Wodans
Madmaxista
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Cuando comenzó a hacerse evidente la voluntad otomana de tomar Constantinopla, el emperador Constantino XI (1448-1453) ordenó que se realizara un rápido censo con el objetivo de evaluar los recursos humanos disponibles para la defensa. El resultado fue desolador. En aquel momento, Constantinopla estaba habitada por apenas 50.000 personas, dispersas en núcleos de población aislados por campos de cultivo y descampados, cuando en sus momentos de gloria, en los siglos VI y XII, había alcanzado los 500.000 habitantes. Lo que antaño había sido un poderoso ejército imperial de más de 150.000 hombres estaba ahora reducido a una pequeña fuerza de entre 1.000 y 1.500 soldados, a lo que se sumaban pequeños contingentes de las colonias latinas. Con grandes esfuerzos pudo levantarse una fuerza de unos 8.000 hombres, de los cuales -según Frantzés- 4.983 eran propiamente romanos; el resto (unos 2.000 si hacemos caso a Frantzés y 3.000, según Leonardo de Quíos) eran voluntarios extranjeros y mercenarios, principalmente venecianos, genoveses de Gálata (aunque ya hemos dicho que este suburbio procuró mantenerse al margen del conflicto) y catalanes. Sin embargo, puede que estas cifras sean exageradas y la cifra de defensores no fuera más allá de 5.000. Algunos cañones de escaso calibre y dos o tres docenas de barcos completaban el magro conjunto de recursos defensivos.
Uno de los personajes más destacados del bando cristiano fue el genovés Giovanni Giustiniani Longo, que financió de su bolsillo una fuerza compuesta por dos galeras armadas y 700 hombres, y que recibió el cargo de protostrator y jefe de las defensas de Constantinopla. También notable fue la aportación del veneciano Girolamo Minotto, que contribuyó con cinco barcos y unos 1.000 hombres. Otro contingente italiano a destacar fue encabezado por el cardenal Isidoro, legado papal, que mandaba una fuerza de 200 hombres.
Tampoco podemos dejar de señalar a los miembros de la colonia catalana, agrupados en torno a su cónsul Peré Juliá, que se desplegaron en los alrededores de las ruinas del Hipódromo y del antiguo Palacio imperial; a valerosos y peculiares individuos, como el noble castellano Francisco de Toledo -que pretendía estar emparentado con la familia imperial de los Comnenos-; al ingeniero escocés (otros dicen que alemán) Juan Grant o al príncipe otomano Orchán, pretendiente al trono otomano refugiado en Constantinopla. Claro que también hubo griegos y occidentales menos aguerridos que, en cuanto las intenciones otomanas se vieron claras, decidieron poner pies en polvorosa y escapar del inminente asedio. Es lo que ocurrió con los 700 italianos de Pietro Davanzo, que se embarcaron en la noche del 26 de febrero en media docena de barcos.
Y esto era todo. La desproporción entre los dos bandos era abismal, pero los defensores sabían que tenían muy poco que perder una vez que Constantinopla rechazó la rendición incondicional. Según la tradición islámica, las poblaciones que se rendían sin oponer resistencia eran respetadas y todo se arreglaba con una indemnización de guerra, pero cuando había resistencia no se daba cuartel y a los vencidos sólo les esperaba el pillaje, la esclavitud y la fin. Por eso lucharon con tanta fiereza, haciendo morder el polvo en más de una ocasión a las tropas del sultán.
Pero el 24 de abril los turcos tras*portaron por tierra sobre plataformas tiradas por yuntas de bueyes casi la mitad de sus barcos hasta el Cuerno de Oro, permitiendo así un bloqueo más eficaz. En la madrugada del 29 de mayo de 1453, tras el fracaso de un ataque turco en las cercanías de la Puerta de San Romano, Mohamed decidió que había llegado el momento del asalto final. Las primeras embestidas de los jenízaros fueron rechazadas, pero un error de los defensores (un portón en la muralla de Blaquernas que quedó mal cerrado tras una salida de hostigamiento de los defensores) fue aprovechado por los otomanos para introducir un pequeño contingente, cuya presencia desconcertó a los cristianos. En ese momento Giustiniani resultó herido y su ánimo se quebró. Considerando que ya había hecho más que suficiente y que toda resistencia era fútil, ordenó a sus hombres que le retiraran del campo de batalla, a pesar de los ruegos del emperador. Conocida la noticia, cundió el pánico, la resistencia se desorganizó y los turcos ampliaron la brecha, penetrando en masa. Fue el fin de Bizancio.
Los que pudieron (entre ellos Giustiniani, que moriría en Quíos a consecuencia de sus graves heridas), escaparon en unos pocos barcos que se las arreglaron para sortear el bloqueo otomano, pero otros decidieron combatir hasta el final, entre ellos el propio emperador Constantino que, en un gesto poco frecuente en la historia y que dignificó a toda su dinastía, se desprendió de las insignias imperiales y se lanzó contra las fuerzas enemigas en compañía de su primo Teófilo Paleólogo, de su amigo Juan Dálmata y de Francisco de Toledo. Murió combatiendo, junto a otros 3.000 ó 4.000 bizantinos y latinos que sucumbieron ese día, según la fuente que se escoja. A pesar de los intentos del sultán, su cuerpo nunca pudo ser identificado con seguridad.
Otros combatientes tuvieron una suerte dispar. Los catalanes que defendían el sector del viejo Palacio imperial continuaron combatiendo hasta que todos murieron o fueron hechos prisioneros; cerca de ellos, donde antaño estuviera el puerto Eleuterio, los turcos de Orchán se batieron también bravamente, hasta que Orchán decidió poner fin a la resistencia y trató de escapar disfrazado de monje griego, pero finalmente fue descubierto y ejecutado, como lo fue el cónsul Peré Juliá y varios de sus hombres. En cuanto al cardenal Isidoro, tuvo más suerte, pues intercambió vestimentas con un mendigo y logró ponerse a salvo en Pera, mientras que el pobre pedigüeño fue apresado y decapitado en su lugar.
La caída de Constantinopla - Periodos - La cada de Constantinopla
Uno de los personajes más destacados del bando cristiano fue el genovés Giovanni Giustiniani Longo, que financió de su bolsillo una fuerza compuesta por dos galeras armadas y 700 hombres, y que recibió el cargo de protostrator y jefe de las defensas de Constantinopla. También notable fue la aportación del veneciano Girolamo Minotto, que contribuyó con cinco barcos y unos 1.000 hombres. Otro contingente italiano a destacar fue encabezado por el cardenal Isidoro, legado papal, que mandaba una fuerza de 200 hombres.
Tampoco podemos dejar de señalar a los miembros de la colonia catalana, agrupados en torno a su cónsul Peré Juliá, que se desplegaron en los alrededores de las ruinas del Hipódromo y del antiguo Palacio imperial; a valerosos y peculiares individuos, como el noble castellano Francisco de Toledo -que pretendía estar emparentado con la familia imperial de los Comnenos-; al ingeniero escocés (otros dicen que alemán) Juan Grant o al príncipe otomano Orchán, pretendiente al trono otomano refugiado en Constantinopla. Claro que también hubo griegos y occidentales menos aguerridos que, en cuanto las intenciones otomanas se vieron claras, decidieron poner pies en polvorosa y escapar del inminente asedio. Es lo que ocurrió con los 700 italianos de Pietro Davanzo, que se embarcaron en la noche del 26 de febrero en media docena de barcos.
Y esto era todo. La desproporción entre los dos bandos era abismal, pero los defensores sabían que tenían muy poco que perder una vez que Constantinopla rechazó la rendición incondicional. Según la tradición islámica, las poblaciones que se rendían sin oponer resistencia eran respetadas y todo se arreglaba con una indemnización de guerra, pero cuando había resistencia no se daba cuartel y a los vencidos sólo les esperaba el pillaje, la esclavitud y la fin. Por eso lucharon con tanta fiereza, haciendo morder el polvo en más de una ocasión a las tropas del sultán.
Pero el 24 de abril los turcos tras*portaron por tierra sobre plataformas tiradas por yuntas de bueyes casi la mitad de sus barcos hasta el Cuerno de Oro, permitiendo así un bloqueo más eficaz. En la madrugada del 29 de mayo de 1453, tras el fracaso de un ataque turco en las cercanías de la Puerta de San Romano, Mohamed decidió que había llegado el momento del asalto final. Las primeras embestidas de los jenízaros fueron rechazadas, pero un error de los defensores (un portón en la muralla de Blaquernas que quedó mal cerrado tras una salida de hostigamiento de los defensores) fue aprovechado por los otomanos para introducir un pequeño contingente, cuya presencia desconcertó a los cristianos. En ese momento Giustiniani resultó herido y su ánimo se quebró. Considerando que ya había hecho más que suficiente y que toda resistencia era fútil, ordenó a sus hombres que le retiraran del campo de batalla, a pesar de los ruegos del emperador. Conocida la noticia, cundió el pánico, la resistencia se desorganizó y los turcos ampliaron la brecha, penetrando en masa. Fue el fin de Bizancio.
Los que pudieron (entre ellos Giustiniani, que moriría en Quíos a consecuencia de sus graves heridas), escaparon en unos pocos barcos que se las arreglaron para sortear el bloqueo otomano, pero otros decidieron combatir hasta el final, entre ellos el propio emperador Constantino que, en un gesto poco frecuente en la historia y que dignificó a toda su dinastía, se desprendió de las insignias imperiales y se lanzó contra las fuerzas enemigas en compañía de su primo Teófilo Paleólogo, de su amigo Juan Dálmata y de Francisco de Toledo. Murió combatiendo, junto a otros 3.000 ó 4.000 bizantinos y latinos que sucumbieron ese día, según la fuente que se escoja. A pesar de los intentos del sultán, su cuerpo nunca pudo ser identificado con seguridad.
Otros combatientes tuvieron una suerte dispar. Los catalanes que defendían el sector del viejo Palacio imperial continuaron combatiendo hasta que todos murieron o fueron hechos prisioneros; cerca de ellos, donde antaño estuviera el puerto Eleuterio, los turcos de Orchán se batieron también bravamente, hasta que Orchán decidió poner fin a la resistencia y trató de escapar disfrazado de monje griego, pero finalmente fue descubierto y ejecutado, como lo fue el cónsul Peré Juliá y varios de sus hombres. En cuanto al cardenal Isidoro, tuvo más suerte, pues intercambió vestimentas con un mendigo y logró ponerse a salvo en Pera, mientras que el pobre pedigüeño fue apresado y decapitado en su lugar.
La caída de Constantinopla - Periodos - La cada de Constantinopla