El día a día de un restaurante bajo la tenaza de la inflación

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César Martín, cocinero y responsable de Lakasa, el viernes en su restaurante, en Madrid

El cocinero César Martín es el copropietario, el impulsor y el alma del restaurante gastronómico Lakasa, situado en un barrio de clase media de Madrid. El local no tiene estrellas Michelin (“no las busco”, asegura), pero tampoco es una tasca. El menú medio cuesta alrededor de 60 euros. La carta presenta, por ejemplo, corvina gaditana macerada en achiote (33,50 euros la ración y 17,80 la media ración) o entrecot de vaca madurado 40 días con escalivada y patatas fritas (34 euros la ración, 18,80 la media ración). Está especializado, sobre todo, en trabajar con un producto de una calidad extrema. Abrió hace diez años y por entonces contaba con nueve empleados. Hoy trabajan 30 personas. La idea, y su puesta en marcha, pues, ha funcionado, a pesar de que durante esa década accidentada el restaurante ha conocido los coletazos y consecuencias de la crisis del euro y una esa época en el 2020 de la que yo le hablo que le impactó de lleno en pleno despegue. Pero es la actual trituradora de la inflación la que, mes a mes, día a día, amenaza con ahogar el local. “Nunca había visto esto tambalearse así”, confiesa Martín, un tipo de natural optimista.

Cocinero desde hace 30 años, entregado a su profesión, al que le gusta pasearse por la sala cada día para ver qué cara ponen los clientes frente a los platos, llega cargado de papeles llenos solo de números y facturas. Las recetas quedan para otro reportaje. Los seis primeros meses de 2021 pagó de luz 21.927 euros. Los primeros seis meses de 2022, el costo ascendió a 35.720. Un 62% más. De gas, de enero a junio de 2021 el coste alcanzó los 2.095 euros. Un año después, durante los mismos meses, por el mismo concepto, Martín ha pagado 4.342 euros, un 107% más. “Y esto es un peso muerto, que se incrementa invariablemente, que no hay manera de reducir”, explica el dueño de Lakasa.

Con todo, a Martín, la luz y el gas no es lo que más le asombra o le indigna o, simplemente, le desmoraliza: “En mayo, un kilo de urta me costaba 22 euros. Hoy, lo pago a 38 euros. El kilo de pargo, en mayo, me valía 17 euros. Ahora tengo que pagar 39,90 euros”. La imparable subida del pescado —paralela a todos los productos, desde el solomillo a los bemoles— constituye el verdadero drama para Lakasa. Martín, por ejemplo, no compra el pescado en Mercamadrid. Él dispone de varios proveedores conocidos afincados en diferentes partes de la costa española, que, o bien son cooperativas de pescadores o bien negocian directamente con los pescadores o compran en las lonjas. De este modo se asegura que el producto es de primerísima calidad.


Pero con esta escalada imparable de precios, Martín se enfrenta a un dilema inevitable: o sube los precios considerablemente o renuncia a este producto exclusivo de primera calidad. Y las dos soluciones son malas: “Cuando terminó la esa época en el 2020 de la que yo le hablo, muchos de mis clientes habituales acudieron al rescate. Nos salvaron viniendo. Y yo no quiero devolverles la moneda subiendo los precios. No me da la gana. Además, ¿cuánto iban a aguantar? Para ellos también todo está más caro: la luz, el supermercado, la gasolina del coche, el colegio de los niños… Yo he ido subiendo los precios un poco aquí o allá, pero, hasta ahora no mucho”. Algunos le recomiendan que emplee como materia prima esencial otro tipo de productos. Es decir: que recorte por ahí: “Me dicen que en vez de urta o pargo, ponga más sardinas, o más pescado de piscifactoría. Pero, ¿quién va a pagar 60 euros por eso? Además, eso no es lo que quiero, esa no es mi manera de trabajar en Lakasa”, añade.

Martín también regentaba otro restaurante, este italiano: Fokacha. Hace meses lo reconvirtió en un local que sirve casi exclusivamente pizzas, con un precio medio de 28 euros. El cambio de nombre es significativo: Mola pizza. Esta estrategia ha dado resultado. Pero se resiste a hacer lo mismo con Lakasa. “Yo veo normal que suban los precios, pero no tanto ni tan rápido. A este paso, todo se convierte en caviar, en cigalas, y eso es absurdo”. Él ha visto, en los últimos meses, confirmarse ciertas tendencias que le dan que pensar: cada vez hay menos comidas que sirven de reuniones de negocios, cada vez se piden más medias raciones en vez de raciones enteras, cada vez, en fin, viene menos gente a la hora de la comida. “Esto, más que un bache, es un cambio social. Y habrá que adaptarse”, medita.

Martín habla mucho con sus colegas de otros restaurantes, todos igual de agobiados con la inflación, todos, independientemente de su categoría, son presa de la misma duda metódica: qué hacer, cómo actuar para sobrevivir. Él sabe que aguantará hasta diciembre: “Empataremos: ni pérdidas ni beneficios. Tendré para pagar todos los salarios, incluido el mío. Pero más allá no sé qué es lo que pasará. Tengo que decidir qué hago. Si subo el precio, si renuncio a determinados productos y los cambio por otros, o no sé. Me gustaría acertar, porque me fastidiaría mucho que todo se hunda después de todo el curro que nos hemos pegado, pero…”.

 
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El otro día hablé con un comercial de Iberdrola por la metida del tope de gas, etc etc. Lo peor es que me dijo que muchos negocios tendrían que cerrar porque el tema pensaba el hombre iba a ir a peor. Así que este es el panorama.
 
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