La boda. Viejuno y largo, pero muy gracioso

Staring at the Sun

Madmaxista
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Lo iré poniendo por entregas y al final el enlace original (macho cabríoes, no os adelantéis ;))

Saludos.


LA BODA

Es curioso pero, en los tiempos que corren, donde parece que ya no nos sorprende nada, a veces, gracias a Dios, sucede algo inesperado, como por arte de magia, que consigue hacer tambalearse durante un breve espacio de tiempo nuestra ya casi inmune capacidad de sorpresa. Un servidor, curtido en los últimos años -para desgracia de mi bolsillo- en bodorrios de todo tipo y condición, tanto de familiares como de amigos, compañeros de trabajo o compromisos de diverso pelaje, nunca habría imaginado que en la boda de uno de sus antiguos compañeros de colegio iba a disfrutar de una de las mejores noches de su vida. Y menos aún cuando, en principio, la boda apuntaba maneras para ser un verdadero ******, ya que iba solo y apenas conocía a seis o siete compañeros del colegio con los que no tenía relación alguna y siempre me habían parecido unos auténticos iluso. Por cierto que con respecto a mi amigo, al que en adelante llamaré Pedro para evitar dar nombres y apellidos, tardé poco en descubrir si había sido uno de los que había invitado para fastidiarles y sacarles por lo menos el regalo de boda -lo que haría que elogiase aún más sus maquiavélicas ideas, hasta ese momento desconocidas para mi- o tan solo porque tenía cierto aprecio por mi persona. En fin, lo que si tengo claro es que no sé si para la novia sería el día más feliz de su vida -cosa que dudo por cómo fue organizada-, pero lo que es para mi, desde luego no ha habido otro que lo haya superado hasta la fecha.


LA INVITACIÓN

La primera noticia que tuve de la boda fue evidentemente con la invitación. Era sábado. Me encontraba tumbado tranquilamente en el sofá, zapeando compulsivamente entre películas de desgracias de Antena Tres, cutreces varias de Telemadrid, estúpidas consultas nigrománticas a cuadrillas de adivinos de saldo que se lo llevan muerto by the face, e incluso, mal que me pese, llegué a visualizar durante unos interminables segundos un poco del programa del petirrojo de Parada. Qué cosas. Cuando más a gusto estaba, recordando que el mes anterior había terminado de pagar el último plazo del coche y ya no tenía ninguna deuda y podía gastar el pequeño remanente que me quedaba en un viaje con mis amigos a Cuenca, llegó mi hermano con varios sobres. Nadie había mirado el buzón en los últimos tres días, por lo que en un momento acabaron en mis manos cuatro cartas inesperadas. Una de ellas era del banco, las otras dos eran unas clásicas del mundillo de la correspondencia. Una comercial, y la otra digamos que más casera.

"Ha sido usted agraciado con un Mercedes 500 en un riguroso sorteo ante notario y donde no han tenido tanta suerte las siguientes personas..." "Si quiere recibir el coche en breves días rellene este cupón y, si le interesa, la solicitud de información o forma de pago de la enciclopedia de comida maorí -imprescindible en cualquier hogar que se precie-, sin ningún compromiso por su parte..." Qué quieren que les diga, cuando a uno le mandan este tipo de cartas una semana si y la otra también, hasta un tipo crédulo como yo acaba llegando a pensar que a ver si todos estos supuestos premios van a ser un truco para vender productos inútiles para la mayoría de los mortales: El gran libro de los insectos, El sesso en la tercera edad -cinco volúmenes-, o la exclusiva colección de tres CD's con los Grandes Éxitos de Leif Garret... En cuanto a la otra carta, poco que contar. Se trataba de la clásica carta-cadena que si no la envía uno a diez personas en los ocho días siguientes de su recepción le puede pasar alguna desgracia a las primeras de cambio. Como a Guadalberto Flores -detallaba la carta-, que tras quince años dedicado al duro trabajo en el campo, y ocho de feliz matrimonio, viviendo en una humilde casa con su mujer y su suegra, no mandó la carta, por lo que al mes de tamaña osadía lo echaron de la plantación en la que trabajaba al liarse con la exuberante mujer del dueño, fue repudiado por su señora y su suegra, y terminó sus días en una isla del Caribe trabajando de socorrista en un hotelucho de mala fin y dedicando sus horas de asueto a los cubalibres y al viejo fornicio. Hombre, yo no sé ustedes, pero para mi el tal Guadalberto más que un con poca gracia me parece un monstruo. Y estoy seguro de que en muchos lugares del mundo, gentes como Guadalberto sueñan con la llegada de una carta como esa, hasta incluso más agoreras todavía, y por supuesto, con mandar al carajo eso de seguir la cadena, como hice yo.

Por último, abrí la cuarta carta, que por sus peculiares hechuras me dio en la nariz que se trataba de una invitación de boda. Al principio pensé que no era para mi pues la dirección que figuraba en el sobre era la de Pedro. Aunque curiosamente, en el remite si aparecía mi nombre, domicilio, provincia y distrito postal. En la parte superior derecha, donde debía ir el sello, se podía leer "Sin sello", escrito manualmente con rotulador rojo. ¡Qué cabrón! La verdad es que el tipo no era nada orate. Mandaba invitaciones en cuyo remite aparecía la dirección de la persona a la que iba dirigida la carta, pero sin ponerle sello, y en la parte delantera escribía su propia dirección para que supiesen de quien se trataba. Cuando el cartero comprobaba que no había sello la devolvía al remitente que en realidad era el destinatario. Con estas tonterías, este singular economista se ahorraba unas pesetillas en los pesados trámites protocolarios que tienen estos eventos.

Pero no fue ésta la única sorpresa. Debo reconocer, aunque ahora me arrepiento, que cuando vi que realmente era una invitación de boda lo primero que grité fue: ¡me acuerdo de la fruta, otra vez a soltar dinero! ¡Hala, a la cosa el viaje a Cuenca! Lo que pasa es que minutos después, cuando ya había digerido que por lo menos tendría que dar el dinero del regalo, empecé a valorar lo que había plasmado en aquellos escasos centímetros cuadrados de inmaculado papel blanco y en cuya esquina inferior derecha se podía leer, escrito en letras negras dentro de un pequeño rectángulo rojo, la leyenda Masagil 200, grajeas. Sí, sí. El bueno de Pedrito había reciclado las hojas de los blocks de publicidad que ofertaban los visitadores médicos y de los que por lo visto su futura mujer -podóloga- poseía una buena colección, destinándolos a un uso desde luego bastante práctico. De esto me enteré unas semanas después gracias a una cotilla tía mía que tenía un topo infiltrado en la familia de Pedro -la modista que ambas familias compartían-, y que le contaba las constantes cutreces del futuro contrayente.

La invitación no tenía desperdicio. Me hizo bastante gracia que delante de los nombres de cada uno, apareciera escrita su titulación. Así se podía leer, el Ingeniero Pedro... y la Doctora -llamémosle Laura- ... tienen el gusto de invitarles a su enlace que tendrá lugar en la ermita de San Max Quetiú de la villa... Nunca lo había visto antes pero, tenía cierto arte, la verdad. Otra cosa bastante curiosa consistía en que en la propia invitación figurase parte del menú que se iba a ofrecer a los comensales. Comprendí acto seguido que formaba parte de la estrategia ahorrativa que Pedro se había trazado. El macho cabríocete del ingeniero -la leyenda decía que perito- indicaba que en la elitista Casa Nati-Asador Castellano, servirían entre otras platos solomillos de vaca de siete años, uséase, vaca vieja. Chúpate esa Villalobos. Imaginé la cara de Pedro cuando ideaba su maquiavélica jugada, dibujándose en su mente una larga lista de invitados de la que de buenas a primeras comenzaban a caer de la convocatoria uno tras otro hasta dejarla en poco más de la mitad. Y de los que quedaban la mayoría eran familiares y no tenían más bemoles que ir, que si no... Estoy convencido que lo tenía todo perfectamente estudiado. Seguro que pensaba que nadie le podría reprochar nada, pues si no que no fuese, y si ocurría algo de eso de las vacas locas, como los efectos decían que no se producían hasta pasados diez años, pues nada, que le fueran a él dentro de diez años y demostrasen que habían cogido la enfermedad en su banquete de boda y no en cualquier burguer o restaurante chino en el que hubiesen degustado la vaca vieja junto con jugosos tropezones de rata de la ribera del Manzanares o exquisitas croquetillas de perro gernoso. Además, seguro que por aquellas fechas si hubiese sido delito ya estaría prescrito. Yo desde luego fui de los que se arriesgaron. Era como jugar a la ruleta rusa, solo que en lugar de balas con solomillos. Con todo lo que estaba leyendo, como para perderme la boda. Vamos, ni aunque pusieran pollos y cocacola belga, regazo de toro descabellado a la antigua usanza, marisco ilegal traído de estrangis de Galicia, vinillo peleón, whisky de la garrafa del tío Emilio, o el camarero tuviese fiebre, aunque fuera actosa.

La parte final de la invitación fue, sin lugar a dudas, la que consiguió que elevase al bueno de Pedro de la catalogación de simple mortal a la categoría de mito. En poco menos de dos líneas comenzaron a aparecer ante mis ojos una serie de dibujos y signos matemáticos de diversa índole, aunque eso si, comprensibles para todo el mundo, que es lo que lógicamente buscaba su autor. Para no aburrir con pesadas explicaciones de cada dibujo y signo resumir‚ las intenciones manifiestas del futuro anfitrión. Indicaba en primer lugar que si el cubierto le costaba siete mil pesetillas, el regalo debía ser igual o mayor al precio del plato, debiendo abstenerse de ir aquellos que fueran a regalar algo de menor cuantía. Lo indicaba claro, apareciendo a modo de recordatorio el número seis mil quinientos tachado con una cruz de color.

Una renglón más abajo se rogaba a los invitados que no llevasen a sus hijos, salvo en caso de fuerza mayor. Junto al original ruego, entre paréntesis, La frase SE GRATIFICARA, apareciendo a su lado el dibujo de dos filetes superpuestos, que deduje que indicaban algo así como que aquellos que no llevasen a ningún miembro de su prole serían recompensados con ración doble. Todo un detalle. Observé intrigado además que al final de todo el texto de la invitación aparecía una misteriosa jota dentro de un pequeño cuadrado de bordes gente de izquierdas. La verdad es que en ese momento no caí en cual podía ser el significado de tal símbolo. Y mira que le di vueltas a la cabeza intentando pensar por unos segundos como mi amiguete Pedro. Pero nada, ni por esas. Bueno, me dije, seguramente sería una más de las múltiples sorpresas que me depararía la boda.

Por cierto, casi se me olvidaba la última sorpresa que escondía la invitación. Una pequeña tarjetita indicaba un plano, digamos que elemental, de cómo llegar al asador situado en las afueras de Madrid. Teóricamente poco más de cuatro rayas servían para orientar a los hambrientos invitados del convite. Incluso se había estirado dibujando una glorieta donde unas flechas cutres a la par que sospechosas marcaban el camino a seguir. Por supuesto mis sospechas, tratándose de Pedro, se confirmaron en pocos días. Gracias al topo al que me referí antes, mi tía Mercedes me confesó en petit comité que mi compañero de colegio había elaborado dos mapas casi idénticos del itinerario a seguir. El verdadero lo mandaba en la invitación de familiares y demás personas en las que estuviera interesado en su asistencia. El falso en la de aquellos cuya ausencia no trastocara en exceso el desarrollo de la boda. Evidentemente yo era una de esas bajas que no serían añoradas por la concurrencia. Pero con lo que no contaba Pedrito era con mi astucia -jorobar, parezco el Chapulín Colorado- a la hora de descubrir pistas falsas. Aquellas flechas gurruminas indicando un camino prácticamente contrario al inicial me resultaron desde un primer momento muy extrañas. Lo que no sé yo es si otros invitados advirtieron el timo o sin embargo hicieron caso al plano y en lugar de Casa Nati-Asador Castellano acabaron la noche cerca de Andújar, un tanto mosqueados eso sí por lo lejos que parecía estar el asador de los huevones. Desde luego, en el convite había bastantes platos vacíos, así que no sé yo...

Una vez que terminé de leer aquella joya del papel escrito, superior incluso me atrevería a decir que el Perséfone de Ricardo Bofill, respiré hondo, conté hasta diez, y de nuevo repasé línea a línea el contenido de la invitación. Sí, aquello estaba sucediendo. Había sido invitado a la boda de un tipo al que no veía desde hacía lo menos once años, del que por cierto nunca había sido gran amigo, pero que prometía ser un bodorrio como mínimo curioso. Cuando mi tía me puso al corriente algunas de las circunstancias de la boda, mis deseos de asistir aumentaron considerablemente. Por lo visto Pedro no tenía nada de ganas de casarse, lo suyo era más bien vivir en pecado. Vamos, el amancebamiento puro y duro. Pero fue su futura mujer la que a base de machacar día tras día al pobre muchacho la que consiguió al final cambiar las constantes negativas del pobre Pedro por un definitivo y exaltado ¡Que sííííííí, coooñooooo! También hay que reconocer que el Pedrichi sufrió el cruel castigo de la abstención de la carne de su entonces novia Laura hasta que ésta no escuchó de sus labios la afirmación tan insistentemente requerida. No podía siquiera rozarle un galletacillo de refilón sin que la pesada de su novia comenzase con lo de ¡Hasta que no haya fecha de boda, ni catarlo!, ¡El que quiera peces, que se moje!, y demás cosas por el estilo que hacían que Pedro contestase siempre lo mismo, repitiendo constantemente como un loco ¡Ooooooootra veeeezzz! Pero en fin, al final claudicó, cosa que por cierto ahora se lo agradezco en el alma. Lo mejor de todo fue que estableció como condición sine qua non para pasar por el altar la de que la boda fuera organizada por él mismo y bajo tal salvaje sistema de reducción de gastos que si se descuida un poco le saca dinero hasta a los invitados.

Total, que marqué con mi rotulador Carioca rojo -utilizado ya sólo para las grandes ocasiones- el día veinte de octubre de dos mil uno, sábado, sobre el almanaque de tías en bolas que un camionero al que resolví un complicado pleito me había regalado el año anterior, y que por supuesto volví a ocultar en un lugar secreto, a salvo de las imprevisibles batidas de limpieza que cualquier progenitora suele realizar esporádicamente en bastiones casi inexpugnables como por ejemplo puede ser el cuarto de cualquier hijo de vecino. Que si, que ya me vale, que con treinta tacos y trabajando, todavía en casa. Pero es que la cosa está muy mal. Y a esta edad, para irme a vivir a un piso compartido con tres gañanes y hartarme de pasta y salchichas, pues nada, cuando no salgo por ahí de gaseosas con los amigotes, me quedo en casita, con mis pantuflillas, mi colacao calentito, y el viejo canal plus, con tarjeta pirata por supuesto. En fin, lo importante es que desde el día de la recepción de la invitación mi vida cotidiana experimentó una notable mejoría a nivel emocional, llegando a rozar el éxtasis el inolvidable día de la boda.
 
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para terminar, epílogo


Ha pasado casi un año desde aquella mágica noche de la boda. Si ahora me da por plasmar por escrito los hechos que ocurrieron entonces quizá se deba a que éste es el tiempo que he tardado en asimilar todo lo que allí sucedió. De Pachín, Manolo Calderas y Pascual no he vuelto a saber nada. Mejor. Siempre es mejor tener poca relación con los mitos pues el contacto continuado con los mismos puede llegar a volver a convertirlos en simples mortales, cosa que no estoy dispuesto a consentir. Lo que si guardo como oro en paño son las reliquias que salvé en la pelea. Los tengo en una pequeña vitrina construida por mi, en una pared de mi cuarto en la que cuelgo lo que yo llamo Recuerdos Bizarros. Esta vitrina en concreto se encuentra entre el póster de Maradona de drojas No, y un jirón de la camisa de uno de los cantantes del dúo Botones -los de Sanchoooooo, Quijote, Quijoteeeeee, Sancho- que le arranqué hace muchos años cuando fueron al polideportivo de mi colegio a cantar aquella canción que les dio quince minutos de fama. En cuanto a Pedro, el culpable de la gran noche, desgraciadamente ya se ha separado. Su matrimonio tan sólo duró cuatro meses. Qué le vamos a hacer. Aunque me gustaría, Dios lo quiera, que si algún día se le ocurre volver a casarse, encontrar una invitación tan genial como la de sus primeras nupcias entre el correo de la semana. Y desde luego, como coincida otra vez una carta-cadena junto con la invitación, sabré con toda seguridad que esa boda será también mítica.
 
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