EL CURIOSO IMPERTINENTE
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Estoy enfrascado en la lectura de 'El mundo de ayer', las memorias del famoso novelista y biógrafo ****o-austriaco Stefan Zweig, el cual tras terminarlas de escribir se suicidó junto con su segunda mujer en Petrópolis, Brasil. La primera edición del libro fue publicada en Estocolmo postumamente.
En sus primeros capítulos ofrece una vívida descripción del mundo en el que vivieron sus padres y en el que pasó su niñez y juventud, la Europa de finales del siglo XIX y comienzos del XX, justo antes de que la Gran Guerra cambiara para siempre ese "mundo de antaño". De entre todos los personajes que menciona, algunos cuya fama aún perdura y otros (la mayoría) casi totalmente olvidados me ha llamado la atención la historia de este Alfred Redl, que hasta ahora ignoraba.
Cito las líneas que Zweig le dedicó al personaje:
La güisquipedia le dedica un artículo inusualmente completo.
Alfred Redl - Wikipedia, la enciclopedia libre
La ciudad natal de Alfred Redl, Lemberg (actual Lviv, Ucrania), a comienzos del siglo XX.
En sus primeros capítulos ofrece una vívida descripción del mundo en el que vivieron sus padres y en el que pasó su niñez y juventud, la Europa de finales del siglo XIX y comienzos del XX, justo antes de que la Gran Guerra cambiara para siempre ese "mundo de antaño". De entre todos los personajes que menciona, algunos cuya fama aún perdura y otros (la mayoría) casi totalmente olvidados me ha llamado la atención la historia de este Alfred Redl, que hasta ahora ignoraba.
Cito las líneas que Zweig le dedicó al personaje:
Sabemos por experiencia que es mucho más fácil reconstruir los hechos de una época
que su atmósfera espiritual. Ésta no se encuentra sedimentada en los
acontecimientos oficiales, sino más bien en pequeños episodios personales, como los
que desearía intercalar aquí. Para ser sincero, en aquel momento yo no creía en la
guerra. Pero por dos veces soñé despierto, como quien dice, y me desperté de un
sobresalto. La primera fue a causa del
«Asunto Redl», que, como todos los episodios importantes que ocurren en un segundo
plano de la historia, es poco conocido.
Al tal coronel Redl, héroe de uno de los dramas más complicados del espionaje, lo
conocí personalmente en un breve encuentro. Vivía en el mismo barrio que yo, a una
calle de distancia de la mía, me lo había presentado en una ocasión un amigo mío, el
fiscal T., en el café donde dicho señor de aspecto agradable y bonachón fumaba sus
cigarros puros; desde entonces nos saludábamos. Sólo más tarde descubrí hasta qué
punto estamos envueltos por el misterio en la vida y qué poco sabemos de las personas
que viven a nuestro alrededor. El tal coronel, de aspecto parecido al de cualquier buen
oficial austríaco, era el hombre de confianza del heredero del trono; le habían
encomendado la importante tarea de dirigir el servicio secreto del ejército y
contrarrestar el del enemigo. Pues bien, resulta que se filtró la noticia de que en 1912,
durante la crisis de la Guerra de los Balcanes, cuando Rusia y Austria se movilizaron
una contra otra, el secreto más importante del ejército austríaco, «el plan de
operaciones», había sido vendido a Rusia, algo que, en caso de guerra, habría
provocado una catástrofe sin precedentes, pues de ese modo los rusos habrían conocido
de antemano, paso a paso, todos los movimientos tácticos de la ofensiva austríaca. El
pánico que provocó esta traición en los círculos del estado mayor fue terrible; al
coronel Redl, como experto máximo, le incumbía la misión de descubrir al traidor, que
sólo podía hallarse entre los oficiales de mayor graduación. A su vez, el ministerio de
Asuntos Exteriores, que no confiaba del todo en la capacidad de las autoridades
militares (un ejemplo típico del antagonismo envidioso de los distintos departamentos),
dio la orden, sin informar antes al estado mayor, de investigar el caso por separado y a
tal fin encargó a la policía, entre otras medidas, que abriera todas las cartas que
llegaban del extranjero a las listas de correos, sin respetar el secreto postal.
Un buen día llegó a una estafeta de correos, a la dirección cifrada Opernball, una carta
procedente de la estación fronteriza rusa de Podwoloczyska que, una vez abierta,
resultó no contener ningún papel escrito, sino seis o siete billetes de mil coronas
austríacas. Este sospechoso hallazgo fue inmediatamente enviado a la jefatura de
policía, la cual dio la orden de apostar a un detective al lado de la ventanilla a fin de
detener en el acto a la persona que reclamase la sospechosa carta.
Por un instante la tragedia tomó un cariz típicamente vienés. A eso de las doce del
mediodía un hombre se personó en la estafeta para pedir la carta a nombre de
Opernball. El funcionario de correos hizo de inmediato la señal convenida al detective.
Pero el detective había salido a tomar un aperitivo y, cuando regresó, sólo pudo
comprobar que el desconocido había subido a un coche de punto y se había marchado
en dirección desconocida. Pero en seguida empezó el segundo acto de la comedia
vienesa. En aquella época de coches de punto, aquellos elegantes y fashionable
carruajes de dos caballos, el cochero se consideraba un personaje demasiado
distinguido como para limpiar el vehículo con sus propias manos. Por esta razón en
cada parada había un «aguador», cuya función consistía en dar de comer a los caballos
y lavar los arreos. Por suerte, el aguador de enfrente de correos se había fijado en el
número del coche que acababa de salir; al cabo de un cuarto de hora todas las
comisarías de policía habían recibido el aviso y se había encontrado el coche. El
cochero había proporcionado la descripción del hombre al que había llevado al café
Kaiserhof, donde yo siempre encontraba al coronel Redl, y, además, por una feliz
casualidad, habían hallado en el carruaje la navaja de bolsillo con la que el desconocido
había abierto el sobre. Los policías acudieron rápidamente al café Kaiserhof. Entre
tanto, el hombre cuya descripción facilitaron los agentes había vuelto a salir, pero los
camareros declararon con toda naturalidad que no era otro que su cliente habitual, el
coronel Redl, y que acababa de regresar al hotel Klomser.
El detective se quedó de una pieza. Se había resuelto el misterio. El coronel Redl, jefe
supremo del servicio de espionaje del ejército austríaco, era al mismo tiempo un espía
pagado por el estado mayor ruso. No sólo había vendido secretos y el plan de
operaciones, sino que ahora, de repente, por fin quedaba claro por qué durante los
últimos años todos los espías austríacos que él enviaba a Rusia habían sido detenidos y
condenados. Dio comienzo una frenética actividad telefónica que se prolongó hasta que
se consiguió hablar con Franz Conrad von Hótzendorf, jefe del estado mayor austríaco.
Un testigo ocular de aquella escena me contó que, después de las primeras palabras, el
hombre se volvió blanco como la cera. A continuación sonó el teléfono en el palacio
imperial; una consulta siguió a la otra. ¿Qué hacer? La policía, a su vez, había tomado
medidas para que el coronel Redl no pudiera escapar. Cuando iba a salir de nuevo del
hotel Klomser y en el momento de dar un encargo al portero, un detective se le
acercó con disimulo, le mostró la navaja y le preguntó amablemente: «¿Por
casualidad el coronel se ha dejado olvidada esta navaja en el coche?»
En aquel mismo instante el coronel Redl supo que estaba perdido. Mirara adonde
mirara, veía las caras conocidas de los agentes de la policía secreta que lo vigilaban y,
cuando volvió a entrar en el hotel, dos de ellos lo siguieron hasta su habitación y le
dejaron allí un revólver. Y es que, entre tanto, en el palacio imperial se había decidido
acabar de una forma discreta aquel asunto tan ignominioso para el ejército austríaco.
Los dos agentes patrullaron hasta las dos de la madrugada por delante de la habitación
de Redl en el hotel Klomser. Fue pasada esta hora cuando oyeron el disparo.
Al día siguiente apareció en los periódicos de la noche una breve nota necrológica en
honor del benemérito coronel Redl, muerto de repente. Pero había habido
demasiadas personas envueltas en esa persecución como para poder guardar el secreto.
Además, poco a poco se fueron conociendo detalles que explicaban muchas cosas
desde el punto de vista psicológico. El coronel Redl tenía inclinaciones gayses,
sin que sus superiores y compañeros lo supieran, y durante años había estado en manos
de chantajistas, los cuales finalmente le habían empujado a aquella escapatoria
desesperada. Un escalofrío de horror recorrió el ejército de punta a punta. Todo el
mundo supo que, en caso de guerra, aquella persona sola habría causado centenares de
miles de bajas y que por su culpa la monarquía habría llegado al borde del precipicio;
hasta aquel momento no comprendimos en Austria cuán cerca de la guerra mundial
habíamos estado el año anterior.
La güisquipedia le dedica un artículo inusualmente completo.
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La ciudad natal de Alfred Redl, Lemberg (actual Lviv, Ucrania), a comienzos del siglo XX.
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