Antes, cuando queríamos decir que valorábamos el criterio de Fulanito porque era un experto en algo, afirmábamos que Fulanito era una “autoridad” en la materia. Sin embargo, de unos años a esta parte, el
progresismo ha ido cargando connotaciones negativas sobre esta palabra hasta convertirla en una competencia
de derechas que hay que desterrar de todos los ámbitos, empezando por el educativo.
Primero la
Logse despojó de autoridad a los profesores, minimizó el valor del esfuerzo y la disciplina —que al parecer también son cosas franquistas— y, en aras de un injustísimo
igualitarismo estudiantil, rebajó el nivel de exigencia para que quien no pega palo al agua pase de curso igual que quien estudia y saca buenas notas. Durante los
Talleres de redacción eficaz que impartí en el instituto de mi pueblo hace años, pude comprobar los resultados: los chavales llegan a Bachillerato sin entender lo que leen. ¿Alguien ha visto alguna
marea verde manifestándose por los problemas de comprensión lectora de los alumnos? Yo tampoco.
Después, fuimos a por la familia, y en diciembre de 2007
Zapatero eliminó del artículo 154 del Código Civil la frase que garantizaba el derecho de los padres a
“corregir razonable y moderadamente a los hijos”; y estos comenzaron entonces a denunciar a sus padres por quitarles el móvil, darles un cachete o castigarles sin salir. Ahora sufrimos las consecuencias de haber despojado de autoridad a quienes por sus méritos deberían ejercerla, y son ya varias las generaciones que nunca han escuchado un “no”, que confunden deseos con derechos, que no se responsabilizan de nada y que creen que el Estado debe asegurarles una vida fácil. Así, el otro día podíamos ver en
laSexta Xplica que una joven periodista exigía las mismas oportunidades de trabajo que una ingeniera porque ella lo vale. El
profesor Díaz-Giménez intentó explicarle la ley de la oferta y la demanda en vano, pues enrocada en su papel de víctima, la muchacha se limitó a hacer muecas burlonas
que demostraban su necia soberbia.
El caso del jefe de Pediatría de La Paz
Y mientras los intolerantes a la frustración vengan de facultades de Humanidades, no corremos demasiado peligro. Lo peligroso comienza cuando estos niñatos mimados impermeables a la autoridad llegan a la sanidad pública con su oposición aprobadita. Estos días supimos que han cerrado la UCI pediátrica de La Paz porque algunos de sus facultativos se niegan a trabajar con el jefe de servicio,
Pedro de la Oliva.
Yo no sé si es un jefe tóxico, pero sé que la Justicia le ha dado la razón, que sus subordinados rebeldes se ponen de acuerdo para pedirse la baja a la vez, y que otros médicos que prefieren permanecer en el anonimato —imagino que por miedo a CCOO y
Amyts— defienden su labor. Todo ello me hace sospechar que es otro caso de resistencia a la autoridad como el que he vivido en primera persona durante la semana que acabo de pasar ingresada en otro gran hospital de la Comunidad de Madrid.
Cuando ingresé, estaban desbordados por la epidemia de gripe, pero aun así los niveles inferiores —auxiliares y celadores— funcionaban como una máquina de precisión: en pocos minutos convertían una sala de espera en una sala de observación, trasladaban con diligencia a los pacientes a sus habitaciones o a las distintas pruebas diagnósticas, etc. Sin embargo, a medida que ascendíamos por el organigrama, la cosa iba empeorando.
La medicina ha avanzado mucho en las últimas décadas, pero yo diría que por el camino se ha perdido el respeto a la autoridad de los doctores exactamente igual que sucedió con el profesorado
Por suerte o por desgracia, tengo muchas horas de vuelo: hace 28 años mi hija nació con una malformación aneurismática cerebral, y yo sufro una enfermedad pulmonar crónica que de vez en cuando me postra en una cama de hospital. La medicina ha avanzado mucho en las últimas décadas, pero yo diría que por el camino se ha perdido el respeto a la autoridad de los doctores exactamente igual que sucedió con el profesorado. Si a eso le añadimos que ahora enfermería es una carrera universitaria y eso ha acortado distancias entre sanitarios, que
la feminización de la Sanidad da pie a un
colegueo igualitario y que la generación
tiktok no puede concentrarse para leer tres minutos seguidos, tenemos la tormenta perfecta.
Y, salvo el personal veterano, eso es lo que he encontrado yo: enfermeras/os que tardan tres días en seguir las instrucciones de las doctoras, provocando con ello el empeoramiento del paciente —o sea, yo—; que se bloquean cuando les señalas que han cometido un error y, en lugar de acudir al informe para rectificar, mienten tanto al médico como al enfermo; electrocardiogramas que se dejan sin hacer porque les da pereza volver al control a comprobar si hay que hacerlo; pautas de medicación que no se respetan hasta que el enfermo lo reclama… Eso sí, todo el mundo te llama “cariño”, “cielo” y hasta “bombón”, que ahora lo importante es lo afectivo.
A los tres días de descontrol, las doctoras dieron un golpe en la mesa y me pidieron perdón por el caos, pero, en ausencia de la clásica autoridad que antes emanaba de los médicos, no parecía que pudieran hacer mucho más.
No sé qué habría pasado si yo hubiera sido una persona dependiente o, simple y sencillamente, alguien que no distingue médicos de celadores, pero os daré un consejo: si ingresáis en un hospital, estad atentos. No os pongáis a ciegas en manos de otros.