EL CURIOSO IMPERTINENTE
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Aún me acuerdo del escándalo que causó entre la progresía cuando fue reeditada en los años noventa. Esa crítica biliosa en el suplemento cultural de El País provocaba una ganas locas de comprar el libro.
La celebérrima novela del aristócrata, diplomático y bon vivant Agustín de Foxá nos sitúa en la capital de España en el período de 1930 a 1936.
Está dividida en tres partes: Flores de Lis, Himno de Riego y La hoz y el martillo. El tono satírico de la dos primeras, con algunas leves pinceladas líricas, se troca en siniestro en la última.
El protagonista es José Félix Carrillo, un joven inconformista de la alta burguesía madrileña. Al principio sus amigos y él reciben esperanzados el advenimiento de la república, pero no tardarán mucho en deshacerse sus ilusiones. Al tiempo que mantiene de forma intermitente un romance con su amor de adolescencia, Pilar, casada con otro hombre, pero a la que no puede olvidar, se entretiene en relaciones efímeras con otras mujeres, como Sonnia Cherkoff, una atractiva pilingui rusa, hija de un coronel del ejército blanco; frecuenta los salones y las tertulias de los cafés; traba amistad con las figuras literarias y artísticas de la época. Acaba asqueado de todo aquella. Más tarde conoce a José Antonio y poco después se une a la Falange.
Al producirse el Alzamiento Nacional, José Félix y muchos de sus amigos quedan atrapados en el Madrid del Frente Popular, de las milicias y las checas y empieza su descenso a los infiernos, con los milicianos desencadenando una feroz caza del hombre.
Por sus páginas pasan muchas de las personalidades políticas e intelectuales de la Segunda República, y Foxá las describe, las más de las veces con mordacidad y las menos con simpatía.
Me llamó la atención que la semblanza que hizo de Federico García Lorca es muy positivo, y aún más sorprendente, Rafael Alberti y María Teresa León no fueron pintados de forma tan negativa como me esperaba, aunque tampoco salen bien parados exactamente.
Los dardos más afilados los dirigió a las figuras políticas del republicanismo burgués como Manuel Azaña, Niceto Alcalá Zamora, Santiago Casares Quiroga, Ángel Ossorio y Gallardo y a literatos como Valle-Inclán y Ramón Gómez de la Serna.
Azaña estaba pálido. Tenia una cara ancha, exangüe, con tres verrugas en el carrillo, y unos lentes redondos, bajo las cejas alzadas. Vestía de oscuro. Hablaba frío, despectivo, extenso. Construía la frase literariamente salpicándola de cinismo, de ironía, de orgullo, porque quería “epatar”, desconcertar, herir. Era árido y de metáforas apagadas. Se veía la
carga enorme de rencor y desilusión, que era su motor y su fuerza. Era un lírico del repruebo, un polemista de la venganza. Allí estaban de pie, detrás de él, sus largos años de humillación y de silencio. Hería su brazo porque había sido amansado demasiado tiempo por el manguito burocrático, y quemaba su lengua sometida a los humildes “un servidor” o “a las órdenes de su señoría” del registro de últimas voluntades. Era el símbolo de los mediocres en la hora gloriosa de la revancha. Un mundo gris y rencoroso de pedagogos y funcionarios de Correos, de abogadetes y tertulianos mal vestidos, triunfaban con su exaltación. Era el vengador de los cocidos modestos y los pisos de cuarenta duros de los Gutiérrez y González anónimos, cargados de hijos y de envidia, paseando con sus mujeres obesas por el Parque del Oeste, de los boticarios que hablan de la Humanidad, con h mayúscula, de los cafés lóbregos, de los archivos sin luz, de los opositores sin novia, de los fracasados, de los jefes de negociado veraneantes en Cercedilla, de todo un mundo sin paisaje ni “short”, que olía a brasero, a “Heraldo de Madrid” y a contrato de inquilinato. Encendieron las luces, azulencas, sobre las rojas cortinas. Sonaba metálico el discurso, lleno de aristas. -“La sal del encono.” –“Que se pacifiquen ellos.” –“No creo en el poder judicial.” – “No me importa la opinión de su señoría.” –“Que vamos al caos? ¿y qué es el caos?” Comparaba el problema de Cataluña con una fruta que tiene su período de madurez, el período ácido y después se pudre. Le interrumpían Gil Robles y Miguel Maura. Contestaba frío, despectivo, atribuyendo al adversario párrafos que no había dicho, esmaltando los períodos de frases estudiadas. -“Ladran, luego cabalgamos.” -“Las Cortes no son el Sinaí, “La Dictadura es una ofensa permanente al discernimiento.” -y al final la amenaza-: “Veremos quién ríe el último.”
-Qué, ¿se dedica usted a los microbios? Señalaba el diputado García un microscopio sobre la mesa de caoba oscura del despacho. Confesó Casares Quiroga su afición. Le apasionaba en los veranos gallegos colocar sobre el porta-objetos a los insectos y presenciar, agrandadas, sus batallas. Era un Nerón del mundo infinitamente pequeño. Hacia su anfiteatro de una gota de pus colocada sobre el anca abierta de una rana. ¡Con qué ardor combatían los fagocitos! Casares era huesudo, seco, de sudor frío, con esa crueldad enfermiza de los hombres cuyos pulmones están mal oxigenados. Le entusiasmaba la ferocidad implacable de la “mantis religiosa”. -Si tuviera el tamaño de un perro -decía con admiración-, nadie podría con ella. Amanecía dulcemente. En su despacho del Ministerio de la Guerra, Azaña tras*cribía a su cuaderno de “memorias” las sensaciones de la jornada. Usaba un cuaderno rellenito, comercial, con las cantoneras amarillas. Apuntaba delicadamente sus excursiones a Turégano y Coca; un mirlo en una acequia, las cursilerías de un gobernador; usaba frases despectivas. “Ese orate de Fernando de los Ríos” o “Mangada está loco” o un elogio del silencioso y adicto general Masquelet, el “anti-Goded”. Las escribía pensando en la posteridad. Eran su mensaje y el motivo de su aventura. En realidad, gobernaba para escribirlas. Contemplaba la historia y los hombres como su amigo Casares las luchas de los insectos. Aquellas “memorias” elegantes y sobrias eran también su microscopio.
Estaban allí reunidos Rosario Yáez, la mujer del banquero bilbaíno; el poeta Rafael Alberti, María Teresa León y la marquesa de Parla, vieja apergaminada, que simpatizaba con los comunistas y estaba abonada a los “amigos de la U.R.S.S.” Eran los restos del esnobismo intelectual que había invadido a Madrid en los finales de la Dictadura; José Félix, muy joven entonces, había entrevisto aquel mundo que ahora -para desgracia suya- recobraba. En el año veintiocho habían aparecido los primeros tiestos de cáctus erizados y los primeros muebles tubulares. Los futuros comunistas y fascistas colaboraban juntos en “La Gaceta Literaria”, y el comunista Arconada era amigo del futuro fundador de las J.O.N.S., Ramiro Ledesma Ramos. En las viejas calles de los simones, se inmovilizaban como centinelas mecánicos los surtidores de gasolina; los autobuses, al estilo de Londres, disputaban la calle a los castizos tranvías, ya incorporados al sainete. Se discutía entonces si una cultura podía florecer fuera de las entrañas ardientes de una Patria, y la Dirección de Seguridad autorizaba al “Cine Club” la proyección de las películas soviéticas -”La línea general”-, siempre que fuera en el Hotel Ritz y costara un duro la entrada. Para dar un ambiente ruso, los organizadores habían alquilado las balalaikas de “Sakuska”. Todo conspiraba contra la vieja cultura; Picasso quebraba las líneas intangibles de la pintura con una anarquía de volúmenes y colores. neցros de “smoking” en los escenarios y los intelectuales tomaban partido por Josefina Baker y su falda de plátanos, en su lucha contra la dulzura del vals de Viena. Todo arte exótico, fuera neցro, indio o malayo, se admitía con fruición con tal de quebrar la claridad clásica y católica de los viejos museos.
Porque la isla antiestatal de Rousseau había terminado en la selva. Algunos jóvenes se habían salvado por la sanidad y rudeza de sus estirpes, por impulso varonil de sus sangres. Pero los asistentes aquella tarde a la casa de la calle de Viriato, eran el grupo débil y sovietizante que, una vez más, preparaba en los salones el asalto general de las masas
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