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La soledad de los mayores: «Si muero mañana, no sé cuánto tiempo puede pasar hasta que mi familia se dé cuenta»
Más de 126.000 gallegos de más de 65 años viven solos, 49.000 de manera no deseada
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La resignación es el denominador común de Julia, Felicitas, Ángela y Amparo, cuatro de las más de 97.000 mujeres mayores de 65 años que viven solas en Galicia, pero —como sus historias y sus circunstancias— sus maneras de enfrentarse a una vida sin compañía nada tiene que ver: de llevar la soledad como una losa a no sentirse en absoluto abandonada. Con una esperanza de vida por encima de los 83 años y ostentando la tasa de natalidad más baja de su historia —5,49 %—, la gallega es actualmente la tercera comunidad más envejecida de España, con casi 700.000 mayores de 65. Más de 126.000 viven solos —la gran mayoría, mujeres—, 49.000 de forma no deseada.
«No me pesa la soledad, en mi cabeza siempre estoy pensando en los que están lejos y así nunca estoy sola»
Julia Ducid dice que es como un pequeño ratón. Pasa el día recortando papeles y telas, pegando retales y volviendo a recortar. Mientras hace manualidades —que además de entretenerla entrenan una de sus manos, torpe tras un ictus— escucha música que busca en YouTube: habaneras, canciones gallegas, folklore sudamericano. Porque esta mujer de 80 años es argentina, pero el amor por un gallego de A Pobra de Brollón la trajo primero a Betanzos y, después, al barrio coruñés de Monelos, donde ahora, tras fallecer su marido, vive sola. Tiene dos hijos, uno aquí y otro en Buenos Aires, y una extensa familia porteña con la que habla a menudo a través de WhatsApp y que nunca, dice, la abandona en su cabeza.
Asegura que no le pesa la soledad: «Estoy siempre entretenida, soy divertida a mi manera y tengo una vida interior muy rica. Recuerdo mucho el pasado, cómo eran las cosas antes y cómo ha cambiado todo, y en mi pensamiento los que están lejos siempre están conmigo, me hago mis películas, me acuerdo mucho en ellos, imagino lo que estarán haciendo, me hago mis películas y, así, nunca estoy sola». A los que sienten abandonados, les sugiere que miren dentro de sí mismos, que se aferren a los buenos momentos y, también, que busquen compañía, que no se dejen ir. «A mí me ayudó mucho hacer el curso de capacitación digital de la Cruz Roja, me costó aceptar que si no me actualizaba me quedaba fuera del mundo, pero ahora hago videollamadas con mis sobrinos y me paso el día buscando tutoriales de actividades manuales en internet. Hay que adaptarse», dice, dulce. El secreto, añade, es refugiarse en algo.
«Mi hija me dice que si estoy sola es porque quiero, pero yo lo que quiero es dejarla vivir»
A Felicitas Ramos también la delata el acento, un pulcro castellano de Valladolid que mantiene intacto tras media vida en Galicia, donde se instaló con su marido, fallecido hace 12 años. Ahora vive sola en un pequeño piso en el centro de A Coruña, al que se mudó cuando la casa en la que vivían empezó a hacérsele demasiado grande. «Así estoy mejor, muy cerca de todo, de mis amigas y de Cruz Roja —explica—. Puedo salir a pasear sin coger el bus, tengo un grupito con el que camino hasta la Torre de Hércules, juego a las cartas y voy a merendar al Bonilla, me siento muy cómoda, arropada y acompañada».
Acaba de cumplir los 81, pero escuchándola nadie le echa más de 70. Habla de sus clases de canto y baile, de cuánto le gusta colorear mandalas. Y desliza por lo bajo que también se dedica a peregrinar por consultas médicas como muleta de sus amigas con achaques, acompañándolas. Cuando se quedó viuda, se fue a Canarias, donde reside su única hija. Allí pasó cuatro meses y volvió: «Tenía que solucionar cosas y aunque probablemente con el tiempo acabe allá ahora ella tiene que hacer su vida. Me dice que si estoy sola es porque quiero, pero si me tiene allí voy a privarla de hacer sus cosas, de viajar, de disfrutar... Y yo lo que quiero es dejarla vivir».
De vuelta en A Coruña, lo primero que hizo fue apuntarse a un coro y, de ahí, pasó al voluntariado, acompañando a una señora mayor. Ahora siendo usuaria, confiesa sentirse una más de la organización humanitaria. «Me he buscado yo la vida para encontrar otra familia», comenta, resuelta.
«Cuando me encuentro mal, no sé a quién llamar»
Ángela Ballesteros tiene 95 años, es de Chapela (Redondela, Vigo) «de toda la vida» y vive sola desde que hace 35 años su marido «conoció a otra más joven» y la dejó. «Se marchó con ella, así es la vida», zanja rápidamente. Dice de ella el voluntario que desde hace cuatro años se mantiene pendiente de que esté bien, llamándola y visitándola de vez en cuando, que es «un ejemplo de supervivencia», que con «la sonrisa instalada en la cara la mayor parte del día», es capaz de mantener una conversación fluida, amena y divertida. El problema es que apenas puede moverse. Camina con andador, por lo que subirse a un autobús no es una opción.
«La soledad es muy complicada, cuando me encuentro mal no sé a quién llamar —dice—. Pero la vida hay que llevarla como se presenta, es así, te tienes que acostumbrar». Ángela tiene una hija que vive en Zaragoza y un hijo en Ponteareas. «Tengo relación con ellos —responde cuando se le pregunta si van a verla—, pero están lejos, y solo se acercan de vez en cuando. Trabajan y cada uno anda a su aire». Tras un largo silencio, continúa: «Nadie se acuerda de que tiene familia». Y, de nuevo, la resignación: «La vida es así».
«Estoy viva porque respiro, nada más; no me apetece nada, he perdido las ganas de todo»
Amparo García, de 67 años, cayó en una profunda depresión cuando en cuestión de días una metástasis se llevó a su marido. De golpe, se quedó sola. «Prácticamente toda la gente que conocía está enferma, en residencias o muerta, y mi familia [un hermano y un hijo]... tiene su vida —dice—. Yo no demando la presencia de nadie que no quiera estar conmigo, que no quiera venir a verme». Disimula su decepción, pero el desencanto termina apareciendo: «Puedo entenderlo, también yo tuve mi vida. A mi progenitora, por ejemplo, la cuidé mucho sus últimos años, pero antes de caer enferma sabe Dios las veces que se sintió sola y yo no era consciente de ello. Ahora soy yo la que se siente abandonada. Si me muero mañana, yo qué sé cuánto tiempo puede pasar sin que se den cuenta».
Amparo es, sin embargo, una mujer fuerte que cada mañana se obliga a levantarse de la cama y que cuando vio que no podía más pidió ayuda al concello, que le puso en contacto con Asdegal (Acción Solidaria de Galicia). Admite, aún así, no tener ganas de nada: «Estoy viva porque respiro, nada más. Ni me apetece ni me atrevo a salir a la calle, durante la esa época en el 2020 de la que yo le hablo desarrollé una fobia y ahora tiene que acompañarme siempre alguien». Echa la vista atrás y reflexiona: «Antes, los mayores siempre estaban en casa, había tiempo para ellos y, si no lo había, se hacía. Pero nosotros hemos criado a los hijos tapándoles todo lo feo de la vida».