Las notas sobre monopolio y competencia “a lo Marx” (aquí y aquí) polemizan con la idea de que en el siglo XIX, y hasta 1880, aproximadamente, la competencia constituyó el mecanismo regulador de los mercados capitalistas (nacionales y mercado mundial), y que a partir de 1880 ese mecanismo pasó a ser de tipo monopólico (o, más precisamente, oligopólico). Éste es el eje de las diferencias que mantengo con la tesis del monopolio. Por supuesto, los defensores de la tesis del monopolio siempre explicaron que la competencia no había desaparecido en el siglo XX. Sin embargo, enfatizaron que la competencia había pasado a tener un rol subordinado desde fines del siglo XIX, y que esto encerraba un cambio cualitativo en la forma de regulación del capitalismo. Fue la posición de Paul Baran, Paul Sweezy, Maurice Dobb y Ernest Mandel, quienes influyeron decididamente en la formación del pensamiento de la izquierda sobre el monopolio y la competencia. A fin de contribuir al estudio de esta importante cuestión, en esta nota presento lo esencial de sus posiciones sobre el monopolio, una reflexión sobre el contexto que reflejan esos escritos, y su diferencia con el presente.
El monopolio en Baran y Sweezy
La idea que domina en los escritos de Baran y Sweezy es que en el capitalismo maduro la competencia se ha atenuado, y que la regulación monopolista ocupa el primer plano. En El capital monopolista, de amplia difusión en los años 1960 y 1970, Baran y Sweezy escribían: “Debemos reconocer que la competencia, que fue la forma predominante de las relaciones de mercados en el siglo XIX, ha cesado de ocupar tal posición, no solamente en Inglaterra, sino en todas partes del mundo capitalista. Hoy la unidad económica típica en el mundo capitalista no es la pequeña firma que produce una fracción insignificante de una producción homogénea para un mercado anónimo, sino la empresa en gran escala que produce una parte importante del producto de una industria, o de varias industrias, y que es capaz de controlar el precio, el volumen de la producción y los tipos y cantidades de inversiones” (Baran y Sweezy, 1982, p. 10).
La misma idea la encontramos en Baran (1969), una obra que fue clave para la posterior teoría de la dependencia: “La concentración y centralización del capital hizo avances gigantescos, y las grandes empresas se adueñaron de la vida económica… Al destrozar el mecanismo competitivo que regulaba, para bien o para mal, el funcionamiento del sistema económico, las grandes empresas se convirtieron en la base del monopolio y del oligopolio, que son los rasgos característicos del capitalismo moderno” (p. 22). En este contexto, tiende a desaparecer la guerra de precios: “… los gigantes monopolistas … protegidos por sus posiciones de monopolio, no necesitan molestarse por reducir al mínimo sus costos ni aumentar al máximo su eficacia” (p. 55). También escribe: “la competencia de precios en condiciones de oligopolio tiene la tendencia a hacerse cada vez más odiosa para los empresarios involucrados. Cualquier reducción moderada de los precios, por parte de un oligopolista que pretenda aumentar su parte del mercado, será inmediatamente neutralizada mediante reducciones correspondientes de los precios de los otros oligopolistas…. . Por otra parte, una guerra de precios a fin entre los gigantes oligopolistas requerirá cantidades de capital tan grandes e involucrará riesgos tan enormes, que se prefiere el arreglo a la lucha ruinosa. Se concluyen acuerdos más o menos explícitos o se establece una “colusión de precios”, que tiene como consecuencias la eliminación de la competencia aniquiladora y la aceptación, por las partes contratantes, del principio de vivir y dejar vivir, más que el intentar destruirse una a otra” (pp. 101-2). Obsérvese que no se trata de si existe una tarifa aduanera aquí, o una devaluación competitiva allá, sino de una perspectiva global del mercado y de la forma en que se regula la distribución de los tiempos de trabajo, o avanza el cambio tecnológico. “Vivir y dejar vivir”, en lugar de guerra entre los capitales. Como resultado del freno de la competencia, el dominio del monopolio generaba la tendencia al estancamiento de las fuerzas productivas en los países adelantado, y el bloqueo del desarrollo industrial en los países atrasados.
El cambio cualitativo según Dobb
Además de la defensa de la tesis del dominio del monopolio, en Dobb (1973, originariamente de 1937) encontramos un interesante análisis sobre qué habría implicado el cambio cualitativo entre el siglo XIX y el XX. Observa que, según la teoría clásica (Ricardo y Marx), lo que ocurre en la economía es independiente de los deseos subjetivos de los empresarios individuales, en tanto que en una situación de monopolio absoluto, o algo próximo a él, el precio se determina, dentro de ciertos límites, por la voluntad del monopolista, sin que pueda aplicarse el principio del costo, ya que hay una situación de escasez que se ha creado deliberadamente. Pero, continúa Dobb, en el capitalismo contemporáneo existen numerosos factores que hacen que los productos no se vendan por los precios regulados por la ley del valor trabajo. Surge entonces la pregunta de por qué esto representaría un cambio cualitativo si en el siglo XIX también existían tarifas aduaneras, altas barreras por costos de tras*porte, trabas políticas al comercio tales como el colonialismo, etc. Según admitían los marxistas, la teoría del valor trabajo regulaba el mercado en el siglo XIX, ¿por qué habría habido un cambio cualitativo en el siglo XX si en el siglo XIX la competencia tampoco era “pura”?
La respuesta de Dobb coincide, en buena medida, con la tesis de la competencia imperfecta. Sostiene que en el siglo XIX las imperfecciones y obstáculos a la acción de la ley del valor trabajo hacían que los precios se desviaran durante períodos más o menos largos de los “centros de gravedad” determinados por la teoría, aplicada al marco competitivo (los precios de producción de Marx). Pero esto no alteraba “la naturaleza de la posición que habría de alcanzarse finalmente”; se podía aplazar la llegada al equilibrio, o introducirse diferencias espaciales en el precio, producto de las fricciones, pero no se modificaba la naturaleza del asunto. En el capitalismo del siglo XX, en cambio, los factores que conformaban un escenario de competencia “imperfecta” (oligopólica) ya no eran mera fricción, porque “alteran la naturaleza de las fuerzas equilibradoras y el equilibrio finalmente logrado” (p. 129). Existe entonces “una diferencia de esencia” (idem; énfasis agregados). En otras palabras, hemos pasado de la “fricción” a una diferencia cualitativa, ya que ahora hay un nuevo elemento que cambia realmente las ecuaciones. Siempre según Dobb, el precio “de equilibro” (el centro de gravedad) no es el que surge de la igualación de la tasa de ganancia entre ramas. Por eso, las empresas ya no buscarían ampliar la producción al máximo posible, y se regirían “por el principio monopolista de reducir su producción hasta un punto en que su ganancia llegue al máximo” (p. 132). Predomina entonces “la restricción monopolista como una característica general y no puramente excepcional de la industria capitalista” (p. 133), lo que explicaría la incapacidad de la industria de aprovecharse plenamente de las economías de escala. Dobb reconoce en este punto el aporte de Piero Sraffa, Joan Robinson y Chamberlin. Lo central es que “la ganancia contiene siempre un elemento apreciable de beneficios provenientes de una situación de monopolio” (p. 134). Esto es, ganancias obtenidas por la restricción de la producción (recursos semiutlizados) y el dominio en un mercado de escasez. Puede verse que el cambio cualitativo arrastra a un giro teórico apreciable con respecto al enfoque de El Capital. En Dobb (1970) se mantiene el planteo: “en lugar de la competencia de precios del tipo del siglo XIX, aparecen las guerras publicitarias y las campañas de ventas” (p. 37). Los grupos monopolísticos, “por medio de su dominio de mercado y de su política de precios de monopolio, pueden disfrutar de un beneficio mayor del que obtendrían en caso de libre competencia” (p. 43). Los monopolios ganan a costa del sector capitalista no monopólico, de manera que, a diferencia de lo que sucede en el capitalismo competitivo, predomina “una tasa diferente de ganancias para el sector monopolista y el sector competitivo (en donde consecuentemente esta tasa será inferior” (p. 45).
Monopolio en Mandel
También Mandel, en el Tratado de economía marxista, se refiere al cambio que se habría producido en el último cuarto del siglo XIX: “En lugar de atenerse al credo de la libre competencia, (los capitalistas) comienzan a buscar las posibilidades de limitarla a fin de evitar toda baja de precio, es decir, toda baja acentuada de la tasa de ganancia. (…) Se establecieron convenios entre capitalistas con el compromiso de renunciar a la competencia por la baja de precios” (t. 2, p. 17). Más adelante cita aprobatoriamente al organizador de un trust químico que dice: “La competencia está superada; desemboca en la ‘cooperación’ por la fusión de empresas y por la constitución de convenios internacionales” (p. 18). Una páginas más adelante, escribe: “Una sola empresa o un pequeño número de ellas controlan una parte hasta tal punto considerable de la producción que pueden, durante períodos más o menos largos, fijar arbitrariamente los precios y las tasas de ganancia, que se hacen así, en una amplia medida, independientes de la coyuntura económica” (pp. 25-6).
Tenemos entonces un escenario de precios fijados arbitrariamente, durante períodos largos y tasas de ganancia que se hacen independientes “en amplia medida” de la coyuntura económica. En consecuencia, las ganancias son previsibles: “Los precios de monopolio se fijan de tal suerte que aseguren de antemano la expansión constante de la empresa, de su capital y de su capacidad productiva” (p. 135).
A igual que Dobb y otros autores, Mandel adhiere a la idea de que existen dos tasas de ganancia promedio, la del sector monopólico, y la del no monpólico. En este marco, cita aprobatoriamente a un autor, que dice que “la ganancia ya no es aleatoria; se hace previsible como cualquier elemento del precio del costo. El riesgo desaparece completamente, lo cual prueba que no constituye nunca el origen de la ganancia. La ganancia ya no es residual; a partir de ahora, entra en la fijación previa de los precios de venta, como el salario o el interés” (idem). Por supuesto, este precio (ahora se refiere al establecido por General Motors) “implica también la eliminación del riesgo de crisis económicas, como lo han admitido francamente otras sociedades monopolistas” (p. 136). Mandel no pensaba que desaparecían las crisis económicas, pero sí que su dinámica había cambiado con respecto al siglo XIX, debido a la estabilidad de precios y de ganancias. Por eso escribía sobre el capitalismo de los años 1960: “La economía capitalista de esta fase tiende a asegurar a la vez al consumo y a la inversión mayor una estabilidad que en la época de la libre competencia, o que durante el primer estadio del capitalismo monopolista; tiende a una reducción de las fluctuaciones cíclicas que se debe, ante todo, a la creciente intervención del Estado en la vida económica. (…) Las sobreganancias de monopolio, la “inversión por los precios”, la garantía del beneficio, significaba en última instancia que la acumulación de capital de los monopolios se emancipa del ciclo, que se anticipa a las crisis, que las descuenta de antemano en el cálculo de sus precios de venta. Las grandes sociedades monopolistas aplican así cada vez más, una política de inversión en el largo plazo, una ‘programación’ cuando no una ‘planificación’ de sus inversiones… (…) Las sobreganancias les permiten (a los sectores monopolizados) asegurar la estabilidad de los ingresos de su mano de obra e incluso su lento crecimiento periódico” (p. 147). Como resultado, en lugar de una dinámica de desarrollo de las fuerzas productivas, sobreacumulación y crisis violentas, predomina la tendencia al estancamiento. Es que los monopolios eliminan la competencia y frenan el cambio tecnológico para asegurar precios estables y ganancias, en una estrategia de “vivir y dejar vivir”. En consecuencia, y igual que sucede en Baran y Sweezy, Mandel diagnostica ya no hay dinamismo en el desarrollo de las fuerzas productivas: “El sistema evoluciona no tanto hacia un crecimiento ininterrumpido como hacia un estancamiento a largo plazo” (p. 148).
Qué reflejaban estas tesis
Ganancias como residuo, estabilidad de precios y de ganancias monopólicas, tasas de rentabilidad que se independizan del ciclo, eliminación de la guerra de precios, ausencia de desarrollo tecnológico y de guerras de precios, tendencia crónica al estancamiento… Es un escenario muy distinto del que presentaba Marx en El Capital. Y esta visión gozó de amplia aceptación en la izquierda. Los manuales de economía de la URSS repetían la misma tesis del monopolio, aunque sin ningún brillo intelectual. Los teóricos de la dependencia hacían sus análisis a partir de estas ideas; los partidos trotskistas también aceptaban la idea del dominio del monopolio y su consecuencia, el aletargamiento del cambio tecnológico (Trotsky, 1984, ya había planteado la misma tesis). Naturalmente, hubo autores o dirigentes políticos de izquierda que criticaron tal o cual aspecto de los desarrollos de Baran, Sweezy o Mandel, pero sin poner en duda la tesis del “cambio cualitativo” que se habría producido a partir de 1880, aproximadamente, y la nueva dinámica del capitalismo que se derivaba de ello.
Dada la generalidad con que fue aceptado este enfoque, es necesario preguntarse qué elemento de verdad contenía. Con seguridad, puede decirse que la obra de Lenin sobre el imperialismo y el monopolio tuvo una fuerte influencia. Sin embargo, debe de haber más que eso para explicar por qué hubo tanto consenso alrededor de esas tesis. La respuesta tentativa que puedo dar es que esos escritos de Sweezy, Mandel, Baran y Dobb reflejaron un largo período de relativo aquietamiento de la competencia. Las décadas que van desde el fin de la Segunda Guerra hasta aproximadamente mediados de los 1970 se caracterizaron por una mayor influencia relativa de los estados en las economías nacionales. Fue el producto del hundimiento de la economía mundial en la década de 1930 -exacerbación de las tendencias nacionalistas- y de la misma guerra. Durante esas décadas hubo un sistema monetario basado en tipos de cambio fijos; mecanismos de estabilización de los precios de las materias primas; protección industrial; escaso movimiento tras*fronteras de capitales (en la inmediata posguerra y hasta casi fines de los 50) y luego control de los movimientos. Estos mecanismos, de conjunto, no anularon la competencia, pero la atenuaron, y permitieron cierta estabilidad de los precios, y de las ganancias de las corporaciones durante los años del boom de posguerra. Los marxistas reflejaron esta realidad, y pensaron que asistían al dominio “maduro” del monopolio. El Tratado de economía marxista, de Mandel, es muy representativo de esta situación; ideas similares se encuentran en otros trabajos de la época.
Un enfoque unilateral
Si bien el enfoque general de Baran, Sweezy, Mandel y Dobb reflejó aspectos reales del capitalismo de su época, también hay que admitir que pasó por alto que con la aparición de la gran empresa por acciones, la competencia se intensificaba con respecto a todo lo conocido durante los años de la llamada libre competencia. En otros trabajos me he referido a que la formación de carteles y trusts atenuó una competencia de precios que amenazaba ser desastrosa por la caída de los costos del tras*porte, sin suprimirla. Pero no señalé el efecto que tuvo la aparición de la sociedad por acciones en la competencia. Este aspecto es destacado con acierto por Bryan y Rafferty (2005). Señalan que con la sociedad por acciones se intensificó la competencia por tres vías: porque articuló una lógica competitiva; en segundo término, facilitó el aumento de la escala de operación del capital; y por último, aumentó su flexibilidad.
Con respecto a la lógica competitiva, se profundizó debido a que la maximización de los beneficios y la apreciación de las acciones pasó a ser la racionalidad que guía al directorio de las corporaciones de conjunto; esto es, ya no se trata de la preferencia del empresario-propietario aislado. En segundo término, la sociedad por acciones permitió recolectar enormes sumas de capital que fueron críticas para el crecimiento de la escala de operaciones, de manera que aumentó la fuerza de las unidades que entraban en competencia. Y en tercer lugar, el mercado de valores se tras*formó en el foro en el cual pudieron compararse las rentabilidades de las empresas y se establecieron los precios de las mismas. La propiedad del capital se hizo más líquida y móvil; las empresas por esta vía estuvieron también más sometidas a las presiones competitivas (Bryan y Rafferty dedican su libro al análisis de la economía de los derivados; una de sus tesis centrales es que los derivados acentúan aún más las presiones competitivas, un tema clave de la economía contemporánea, y que por lo tanto merece la máxima atención).
La actualidad de la competencia
Recordemos también que con el estallido de la crisis de acumulación de 1974-5, y la internacionalización de la economía, el panorama cambió con respecto a los años dorados de los 50 y 60. Ya Mandel en El capitalismo tardío matizó, y mucho, el enfoque acerca del monopolio del Tratado; aunque no llevó a cabo una revisión de fondo. Lo cierto, sin embargo, es que con la crisis se agudizaron las presiones competitivas, y esto continuó hasta el presente. Este proceso ha afectado también la relación capital – trabajo, ya que el pacto keynesiano (atenuación relativa del conflicto de clases en el período de crecimiento) se resquebrajó, y la presión competitiva obligó a los capitalistas a ir a fondo en la tarea de extraer plusvalor. La ofensiva “neoliberal” fue, en sustancia, el ataque del capital al trabajo, estimulado por la apertura de los mercados nacionales y el disciplinamiento a la ley del valor trabajo (moneda dura, aumento de la desocupación, desaparición de los capitales menos productivos). Esta es la razón de fondo de por qué no hubo espacio para una salida de la crisis de acumulación de los 70 por la vía del “pacto democrático y consensuado” entre el capital y el trabajo, como soñaron la socialdemocracia, los partidos comunistas y los teóricos de la llamada “tercera vía”.
Por eso, hoy no se puede entender la economía capitalista si no se incorporan las guerras de precios, las fluctuaciones de los precios y las ganancias (y las tasas de ganancia), y la competencia a escala planetaria, motorizada por los movimientos de capitales y la competencia debida al cambio tecnológico. En la guerra competitiva, aquel que no es exitoso, está condenado a desaparecer. Para ilustrar el punto, presentamos un ejemplo actual. Según informa The Wall Street Journal Americas (La Nación, 1/11/12) el gigante de la electrónica Panasonic ha encarado una serie de medidas de reestructuración para revertir las pérdidas que en el último trimestre habrían alcanzado los 9000 millones de dólares. Todavía hace algunos años atrás Panasonic era considerada tan estable que en su momento se la llamó “Banco Panasonic”. Alguien podría haber pensado que la empresa disponía de una posición de monopolio, que la hacía inmune a la competencia (digamos, un escenario “a lo Sweezy o Mandel”). Pero la realidad es que Panasonic perdió en la guerra competitiva, por el lado del producto, y de los precios: “… la compañía dedicó cantidades enormes de dinero para producir nuevas tecnologías, pero… estas inversiones no lograron rendir debido al desplome de los precios de los electrónicos de consumo. Esto obligó a la empresa a sufrir pérdidas por desvalorización”. Ahora Panasonic está reduciendo líneas de producción, suspendiendo inversiones planeadas, y reduciendo costos, en un intento por salvarse. Es una dinámica muy lejana del “vivir y dejar vivir”. Por eso también, parece imposible abordar con éxito el análisis del capitalismo contemporáneo con la tesis del predominio de la regulación monopólica de los mercados.