Asurbanipal
Será en Octubre
Médicos en Wall Street. El sistema sanitario estadounidense
El sistema sanitario estadounidense es, en una palabra, un desastre. Caro, poco eficiente y extremadamente complejo, ha sido un dolor de cabeza constante para los legisladores durante los últimos 60 años. A nadie le gusta; sin embargo, pocos son los que pueden explicar cómo se ha llegado hasta aquí. A continuación intentaremos ofrecer una serie de claves para entender el enrevesado debate sobre la salud en los Estados Unidos.
1993 fue sin duda un año bastante interesante en la política estadounidense. La Unión Soviética ya no figuraba en los mapas y los demócratas, tras más de una década alejados de la presidencia, habían logrado volver a la Casa Blanca. De la mano de Bill Clinton, la política exterior dejaba paso a las cuestiones sociales, y la nueva Administración llegaba con una reforma sanitaria bajo el brazo. En la prensa se volvía a hablar de aseguradoras, médicos y hospitales; los editoriales se llenaban con estadísticas de todo tonalidad político.
No obstante, para realizar un buen debate, antes hay que conocer a fondo la materia tratada, y el senador republicano Arlen Specter se dio cuenta de que en Estados Unidos no había demasiadas personas que entendieran realmente el sistema sanitario nacional. Apurados por obtener una primera gran victoria legislativa sobre el nuevo presidente, Arlen y su equipo se pusieron a trabajar en un diagrama que explicara todo el sistema sanitario. Ni ellos mismos hubieran imaginado que tras semanas de duro trabajo darían con un esquema con decenas de elementos interrelacionados. El informe final era algo más parecido a un circuito electrónico que a cualquier estructura lógica de política pública.
¿Quién podía entender todo aquello? Parecía que nadie. Hasta Bob Dole, senador y compañero republicano de Arlen, hizo famoso el gráfico al usarlo para criticar las reformas demócratas. Ni él mismo había podido creer, hasta que fue demasiado tarde, que aquello representara realmente el sistema sanitario existente y no los cambios del nuevo presidente. Quedaba claro que Estados Unidos tenía un problema con su sanidad, demasiado compleja, cara e ineficaz.
Una idea casual: de la caridad al seguro médico
Si echamos la vista atrás, pronto queda claro que la medicina no siempre fue la rentable ocupación que es hoy. Sin apenas conocimientos técnicos y con una formación que podía llegar a durar unos seis meses, casi cualquiera podía convertirse en médico antes del siglo XX. Más que la ciencia, importaba la labia: el consuelo espiritual y psicológico eran las mejores cualidades de un buen médico. No es de extrañar que los estadounidenses no estuvieran dispuestos a pagar demasiado por algo que, en definitiva, ofrecía muy pocas garantías.
Además, casi ningún enfermo que dispusiera de un hogar propio estaba dispuesto a acudir a un hospital, donde en el mejor de los casos compartiría sus dolores con los más pobres y los enfermos crónicos. Los hospitales, reflejando la situación de los médicos, ofrecían pocas posibilidades de una rápida curación. Cama y comida era la terapia básica para cualquier enfermedad. Entonces, ¿dónde estaba el negocio? Realmente, en ningún sitio. La medicina era sinónimo de caridad y solo las organizaciones religiosas o los ciudadanos más adinerados se ofrecían a sufragar estas instituciones.
Sin embargo, entre finales del siglo XIX y principios del XX, todo cambió. En cuestión de pocos años, una serie de avances científicos ganaron popularidad en los Estados Unidos. Cirugías, banderillas, antibióticos o procedimientos antisépticos hicieron de la medicina y los hospitales algo serio y respetable. Las clases medias y altas empezaron por primera vez a acudir a los centros médicos, lo que hizo que estos pudieran dejar de depender de la caridad para hacerlo del pago de sus pacientes. Los avances técnicos hicieron de la medicina una actividad rentable. Los médicos, ya forzados por la Asociación Médica Estadounidense a una formación estandarizada, simplemente tenían que adaptarse a los nuevos tiempos.
El sistema sanitario había ganado en calidad, aunque ahora se enfrentaría a una nueva paradoja: más técnica implicaba un mayor gasto por paciente. No hacían falta cuatro años de medicina para concluir que poco a poco los enfermos más pobres irían saliendo de los hospitales. ¿Cómo resolver el problema? Básicamente, se plantearon dos soluciones.
Por un lado, inspiradas en la reforma bismariana de la salud prusiana, distintas organizaciones abogaron por una mayor implicación estatal en la cuestión sanitaria. El clímax de estas demandas llegaría durante la campaña presidencial de 1912, en la que Theodore Roosevelt y su Partido Progresista harían de la salud uno de los pilares básicos de su estrategia electoral. Seguramente, si los estadounidenses hubieran hecho presidente a Roosevelt y no al demócrata Woodrow Wilson, hoy tendrían otra legislación. Sin embargo, las urnas son caprichosas, y, cuando en 1917 Estados Unidos entraba en la Primera Guerra Mundial, poco quedaba ya de un proyecto sanitario nacional. Durante bastante tiempo, todo lo que tuviera el más mínimo sello alemán llegaba a los Estados Unidos envuelto en un halo de desconfianza.
Tuvo que ser un hospital de Texas el que pusiera sobre la mesa una nueva solución. A mediados de los años 20, en el Centro Médico Universitario Baylor se percataron de que cada vez tenían que lidiar con más pacientes incapaces de pagar sus facturas. La directiva, buscando una manera de reducir los impagos, tuvo la idea de ofrecer al sindicato de profesores local un curioso trato: por seis dólares al año, los maestros tendrían la posibilidad de pasar, si fuera necesario, 21 días en el hospital con todos los gastos pagados. El sindicato aseguraba así una buena atención médica para sus afiliados, aunque era realmente el hospital el que ganaba con la jugada. Mediante una sola firma, habían conseguido una fuente estable de ingresos de un elevado número de pacientes que de otra forma habrían tenido serios problemas para acceder a sus servicios.
Sin saberlo, el trato había marcado el camino a todas las aseguradoras médicas estadounidenses: extender el riesgo entre un número alto de posibles pacientes era lo que hacía de este un negocio rentable. Para 1939, casi tres millones de estadounidenses ya habían suscrito acuerdos de este tipo. Los llamados blue cross plans habían llegado para quedarse.
La sanidad no es para todos: Medicare y Medicaid
La década de los 40 comenzó en Estados Unidos como en casi cualquier otra parte del mundo: el país iba a la guerra. De 1941 a 1945, millones de estadounidenses pelearon en Europa y en el Pacífico con el único objetivo de derrotar a las potencias del Eje. Tras el conflicto, el mundo no volvería a ser igual; incluso en las retaguardias se habían producido cambios trascendentales.
La guerra había colocado la economía estadounidense en una situación un tanto especial: el país había enviado a la mayor parte de su mano de obra al frente cuando más necesitaba de ella. La implacable ley de la oferta y la demanda hizo de los no llamados a filas trabajadores tremendamente atractivos. De no haber sido por la intervención del Gobierno federal y su Ley de Estabilización de 1942, los salarios se hubieran disparado irremediablemente.
¿Cómo se las ingeniaron las empresas para atraer a nuevos trabajadores? La repuesta está en los seguros médicos. Con los salarios totalmente congelados, fue durante la Segunda Guerra Mundial cuando en los EE. UU. se popularizaron de manera definitiva los seguros médicos de empresa. De nuevo, casi de manera fortuita, el modelo sanitario sufría una completa revolución. Aunque en esta ocasión desde Washington no se iban a quedar de brazos cruzados. Para empezar, desde el Gobierno Roosevelt se legisló para que los seguros médicos de empresa no fueran cancelados una vez acabado el conflicto. Seguidamente, ya bajo el mandato de Truman, también se permitió que pudieran ser negociados directamente por los sindicatos y que la cantidad destinada a ellos no se incluyera en los impuestos aplicados al salario. No es de extrañar que en 1954 unos treinta millones de hogares estadounidenses ya disfrutaran de seguros médicos de empresa.
Todo parecía funcionar a las mil maravillas. Al fin y al cabo, en los años 50 no había demasiado desempleo y los todavía fuertes sindicatos lograban arrancar planes de seguros bastante buenos a las empresas. Sin embargo, más allá de las fábricas ya se empezaban a intuir los problemas de un sistema de salud totalmente mercantilizado. Las aseguradoras habían llegado para ganar dinero y pronto quedó claro que muchos pacientes no casaban bien con sus balances. No había ningún problema a la hora de asegurar a un joven sano, pero ¿y si no era tan joven o tenía problemas de salud preexistentes? La rentabilidad se imponía y cada vez más estadounidenses tenían que hacer frente a un sistema de salud que los excluía.
Aumento de los costes médicos desde 1940 hasta septiembre de 1970. Fuente: CQ Almanac
Especialmente complicada era la situación para las personas mayores sin posibilidad de acceder a un seguro médico de empresa. En 1960 este ya era uno de los principales temas de campaña; se había vuelto difícil obviar que el 35% de los ancianos vivían en la pobreza. Los demócratas, en especial el congresista Aime Forand, movieron ficha. Forand presentó un programa mediante el cual se cubrirían los costes sanitarios de los más mayores a través de un impuesto sobre los salarios. El debate legislativo, como todo lo relacionado con la sanidad en Estados Unidos, fue largo y complejo, aunque finalmente se logró sacar adelante la propuesta bajo el nombre de Eldercare.
¿Cerró la nueva ley la disputa? Ni mucho menos. En el fondo, este era un programa de mínimos, y dentro del Partido Demócrata muchos creían necesario ampliar los servicios bajo cobertura estatal. Republicanos, médicos, hospitales y aseguradoras; recordemos que estos tres últimos eran en su mayor parte entes privados y, por tanto, se oponían a cualquier ampliación. Bastante esclarecedor es un vídeo de 1961 financiado por la Asociación Médica Estadounidense donde el todavía actor Ronald Reagan arengaba contra la medicina socializada. Solo la aplastante victoria presidencial de Lyndon Johnson, especialmente implicado en la reforma, logró desbloquear la situación. Con el Senado, el Congreso y la Casa Blanca en manos demócratas, los republicanos tuvieron que hacer finalmente concesiones.
En 1965 el programa Medicare veía la luz. El Gobierno federal administraría un sistema de seguros voluntarios en el que, gracias a un impuesto en los salarios dividido entre empleado y empleador, se cubrirían servicios de hospitalización, visitas médicas y diferentes pruebas facultativas. Además, el Eldercare se tras*formaría en el Medicaid, que ampliaba los seguros de salud a niños y personas de escasos recursos. La financiación de este último programa correspondería también a los estados; el Gobierno federal simplemente fijaría un estándar mínimo de protección nacional. Acababan de nacer los dos grandes programas de seguros de salud pública; de ahora en adelante, ningún estadounidense debería quedar fuera del sistema, cubierto por las empresas o el Gobierno federal.
Más allá de los pacientes y las aseguradoras
A estas alturas de la narración, podríamos decir que ya hemos logrado entender la estructura de seguros públicos y privados que se da en Estados Unidos. Desafortunadamente, esta no es toda la historia y todavía hay una serie de preguntas a las que debemos dar respuesta. Quizá la primera y más importante de todas ellas es por qué el sistema es tan rematadamente caro: EE. UU. gasta cerca del 20% de su producto interior bruto en sanidad.
La mayor parte de este gasto va a parar a los hospitales. De titularidad privada, son estos los que lidian con los pacientes y negocian con los seguros el precio de los tratamientos. ¿Hay precios estandarizados para cada caso? Ni por asomo. Por ejemplo, Medicare, al ser de titularidad pública y tener el mayor número de asegurados del país, ha logrado establecer una tabla de precios, pero solo aproximados, ya que en el resultado final entran en juego muchas variables. Es necesario entender que a la hora de calcular el cómputo total también influyen cuestiones como la geografía, el número de médicos en prácticas del centro o cuántos pacientes pobres y sin seguro ha aceptado el hospital. Así, la factura de un mismo tratamiento será diferente para cada paciente.
El procedimiento es de todo menos claro, y se complica aún más cuando intervienen las aseguradoras privadas. Con estas no importa el tratamiento: el precio es fundamentalmente una negociación. Si nos encontramos con una aseguradora grande que manda muchos pacientes a un hospital, esta podrá conseguir precios relativamente bajos. Si por el contrario la aseguradora es pequeña en comparación con la cadena de hospitales con la que negocia, acabará con precios más altos. La ecuación podría resumirse en una suma de oferta, demanda y cuota de mercado. El precio cambia día a día.
El coste de un día de hospital en distintos países. Fuente: The Washington Post
Llegados a este punto, ya podemos empezar a entender la desesperación que supone calcular el gasto sanitario en los Estados Unidos. Sin embargo, todavía hay un tercer elemento que debemos tener muy en cuenta: los médicos. Ya estén empleados en hospitales o trabajen de manera independiente, suelen ingresar en función del dinero que generan: aquellos que más diagnósticos den —y, sobre todo, que más pruebas manden— son los que tendrán una mayor nómina a final de mes. Todo parece orientado al gasto. Sin entrar aún en cuestiones como los costes de enfermería, las farmacéuticas o toda la burocracia que generan las aseguradoras, podemos concluir que el sistema es terriblemente caro e ineficiente.
No debería sorprendernos que antes de la entrada en vigor del Obamacare, por el momento la última gran reforma sanitaria de los Estados Unidos, unos cincuenta millones de personas carecieran de seguro médico. Trabajadores pobres sin cobertura en su contrato o personas con una condición médica preexistente quedaban totalmente excluidos del sistema.
El número de personas sin seguro descendió tras la aprobación del Obamacare en marzo de 2010. Fuente: The Commonwealth Fund
Demócratas contra republicanos
La Ley de Protección al Paciente y Cuidado de Salud Asequible, popularmente conocida como Obamacare, es nuestra última parada en este recorrido por el laberíntico sistema sanitario estadounidense. El proyecto ha sido el intento más reciente de avanzar hacia la cobertura médica universal. Gracias a la ley, ahora es obligatorio para todo ciudadano estadounidense contratar un seguro; de no hacerlo, es posible recibir una multa de hasta el 2,5% del salario. No obstante, son pocos los que deberían llegar hasta ese punto: el Gobierno ha introducido simultáneamente una serie de medidas que facilitan el acceso al sistema.
Para empezar, Obamacare marca el fin de las condiciones médicas preexistentes, ninguna aseguradora puede rechazar ahora a pacientes alegando una enfermedad previa. Además, los parámetros de acceso a Medicaid se amplían para permitir incluir bajo el paraguas público a cientos de miles de trabajadores pobres. En definitiva, dos de los colectivos tradicionalmente más castigados por el sistema sanitario son compensados. La ley también prevé ayudas para las pequeñas empresas a la hora de contratar la cobertura médica de sus empleados, una reducción del coste de los medicamentos a los más mayores y la ampliación del tiempo que los jóvenes pueden permanecer cubiertos bajo la póliza de sus padres. Pero esta gran batería de medidas no ha contado con el beneplácito de todos.
Porcentaje de personas sin seguro médico en EE.UU.
Desde un primer momento, la reforma tuvo que hacer frente al feroz rechazo del Partido Republicano. Para estos, el hecho de que el Gobierno federal entrara de lleno en la regulación del sistema sanitario o que se subieran los impuestos a las rentas más altas para pagar la expansión del Medicaid era sencillamente inasumible. El Obamacare era sinónimo de una medicina socializada y subsidiada con la que había que acabar. El 20 de enero de 2017 empezaba la cuenta atrás. Trump y los suyos llegaban empeñados en acabar con el legado sanitario de Obama. ¿Cómo será la nueva reforma? En estos momentos, aún es difícil de decir, en Washington corren rumores sobre un gran recorte en el Medicaid o la vuelta a las condiciones preexistentes. Sin embargo, algo si está claro: esta reforma no será la última. Varios presidentes todavía tendrán que inscribir su nombre en esta larga historia. Hasta entonces, Estados Unidos seguirá teniendo uno de los sistemas sanitarios más caros e ineficientes del mundo.
El gasto sanitario en EE. UU. supera con mucho el de otros países occidentales, como Suiza, Alemania o Suecia. Fuente: Statista
Médicos en Wall Street. El sistema sanitario estadounidense
El sistema sanitario estadounidense es, en una palabra, un desastre. Caro, poco eficiente y extremadamente complejo, ha sido un dolor de cabeza constante para los legisladores durante los últimos 60 años. A nadie le gusta; sin embargo, pocos son los que pueden explicar cómo se ha llegado hasta aquí. A continuación intentaremos ofrecer una serie de claves para entender el enrevesado debate sobre la salud en los Estados Unidos.
1993 fue sin duda un año bastante interesante en la política estadounidense. La Unión Soviética ya no figuraba en los mapas y los demócratas, tras más de una década alejados de la presidencia, habían logrado volver a la Casa Blanca. De la mano de Bill Clinton, la política exterior dejaba paso a las cuestiones sociales, y la nueva Administración llegaba con una reforma sanitaria bajo el brazo. En la prensa se volvía a hablar de aseguradoras, médicos y hospitales; los editoriales se llenaban con estadísticas de todo tonalidad político.
No obstante, para realizar un buen debate, antes hay que conocer a fondo la materia tratada, y el senador republicano Arlen Specter se dio cuenta de que en Estados Unidos no había demasiadas personas que entendieran realmente el sistema sanitario nacional. Apurados por obtener una primera gran victoria legislativa sobre el nuevo presidente, Arlen y su equipo se pusieron a trabajar en un diagrama que explicara todo el sistema sanitario. Ni ellos mismos hubieran imaginado que tras semanas de duro trabajo darían con un esquema con decenas de elementos interrelacionados. El informe final era algo más parecido a un circuito electrónico que a cualquier estructura lógica de política pública.
¿Quién podía entender todo aquello? Parecía que nadie. Hasta Bob Dole, senador y compañero republicano de Arlen, hizo famoso el gráfico al usarlo para criticar las reformas demócratas. Ni él mismo había podido creer, hasta que fue demasiado tarde, que aquello representara realmente el sistema sanitario existente y no los cambios del nuevo presidente. Quedaba claro que Estados Unidos tenía un problema con su sanidad, demasiado compleja, cara e ineficaz.
Una idea casual: de la caridad al seguro médico
Si echamos la vista atrás, pronto queda claro que la medicina no siempre fue la rentable ocupación que es hoy. Sin apenas conocimientos técnicos y con una formación que podía llegar a durar unos seis meses, casi cualquiera podía convertirse en médico antes del siglo XX. Más que la ciencia, importaba la labia: el consuelo espiritual y psicológico eran las mejores cualidades de un buen médico. No es de extrañar que los estadounidenses no estuvieran dispuestos a pagar demasiado por algo que, en definitiva, ofrecía muy pocas garantías.
Además, casi ningún enfermo que dispusiera de un hogar propio estaba dispuesto a acudir a un hospital, donde en el mejor de los casos compartiría sus dolores con los más pobres y los enfermos crónicos. Los hospitales, reflejando la situación de los médicos, ofrecían pocas posibilidades de una rápida curación. Cama y comida era la terapia básica para cualquier enfermedad. Entonces, ¿dónde estaba el negocio? Realmente, en ningún sitio. La medicina era sinónimo de caridad y solo las organizaciones religiosas o los ciudadanos más adinerados se ofrecían a sufragar estas instituciones.
Sin embargo, entre finales del siglo XIX y principios del XX, todo cambió. En cuestión de pocos años, una serie de avances científicos ganaron popularidad en los Estados Unidos. Cirugías, banderillas, antibióticos o procedimientos antisépticos hicieron de la medicina y los hospitales algo serio y respetable. Las clases medias y altas empezaron por primera vez a acudir a los centros médicos, lo que hizo que estos pudieran dejar de depender de la caridad para hacerlo del pago de sus pacientes. Los avances técnicos hicieron de la medicina una actividad rentable. Los médicos, ya forzados por la Asociación Médica Estadounidense a una formación estandarizada, simplemente tenían que adaptarse a los nuevos tiempos.
El sistema sanitario había ganado en calidad, aunque ahora se enfrentaría a una nueva paradoja: más técnica implicaba un mayor gasto por paciente. No hacían falta cuatro años de medicina para concluir que poco a poco los enfermos más pobres irían saliendo de los hospitales. ¿Cómo resolver el problema? Básicamente, se plantearon dos soluciones.
Por un lado, inspiradas en la reforma bismariana de la salud prusiana, distintas organizaciones abogaron por una mayor implicación estatal en la cuestión sanitaria. El clímax de estas demandas llegaría durante la campaña presidencial de 1912, en la que Theodore Roosevelt y su Partido Progresista harían de la salud uno de los pilares básicos de su estrategia electoral. Seguramente, si los estadounidenses hubieran hecho presidente a Roosevelt y no al demócrata Woodrow Wilson, hoy tendrían otra legislación. Sin embargo, las urnas son caprichosas, y, cuando en 1917 Estados Unidos entraba en la Primera Guerra Mundial, poco quedaba ya de un proyecto sanitario nacional. Durante bastante tiempo, todo lo que tuviera el más mínimo sello alemán llegaba a los Estados Unidos envuelto en un halo de desconfianza.
Tuvo que ser un hospital de Texas el que pusiera sobre la mesa una nueva solución. A mediados de los años 20, en el Centro Médico Universitario Baylor se percataron de que cada vez tenían que lidiar con más pacientes incapaces de pagar sus facturas. La directiva, buscando una manera de reducir los impagos, tuvo la idea de ofrecer al sindicato de profesores local un curioso trato: por seis dólares al año, los maestros tendrían la posibilidad de pasar, si fuera necesario, 21 días en el hospital con todos los gastos pagados. El sindicato aseguraba así una buena atención médica para sus afiliados, aunque era realmente el hospital el que ganaba con la jugada. Mediante una sola firma, habían conseguido una fuente estable de ingresos de un elevado número de pacientes que de otra forma habrían tenido serios problemas para acceder a sus servicios.
Sin saberlo, el trato había marcado el camino a todas las aseguradoras médicas estadounidenses: extender el riesgo entre un número alto de posibles pacientes era lo que hacía de este un negocio rentable. Para 1939, casi tres millones de estadounidenses ya habían suscrito acuerdos de este tipo. Los llamados blue cross plans habían llegado para quedarse.
La sanidad no es para todos: Medicare y Medicaid
La década de los 40 comenzó en Estados Unidos como en casi cualquier otra parte del mundo: el país iba a la guerra. De 1941 a 1945, millones de estadounidenses pelearon en Europa y en el Pacífico con el único objetivo de derrotar a las potencias del Eje. Tras el conflicto, el mundo no volvería a ser igual; incluso en las retaguardias se habían producido cambios trascendentales.
La guerra había colocado la economía estadounidense en una situación un tanto especial: el país había enviado a la mayor parte de su mano de obra al frente cuando más necesitaba de ella. La implacable ley de la oferta y la demanda hizo de los no llamados a filas trabajadores tremendamente atractivos. De no haber sido por la intervención del Gobierno federal y su Ley de Estabilización de 1942, los salarios se hubieran disparado irremediablemente.
¿Cómo se las ingeniaron las empresas para atraer a nuevos trabajadores? La repuesta está en los seguros médicos. Con los salarios totalmente congelados, fue durante la Segunda Guerra Mundial cuando en los EE. UU. se popularizaron de manera definitiva los seguros médicos de empresa. De nuevo, casi de manera fortuita, el modelo sanitario sufría una completa revolución. Aunque en esta ocasión desde Washington no se iban a quedar de brazos cruzados. Para empezar, desde el Gobierno Roosevelt se legisló para que los seguros médicos de empresa no fueran cancelados una vez acabado el conflicto. Seguidamente, ya bajo el mandato de Truman, también se permitió que pudieran ser negociados directamente por los sindicatos y que la cantidad destinada a ellos no se incluyera en los impuestos aplicados al salario. No es de extrañar que en 1954 unos treinta millones de hogares estadounidenses ya disfrutaran de seguros médicos de empresa.
Todo parecía funcionar a las mil maravillas. Al fin y al cabo, en los años 50 no había demasiado desempleo y los todavía fuertes sindicatos lograban arrancar planes de seguros bastante buenos a las empresas. Sin embargo, más allá de las fábricas ya se empezaban a intuir los problemas de un sistema de salud totalmente mercantilizado. Las aseguradoras habían llegado para ganar dinero y pronto quedó claro que muchos pacientes no casaban bien con sus balances. No había ningún problema a la hora de asegurar a un joven sano, pero ¿y si no era tan joven o tenía problemas de salud preexistentes? La rentabilidad se imponía y cada vez más estadounidenses tenían que hacer frente a un sistema de salud que los excluía.
Aumento de los costes médicos desde 1940 hasta septiembre de 1970. Fuente: CQ Almanac
Especialmente complicada era la situación para las personas mayores sin posibilidad de acceder a un seguro médico de empresa. En 1960 este ya era uno de los principales temas de campaña; se había vuelto difícil obviar que el 35% de los ancianos vivían en la pobreza. Los demócratas, en especial el congresista Aime Forand, movieron ficha. Forand presentó un programa mediante el cual se cubrirían los costes sanitarios de los más mayores a través de un impuesto sobre los salarios. El debate legislativo, como todo lo relacionado con la sanidad en Estados Unidos, fue largo y complejo, aunque finalmente se logró sacar adelante la propuesta bajo el nombre de Eldercare.
¿Cerró la nueva ley la disputa? Ni mucho menos. En el fondo, este era un programa de mínimos, y dentro del Partido Demócrata muchos creían necesario ampliar los servicios bajo cobertura estatal. Republicanos, médicos, hospitales y aseguradoras; recordemos que estos tres últimos eran en su mayor parte entes privados y, por tanto, se oponían a cualquier ampliación. Bastante esclarecedor es un vídeo de 1961 financiado por la Asociación Médica Estadounidense donde el todavía actor Ronald Reagan arengaba contra la medicina socializada. Solo la aplastante victoria presidencial de Lyndon Johnson, especialmente implicado en la reforma, logró desbloquear la situación. Con el Senado, el Congreso y la Casa Blanca en manos demócratas, los republicanos tuvieron que hacer finalmente concesiones.
En 1965 el programa Medicare veía la luz. El Gobierno federal administraría un sistema de seguros voluntarios en el que, gracias a un impuesto en los salarios dividido entre empleado y empleador, se cubrirían servicios de hospitalización, visitas médicas y diferentes pruebas facultativas. Además, el Eldercare se tras*formaría en el Medicaid, que ampliaba los seguros de salud a niños y personas de escasos recursos. La financiación de este último programa correspondería también a los estados; el Gobierno federal simplemente fijaría un estándar mínimo de protección nacional. Acababan de nacer los dos grandes programas de seguros de salud pública; de ahora en adelante, ningún estadounidense debería quedar fuera del sistema, cubierto por las empresas o el Gobierno federal.
Más allá de los pacientes y las aseguradoras
A estas alturas de la narración, podríamos decir que ya hemos logrado entender la estructura de seguros públicos y privados que se da en Estados Unidos. Desafortunadamente, esta no es toda la historia y todavía hay una serie de preguntas a las que debemos dar respuesta. Quizá la primera y más importante de todas ellas es por qué el sistema es tan rematadamente caro: EE. UU. gasta cerca del 20% de su producto interior bruto en sanidad.
La mayor parte de este gasto va a parar a los hospitales. De titularidad privada, son estos los que lidian con los pacientes y negocian con los seguros el precio de los tratamientos. ¿Hay precios estandarizados para cada caso? Ni por asomo. Por ejemplo, Medicare, al ser de titularidad pública y tener el mayor número de asegurados del país, ha logrado establecer una tabla de precios, pero solo aproximados, ya que en el resultado final entran en juego muchas variables. Es necesario entender que a la hora de calcular el cómputo total también influyen cuestiones como la geografía, el número de médicos en prácticas del centro o cuántos pacientes pobres y sin seguro ha aceptado el hospital. Así, la factura de un mismo tratamiento será diferente para cada paciente.
El procedimiento es de todo menos claro, y se complica aún más cuando intervienen las aseguradoras privadas. Con estas no importa el tratamiento: el precio es fundamentalmente una negociación. Si nos encontramos con una aseguradora grande que manda muchos pacientes a un hospital, esta podrá conseguir precios relativamente bajos. Si por el contrario la aseguradora es pequeña en comparación con la cadena de hospitales con la que negocia, acabará con precios más altos. La ecuación podría resumirse en una suma de oferta, demanda y cuota de mercado. El precio cambia día a día.
El coste de un día de hospital en distintos países. Fuente: The Washington Post
Llegados a este punto, ya podemos empezar a entender la desesperación que supone calcular el gasto sanitario en los Estados Unidos. Sin embargo, todavía hay un tercer elemento que debemos tener muy en cuenta: los médicos. Ya estén empleados en hospitales o trabajen de manera independiente, suelen ingresar en función del dinero que generan: aquellos que más diagnósticos den —y, sobre todo, que más pruebas manden— son los que tendrán una mayor nómina a final de mes. Todo parece orientado al gasto. Sin entrar aún en cuestiones como los costes de enfermería, las farmacéuticas o toda la burocracia que generan las aseguradoras, podemos concluir que el sistema es terriblemente caro e ineficiente.
No debería sorprendernos que antes de la entrada en vigor del Obamacare, por el momento la última gran reforma sanitaria de los Estados Unidos, unos cincuenta millones de personas carecieran de seguro médico. Trabajadores pobres sin cobertura en su contrato o personas con una condición médica preexistente quedaban totalmente excluidos del sistema.
El número de personas sin seguro descendió tras la aprobación del Obamacare en marzo de 2010. Fuente: The Commonwealth Fund
Demócratas contra republicanos
La Ley de Protección al Paciente y Cuidado de Salud Asequible, popularmente conocida como Obamacare, es nuestra última parada en este recorrido por el laberíntico sistema sanitario estadounidense. El proyecto ha sido el intento más reciente de avanzar hacia la cobertura médica universal. Gracias a la ley, ahora es obligatorio para todo ciudadano estadounidense contratar un seguro; de no hacerlo, es posible recibir una multa de hasta el 2,5% del salario. No obstante, son pocos los que deberían llegar hasta ese punto: el Gobierno ha introducido simultáneamente una serie de medidas que facilitan el acceso al sistema.
Para empezar, Obamacare marca el fin de las condiciones médicas preexistentes, ninguna aseguradora puede rechazar ahora a pacientes alegando una enfermedad previa. Además, los parámetros de acceso a Medicaid se amplían para permitir incluir bajo el paraguas público a cientos de miles de trabajadores pobres. En definitiva, dos de los colectivos tradicionalmente más castigados por el sistema sanitario son compensados. La ley también prevé ayudas para las pequeñas empresas a la hora de contratar la cobertura médica de sus empleados, una reducción del coste de los medicamentos a los más mayores y la ampliación del tiempo que los jóvenes pueden permanecer cubiertos bajo la póliza de sus padres. Pero esta gran batería de medidas no ha contado con el beneplácito de todos.
Porcentaje de personas sin seguro médico en EE.UU.
Desde un primer momento, la reforma tuvo que hacer frente al feroz rechazo del Partido Republicano. Para estos, el hecho de que el Gobierno federal entrara de lleno en la regulación del sistema sanitario o que se subieran los impuestos a las rentas más altas para pagar la expansión del Medicaid era sencillamente inasumible. El Obamacare era sinónimo de una medicina socializada y subsidiada con la que había que acabar. El 20 de enero de 2017 empezaba la cuenta atrás. Trump y los suyos llegaban empeñados en acabar con el legado sanitario de Obama. ¿Cómo será la nueva reforma? En estos momentos, aún es difícil de decir, en Washington corren rumores sobre un gran recorte en el Medicaid o la vuelta a las condiciones preexistentes. Sin embargo, algo si está claro: esta reforma no será la última. Varios presidentes todavía tendrán que inscribir su nombre en esta larga historia. Hasta entonces, Estados Unidos seguirá teniendo uno de los sistemas sanitarios más caros e ineficientes del mundo.
El gasto sanitario en EE. UU. supera con mucho el de otros países occidentales, como Suiza, Alemania o Suecia. Fuente: Statista
Médicos en Wall Street. El sistema sanitario estadounidense