La senda de Dios

Eric Finch

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Historias de España: La senda de Dios (1: algunas cosas a modo de introducción)

viernes, octubre 04, 2013

La senda de Dios (1: algunas cosas a modo de introducción)

Comienzo yo a escribir, y tú a leer, una breve serie sobre Dios. Ya sabes que en este blog semos muy aficionados a hablar del cristianismo en sus orígenes y de su maestro, Jesús el nazareno. En esta serie, sin embargo, vamos a dejar a Jesús un rato en paz. Mejor, hablemos de The Boss.


Lo que voy a tratar de hacer en estos textos es explicarte mi visión sobre una cosa que, normalmente, nos han enseñado mal; y nos la han enseñado mal, además, a propósito. En nuestra cultura (asumo, la verdad, que pocas personas nacidas en el taoísmo o el hinduísmo me leen), o sea en esto que Nietzsche llamó la civilización cristiano-platónica, nos han inculcado una idea que sostienen personas de todos los pelajes; incluso, también, muchos no creyentes.

Esa idea es que el cristianismo rompió con el paganismo.

Como digo, incluso muchas de las personas más intensamente críticas con el cristianismo, más ateas, no por ello dejan de creer, de alguna manera, en un esquema histórico por el cual el cristianismo vino a enfrentarse y sustituir a las creencias paganas, fundando, por así decirlo, una nueva época de creencia. Para los creyentes, asimismo, es fundamental creer esto, pues creyéndolo apuntalan la naturaleza profética de Jesús, todo eso de que lavó a la Humanidad del pecado original, bla. El tema del pecado original y la decisión de Dios de enviar a su Hijo a la Tierra para ayudar al hombre a lavarlo, sin embargo, ha sido un tema tope polémico desde la primera vez que se formuló. Esto es: el Dios de los cristianos, que de alguna manera es el Dios de los judíos que es capaz de salvar a una Humanidad de pecadores clientes sodomitas, tan sólo porque exista un hombre virtuoso; ese Dios, ¿por qué condenó al Purgatorio (que además ahora, para más inri y nunca mejor dicho, va la moderna teología y dice que no existe) a todos los hombres que nacieron antes que el Cristo? ¿No hubo en Media, en Asiria, en Babilonia, en Persia, en la China, en Grecia, en Egipto, en la patria de los hicsos, de los hititas, de los hurritas, de los etruscos, de los íberos, no hubo en todas esas colectividades un solo hombre virtuoso que mereciera la pronta visita del Salvador, para así poder ser creyente comme il faut y haber visto el Paraíso que merece?

La respuesta al problema es: es que el Mesías no rompió con nada, sino que, por así decirlo, acrisoló la evolución de lo que había.

Ya bastaría para desmentir la idea de que el cristianismo es una teología nueva el hecho palmario de que es hijo de una teología que ya estaba establecida (la judía); de que, como bien han destacado muchos exégetas razonables, Jesús nació, vivió y murió judío. Pero hay mucho más. En realidad, el cristianismo, lejos de ser una ruptura con el paganismo, es una evolución del mismo. Porque, tal vez sólo por casualidad, la llegada a la Tierra del mensajero del Dios verdadero vino a coincidir con un momento muy particular en la evolución social que hacía esa llegada, por así decirlo, predecible.

Vayamos hacia atrás. Pensemos en el hombre neolítico, o incluso anterior. En la Prehistoria tuvo que haber muchos seres humanos, en el sentido de sapiens y eso, que jamás fuesen realmente conscientes de su superioridad frente a otras especies, proveniente de su capacidad creciente para el pensamiento abstracto y el comportamiento social complejo. Los bisontes no pintan hombres en las cuevas, pero eso no es porque no sepan coger un pincel con la pezuña, sino porque son incapaces de desarrollar la idea «eso representa el bisonte real que quiero cazar».

La capacidad de representar el mundo presupone la capacidad de pensar el mundo. Lo cual acaba provocando que quien piensa el mundo se haga preguntas y, al no obtener respuesta para ellas, tenga que concluir que él «no llega», y que la respuesta debe llegar por otro lado. El proceso está magníficamente descrito en el clásico de James G. Frazer, The golden bough (La rama dorada), texto en el que se ofrecen docenas y docenas de ejemplos de pueblos contemporáneos al autor que todavía tenían muchas de las costumbres ancestrales que él describe.

El hombre representa el mundo; luego pregunta qué es el mundo, por qué la lluvia, por qué los truenos, las cosechas, las inundaciones; la fin. La falta de respuestas le lleva a la magia: algo que no se ve y no se percibe, pero que sin embargo sí que nos ve y sí que nos percibe, está ahí y gobierna lo que no se entiende. La principal vía por la que llegan estas creencias es la traumaturgia; la creencia por parte del hombre antiguo (muy antiguo) de que hay cosas que curan por el hecho de ser esas cosas. El primer humano que comió naranjas y se curó un resfriado no estaba en condiciones de preguntarse si no será que las naranjas tienen algo que mi cuerpo procesa y me da fuerzas para curarme. Tan sólo estaba en condiciones de creer que las naranjas son mágicas, traumatúrgicas, y que ello se debe a la voluntad de alguien, o algo, que las ha puesto ahí; que las pone ahí cada primavera.

La primera religión se basa en la existencia de un intermediario (el brujo, el chamán, el druida), que entiende el lenguaje y la voluntad de esos seres poderosos, y prescribe la manera de aplacarlos o ponerlos de nuestro lado. La primera religión tiene la desventaja de ser enervantemente litúrgica (todo son cosas que hay que hacer para esto y para aquello: para que llueva, para que la vaca se quede preñada, para que florezcan las amapolas, para que me desaparezca la verruga del ojo ciego); pero, sin embargo, tiene la ventaja de que no tiene pecado. El hombre no peca. El hombre compra servicios de su dios, compra su tranquilidad o su apoyo, mediante ritos meticulosamente prescritos. Con el tiempo, sin embargo, Dios acabará por compartir ese poder omnímodo con el hombre; el hombre ya no tendrá buena cosecha si sacrifica unos pichones en el ara de la colina, sino si es capaz de seguir una recta jovenlandesal definida.

Estas notas pretenden describir los principales mojones de ese camino. Porque no es el hombre quien hace ese camino: es Dios. Dios, en los primeros tiempos, es poco más que un reloj agrario que hay que procurar no se gripe ni se estropee. En las manos de los judíos que han estudiado a Platón, como Filón, se convertirá en una Idea eterna y preexistente que hace notaría de las acciones de los hombres. El primer hombre tiene que hacer sacrificios constantes para poder seguir viviendo; el hombre, al final del camino de Dios, es libre; libre de hacerlo bien, o de hacerlo mal. Libre individualmente, y no como pueblo o colectividad.

Entre un extremo y otro, sin embargo, hay siglos de evolución. Y esa evolución no la hace el cristianismo; el cristianismo es el resultado de esa evolución, y quien la hace es el paganismo. Muchas personas creen que el panteón grecorromano es una historieta de envidias entre dioses y semidioses que poco decía desde el punto de vista teológico. Y así fue durante un tiempo, no cabe negarlo, aunque también dejó de serlo cuando las propias personas que creían esas cosas comenzaron a darse cuenta de que, en realidad, quienes forjaban su destino eran ellas mismas, con sus actos; y que, en consecuencia, además de una Fe, hay que tener una jovenlandesal. El Dios de los evangelios, de hecho, no le exige a sus gentes que tengan, por encima de todo, fe; no les exige que se inmolen por sus creencias, sino que les exige que cuiden al enfermo, den de beber al sediento, y tal. Les exige que tengan una jovenlandesal; algo que los dioses paganos no exigían pero, en realidad, cuando llegó el cristianismo, estaban a punto de exigir.

Desde las primeras creencias estructuradas en la India hasta el momento en que Pablo de Tarso escribe sus cartas y sus seguidores acaban introduciéndolas en la alcoba de Constantino, Dios hace un camino, y el hombre le mira hacerlo. Esto es lo que quiero contar.

No sé, la verdad, si me explico.


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Historias de España: La senda de Dios (2: in Tiberim defluxit Orontes)

lunes, octubre 07, 2013

La senda de Dios (2: in Tiberim defluxit Orontes)

Dios llegó de Oriente

Como poder político, esto es militar, Roma es un experimento de occidentalización del poder griego. Grecia tenía problemas para ser un imperio porque su estructura, su atomización en polis, no lo favorecía; y porque estaba demasiado cerca de estructuras nacionales que eran asimismo demasiado poderosas. Alejandro Magno cambió eso de una forma meramente provisional que sus herederos convirtieron en un expolio; pero habría de ser Roma quien lo perfeccionase.

El gran salto cualitativo de Roma lo dan dos parientes: Cayo Mario y su sobrino Julio. Ellos logran dominar la Galia para Roma y, dominando la Galia, dominan el gran vivero de guerreros de lo que pronto se convertirá en un imperio. Un vivero tan grande, tan potente y tan capaz que, igual que hace grande a Roma, acabará por destruirla.

De su oeste obtuvo el proyecto romano su fuerza motriz. Pero, sin embargo, las fuerzas de la inteligencia no las podría encontrar ahí. Las fuerzas de la inteligencia, de la técnica y del arte, habrían de llegar, primero, de Grecia; y, después, de las civilizaciones más allá de la Hélade, asimismo helenizadas. Invadiendo el Ponto, Frigia, Palestina o Egipto, Roma entró en contacto con civilizaciones que acabaron por ser, casi todas, mucho más débiles que ella; pero, sin embargo, estaban mucho más desarrolladas y sofisticadas como sociedades especuladoras y pensantes. Siglos después, una civilización romana mucho más madura se exportará a las naciones que domine: la llamada romanización. Pero, en los primeros tiempos de su poder, Roma no romanizó Oriente; todo lo contrario: fue orientalizada.

Era tal la atracción objetiva que las tierras de Oriente ejercían sobre los romanos que uno de ellos, uno de los más ambiciosos además, Marco Antonio, albergó el proyecto de construir ahí un imperio que le hiciese sombra al imperio lacio. Bastante poco tiempo después, Nerón coqueteó con la idea de trasladar su capital a Alejandría; una tentación que, a su manera, terminaría por llevar a cabo Constantino.

La primera penetración oriental en la civilización romana fue la política. Augusto era un gobernador del mundo pero, apenas unos siglos después, Diocleciano era su dueño, al estilo de los sátrapas de las orillas del Éufrates. Además, muchos emperadores acabaron convirtiéndose en dioses, una idea que es posible que al menos a uno, Calígula, lo hundiese en el vórtice de la locura.

La Roma del siglo III y siguientes ya no es la Roma que hubiesen reconocido los ciudadanos de convicciones republicanas que aceptaron el mando de Augusto con el fin de traer la paz tras una guerra civil. Se parece bastante más a una corte persa, enorme, muy burocratizada, en la que el emperador es una figura mítica, casi intocable, de poder onmímodo. A menudo se olvida la cantidad de cosas que Roma importó, sobre todo, de Egipto: la imposición indirecta sobre las ventas o el directa sobre las herencias o el catastro rural son inventos de los lágidas. Por no hablar, por supuesto, del régimen monárquico-imperial y la consideración de su cabeza como un dios viviente.

Pero no terminan ahí las cosas. Muchos de los grandes especuladores que encontramos en la Historia de Roma eran orientales: Ptolomeo o el licopolitano Plotino, ambos egipcios; Porfirio e Iámblico, sirios; Dioscórides o Galeno, ciudadanos del Asia Menor. La influencia de los pueblos orientales en las sociedades que los tocaban es tan fuerte que más de medio milenio después, cuando los fiel a la religión del amores invadan buena parte de España, los cristianos aquí instalados se referirán a ellos llamándolos caldeos.

La importancia intelectual de los elementos orientales de la antigua Roma es tan grande que algunos de los desarrolladores de la antigua filosofía griega eran, en realidad, no griegos. Ya hemos citado a Plotino; pero también podríamos recordar al bitinio Dion Crisóstomo, o a Luciano de Samosata, que, claro, ya no hace falta aclarar de dónde era. Qué sería de nuestro conocimiento de la Historia de Roma sin los relatos de Dion Casio, natural de Nicea. El gran arquitecto de Trajano era un sirio: Apolodoro de Damasco.

El imperio alejandrino y los diádocos le habían garantizado, además, a Oriente el contacto con la muy fecunda civilización griega, helenizando el área intensamente; contacto que fue el que, en realidad, colocó al Asia Menor, a Siria y, en menor medida, lo que hoy conocemos como la Capadocia y la Turquía asiática, en situación de ser enormemente fecunda a la hora de poner al hombre a pensar, a escribir lo que pensaba, y a especular alrededor de lo pensado. Para cuando la capacidad de Grecia de irradiar se hubo acabado, toda esa efervescencia hubo de escoger otro entorno en el que crecer; ese entorno fue el cristianismo y su teatro, las imponentes avenidas de la Constantinopla bizantina.

Si Roma practicó la rigidez* de la cúpula sobre bases rectangulares u octogonales; si desarrolló un gusto tan refinado por la policromía, fue porque lo importó de Oriente. En esto, como en otras cosas, los romanos aceptaron, de buen grado, sustituir lo que hasta entonces habían desarrollado por aquellos nuevos productos.

En ningún campo, sin embargo, fue más fuerte la influencia oriental, como en la religión.

Cuando se produce el lento proceso por el cual el imperialismo romano va anexionándose las tierras de Anatolia, o de Siria, o de Egipto, las religiones y creencias que tienen sus habitantes permanecen con todo su prestigio; algo que es trazable incluso en los tiempos modernos, puesto que, si en lo que sería el Imperio de Occidente se impuso una sola lengua para la liturgia (el latín), en las tierras orientales los creyentes han seguido, en muchos lugares, realizando sus liturgias en sus propios idiomas, sin elevar el griego a la condición que tiene entre nosotros, los occidentales, la lengua del Lacio.

En las dos esquinas de Roma se producen hechos totalmente diferentes. Mientras en un lado (Galia, Britania, Hispania) la llegada de los latinos supone el abandono progresivo, en algunos casos inmediato, de los dioses antes existentes (prueba de lo cual es que hoy no podemos saber, con exactitud, qué representa exactamente la Dama de Elche); en el otro, es decir en Oriente, las creencias romanas no sólo no se imponen sobre las elaboradas creencias orientales helenizadas, sino que acaban adoptando no pocos de sus matices (sobre todo, la consideración divina del emperador).

Pero no sólo ocurre eso, sino que de Oriente, en forma de soldados, de mercaderes, de esclavos, se produce una auténtica marea hacia el oeste; una marabunta de creyentes de Isis, de Serapis, Cibeles, Attis, Baal, Sabacio o Mitra. Una marea que llega hasta los últimos contornos del imperio, pues la actual Lugo se encuentra ya muy cerca de la punta de Finis Terrae, y hasta allí sabemos que se extendió la fe mitraísta. Juvenal habla del desbordamiento del Orontes en el Tíber, acompañado de las costumbres de los habitantes de sus orillas:

Iam pridem Syrus in Tiberim defluxit Orontes
et linguam et mores et (...)

En los siglos II y III de nuestra era se vive una auténtica fashion de los ritos orientales en la primera ciudad del mundo; un proceso que levanta ronchas entre los romanos de toda la vida, pero que éstos apenas pueden parar porque el imperio sostiene guerras y presidios en muchos lugares, y para todos ellos necesita el alimento de unas tropas que se llevan con ellos, al servicio militar, a sus dioses.

Hay algo aquí que no termina de cuadrar, sino uno se cree la versión tradicional de que las creencias orientales eran filosofías poco elaboradas, de origen y esencia bárbaras. Si era así, ¿cómo es posible que pudieran extenderse tan rápidamente y hacerse tan populares, hasta el punto de amenazar con acabar con el panteón grecorromano, mucho antes de que el cristianismo pudiera soñar con hazaña tal? La clave de la cuestión es que aquellas religiones, probablemente, no estaban tan poco elaboradas como muchos, sobre todo los cristianos, pretendieron después.

Las religiones orientales eran, sin ningún lugar a dudas, religiones de poder; más que hacer a los reyes responsables tan sólo ante Dios y ante la Historia, los convertían en Dios mismo. Pero, aguas abajo, aquellos cultos tenían elementos sumamente atractivos que los hicieron más potentes que la religión oficial ante todo aquel romano que no fuese un patricio pijo obsesionado con el cursus honorum y con tocar poder para robar a gusto (que es, básicamente, a lo que se dedicaba la clase política romana). La religión romana era de raíz griega; y la religión griega era una creencia enormemente estratificada y jerarquizada, basada en el núcleo familiar, cuyo jefe era, además, sumo sacerdote de la deidad del clan. En consecuencia, como bien sabemos cuando menos los estudiantes de antes de la LOGSE (ahora ya no sé, la verdad), la religión griega estaba íntimamente ligada a las familias primero, a los clanes después, y a la polis finalmente. De hecho, lo que los romanos hicieron cuando invadieron Grecia, ciudad a ciudad, fue, para hacer valer su poderío, absorber las religiones locales, hacerlas suyas.

Las creencias orientales eran distintas, y por eso el ejército, esto es el principal cubo de sarama de la sociedad romana desde Cayo Mario (el primer general que llamó a las levas a los miembros del census capiti, o sea a los romanos que no tenían donde caerse muertos); por eso el ejército, decía, fue su principal pecera. El cristianismo no inventó la fe como institución religiosa; la fe la desarrollan los sirios que creen en Baal, en Cibeles o en Attis. Y la fe tiene una característica fundamental: iguala al soldado de cosa con su decurión. Éste podrá ordenarle a aquél que se pase un día cavando una trinchera si le apetece, y aquél deberá obedecer; pero a la hora de la liturgias, ambos son el mismo. No hay señas de que las festividades orientales se celebrasen por estamentos, cosa que sí pasaba con la religión oficial grecorromana. Todos eran iguales; para un patricio, eso probablemente era una idea herética. Pero para la mayor parte de la gente, era mucho más atractiva que creer en la señora Bellona ésa bajo cuya protección se solía reunir el Senado.

Otra cosa que siempre le faltó a la creencia grecorromana, y que las religiones orientales tenían a manos llenas, era pompa; teatro. Como ya he insinuado, la religión oriental no captaba ni a las familias, ni a los clanes, ni a las ciudades ni a las naciones; captaba a las personas una a una y, por lo tanto, tenía que inventar, para ello, toda una liturgia hermosa que cautivase al creyente. En ese sentido, el cristianismo tampoco inventó las procesiones, ni la tendencia hacia la creación de múltiples figuras complementarias (santos y vírgenes) a las que venerar además, y no pocas veces en lugar de, la deidad central. Muchos egipcios creían mucho más en su Debod local que en su teórico Chief Executive Officer, o sea Osiris, o Isis; profundos y finos egiptólogos, como el sacerdote y arqueólogo Etienne Drioton (hoy en día sigue siendo de lectura bien aprovechable su monumental Égypte, escrito a cuatro manos con Jacques Vandier), han señalado los muchos paralelismos existentes entre los cultos egipcios a las deidades locales y la actual preferencia de mucha gente por los santos católicos. Los hombres y las mujeres que querían creer comenzaron, en algún momento hace unos dos mil y pico de años, a aprovechar la llegada de la primavera para sacar en procesión a sus deidades, y no han parado hasta hoy, en que se dan dentelladas para saltar una reja y sacar a cambio abierto una pequeña estatuilla; imagen en la que muchos de quienes así actúan creen mucho más que en Dios mismo.

Aquellos antiguos orientales danzaban como peonzas, se ponían hasta las berzas de bebidas estimulantes e, incluso, en ocasiones se flagelaban, buscando encontrar el punto de éxtasis que hoy alcanza alguna que otra sevillana escuchando a la Pantoja cantar una saeta desde un balcón a las tres de la mañana (porque la gente, cabe recordar, se desmaya de la emoción durante la madrugá). En no pocos de estos casos, ocurría por ejemplo con los presbíteros de Cibeles, la mejor forma de garantizarse un adecuado impacto de las bebidas espirituosas era mantener un tiempo previo de abstinencia. Tampoco esto lo inventaron los cristianos, mucho menos los islamitas.

Otro aspecto del choque entre religiones orientales y occidentales ha tenido un papel fundamental en la construcción de la conciencia religiosa del hombre. Me refiero al conflicto, que ha he medio insinuado, entre continencia y sensualidad. La jovenlandesal filosófica griega, que impregna su religiosidad, busca lo primero; se suele citar como ejemplo de ello a los estoicos (que, de hecho, han hecho pasar la palabra al lenguaje coloquial con un significado muy preciso). Las religiones orientales, sin embargo, arrastradas probablemente por esa liturgia sensual en la que bailan, beben y se extasían, así como por el hecho de que la antigüedad de sus creencias hace que tengan en buena medida orígenes rurales, desarrollan un aspecto diferente de la religiosidad: el sacrificio.

Los dioses orientales mueren. Osiris, Attis y Adonis son los tres muertos y llorados por sus mujeres: Isis, Cibeles y Astarté. Los dioses han de morir porque la sensualidad litúrgica, el éxtasis, así lo requiere: quien llora una fin, con mayor celo celebrará una resurrección.

Entre una oferta formada por unos tipos disfrazados de Senador Palpatin que sacrifican pichones y corderos en las aras sagradas, y una buena juerga en la que con la disculpa de que Adonis ha muerto y ha resucitado, o que Isis ha reconstruido el cuerpo de Osiris mutilado por Seth, bebes como un cabrón, bailas como Locomía y lo mismo hasta echas un polvo, ¿con qué te quedas?

No obstante, conviene ser cuidadosos y no dar a estas palabras un significado demasiado superficial. Ciertamente, y es muy probable que encontremos aquí al principal responsable de la resistencia con que Juvenal recibió las novedades orientales, las religiones venidas del Levante, las creencias orientales superaron al panteón grecorromano porque éste no podía competir con las elaboradas liturgias que trajeron consigo los hombres del Creciente Fértil y de Siria. Pero no nos engañemos: una religión es algo mucho más serio que ponerse hasta las trancas de vino. Para emborracharse, el hombre clásico ya tenía los ritos dionisíacos. Pero lo que no tenía el hombre clásico en la religión oficial era ese concepto de que la creencia es la misma para todos; de que los dioses no miran desde la nube y ven creyentes de pata de color, primera especial, primera clase, y luego diferentes formas de creyentes más o menos rastreros. Las religiones orientales aportaron a la sociedad romana, y sobre todo a sus legiones, el concepto de una fe compartida por todos y para todos. Las legiones no hicieron sino polinizar el mundo con esa idea.

Aquél de la fe de todos fue el primer paso que dio Dios hacia su casa actual.


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Historias de España: La senda de Dios (3: y tendréis una jovenlandesal)

miércoles, octubre 09, 2013

La senda de Dios (3: y tendréis una jovenlandesal)

En otra cosa se parecen las religiones orientales al cristianismo maduro de la Edad Media y, asimismo, se distinguen del panteón grecorromano: el carácter de sus sacerdotes.

El pontífice romano era un cargo político. Colleen McCollough, que además de ser la autora de El pájaro espino es una gran erudita en la civilización clásica y ha escrito una serie impagable de novelas sobre los tiempos del final de la República y el Imperio, describe muy bien cómo Sila fuerza el nombramiento de Julio, en su juventud, como pontífice, por la única razón de que así el joven no podrá hacer servicio de armas y, consecuentemente, no podrá hacer sombra al dictador.

Las religiones orientales, sin embargo, inventan al sacerdote full time que, convirtiéndose en un especialista en los misterios de la religión, acaba convirtiéndose en un irradiador de cultura o de ciencia; exactamente igual que los inquilinos de los monasterios medievales europeos. En tiempos tan tardíos como los contemporáneos de Estrabón, todavía los sacerdotes babilonios, seguidores de Beroso; o los heliopolitanos de la escuela de Manetón (autor, entre otras cosas, de la lista canónica de faraones por dinastías) eran considerados expertos en diversas materias del saber. Evidentemente, este proceso tuvo consecuencias negativas: la capacidad de avance especulativo mostrda por los griegos se vio seriamente frenada por el hecho de que las religiones, a la hora de hacer sobre todo ciencia, partían de dogmas preconcebidos contra los que no se podía teorizar (es tristísimo el episodio de Hipatía en Alejandría; pero lo que no es, en modo alguno, se pongan Carl Sagan y Alejandro Amenábar decúbito prono o supino, es inusual); sin embargo, también tuvo otras consecuencias muy importantes pues, de alguna manera, apartó el objetivo final de toda creencia, que no es otra que la salvación del alma, del terreno de los ritos mágicos. La salvación, conforme evolucionan las creencias orientales, cada vez tiene menos que ver con la repetición monótona de unos rituales y con el concepto de no cabrear a un Dios más o menos caprichoso, y cada vez más con el conocimiento y la comprensión de determinados misterios o revelaciones. La religiosidad se convierte en una gnosis, un conocimiento. Cada vez es más difícil ser creyente y, a la vez, un cabestro. La evolución de las religiones orientales durante la era grecorromana, en este sentido, se parece mucho a la evolución del propio judaísmo que será la principal fuente del cristianismo. Hoy, incluso al cristiano más creyente le chirría la escena bíblica de un Yahvé pidiéndole a uno de sus mejores acólitos que mate a su hijo porque le place. De alguna manera, esa misma evolución entre una deidad caprichosa e insensible y el Dios de los cristianos es la misma que se produce con la entrada en juego de la gnosis, del conocimiento de una religión y de sus reglas jovenlandesales, como elemento para la salvación personal.

Esta evolución de las religiones orientales, desde la danza posesa de los abuelos hacia la salvación desde el conocimiento de los nietos, llegó al mundo romano en el momento más propicio; lo cual quiere decir que, muy probablemente, esa evolución tiene mucho que ver con el tiempo de la Roma donde se produjo. Un momento, se podría decir, bastante parecido al actual, por la gran extensión del descreimiento de la que fue testigo.

El gran fallo de la religión grecorromana es que desconocía la jovenlandesal. Por eso no le gustaba a Séneca, por ejemplo. El acto supremo de Séneca de meterse en la bañera y cortarse las venas puede interpretarse como una especie de declaración de principios en la que un hombre cultivado, asombrado por la falta de reglas de la sociedad en la que vive, negativamente fascinado por los problemas con los límites que presenta su Señor y el hecho de que no hay casi nada en la jovenlandesal pública que le pueda corregir en ese aspecto, decide realizar un acto de supremo sacrificio en el que él mismo se pone esos límites que considera el hombre debe imponerse.

Ya supongo que algún lector habrá que, al leer esto, estará pensando: es que no tener jovenlandesal es lo que mola. Eso, lamentablemente, no es verdad. Lo sería si el hombre realmente hubiese sido diseñado por Rousseau; la mala noticia es que el diseño de la mayoría de nosotros responde bastante más a los planos de Hobbes. El hombre moderno dice vivir en un mundo en el que todo el mundo hace lo que quiere y la gente es razonablemente feliz, lo cual demuestra que la jovenlandesal religiosa nunca fue necesaria. No se da cuenta de la cantidad de cosas que, en realidad, el hombre moderno no puede hacer (sin ir más lejos, zanjar una discusión con su esposa arreándole una patada en la nuca) y el antiguo sí podía. El mundo antiguo necesitaba esos límites que hoy son tan evidentes que no son vistos como límites. Necesitaba una jovenlandesal pública y una jovenlandesal privada que pusiera coto a las acciones de los hombres para así hacer felices también a los débiles, a los desfavorecidos, a los demorados mentales, a las mujeres, a los tullidos... Y esta fue una labor en la que, a pesar de algunos esfuerzos notables, sobre todo desde la praxis más que el pensamiento, como Solón o los Gracos, el mundo grecorromano fracasó.

Mientras el mundo europeo estuvo embarcado en una larga lucha para alcanzar una especie de entente cordiale entre clases dominantes y dominadas, que no otra cosa es la monarquía, la república y las primeras boqueadas del imperio, esta falla no se hace evidente. Pero conforme el mundo romano alcanza la estabilidad institucional, cultural y social, la falla comienza a moverse y a provocar terremotos. La exigencia de justicia del hombre normal se hace más patente, y no encontrará nada que le responda en un conjunto de relatos sobre unos dioses que más parecen pijos caprichosos que otra cosa. En los tiempos de Nerón o Cómodo ya es evidente en la cultura romana el surgimiento del grito del modesto contra el rico. Las gentes cada vez creen menos en la vieja religión de sus ancestros, que hasta entonces les había mantenido bajo la promesa de recompensas en el más allá; y Juvenal escribe en sus versos que ya ni los niños creen en el mito de la barca de Caronte.

(...) esse aliquos manes et subterranea regna,
Cocytum et Stygio ranas in gurgite nigras,
atque una tras*ire uadum tot milia cumba
nec pueri credunt, nisi qui nondum aere lauantur

[La existencia de los manes, de los reinos subterráneos,
de la pértiga de Caronte o las ranas negras de la Estigia
y que tantos miles de almas la traspasen en una barca,
eso es algo que ni los niños creen, siquiera los que aun no pagan en los baños públicos]

La gente abandona los templos, hasta el punto de que Varrón teme por la fin de los dioses. Octavio Augusto intenta evitar esta marea de ateísmo, pero fracasa. Aunque una de sus reformas, la consideración de él mismo, del emperador, como dios a la manera oriental, será el portillo por el que la religión romana se inundará de creencias orientales. Años después los más, por así decirlo, autócratas de los emperadores, como Domiciano o Cómodo, serán, precisamente, los que más trabajen a favor de la libertad religiosa en Roma. Es cierto, sin embargo, que hay marchas atrás: tanto Augusto como su sucesor, Tiberio, echaron a los dioses egipcios de Roma.

Las religiones y los sacerdotes orientales, sin embargo, triunfaron sobre el ajado e inútil panteón olímpico. Y esto fue así porque, lejos de lo que le pasaba a la religión oficial, aquellas creencias sí que tenían fuertes elementos jovenlandesales. De hecho, las religiones orientales trajeron a Roma otros dos de los elementos que algún día el cristianismo dirá haber inventado, y que están en la sala de máquinas de su triunfo como religión universal: la idea de la purificación del alma, y la idea de la inmortalidad de la misma como recompensa de una vida piadosa y virtuosa.

En las religiones orientales se produce el maridaje entre una creencia mágica que se hunde en la noche de los tiempos y la estricta novedad de las religiones personales basadas en la jovenlandesal. En cuando al primero de estos elementos, como muy bien describe Frazier en su libro ramal, una de las grandes creencias mágicas que se encuentra en las culturas primitivas es la simpatía. Muchos pueblos antiguos, en este sentido, creían que, por ejemplo, limpiando la sangre de la hoja del cuchillo y lavándolo se curaba la herida causada por dicho cuchillo. Ésta es una creencia que está hondamente enraizada en la mente humana, incluso hoy en día. Esto me lo hacía notar el otro día un amigo que me ponía un ejemplo escatológico: las bolsitas que se encuentran en las papeleras de Madrid para los dueños de perros están diseñadas para que éstos puedan recoger con ellas las deposiciones de sus canes sin exponerse a las miasmas y bacterias de la cosa perruna. Pero, sin embargo, la mayoría de las personas que acaban de recoger una bolita de café se negarán a coger con esa mano, por ejemplo, un canapé de ensaladilla para luego llevárselo a la boca. Aunque, en realidad, objetivamente, su mano no está más sucia de lo que lo estaba antes de que su perro cagase, ellos sienten que necesitan lavársela. Tienen una percepción simpática: les basta haber estado cerca de un trozo de cosa para pensar que la cosa ha contaminado sus dedos.

El viaje que hace Dios, en las religiones orientales, desde el ritual mágico de las creencias rurales o animistas o la fría religión estatal del panteón grecorromano, comienza, ya lo hemos dicho, igualando a los fieles. Una vez que los fieles han sido igualados, entra a jugar el concepto de quién, en esa situación de igualdad, se salvará y quién no: la jovenlandesal. Y, de la mano del concepto de que ciertos actos salvan y de las viejas creencias simpáticas, surge la idea de purgar el alma purgando el cuerpo. Cuerpo limpio, por simpatía, lleva a alma limpia.

El concepto de alma limpia, además, alumbra ese otro de la pureza original. Es una creencia muy fácil de adquirir por los seres humanos, pues todos, salvo los muy insensibles, apreciamos la pureza y la inocencia totales al contemplar a un recién nacido. Los niños, pues, son honestos, son puros, son inocentes (y bastante macho cabríoes, para qué negarlo). Consecuentemente, si los niños son inocentes y los adultos taimados, entonces el hombre nace con una inocencia perdida que ha de recuperar para salvarse. Y se salva mediante sus acciones y purificando su cuerpo con ayunos, o con baños en agua sagrada. Ninguna de estas dos cosas las inventó Juan el Bautista.

Porque el creyente era insuflado por una nueva vida cuando era purificado, y porque el hombre antiguo consideraba que era la sangre la que portaba la vida de los seres sobre la Tierra (algo lógico, surgido de la observación de que quien se desangra, muere), en muchas de estas religiones sus acólitos beben sangre. Otros se purificaban mediante la renuncia, el ayuno constante, o la flagelación. El hombre puro, como los yoguis de la India, no come para no introducir en su cuerpo elementos impuros; y es casto para no verse invadido por la polución y la debilidad. En suma, se sacrifica de variadas formas. Juvenal describe, sin ir más lejos, a los creyentes de Isis dando vueltas a sus templos de rodillas, exactamente igual que hacen hoy algunos beatos y beatas que así se lo han prometido a su virgen o a su santo preferido.

La introducción del ascetismo, de la expiación, de todos los hechos relacionados con la rectitud jovenlandesal y la necesidad de limpiarse de la inmoralidad, cambió para siempre el papel de los sacerdotes, que dejan de ser meros vigilantes de la adecuación de los ritos llevados a cabo para convertirse en vigilantes de la jovenlandesal, en centinelas de la pureza del resto de creyentes. Desde ese momento, ya nunca dejarán de ser extraordinariamente influyentes. Con la decadencia del imperio romano, además, todas estas ideas, íntimamente relacionadas con la idea de inmortalidad que ya había sido explotada por religiones antiguas como la Egipcia, irían mutando hacia la convicción de la degradación de la Humanidad y la proximidad del fin del mundo, lo que incrementará más, si cabe, su prestigio.

Hemos visto, pues, a Dios dar un paso: todos sois iguales ante Mí. Aquí está el segundo: para que os salve, habréis de tener una jovenlandesal, y respetarla.
 
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