MOLÓN SAN
Madmaxista
La sociedad moderna, libre e igualitaria: ¿el rebaño perfecto?
El mundo moderno, visto bajo cierta sospecha, puede ser definido como la ilusión de la libertad. La libertad nunca ha sido valorada tanto y nunca nos hemos jactado tanto de ser libres, de poder hacer lo que queramos. de una sobreabundancia de derechos y albedrío. El hombre moderno siente orgullosamente que este es su gran logro: haberse liberado de los tiranos, de la religión, de las inclemencias de la naturaleza. Se siente superior a los hombres de otras generaciones, pues cree haberse liberado de sus supersticiones y de su impotencia. Cree estar libre de dioses y ahora encaminarse hacia su propia deificación -como ocurre claramente con las ideas tras*humanistas- o al menos hacia una salvedad con respecto a la naturaleza y la necesidad. Sin embargo, ¿acaso no es este un nuevo mito? ¿Un mito en el que los nuevos dioses son la ciencia, la tecnología, la democracia, la sociedad?
Para poder sostener la idea de que somos libres, la libertad necesitó ser redefinida. Tradicionalmente -en el cristianismo, en el estoicismo, en el platonismo- la libertad tenía que ver con la teleología o con una armonización con principios universales. Ser libre no era sólo poder elegir y autodeterminarse, era saber elegir y entrar en consonancia con lo bello, bueno o verdadero. O era elegir bien o virtuosamente -lo cual tenía que ver con alinearse a la racionalidad o la inteligencia en la naturaleza- de tal manera que se evitara el sufrimiento. Por el contrario, estaba también el camino de desear de tal manera que uno pudiera actualizar su esencia o cumplir su vocación.
Como sabemos, la ciencia y la filosofía modernas han roto con estas ideas -dios, alma, esencia, propósito, etc.-. Esto es algo que puede ser liberador pero también sumamente peligroso, como advirtió Nietzsche, uno de los principales destructores de este viejo paradigma. Pero incluso filósofos como Nietzsche o Heidegger, para quienes la libertad no es esencialmente jovenlandesal, ni es esencial en el sentido de que no se trata de actualizar una esencia, cuando son leídos cuidadosamente se alejan mucho de la idea moderna de libertad, o al menos de su aplicación en masse. La voluntad de poder se ha confundido con el libre albedrío, con la orgía de los derechos, con el nihilismo del libre mercado. Ciertamente Nietzsche ha sido uno de los autores que más se han tergiversado, siendo él mismo el autor de las "interpretaciones" y las "perspectivas". Su filosofía defiende la virtud de lo antisistemático, pero por ello mismo permite e incluso -con su vehemencia destructiva y su licencia jovenlandesal- fomenta múltiples interpretaciones, cooptaciones, pasiones irracionales en torno a su obra.
Las ideas de Nietzsche contienen una semilla que, si bien podría ser una medicina para la condición que llama "la jovenlandesalidad de rebaño" (o de esclavo), suele ser más bien venenosa, una dinamita que se lleva todo y deja el nihilismo, ese desierto, esa tierra baldía de la cual él mismo fue profeta. En defensa de Nietzsche, él mismo explica esto, repitiendo que lo que vemos es la degeneración del hombre, y, entonces, este hombre poco equilibrado, "el último hombre", difícilmente podría tener la vitalidad y la valentía para crearse a sí mismo, para fundar un nuevo sistema de valores. Y, como Nietzsche cree, si lo que degenera es justamente lo social, la mentalidad de masa, el ser entes colectivos, empujados por el grueso o la mayoría, entonces la globalización, la aldea global, es el punto más álgido de la humanidad. Es la época en la que lo genial, lo heroico, lo divino menos se gesta. (Queda para otra ocasión discutir si lo que Nietzsche pide no es demasiado, incluso en contra de la naturaleza, pues el ser humano se ha constituido como un animal social y lo más significativo de la existencia humana son las relaciones humanas, la amistad, el amor, el erotismo. Nietzsche no piensa muy alto de la compasión y su filosofía no edifica para lograr la convivencia. Es cierto que Nietzsche lo que quiere no es una sociedad superior, sino un puñado de hombres superiores -se mueve por un impulso aristocrático-. Pero habría que meditar si realmente esto es asequible y sostenible sin tomar en consideración la riqueza de las relaciones significativas en el cultivo del alma).
De cualquier manera, es evidente que el hombre moderno se aleja mucho de este hombre auténticamente libre que podría venir en el "crepúsculo de los ídolos", libre de los absolutos. Quizá el hombre tenga una necesidad interna -y eterna en la especie- de absolutos -el homo religiosus no parece en ninguna medida a punto de extinguirse, y parece ser lo más cercano a una esencia psíquica humana-. Claro que ahora los dioses son otros, toman otros nombres. Jung lo notó diciendo que ahora los dioses son patologías. Roberto Calasso ha desenterrado magistralmente los sucedáneos religiosos de la modernidad, las teologías políticas, (la principal de ellas, la "Sociedad"), el lugar donde convergen lo religioso y la mentalidad de rebaño como nunca antes en la historia. Pero, de cualquier manera, no podemos dejar de añorar, de nombrar (con otros nombres) a las potencias, incluso cuando las suplantamos por objetos de consumo o aparatos tecnológicos. Ahora Agni, nota Calasso, el fuego, el mensajero de los dioses, es un misil de la agencia espacial india.
Nietzsche lo notó claramente, pues "el movimiento democrático es el heredero del movimiento cristiano" y "de todas maneras es una fe metafísica la que subyace bajo nuestra fe en la ciencia". Los grandes logros de la sociedad moderna, con los que supuestamente se ha querido librar de las creencias y de la metafísica, son sistemas de creencias y metafísicas encubiertas. La ciencia es el nuevo mito, el mito que ha ganado tracción y poder, para paliar nuestro miedo al caos y la incertidumbre, para adormecer nuestros instintos y evitar el encuentro terrible-numinoso con el misterio. La fuerza que mueve a la ciencia no sería el deseo de conocer la realidad, ni siquiera de dominarla, sino de eliminar su peligro, de domesticar la existencia.
Es posible que el hombre moderno, el hombre tecnológicamente equipado, esté encarnando a un nuevo y más perfecto animal de rebaño, que no sólo no sabe que es parte de un rebaño -esto seguramente ya existía- sino que, además, se jacta de haberse liberado por primera vez en la historia, de ser el primer animal libre, pues considera que no está determinado por la sociedad, que elige siempre libremente, que es dueño de su destino. Quizá el hombre realmente puede hacer lo que quiere, pero no puede querer lo que quiere, como especuló Schopenhauer; nunca parece querer ser libre (la libertad es la Voluntad en sí misma), quizá porque hay una fuerza que lo determina (y vivimos en un universo determinista); o, como también notó el gran maestro de Nietzsche (que luego éste renegó), porque la voluntad en sí misma es la negación del individuo, su universalización, en cierta forma su aniquilamiento. O, sin recurrir a la metafísica, porque al menos la libertad implica abandonar toda seguridad, salirse no sólo del rebaño, de la protección de la aceptación social, sino también abandonar el confort del yo, la máscara que es la persona.
Parece que en la sociedad moderna el presagio de Nietzsche se ha consolidado: "esta disminución del hombre en el perfecto animal de rebaño (o, como dicen, en el hombre de la "sociedad libre"), esta animalización del hombre en el animal acondroplásico de los derechos de igualdad". Este es el dios que no ha muerto o la sombra del dios, según Nietzsche. Y quizá los dioses, o lo divino en sí nunca mueran en el hombre, pues su naturaleza es la posibilidad; como dice Nietzsche, el hombre es el "animal aún no definido", es decir, el animal que tiene un potencial no limitado, y lo ilimitado, desde Anaximandro, ha estado siempre ligado a lo divino. O como sostuvo Kierkegaard, Dios es que todas las cosas sean posibles, es un campo de posibilidad, un campo fértil, de imaginación y fe.
El mundo moderno, visto bajo cierta sospecha, puede ser definido como la ilusión de la libertad. La libertad nunca ha sido valorada tanto y nunca nos hemos jactado tanto de ser libres, de poder hacer lo que queramos. de una sobreabundancia de derechos y albedrío. El hombre moderno siente orgullosamente que este es su gran logro: haberse liberado de los tiranos, de la religión, de las inclemencias de la naturaleza. Se siente superior a los hombres de otras generaciones, pues cree haberse liberado de sus supersticiones y de su impotencia. Cree estar libre de dioses y ahora encaminarse hacia su propia deificación -como ocurre claramente con las ideas tras*humanistas- o al menos hacia una salvedad con respecto a la naturaleza y la necesidad. Sin embargo, ¿acaso no es este un nuevo mito? ¿Un mito en el que los nuevos dioses son la ciencia, la tecnología, la democracia, la sociedad?
Para poder sostener la idea de que somos libres, la libertad necesitó ser redefinida. Tradicionalmente -en el cristianismo, en el estoicismo, en el platonismo- la libertad tenía que ver con la teleología o con una armonización con principios universales. Ser libre no era sólo poder elegir y autodeterminarse, era saber elegir y entrar en consonancia con lo bello, bueno o verdadero. O era elegir bien o virtuosamente -lo cual tenía que ver con alinearse a la racionalidad o la inteligencia en la naturaleza- de tal manera que se evitara el sufrimiento. Por el contrario, estaba también el camino de desear de tal manera que uno pudiera actualizar su esencia o cumplir su vocación.
Como sabemos, la ciencia y la filosofía modernas han roto con estas ideas -dios, alma, esencia, propósito, etc.-. Esto es algo que puede ser liberador pero también sumamente peligroso, como advirtió Nietzsche, uno de los principales destructores de este viejo paradigma. Pero incluso filósofos como Nietzsche o Heidegger, para quienes la libertad no es esencialmente jovenlandesal, ni es esencial en el sentido de que no se trata de actualizar una esencia, cuando son leídos cuidadosamente se alejan mucho de la idea moderna de libertad, o al menos de su aplicación en masse. La voluntad de poder se ha confundido con el libre albedrío, con la orgía de los derechos, con el nihilismo del libre mercado. Ciertamente Nietzsche ha sido uno de los autores que más se han tergiversado, siendo él mismo el autor de las "interpretaciones" y las "perspectivas". Su filosofía defiende la virtud de lo antisistemático, pero por ello mismo permite e incluso -con su vehemencia destructiva y su licencia jovenlandesal- fomenta múltiples interpretaciones, cooptaciones, pasiones irracionales en torno a su obra.
Las ideas de Nietzsche contienen una semilla que, si bien podría ser una medicina para la condición que llama "la jovenlandesalidad de rebaño" (o de esclavo), suele ser más bien venenosa, una dinamita que se lleva todo y deja el nihilismo, ese desierto, esa tierra baldía de la cual él mismo fue profeta. En defensa de Nietzsche, él mismo explica esto, repitiendo que lo que vemos es la degeneración del hombre, y, entonces, este hombre poco equilibrado, "el último hombre", difícilmente podría tener la vitalidad y la valentía para crearse a sí mismo, para fundar un nuevo sistema de valores. Y, como Nietzsche cree, si lo que degenera es justamente lo social, la mentalidad de masa, el ser entes colectivos, empujados por el grueso o la mayoría, entonces la globalización, la aldea global, es el punto más álgido de la humanidad. Es la época en la que lo genial, lo heroico, lo divino menos se gesta. (Queda para otra ocasión discutir si lo que Nietzsche pide no es demasiado, incluso en contra de la naturaleza, pues el ser humano se ha constituido como un animal social y lo más significativo de la existencia humana son las relaciones humanas, la amistad, el amor, el erotismo. Nietzsche no piensa muy alto de la compasión y su filosofía no edifica para lograr la convivencia. Es cierto que Nietzsche lo que quiere no es una sociedad superior, sino un puñado de hombres superiores -se mueve por un impulso aristocrático-. Pero habría que meditar si realmente esto es asequible y sostenible sin tomar en consideración la riqueza de las relaciones significativas en el cultivo del alma).
De cualquier manera, es evidente que el hombre moderno se aleja mucho de este hombre auténticamente libre que podría venir en el "crepúsculo de los ídolos", libre de los absolutos. Quizá el hombre tenga una necesidad interna -y eterna en la especie- de absolutos -el homo religiosus no parece en ninguna medida a punto de extinguirse, y parece ser lo más cercano a una esencia psíquica humana-. Claro que ahora los dioses son otros, toman otros nombres. Jung lo notó diciendo que ahora los dioses son patologías. Roberto Calasso ha desenterrado magistralmente los sucedáneos religiosos de la modernidad, las teologías políticas, (la principal de ellas, la "Sociedad"), el lugar donde convergen lo religioso y la mentalidad de rebaño como nunca antes en la historia. Pero, de cualquier manera, no podemos dejar de añorar, de nombrar (con otros nombres) a las potencias, incluso cuando las suplantamos por objetos de consumo o aparatos tecnológicos. Ahora Agni, nota Calasso, el fuego, el mensajero de los dioses, es un misil de la agencia espacial india.
Nietzsche lo notó claramente, pues "el movimiento democrático es el heredero del movimiento cristiano" y "de todas maneras es una fe metafísica la que subyace bajo nuestra fe en la ciencia". Los grandes logros de la sociedad moderna, con los que supuestamente se ha querido librar de las creencias y de la metafísica, son sistemas de creencias y metafísicas encubiertas. La ciencia es el nuevo mito, el mito que ha ganado tracción y poder, para paliar nuestro miedo al caos y la incertidumbre, para adormecer nuestros instintos y evitar el encuentro terrible-numinoso con el misterio. La fuerza que mueve a la ciencia no sería el deseo de conocer la realidad, ni siquiera de dominarla, sino de eliminar su peligro, de domesticar la existencia.
Es posible que el hombre moderno, el hombre tecnológicamente equipado, esté encarnando a un nuevo y más perfecto animal de rebaño, que no sólo no sabe que es parte de un rebaño -esto seguramente ya existía- sino que, además, se jacta de haberse liberado por primera vez en la historia, de ser el primer animal libre, pues considera que no está determinado por la sociedad, que elige siempre libremente, que es dueño de su destino. Quizá el hombre realmente puede hacer lo que quiere, pero no puede querer lo que quiere, como especuló Schopenhauer; nunca parece querer ser libre (la libertad es la Voluntad en sí misma), quizá porque hay una fuerza que lo determina (y vivimos en un universo determinista); o, como también notó el gran maestro de Nietzsche (que luego éste renegó), porque la voluntad en sí misma es la negación del individuo, su universalización, en cierta forma su aniquilamiento. O, sin recurrir a la metafísica, porque al menos la libertad implica abandonar toda seguridad, salirse no sólo del rebaño, de la protección de la aceptación social, sino también abandonar el confort del yo, la máscara que es la persona.
Parece que en la sociedad moderna el presagio de Nietzsche se ha consolidado: "esta disminución del hombre en el perfecto animal de rebaño (o, como dicen, en el hombre de la "sociedad libre"), esta animalización del hombre en el animal acondroplásico de los derechos de igualdad". Este es el dios que no ha muerto o la sombra del dios, según Nietzsche. Y quizá los dioses, o lo divino en sí nunca mueran en el hombre, pues su naturaleza es la posibilidad; como dice Nietzsche, el hombre es el "animal aún no definido", es decir, el animal que tiene un potencial no limitado, y lo ilimitado, desde Anaximandro, ha estado siempre ligado a lo divino. O como sostuvo Kierkegaard, Dios es que todas las cosas sean posibles, es un campo de posibilidad, un campo fértil, de imaginación y fe.