abusos y explotaciones. Y por otro lado, la actuación implacable de los tribunales contra los herejes y sobre todo contra las brujas durante varios siglos es bien conocida. No obstante, aquí subyacen dos factores que distorsionan todo el relato. En primer lugar, los demás –las naciones civilizadas cristianas (también las protestantes)– no fueron mejores en su relación con indígenas, herejes y brujas. Y en segundo lugar, los abusos y crímenes supuestamente cometidos contra los “inocentes” no fueron tantos, o fueron convenientemente exagerados o falseados[1].
En el presente artículo me centraré en la desmitificación de una parte de esa leyenda de color, que fue el controvertido papel de la Inquisición, principalmente en España, pero también en otros países. Lo cierto es que nada más citar la palabra “Inquisición” a muchas personas les viene a la memoria un escenario de severos autos de fe, tétricos calabozos, instrumentos de tortura, hogueras donde se quemaban a las brujas, etc. Y esta imagen de crimen y brutalidad en nombre de la religión católica ha permanecido en la mente de generaciones como muestra de la intolerancia y la prepotencia de la Iglesia frente a cualquiera que osara retarla. Sin embargo, ¿realmente fueron así las cosas? Ya a finales del siglo XX algunos historiadores como Peters y Kamen habían profundizado en la cuestión y habían empezado a derribar algunos clichés y tópicos populares que no se ajustaban a los hechos contrastados. Pero hay más. Poca gente sabe que hacia la misma época, en los últimos años del papado de Juan Pablo II, el Vaticano –por deseo expreso del Papa Wojtyla– facilitó el acceso a los archivos del Santo Oficio[2] a un equipo de 30 investigadores para que dilucidaran qué había de verdad en esa visión tópica de una Inquisición que funcionaba como una máquina de ejecutar herejes.
El Papa Lucio III
El resultado de dicha investigación se publicó en 2004 en un grueso informe de casi 800 páginas editado por Agostino Borromeo y, para sorpresa de muchos, desveló a modo de conclusión que la Inquisición, tanto en España como en otros lugares, no había sido tan perversa y asesina como se había repetido durante siglos. Vayamos por partes. Como punto de partida, hay que señalar que la Inquisición no fue un invento español ni de la Edad Moderna, sino que fue promovida por el papado y se remonta a la Edad Media. Concretamente, fue creada por el Papa Lucio III en 1184 y el motivo de su implementación fue doble: por un lado, combatir la expansión de las doctrinas heréticas que campaban por Europa en aquella época; y por otro, ofrecer cobertura legal a los acusados de herejía, que llevaban siglos siendo objeto de persecución y ejecución por parte del poder secular; es decir, el poder político.
El propósito de esta institución era pues la de marcar claramente la línea de la doctrina ortodoxa católica frente las herejías y evitar que los juicios contra los herejes fueran del todo arbitrarios. Como se puede ver en la película “El nombre de la rosa”, el fraile Guillermo de Baskerville incidía en que la Inquisición se había creado para orientar y hacer que los desviados volviesen al redil del catolicismo, no para castigar y destruir enemigos político-religiosos. Para entender esto, hay que señalar que el poder político se había fusionado con el poder religioso como si fuesen una misma cosa, nada nuevo en la historia, por otra parte. De hecho, esta unión de intereses entre cristianismo y autoridad política se remontaba al primer concilio de Nicea (en el 325), convocado oportunamente por el emperador Constantino. En efecto, el emperador tuvo un papel muy destacado en la sombra, al fomentar una religión cristiana unificada –la que en adelante sería católica– como religión imperial, impuesta a todos los súbditos. De este modo, la autoridad del soberano derivaba directamente de la autoridad divina y no estaba sujeta a crítica ni oposición, al haber una equiparación entre ambos conceptos[3].
Ahora empezamos a tener un contexto histórico adecuado. En realidad, la herejía era perseguida por el estado, ya que religión y política eran inseparables. En este sentido, apelar a Dios era suficiente para montar y justificar cualquier maniobra política, y también guerras y conquistas. De este modo, la herejía –que a menudo iba más allá de la crítica religiosa y se adentraba en la denuncia social, política y económica– era un crimen contra la autoridad estatal y debía ser perseguida y castigada con dureza. Esto provocó que mucha gente desafecta, levantisca, conflictiva o con ideas propias fuera a parar ante un noble o señor local que impartía un simulacro de justicia que solía acabar muy mal para el acusado. Y cabe suponer que muchas personas fueron acusadas de herejía por motivos espurios o interesados, y que los señores no estaban por labor de enzarzarse en discusiones teológicas –para las cuales no estaba preparados– sino más bien de dictar sentencias condenatorias hacia la gente presuntamente hostil para la comunidad (y el poder).
Escarnio público de condenados por la Inquisición
Esta habría sido la causa que movió al Papa Lucio III a crear la Inquisición como instrumento de justicia, para distinguir a los verdaderos herejes de los que no lo eran y facilitar así sentencias apropiadas y justas al dogma católico. Así pues, la Inquisición debía disponer de jueces cualificados –sobre todo lo fueron los monjes dominicos– que debían proceder con arreglo a las pruebas presentadas. El objetivo en sí de esta práctica no era castigar sin más, sino corregir y mostrar el camino recto a las ovejas que se habían descarriado.
Aquí, la información desplegada en el informe nos muestra que, en efecto, se produjeron muchas condenas a diversas penas o penitencias, pero que la tortura para obtener confesiones fue esporádicamente aplicada y que las ejecuciones (penas de fin llevadas a cabo por el brazo secular), por lo menos en el caso español, rondaron apenas el 1% de los casos tratados, que se han cifrado en unos 125.000. Y, aparte, muchos acusados salieron del tribunal libres de culpa o con sus sentencias suspendidas. De aquí que podamos decir que la acción de la Inquisición salvó a muchos acusados de acabar linchados por las turbas o sentenciados por la autoridad secular.
Ahora bien, en los casos en que no había remedio (los herejes que no se retractaban), la Inquisición no se quedaba de brazos cruzados. Así, aunque no quemaba a nadie directamente, excomulgaba al reo y acto seguido lo entregaba a la autoridad secular para que ella procediera a aplicar la pena máxima. Lo que ocurrió es que según avanzaba la Edad Media, sobre todo a partir del siglo XIV, se consolidaron los poderes absolutos reales y el papado fue perdiendo autoridad y control sobre el Santo Oficio. De este modo, la Inquisición cayó en la órbita de las realezas de cada país y en cada reino se aplicó de forma distinta con más o menos dureza. En el caso de España, los documentos apuntan a que la Inquisición procedió con rigor pero con justicia y benevolencia.
Precisamente a partir del siglo XVI, cuando se desató en Europa una histeria colectiva por los casos de brujería, la Inquisición –en España e Italia– se mostró ecuánime y desestimó muchos casos que no tenían fundamento. Sin embargo, el tópico mantenido a lo largo de siglos es que la Inquisición española mató a miles de brujas, hecho que sucedió realmente en países protestantes, ya fuera por la acción de los tribunales civiles o los religiosos. En lo referente a la persecución de herejes y científicos audaces, bien es cierto que la Iglesia católica quemó a Giordano Bruno, pero los calvinistas habían quemado décadas antes a Miguel Servet. E incluso los puritanos protestantes ingleses que colonizaron América no dudaron en mantener la caza de brujas y los juicios a mujeres sospechosas, como sucedió en el conocido episodio de las brujas de Salem a finales del siglo XVII, en que la histeria religiosa desatada llevó a la horca a 19 personas. En suma, el llamado mundo civilizado de aquella época fue intolerante y justiciero en cualquier forma de religión, y la labor de la Inquisición no fue peor a lo que se hizo en muchas otras partes.
Batalla naval entre la Armada y la flota inglesa
En cuanto a lo que aconteció históricamente con la Inquisición española, cabe decir que el predominio del Imperio español en Europa y América en el siglo XVI se había hecho tan grande que sus enemigos, vencidos en el campo de batalla, recurrieron a la propaganda masiva en forma de libros y panfletos para desgastar políticamente a España y unir voluntades contra ella, llegando más allá de la crítica religiosa cuando era necesario. Así, como ya expuse en su momento en un artículo específico, el desastre naval de la mal llamada “Armada Invencible” fue tergiversado y magnificado por los ingleses de la época, que lo vendieron como una grandiosa victoria militar sobre un enemigo muy superior. Eso sí, los que pasaron a la historia como unos héroes se cuidaron muy mucho de airear el hecho de que en Irlanda asesinaron sin más a 2.000 náufragos de la Armada, indefensos y exhaustos. En todo caso, el mito de la Armada se mantuvo como algo indiscutible durante siglos hasta prácticamente nuestros días[4]. En fin, el resultado de esta campaña de propaganda fue que buena parte de Europa asumió que el imperio católico español y su ominosa Inquisición eran depravados y crueles, y que cometían terribles atrocidades con los indios de América y con los no-católicos.
Con todo, es innegable que la intolerancia y las persecuciones existieron, y que la Iglesia ya acumulaba un largo historial de ejecuciones de paganos o de herejes desde la época de Constantino, si bien sería más exacto decir que fue el poder secular el que llevó a cabo las peores purgas y matanzas con excusas teológicas o doctrinales. Lo que está claro es que en aquellos tiempos, al estar unidos el poder religioso y el político, se podía justificar todo tipo de maniobras para obtener los fines deseados, y más aún teniendo en cuenta que los disidentes religiosos eran considerados a la vez disidentes políticos. Esto se pudo ver en la tristemente célebre cruzada contra los albigenses (los cátaros) en el siglo XIII, que en realidad fue la toma de Occitania por parte del poder real francés. De igual modo, las diversas cruzadas en Tierra Santa, bajo la excusa de retomar los Santos Lugares, tenían como meta la conquista de territorios estratégicos en Oriente. Y en ambos casos la Iglesia, que actuaba como una gran potencia más, promovió, apoyó y bendijo las operaciones militares y todos los excesos cometidos, que no fueron pocos.
En conclusión, es posible que la Inquisición no fuera tan terrible como nos han pintado habitualmente, por lo menos a la vista de las pruebas recuperadas, y que buena parte de su pésima imagen –en especial en España– se debiera a la ya mencionada propaganda en forma de leyenda de color. Ahora bien, es evidente que la alta jerarquía eclesiástica estuvo metida de lleno en asuntos terrenales, en luchas por el poder y en influencias de todo tipo, por lo menos hasta el siglo XIX. Lo que la historia nos muestra es que la Iglesia institucionalizada surgió como un aliado del poder político y que incluso todos los cismas y separaciones fueron provocados por cuestiones meramente políticas. Ello no obsta a que la Iglesia tuviera su propia opinión o sus propios métodos, lo que llevó a no pocos choques con el poder secular o incluso entre los clérigos “de base” y la jerarquía católica, algo que se ha venido repitiendo prácticamente hasta la actualidad.
La otra cara del pasado: La Inquisición no fue lo que nos han contado