Europa en aquel apocalíptico invierno de 1947. Hambre, miseria, muertes por congelación

M. Priede

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14 Sep 2011
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Cuando escucho a nuestros progres hablar del hambre en España en los años 40 tal y como si al otro lado de los Pirineos ataran los perros con longaniza me doy cuenta de la inmensa ignorancia que tienen y del repruebo que proyectan contra su propia nación, quizá así se sienten alguien. (A pesar de haber recibido la mayor parte de la ayuda del Plan Marshall, el RU mantuvo las cartillas de racionamiento hasta dos años antes que en España, que no recibió ninguna. Nos tuvimos que apañar solitos. Los envíos de leche en polvo y queso a partir de 1953 fueron un complemento, no quitaron el hambre, y no formaban parte de los fondos para la reconstrucción, que eso era el Plan Marshall).

El texto que os paso es el inicio de un libro interesante, La CIA y la guerra fría cultural, de Frances Stonor Saunders, año 1999.

Y esto ocurrió hace 73 años, como quien dice hoy por la mañana. Si los tiempos que se aproximan vienen mal dados, y todo indica que será así, habrá que preguntar a los más viejos cómo se las arreglaron entonces y tomar nota.

Cadáver exquisito
«Hay un lugar de desafecto
tiempo antes y tiempo después
en una luz confusa»
T. S. Eliot, «Burnt Norton»


Europa despertó de la guerra en un gélido amanecer. El invierno de
1947 fue el peor que se recuerda. Desde enero hasta finales de marzo,
un frente azotó Alemania, Italia, Francia y Gran Bretaña, avanzando
inmisericorde. En Saint Tropez cayó la nieve con la que los
vientos huracanados formaron impenetrables montículos; los témpanos
de hielo llegaron hasta la desembocadura del Támesis. Los
trenes que tras*portaban alimentos se congelaron sobre las vías; las
barcazas que llevaban el carbón a París quedaron atrapadas por el
hielo. El filósofo Isaiah Berlin quedó «aterrado» ante el frío de la
ciudad, «vacía y hueca y muerta, como un cadáver exquisito».


En toda Europa, el suministro de agua, el alcantarillado y la
mayor parte de las instalaciones urbanas dejaron de funcionar; el
abastecimiento de alimentos se redujo y las reservas de carbón disminuyeron
hasta mínimos históricos al haber quedado inmovilizada
por el frío la maquinaria de las minas. Tras un breve deshielo, se
produjo otra ola de frío, cubriendo canales y carreteras con gruesa
capa de hielo. En Gran Bretaña, en dos meses, aumentó en un millón
el número de parados. El gobierno y la industria se detuvieron
bajo la nieve y el hielo. La propia vida parecía haberse congelado: más de cuatro millones de ovejas y treinta mil cabezas de
vacuno perecieron.


En Berlín, para Willy Brandt, futuro canciller, un «nuevo terror»
se apoderó de la ciudad que mejor simbolizaba el colapso de Europa.
El gélido frío «atacó a la gente como una bestia salvaje, obligándoles
a meterse en sus casas. Pero tampoco allí encontraron alivio. Las ventanas
no tenían vidrios, fueron atrancadas con tablas y placas de yeso.
Paredes y techos estaban cuajados de grietas y agujeros, que la gente
tapaba con papel y trapos. La gente calentaba las habitaciones con los
bancos de los parques… los ancianos y los enfermos murieron por
centenares, en sus camas, a causa del frío».


Como medida de emergencia, a todas las familias alemanas se
les asignó un árbol del que cortar leña para calentarse. A principios
de 1946, el Tiergarten había sido talado hasta dejarlo reducido a tocones
y sus estatuas permanecían en un desolado paisaje de barro
congelado; al llegar el invierno de 1947, los bosques del célebre
Grünewald ya habían sido completamente arrasados. Los montículos
formados por la nieve que ocultaban los escombros de una ciudad
arrasada por los bombardeos no podían ocultar el devastador legado
del megalómano sueño que Hitler había concebido para Alemania.
En Berlín, como una Cartago en ruinas, reinaba la de sesperanza y el
frío, vencida, conquistada, ocupada.


El clima, cruelmente, hizo comprender la realidad material de la
guerra fría, abriéndose paso en la nueva topograf ía de la Europa pos-
Yalta, con sus territorios nacionales mutilados y sus poblaciones
fracturadas. Los gobiernos de ocupación aliada en Francia, Alemania,
Austria e Italia luchaban por atender a los trece millones de personas
desplazadas, sin hogar o desmovilizados. El problema se agravaba con
la continua llegada de personal aliado a los territorios ocupados.
Cada vez más y más gente era sacada de sus casas, para unirse a los que
ya dormían en vestíbulos, escaleras, sótanos y en los edificios destrozados
por las bombas. Clarissa Churchill, invitada por la Comisión
Británica de Control de Berlín, se sintió «protegida geográfica y materialmente
del impacto del caos y la miseria existentes en la ciudad.
Caminando en el cálido dormitorio de una antigua residencia nancy,
tocando las sábanas rematadas con encajes, repasando los libros de sus estanterías; hasta estas sencillas experiencias me daban un cierto
dejo del delirio del conquistador, que tras un breve paseo por las
calles, o una visita a un piso sin estufa ni leña en la chimenea, se disipaba
inmediatamente».


Fueron días de gran intensidad emotiva para los vencedores. En
1947, un cartón de cigarrillos americanos, que valía cincuenta centavos
en las bases estadounidenses, costaba mil ochocientos marcos
en el mercado neցro, o ciento ochenta dólares al cambio oficial. Por
cuatro cartones de tabaco, a este cambio, se podía contratar una
orquesta alemana para amenizar la velada. Por veinticuatro cartones
se podía comprar un Mercedes-Benz de 1939. Los precios más altos
del mercado se pagaban por unos certificados a los que se llamaba
«Penicilina» o «Persilscheine» (lava más blanco), que liberaban a su
portador de cualquier conexión con los nazis. Ante esta catastrófica
situación económica, un simple soldado de Idaho podía vivir como
un moderno zar.


En París, el teniente coronel Victor Rothschild, primer soldado
británico en llegar el día de la liberación como experto en de sactivación
de explosivos, había reclamado la devolución de la casa familiar
en la Avenue de Marigny, requisada por los nazis. Allí agasajó
con los mejores champanes al joven oficial de inteligencia Malcolm
Muggeridge. El mayordomo de la familia, que había seguido trabajando
en la casa con los alemanes, comentó que nada parecía
haber cambiado. En el hotel Ritz, requisado por el millonario
agente de los servicios de información, John Hay Whitney, se alojó
David Bruce, un amigo de F. Scott Fitzgerald de los tiempos de
Princeton, que apareció con Ernest Hemingway y un ejército privado
de liberadores, y que hizo un pedido al director de cincuenta
martinis. Hemingway, quien durante la guerra, al igual que David
Bruce, había trabajado en el servicio secreto americano, la
Oficina de Servicios Estratégico, se instaló con sus botellas de whisky
en el Ritz, y allí, aturdido por el alcohol, recibió a un nervioso
Eric Blair (George Orwell) y a la más franca y directa Simone de
Beauvoir, con su amante Jean-Paul Sartre (que bebió hasta no recordar
nada de lo sucedido, y cuya resaca sí recordaría como la peor
de su vida).


El filósofo y agente de inteligencia, A. J. Freddie Ayer, autor de
Language, Truth and Logic, se dejaba ver en París, yendo de un lado
para otro en un enorme Bugatti con chófer y con una radio del
ejército. Arthur Koestler y su amante, Mamaine Paget, «se emborracharon
como cubas» durante una cena con André Malraux, a base de
vodka, caviar y blinis, balyk y soufflé sibérienne. También en París, Susan
Mary Alsop, esposa de un joven diplomático estadounidense, organizó
una serie de fiestas en su «preciosa casa llena de alfombras de
Aubusson y buen jabón americano». Pero cuando salió de su casa,
vio que todas las caras «tenían una expresión dura y parecían agotadas
y llenas de sufrimiento. No hay comida en absoluto, excepto
para los que la pueden pagar en el mercado neցro. Las pastelerías
están vacías -en los escaparates de los salones de té como Rumplemayer,
se puede ver un magnífico pastel de cartón o una caja de
bombones vacía, con un letrero que dice “muestra” y poco más. En
uno de los escaparates de las tiendas del Faubourg Saint Honoré
hay un par de zapatos con el letrero “piel auténtica” o “muestra”,
rodeado por cosas horrendas hechas de trabajo manual. Al salir del Ritz arrojé
al suelo la colilla del cigarrillo, pero un caballero mayor, bien vestido,
se abalanzó a recogerla».


Más o menos en el mismo momento, el joven compositor Nicolas
Nabokov, primo del novelista Vladimir, estaba tirando al suelo
una colilla en el sector soviético de Berlín: «Cuando me marchaba,
una figura salió de la oscuridad a toda velocidad y cogió el cigarrillo
que había arrojado».4 Mientras la estirpe de superhombres hurgaba
en busca de colillas, leña o comida, las ruinas del búnker del Führer
se dejaron sin señal alguna que delatase su presencia, y apenas fue
advertida por los berlineses. Pero los sábados, los americanos de servicio
en el gobierno militar exploraban con linternas los sótanos de
las ruinas de la Cancillería del Reich en busca de exóticos hallazgos:
pistolas rumanas, gruesos fajos de billetes medio quemados, cruces
de hierro y otras condecoraciones. Uno de los saqueadores descubrió
el guardarropa de señoras y cogió algunas insignias de latón con
el águila nancy y la palabra Reichskanzlei grabada en ellas. La fotógrafa
de Vogue, Lee Miller, antigua musa de Man Ray, posó totalmente
vestida en la bañera del búnker de Hitler.


Pronto se acabaría la diversión. Dividida en cuatro sectores, y
enclavada en un territorio dominado por los soviéticos, como la cofa
de un barco en medio del mar, Berlín se había convertido en «traumática
sinécdoque de la guerra fría». Haciendo ostentación de su
trabajo en común en la Kommandatura aliada, para conseguir la «desnazificación
» y la «reorientación» de Alemania, las cuatro potencias
luchaban contra unos vientos ideológicos cada vez más fuertes, que
mostraban la desolada situación internacional. «No sentía animosidad
hacia los soviéticos -escribió Michael Jos selson, un oficial estadounidense
de origen estonio-ruso-. En realidad yo era apolítico por
aquel entonces, y así me fue mucho más fácil mantener excelentes
relaciones personales con la mayoría de oficiales soviéticos que conocí
».6 Pero con la imposición de go biernos «amistosos» en la esfera de
influencia de la Unión Soviética, los masivos juicios públicos y los
cada vez más llenos gulags de la propia Rusia, este espíritu de colaboración
fue sometido a una dura prueba. Al llegar el invierno de 1947,
menos de dos años después de que los soldados americanos y rusos se
abrazaran en las orillas del Elba, el abrazo se había convertido en gruñido.


«Mi conciencia política no despertó hasta después de que la
política soviética se hiciese abiertamente agresiva, y cuando los relatos
de las atrocidades cometidas en la zona de ocupación soviética se
convirtieron en algo cotidiano… y cuando la propaganda soviética
se hizo descarnadamente antioccidental», escribió Josselson.


Al cuartel general de la Oficina del Gobierno Militar de Estados
Unidos se le conocía como OMGUS, que en un primer momento,
los alemanes pensaron que significaba «autobús» en inglés, porque
con esas siglas se habían pintado los autobuses de dos pisos requisados
por los americanos. Cuando no estaban espiando a las otras tres
potencias, los funcionarios del OMGUS se dedicaban a revisar en sus
mesas de trabajo montañas de las omnipresentes Fragebogen, que todo
alemán en busca de trabajo estaba obligado a rellenar, respondiendo
preguntas relacionadas con su nacionalidad, religión, antecedentes
penales, estudios, títulos profesionales, empleo y servicio militar, escritos
y discursos, ingresos y bienes, viajes al extranjero y, por supuesto,
la filiación política. La investigación de los antecedentes de toda la
población alemana en busca de la más leve traza de «nazismo y militarismo» era una tarea tediosa, burocrática y, con frecuencia, frustrante.


Mientras que un conserje podía ser incluido en la lista de color por
haber barrido los pasillos de la Cancillería del Reich, muchos de los
industriales, científicos, administradores, e incluso oficiales de alta
graduación al servicio de Hitler, eran calladamente reintegrados a sus
puestos por las potencias aliadas en un esfuerzo desesperado para que
Alemania no se derrumbase por completo.

La CIA y la guerra fría cultural
 
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Y en España hubo HAMBRE hasta que el genocida Franco, OBLIGADO por los EEUU retiró a los falangistas del Gobierno, y puso tecnócratas.

También gracias a vender el país a los EEUU, poner bases MILITARES EXTRANJERAS en suelo español, que nos dieron la limosna de la leche en polvo tan famosa...
 
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