La creación de la Junta de Energía Nuclear (JEN)
El origen del Proyecto Islero, que de haberse concluido con éxito, hubiera convertido a España en miembro del club más selecto del mundo y le hubiera dotado de un poder de disuasión total en su área de interés geoestratégico –el eje Baleares/Estrecho de Gibraltar/Canarias–, puede fijarse el 22 de octubre de 1951, cuando, mediante el Decreto-Ley de esa fecha, se crea la Junta de Energía Nuclear (JEN), cuya función era actuar como “centro de investigación, como órgano asesor del Gobierno, como instituto encargado de los problemas de seguridad y protección, contra el peligro de las radiaciones ionizantes y como impulsora del desarrollo industrial, relacionado con las aplicaciones de la energía nuclear”. Su primer presidente, desde 1951 hasta 1955, sería el teniente general Juan Vigón Suerodíaz.
Cuatro años después, en julio de 1955, España firmó con Estados Unidos un acuerdo de cooperación nuclear al amparo del programa Átomos para la paz. Estas ayudas permitieron que el 27 de diciembre de 1958, el general Franco, acompañado del ministro de la Presidencia, Luis Carrero Blanco, inaugurase el Centro Nacional de Energía Nuclear Juan Vigón en las instalaciones construidas en la Ciudad Universitaria de Madrid.
Desde el primer momento y a semejanza de la JEN y otros organismos del Estado, las Fuerzas Armadas tuvieron un papel directivo en el nuevo centro. Pero inicialmente, ni éste ni la JEN tuvieron carácter militar. Todo cambiaría como consecuencia de un acontecimiento en nuestra área estratégica: la independencia de jovenlandia en 1956.
Inmediatamente, el nuevo país, mostró una gran agresividad hacia los territorios españoles en África, cuya primera manifestación fue la crisis de Ifni (1957-1958), durante la cual, Estados Unidos –cuya presencia en este país africano era muy fuerte desde que sus tropas desembarcaron en el mismo en 1942, y que era el principal baluarte de la Central Intelligence Agency (CIA) en el Magreb– prohibieron a las Fuerzas Armadas españolas utilizar el material de guerra cedido en virtud de los acuerdos de 1953.
Para el general Franco y su Gobierno –especialmente el capitán general Agustín Muñoz Grandes, vicepresidente del Gobierno, y Carrero Blanco, hombre fuerte del régimen–, la bomba atómica se convirtió a partir de ese momento en una necesidad, no sólo para potenciar el papel de España en el sur de Europa y el Mediterráneo, y reforzar su papel internacional, sino sobre todo para disuadir a jovenlandia de que atacase los territorios españoles fuera de la Península, ya que sabían que, en caso de que estallase un conflicto con el país norteafricano, no podrían contar con la ayuda norteamericana, y para presionar a Gran Bretaña en el problema del peñón de Gibraltar.
Por esta razón, en 1963, Muñoz Grandes –falangista y muy poco amigo de Estados Unidos como dejaría escrito el teniente general Carlos Iniesta Cano–, encargó al entonces director de la JEN, el ingeniero y almirante José María Otero Navascués, un estudio sobre las posibilidades reales que tenía nuestro país de construir una bomba atómica sin alertar a la comunidad internacional. Nacía así el Proyecto Islero –nombrado así en honor del toro miura que había provocado la fin de Manuel Rodríguez Sánchez Manolete, el 29 de octubre de 1947–. La responsabilidad de llevarlo a cabo recayó en el catedrático de Física Nuclear y entonces comandante del Ejército del Aire, Guillermo Velarde, nombrado jefe de la División de Teoría y Cálculo de Reactores.
El Proyecto Islero
Este proyecto constituyó, en los primeros momentos, un auténtico fracaso. Los especialistas de la JEN (todos militares) se mostraron incapaces tanto de construir la bomba como de obtener el plutonio necesario para fabricarla. De hecho, en 1965, Franco, que también tenía gran interés en el proyecto, no mostró gran interés en su continuación. Sin embargo, el plan se mantuvo gracias al interés tanto de Muñoz Grandes como de Carrero Blanco, que siempre obtuvo recursos para su financiación.
Todo cambiaría el 17 de enero de 1966. Ese día, un avión cisterna KC-135 y un bombardero estratégico B-52 colisionaron en el aire sobre el espacio aéreo de Palomares (Almería), muriendo siete de sus tripulantes, mientras que otros cuatro saltaban en paracaídas. El bombardero llevaba cuatro bombas termonucleares Mark 28 (modelo B28RI) de 1,5 megatones, que cayeron sobre la zona, tres en tierra y una en el mar. De las primeras, dos lo hicieron sin paracaídas, explosionando la carga convencional que contenían, cuya función era provocar la reacción en cadena del material nuclear.
Los técnicos españoles, encabezados por Velarde, rastrearon la zona donde habían explosionado ambas bombas y encontraron restos de la misma y de los detonadores, lo que les permitió poner de nuevo en marcha el proyecto Islero, pero ahora sí con muchas posibilidades de culminarlo con éxito. De hecho, el primer documento oficial donde se reconocía la capacidad española para fabricar la bomba atómica data del año siguiente, y se trataba de una circular interna del Ministerio de Asuntos Exteriores a varias de sus embajadas en el extranjero.
Pero la demostración más clara de que el plan seguía adelante fue que España no fue uno de los signatarios del Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP), firmado el 1 de julio de 1968 por 43 países, entre ellos tres nucleares –Unión Soviética, Estados Unidos y Gran Bretaña– que no estaban dispuestos a destruir su armamento nuclear ni a congelar su fabricación. Por el contrario, ese mismo año, se instaló en la sede de la JEN, en la Ciudad Universitaria de Madrid, el primer reactor rápido nuclear español, llamado Coral-1, con capacidad para producir plutonio de tipo militar.
Los primeros gramos de este material, los únicos en la historia que no fueron controlados por la Agencia Internacional de la Energía Atómica (OIEA) –encargada de velar por la no proliferación nuclear–, se obtuvieron al año siguiente, en el más absoluto de los secretos. La bomba atómica era ya viable.
Tres años después, en 1971, Velarde y un grupo de militares, entre los que se encontraban los coroneles Tomás Pallás y Federico Michavila, a través del Centro Superior de Estudios de la Defensa (CESEDEN), elaboraron un informe confidencial en el que se señalaba en sus conclusiones que “España podía poner en marcha con éxito la opción nuclear militar”. Según este estudio, podía dotarse en poco tiempo de su propio armamento nuclear utilizando las instalaciones de las que ya se disponía. Se daba especial importancia a la central de Vandellós (Tarragona) –dotada de tecnología francesa–, que se inauguraría el 6 de marzo de 1972, como fuente para la obtención de plutonio militar. Por último, el estudio indicaba la posibilidad de realizar la primera prueba nuclear en el desierto del Sahara, al sur de Smara, con un coste aproximado de 8.700 millones de pesetas por cada bomba.
El primer paso para culminar el proyecto era la obtención del plutonio suficiente para construir una bomba (6 kilos), algo factible por dos razones. La primera: que el subsuelo español contenía las segundas reservas más importantes de uranio natural de Europa (4.650 toneladas evaluadas), mineral del que se obtiene el plutonio. La segunda: que los residuos que producía la central de Vandellós eran ideales para obtenerlo, y como estaba construida con tecnología francesa, y este país, como potencia atómica, no permitía ala OIEA inspeccionara sus instalaciones nucleares, el secreto estaría salvaguardado.
Además, tanto el general Charles de Gaulle como su sucesor al frente de la Presidencia de la V República, Georges Pompidou, eran partidarios de que España se convirtiera en potencia nuclear y aliada suya, pero a la vez con autonomía respecto a Estados Unidos y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
En estas circunstancias, y teniendo en cuenta que, desde el accidente de Palomares, no había dificultad en relación con la tecnología necesaria para fabricar el artefacto, la bomba atómica española se convertía en una realidad factible. De ahí que en Estados Unidos los proyectos españoles provocaron un inusitado interés en la CIA, llegando a redactar un informe donde podía leerse:
“España es el único país europeo que nos merece atención como posible proliferador en los próximos años. Tiene reservas autóctonas de uranio de un tamaño medio, y un amplio programa de energía nuclear de largo alcance (tres reactores en funcionamiento, siete en construcción, más diecisiete planificados) y una planta piloto de separación química.
España ha rehusado firmar el NPT, aduciendo que las garantías de protección para los países no nucleares son insuficientes; mientras que los requisitos de inspección pueden perjudicarlos en cuanto a la competencia nacional.
Este interés se tras*formaría en preocupación a partir del 11 de junio de 1973, cuando Carrero Blanco se convirtió en presidente del Gobierno. Anticomunista convencido, no tenía excesivas simpatías por Estados Unidos –aunque su hombre de confianza y ministro de Asuntos Exteriores, Laureano López Rodó, lo calificaba de “atlantista”–, y mucho menos por Israel, pues en realidad era partidario de la amistad con los países árabes, y sobre todo de dar un giro en las relaciones con la superpotencia del mundo occidental, ya que el presidente del Gobierno español exigía una relación de “igual a igual” con los norteamericanos, la entrega de tecnología militar sofisticada y el compromiso estadounidense de defender el país, si los norteamericanos querían seguir utilizando las bases que tenían en territorio español.
El 15 de diciembre de 1973, Velarde se reunió con el teniente general Manuel Díez-Alegría, jefe del Alto Estado Mayor (AEM), y con su hombre de confianza, el entonces general de brigada de Artillería Manuel Gutiérrez Mellado, donde el científico les explicó que España tenía capacidad para fabricar tres bombas de plutonio al año.
Díez-Alegría le ordenó que pusiera esas conclusiones por escrito en un máximo de dos folios de espacio, redactándolo en inglés y español, y que lo dirigiese al presidente del Gobierno, ya que lo necesitaba de cara a la entrevista que iba a mantener días después con el secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger. Velarde denominó a su informe Estado actual del Proyecto Islero. Para entregar al presidente del Gobierno de España, y una vez redactado, se lo entregó a Díez-Alegría, que tras darle su visto bueno, lo denominó “dos folios radiactivos”.
Cuatro días después, Carrero Blanco se entrevistó con Kissinger. Durante la conversación, salió a relucir el deseo del Gobierno español de que Estados Unidos garantizase su apoyo en caso de agresión. Ante la negativa de Kissinger a aceptar ese compromiso, Carrero Blanco le enseñó el informe de Velarde, provocando una conmoción en el secretario de Estado y en el embajador americano en Madrid, el almirante Horacio Rivero, hasta el punto de que Kissinger pidió al presidente del Gobierno español que mantuviera en secreto la conversación ya que estaba convencido de la seriedad del plan y de la disposición española de llevarlo adelante.
Ese mismo día, y con cierta urgencia, Kissinger abandonó Madrid. Al día siguiente, el 20 de diciembre de 1973, Carrero Blanco fue asesinado por la organización terrorista nacionalista vasca Euzkadi Ta Askatasuna (ETA), en un atentado nunca suficientemente esclarecido, y en el que algunos autores vinculados a la teoría de la conspiración, como David Zurdo, Ángel Gutiérrez, Antonio Pérez Omister o Pilar Urbano, han insinuado la participación de la CIA, entre otras razones, por el deseo de acabar con el proyecto político que representaba el entonces presidente del Gobierno español, incluido su deseo de dotar a España de armamento nuclear.
Sin embargo, autores académicos como Charles Powell, o los documentos desclasificados de WikiLeaks, así como el libro de Anna Grau (De cómo la CIA eliminó a Carrero Blanco y nos metió en Irak, Barcelona, Destino, 2011), niegan esa participación.
No obstante, ni la fin de Carrero Blanco, ni el cese abrupto de Díez-Alegría el 13 de junio de 1974, ni el fallecimiento del general Franco el 20 de noviembre de 1975, significaron el fin del Proyecto Islero. Las presiones norteamericanas, ya con James Carter como presidente de Estados Unidos (1977-1980) para que España firmara el TNP continuaron. Sin embargo, en 1976, el primer ministro de Asuntos Exteriores de la tras*ición, José María de Areilza había reconocido que España estaría en condiciones de fabricar la bomba “en siete u ocho años si nos pusiéramos a ello. No queremos ser los últimos en la lista”.
La tensión con Estados Unidos se hizo mayor cuando en 1977 se conoció públicamente el alcance tecnológico de las instalaciones nucleares previstas para el llamado Centro de Investigación Nuclear de Soria (CINSO), en la localidad de Cuba de la Solana. El proyecto se aprobó 45 días después de la fin de Franco en un Consejo de Ministros presidido por Carlos Arias Navarro, y de cuyo Gobierno formaba parte Areilza.
Los investigadores norteamericanos se asustaron al averiguar que la planta piloto ideada para convertir el uranio en plutonio podía producir 140 kilos al año, suficientes para fabricar 23 bombas atómicas anualmente. La llegada en 1976 ala Presidencia del Gobierno de Adolfo Suárez, partidario de una política de neutralidad y de amistad con los países árabes, para evitar problemas en Canarias, Ceuta y Melilla, hizo que el proyecto siguiera adelante. De hecho, el nombramiento como ministro de Defensa de su amigo el también abulense Agustín Rodríguez Sahagún, en 1979, aceleró el proyecto aún mas, ya que este político era partidario de que España se dotase de armamento nuclear cuanto antes.
Sin embargo, Carter, obsesionado con una política de reducción de armamentos, inició una campaña muy intensa sobre el Gobierno español con objeto de que suscribiera el TNP y aceptara que la OIEA inspeccionara las instalaciones sospechosas españolas, amenazando incluso con un boicot económico sino lo hacía.
La situación española era entonces muy delicada, pues ETA había iniciado una fuerte campaña de asesinatos desde 1979, ala vez que se había producido una escalada de las reivindicaciones de los partidos nacionalistas en el País Vasco y Cataluña, siendo las dos principales causas que provocaron el descontento de las Fuerzas Armadas, que culminaría con el fracasado golpe de Estado del 23 de febrero de 1981.
Poco más de un mes después, el 1 de abril, España acabó aceptando las condiciones impuestas por los norteamericanos y firmó un acuerdo con la OIEA para someter estas instalaciones a verificación constante. Esta decisión no supuso, sin embargo, el fin del Proyecto Islero. De hecho, el partido gobernante entonces, la Unión del Centro Democrático (UCD) siempre lo defendió hasta el extremo de que el 5 de febrero de 1986, el último presidente del Gobierno perteneciente a este partido, Leopoldo alopécico-Sotelo –un atlantista convencido y que había incorporado a España a la OTAN–, citó un fragmento de un documento titulado “La seguridad en Europa”, redactado por el Partido Socialista francés en el que se planteaba la existencia de una tercera potencia nuclear europea para que Europa Occidental pudiera defenderse por su cuenta sin tener que recurrir a Estados Unidos para todo. La idea era poder independizarse de la tutela norteamericana
Sin embargo, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) ya había decidido abandonar el proyecto nuclear español así como permanecer en la OTAN, a cambio de la integración en la Comunidad Económica Europea (CEE). El 13 de octubre de 1987, Fernando Morán, como ministro de Asuntos Exteriores, en nombre del Gobierno socialista firmó el TNP, lo que supuso la carta de defunción del Proyecto Islero.
Conclusión
El Proyecto Islero no puede desvincularse de la mentalidad profundamente nacionalista del régimen franquista, que era a la vez poco atlantista y americanista aunque, para sobrevivir, se hubiera visto obligado a pactar con Estados Unidos en 1953.
El objetivo era dotar a España de una política exterior y de defensa autónoma, sin necesidad de que estuviera vinculada estrechamente con el Eje occidental. Esta política alcanzó su máximo desarrollo durante la presidencia de Gobierno de Carrero Blanco, el hombre del régimen franquista que más interés había mostrado por el proyecto y lo había mantenido vivo en los momentos más difíciles.
No obstante, tras su fin el proyecto siguió adelante, ya que tanto Arias Navarro como los gobiernos de la UCD –especialmente Adolfo Suárez–, cuya ideología era también neutralista y partidaria de una España autónoma en materia de defensa continuaron con el proyecto. Sin embargo, el PSOE, partidario de la incorporación a la CEE cuanto antes, entendió que podría ser un contratiempo en ese proceso, y lo abandonó.
El resultado fue que España no pudo dotarse de armamento nuclear, pero tampoco de un sistema de seguridad colectiva, ya que la OTAN, a la que España se incorporó en 1982 por la acción de la UCD, ratificada luego por el PSOE, no aseguró ni asegura todavía, la defensa de Ceuta y Melilla; demostrando así que si bien se abandonó el proyecto de dotarse de un armamento nuclear propio, no se logró a cambio la defensa de la totalidad del territorio español.
La bomba atómica española | Anatomía de la Historia
El origen del Proyecto Islero, que de haberse concluido con éxito, hubiera convertido a España en miembro del club más selecto del mundo y le hubiera dotado de un poder de disuasión total en su área de interés geoestratégico –el eje Baleares/Estrecho de Gibraltar/Canarias–, puede fijarse el 22 de octubre de 1951, cuando, mediante el Decreto-Ley de esa fecha, se crea la Junta de Energía Nuclear (JEN), cuya función era actuar como “centro de investigación, como órgano asesor del Gobierno, como instituto encargado de los problemas de seguridad y protección, contra el peligro de las radiaciones ionizantes y como impulsora del desarrollo industrial, relacionado con las aplicaciones de la energía nuclear”. Su primer presidente, desde 1951 hasta 1955, sería el teniente general Juan Vigón Suerodíaz.
Cuatro años después, en julio de 1955, España firmó con Estados Unidos un acuerdo de cooperación nuclear al amparo del programa Átomos para la paz. Estas ayudas permitieron que el 27 de diciembre de 1958, el general Franco, acompañado del ministro de la Presidencia, Luis Carrero Blanco, inaugurase el Centro Nacional de Energía Nuclear Juan Vigón en las instalaciones construidas en la Ciudad Universitaria de Madrid.
Desde el primer momento y a semejanza de la JEN y otros organismos del Estado, las Fuerzas Armadas tuvieron un papel directivo en el nuevo centro. Pero inicialmente, ni éste ni la JEN tuvieron carácter militar. Todo cambiaría como consecuencia de un acontecimiento en nuestra área estratégica: la independencia de jovenlandia en 1956.
Inmediatamente, el nuevo país, mostró una gran agresividad hacia los territorios españoles en África, cuya primera manifestación fue la crisis de Ifni (1957-1958), durante la cual, Estados Unidos –cuya presencia en este país africano era muy fuerte desde que sus tropas desembarcaron en el mismo en 1942, y que era el principal baluarte de la Central Intelligence Agency (CIA) en el Magreb– prohibieron a las Fuerzas Armadas españolas utilizar el material de guerra cedido en virtud de los acuerdos de 1953.
Para el general Franco y su Gobierno –especialmente el capitán general Agustín Muñoz Grandes, vicepresidente del Gobierno, y Carrero Blanco, hombre fuerte del régimen–, la bomba atómica se convirtió a partir de ese momento en una necesidad, no sólo para potenciar el papel de España en el sur de Europa y el Mediterráneo, y reforzar su papel internacional, sino sobre todo para disuadir a jovenlandia de que atacase los territorios españoles fuera de la Península, ya que sabían que, en caso de que estallase un conflicto con el país norteafricano, no podrían contar con la ayuda norteamericana, y para presionar a Gran Bretaña en el problema del peñón de Gibraltar.
Por esta razón, en 1963, Muñoz Grandes –falangista y muy poco amigo de Estados Unidos como dejaría escrito el teniente general Carlos Iniesta Cano–, encargó al entonces director de la JEN, el ingeniero y almirante José María Otero Navascués, un estudio sobre las posibilidades reales que tenía nuestro país de construir una bomba atómica sin alertar a la comunidad internacional. Nacía así el Proyecto Islero –nombrado así en honor del toro miura que había provocado la fin de Manuel Rodríguez Sánchez Manolete, el 29 de octubre de 1947–. La responsabilidad de llevarlo a cabo recayó en el catedrático de Física Nuclear y entonces comandante del Ejército del Aire, Guillermo Velarde, nombrado jefe de la División de Teoría y Cálculo de Reactores.
El Proyecto Islero
Este proyecto constituyó, en los primeros momentos, un auténtico fracaso. Los especialistas de la JEN (todos militares) se mostraron incapaces tanto de construir la bomba como de obtener el plutonio necesario para fabricarla. De hecho, en 1965, Franco, que también tenía gran interés en el proyecto, no mostró gran interés en su continuación. Sin embargo, el plan se mantuvo gracias al interés tanto de Muñoz Grandes como de Carrero Blanco, que siempre obtuvo recursos para su financiación.
Todo cambiaría el 17 de enero de 1966. Ese día, un avión cisterna KC-135 y un bombardero estratégico B-52 colisionaron en el aire sobre el espacio aéreo de Palomares (Almería), muriendo siete de sus tripulantes, mientras que otros cuatro saltaban en paracaídas. El bombardero llevaba cuatro bombas termonucleares Mark 28 (modelo B28RI) de 1,5 megatones, que cayeron sobre la zona, tres en tierra y una en el mar. De las primeras, dos lo hicieron sin paracaídas, explosionando la carga convencional que contenían, cuya función era provocar la reacción en cadena del material nuclear.
Los técnicos españoles, encabezados por Velarde, rastrearon la zona donde habían explosionado ambas bombas y encontraron restos de la misma y de los detonadores, lo que les permitió poner de nuevo en marcha el proyecto Islero, pero ahora sí con muchas posibilidades de culminarlo con éxito. De hecho, el primer documento oficial donde se reconocía la capacidad española para fabricar la bomba atómica data del año siguiente, y se trataba de una circular interna del Ministerio de Asuntos Exteriores a varias de sus embajadas en el extranjero.
Pero la demostración más clara de que el plan seguía adelante fue que España no fue uno de los signatarios del Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP), firmado el 1 de julio de 1968 por 43 países, entre ellos tres nucleares –Unión Soviética, Estados Unidos y Gran Bretaña– que no estaban dispuestos a destruir su armamento nuclear ni a congelar su fabricación. Por el contrario, ese mismo año, se instaló en la sede de la JEN, en la Ciudad Universitaria de Madrid, el primer reactor rápido nuclear español, llamado Coral-1, con capacidad para producir plutonio de tipo militar.
Los primeros gramos de este material, los únicos en la historia que no fueron controlados por la Agencia Internacional de la Energía Atómica (OIEA) –encargada de velar por la no proliferación nuclear–, se obtuvieron al año siguiente, en el más absoluto de los secretos. La bomba atómica era ya viable.
Tres años después, en 1971, Velarde y un grupo de militares, entre los que se encontraban los coroneles Tomás Pallás y Federico Michavila, a través del Centro Superior de Estudios de la Defensa (CESEDEN), elaboraron un informe confidencial en el que se señalaba en sus conclusiones que “España podía poner en marcha con éxito la opción nuclear militar”. Según este estudio, podía dotarse en poco tiempo de su propio armamento nuclear utilizando las instalaciones de las que ya se disponía. Se daba especial importancia a la central de Vandellós (Tarragona) –dotada de tecnología francesa–, que se inauguraría el 6 de marzo de 1972, como fuente para la obtención de plutonio militar. Por último, el estudio indicaba la posibilidad de realizar la primera prueba nuclear en el desierto del Sahara, al sur de Smara, con un coste aproximado de 8.700 millones de pesetas por cada bomba.
El primer paso para culminar el proyecto era la obtención del plutonio suficiente para construir una bomba (6 kilos), algo factible por dos razones. La primera: que el subsuelo español contenía las segundas reservas más importantes de uranio natural de Europa (4.650 toneladas evaluadas), mineral del que se obtiene el plutonio. La segunda: que los residuos que producía la central de Vandellós eran ideales para obtenerlo, y como estaba construida con tecnología francesa, y este país, como potencia atómica, no permitía ala OIEA inspeccionara sus instalaciones nucleares, el secreto estaría salvaguardado.
Además, tanto el general Charles de Gaulle como su sucesor al frente de la Presidencia de la V República, Georges Pompidou, eran partidarios de que España se convirtiera en potencia nuclear y aliada suya, pero a la vez con autonomía respecto a Estados Unidos y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
En estas circunstancias, y teniendo en cuenta que, desde el accidente de Palomares, no había dificultad en relación con la tecnología necesaria para fabricar el artefacto, la bomba atómica española se convertía en una realidad factible. De ahí que en Estados Unidos los proyectos españoles provocaron un inusitado interés en la CIA, llegando a redactar un informe donde podía leerse:
“España es el único país europeo que nos merece atención como posible proliferador en los próximos años. Tiene reservas autóctonas de uranio de un tamaño medio, y un amplio programa de energía nuclear de largo alcance (tres reactores en funcionamiento, siete en construcción, más diecisiete planificados) y una planta piloto de separación química.
España ha rehusado firmar el NPT, aduciendo que las garantías de protección para los países no nucleares son insuficientes; mientras que los requisitos de inspección pueden perjudicarlos en cuanto a la competencia nacional.
Este interés se tras*formaría en preocupación a partir del 11 de junio de 1973, cuando Carrero Blanco se convirtió en presidente del Gobierno. Anticomunista convencido, no tenía excesivas simpatías por Estados Unidos –aunque su hombre de confianza y ministro de Asuntos Exteriores, Laureano López Rodó, lo calificaba de “atlantista”–, y mucho menos por Israel, pues en realidad era partidario de la amistad con los países árabes, y sobre todo de dar un giro en las relaciones con la superpotencia del mundo occidental, ya que el presidente del Gobierno español exigía una relación de “igual a igual” con los norteamericanos, la entrega de tecnología militar sofisticada y el compromiso estadounidense de defender el país, si los norteamericanos querían seguir utilizando las bases que tenían en territorio español.
El 15 de diciembre de 1973, Velarde se reunió con el teniente general Manuel Díez-Alegría, jefe del Alto Estado Mayor (AEM), y con su hombre de confianza, el entonces general de brigada de Artillería Manuel Gutiérrez Mellado, donde el científico les explicó que España tenía capacidad para fabricar tres bombas de plutonio al año.
Díez-Alegría le ordenó que pusiera esas conclusiones por escrito en un máximo de dos folios de espacio, redactándolo en inglés y español, y que lo dirigiese al presidente del Gobierno, ya que lo necesitaba de cara a la entrevista que iba a mantener días después con el secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger. Velarde denominó a su informe Estado actual del Proyecto Islero. Para entregar al presidente del Gobierno de España, y una vez redactado, se lo entregó a Díez-Alegría, que tras darle su visto bueno, lo denominó “dos folios radiactivos”.
Cuatro días después, Carrero Blanco se entrevistó con Kissinger. Durante la conversación, salió a relucir el deseo del Gobierno español de que Estados Unidos garantizase su apoyo en caso de agresión. Ante la negativa de Kissinger a aceptar ese compromiso, Carrero Blanco le enseñó el informe de Velarde, provocando una conmoción en el secretario de Estado y en el embajador americano en Madrid, el almirante Horacio Rivero, hasta el punto de que Kissinger pidió al presidente del Gobierno español que mantuviera en secreto la conversación ya que estaba convencido de la seriedad del plan y de la disposición española de llevarlo adelante.
Ese mismo día, y con cierta urgencia, Kissinger abandonó Madrid. Al día siguiente, el 20 de diciembre de 1973, Carrero Blanco fue asesinado por la organización terrorista nacionalista vasca Euzkadi Ta Askatasuna (ETA), en un atentado nunca suficientemente esclarecido, y en el que algunos autores vinculados a la teoría de la conspiración, como David Zurdo, Ángel Gutiérrez, Antonio Pérez Omister o Pilar Urbano, han insinuado la participación de la CIA, entre otras razones, por el deseo de acabar con el proyecto político que representaba el entonces presidente del Gobierno español, incluido su deseo de dotar a España de armamento nuclear.
Sin embargo, autores académicos como Charles Powell, o los documentos desclasificados de WikiLeaks, así como el libro de Anna Grau (De cómo la CIA eliminó a Carrero Blanco y nos metió en Irak, Barcelona, Destino, 2011), niegan esa participación.
No obstante, ni la fin de Carrero Blanco, ni el cese abrupto de Díez-Alegría el 13 de junio de 1974, ni el fallecimiento del general Franco el 20 de noviembre de 1975, significaron el fin del Proyecto Islero. Las presiones norteamericanas, ya con James Carter como presidente de Estados Unidos (1977-1980) para que España firmara el TNP continuaron. Sin embargo, en 1976, el primer ministro de Asuntos Exteriores de la tras*ición, José María de Areilza había reconocido que España estaría en condiciones de fabricar la bomba “en siete u ocho años si nos pusiéramos a ello. No queremos ser los últimos en la lista”.
La tensión con Estados Unidos se hizo mayor cuando en 1977 se conoció públicamente el alcance tecnológico de las instalaciones nucleares previstas para el llamado Centro de Investigación Nuclear de Soria (CINSO), en la localidad de Cuba de la Solana. El proyecto se aprobó 45 días después de la fin de Franco en un Consejo de Ministros presidido por Carlos Arias Navarro, y de cuyo Gobierno formaba parte Areilza.
Los investigadores norteamericanos se asustaron al averiguar que la planta piloto ideada para convertir el uranio en plutonio podía producir 140 kilos al año, suficientes para fabricar 23 bombas atómicas anualmente. La llegada en 1976 ala Presidencia del Gobierno de Adolfo Suárez, partidario de una política de neutralidad y de amistad con los países árabes, para evitar problemas en Canarias, Ceuta y Melilla, hizo que el proyecto siguiera adelante. De hecho, el nombramiento como ministro de Defensa de su amigo el también abulense Agustín Rodríguez Sahagún, en 1979, aceleró el proyecto aún mas, ya que este político era partidario de que España se dotase de armamento nuclear cuanto antes.
Sin embargo, Carter, obsesionado con una política de reducción de armamentos, inició una campaña muy intensa sobre el Gobierno español con objeto de que suscribiera el TNP y aceptara que la OIEA inspeccionara las instalaciones sospechosas españolas, amenazando incluso con un boicot económico sino lo hacía.
La situación española era entonces muy delicada, pues ETA había iniciado una fuerte campaña de asesinatos desde 1979, ala vez que se había producido una escalada de las reivindicaciones de los partidos nacionalistas en el País Vasco y Cataluña, siendo las dos principales causas que provocaron el descontento de las Fuerzas Armadas, que culminaría con el fracasado golpe de Estado del 23 de febrero de 1981.
Poco más de un mes después, el 1 de abril, España acabó aceptando las condiciones impuestas por los norteamericanos y firmó un acuerdo con la OIEA para someter estas instalaciones a verificación constante. Esta decisión no supuso, sin embargo, el fin del Proyecto Islero. De hecho, el partido gobernante entonces, la Unión del Centro Democrático (UCD) siempre lo defendió hasta el extremo de que el 5 de febrero de 1986, el último presidente del Gobierno perteneciente a este partido, Leopoldo alopécico-Sotelo –un atlantista convencido y que había incorporado a España a la OTAN–, citó un fragmento de un documento titulado “La seguridad en Europa”, redactado por el Partido Socialista francés en el que se planteaba la existencia de una tercera potencia nuclear europea para que Europa Occidental pudiera defenderse por su cuenta sin tener que recurrir a Estados Unidos para todo. La idea era poder independizarse de la tutela norteamericana
Sin embargo, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) ya había decidido abandonar el proyecto nuclear español así como permanecer en la OTAN, a cambio de la integración en la Comunidad Económica Europea (CEE). El 13 de octubre de 1987, Fernando Morán, como ministro de Asuntos Exteriores, en nombre del Gobierno socialista firmó el TNP, lo que supuso la carta de defunción del Proyecto Islero.
Conclusión
El Proyecto Islero no puede desvincularse de la mentalidad profundamente nacionalista del régimen franquista, que era a la vez poco atlantista y americanista aunque, para sobrevivir, se hubiera visto obligado a pactar con Estados Unidos en 1953.
El objetivo era dotar a España de una política exterior y de defensa autónoma, sin necesidad de que estuviera vinculada estrechamente con el Eje occidental. Esta política alcanzó su máximo desarrollo durante la presidencia de Gobierno de Carrero Blanco, el hombre del régimen franquista que más interés había mostrado por el proyecto y lo había mantenido vivo en los momentos más difíciles.
No obstante, tras su fin el proyecto siguió adelante, ya que tanto Arias Navarro como los gobiernos de la UCD –especialmente Adolfo Suárez–, cuya ideología era también neutralista y partidaria de una España autónoma en materia de defensa continuaron con el proyecto. Sin embargo, el PSOE, partidario de la incorporación a la CEE cuanto antes, entendió que podría ser un contratiempo en ese proceso, y lo abandonó.
El resultado fue que España no pudo dotarse de armamento nuclear, pero tampoco de un sistema de seguridad colectiva, ya que la OTAN, a la que España se incorporó en 1982 por la acción de la UCD, ratificada luego por el PSOE, no aseguró ni asegura todavía, la defensa de Ceuta y Melilla; demostrando así que si bien se abandonó el proyecto de dotarse de un armamento nuclear propio, no se logró a cambio la defensa de la totalidad del territorio español.
La bomba atómica española | Anatomía de la Historia