El coronel Alfred Redl, architraidor

EL CURIOSO IMPERTINENTE

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Estoy enfrascado en la lectura de 'El mundo de ayer', las memorias del famoso novelista y biógrafo ****o-austriaco Stefan Zweig, el cual tras terminarlas de escribir se suicidó junto con su segunda mujer en Petrópolis, Brasil. La primera edición del libro fue publicada en Estocolmo postumamente.

En sus primeros capítulos ofrece una vívida descripción del mundo en el que vivieron sus padres y en el que pasó su niñez y juventud, la Europa de finales del siglo XIX y comienzos del XX, justo antes de que la Gran Guerra cambiara para siempre ese "mundo de antaño". De entre todos los personajes que menciona, algunos cuya fama aún perdura y otros (la mayoría) casi totalmente olvidados me ha llamado la atención la historia de este Alfred Redl, que hasta ahora ignoraba.


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Cito las líneas que Zweig le dedicó al personaje:

Sabemos por experiencia que es mucho más fácil reconstruir los hechos de una época
que su atmósfera espiritual. Ésta no se encuentra sedimentada en los
acontecimientos oficiales, sino más bien en pequeños episodios personales, como los
que desearía intercalar aquí. Para ser sincero, en aquel momento yo no creía en la
guerra. Pero por dos veces soñé despierto, como quien dice, y me desperté de un
sobresalto. La primera fue a causa del
«Asunto Redl», que, como todos los episodios importantes que ocurren en un segundo
plano de la historia, es poco conocido.
Al tal coronel Redl, héroe de uno de los dramas más complicados del espionaje, lo
conocí personalmente en un breve encuentro. Vivía en el mismo barrio que yo, a una
calle de distancia de la mía, me lo había presentado en una ocasión un amigo mío, el
fiscal T., en el café donde dicho señor de aspecto agradable y bonachón fumaba sus
cigarros puros; desde entonces nos saludábamos. Sólo más tarde descubrí hasta qué
punto estamos envueltos por el misterio en la vida y qué poco sabemos de las personas
que viven a nuestro alrededor. El tal coronel, de aspecto parecido al de cualquier buen
oficial austríaco, era el hombre de confianza del heredero del trono; le habían
encomendado la importante tarea de dirigir el servicio secreto del ejército y
contrarrestar el del enemigo. Pues bien, resulta que se filtró la noticia de que en 1912,
durante la crisis de la Guerra de los Balcanes, cuando Rusia y Austria se movilizaron
una contra otra, el secreto más importante del ejército austríaco, «el plan de
operaciones», había sido vendido a Rusia, algo que, en caso de guerra, habría
provocado una catástrofe sin precedentes, pues de ese modo los rusos habrían conocido
de antemano, paso a paso, todos los movimientos tácticos de la ofensiva austríaca. El
pánico que provocó esta traición en los círculos del estado mayor fue terrible; al
coronel Redl, como experto máximo, le incumbía la misión de descubrir al traidor, que
sólo podía hallarse entre los oficiales de mayor graduación. A su vez, el ministerio de
Asuntos Exteriores, que no confiaba del todo en la capacidad de las autoridades
militares (un ejemplo típico del antagonismo envidioso de los distintos departamentos),
dio la orden, sin informar antes al estado mayor, de investigar el caso por separado y a
tal fin encargó a la policía, entre otras medidas, que abriera todas las cartas que
llegaban del extranjero a las listas de correos, sin respetar el secreto postal.


Un buen día llegó a una estafeta de correos, a la dirección cifrada Opernball, una carta
procedente de la estación fronteriza rusa de Podwoloczyska que, una vez abierta,
resultó no contener ningún papel escrito, sino seis o siete billetes de mil coronas
austríacas. Este sospechoso hallazgo fue inmediatamente enviado a la jefatura de
policía, la cual dio la orden de apostar a un detective al lado de la ventanilla a fin de
detener en el acto a la persona que reclamase la sospechosa carta.


Por un instante la tragedia tomó un cariz típicamente vienés. A eso de las doce del
mediodía un hombre se personó en la estafeta para pedir la carta a nombre de
Opernball. El funcionario de correos hizo de inmediato la señal convenida al detective.
Pero el detective había salido a tomar un aperitivo y, cuando regresó, sólo pudo
comprobar que el desconocido había subido a un coche de punto y se había marchado
en dirección desconocida. Pero en seguida empezó el segundo acto de la comedia
vienesa. En aquella época de coches de punto, aquellos elegantes y fashionable
carruajes de dos caballos, el cochero se consideraba un personaje demasiado
distinguido como para limpiar el vehículo con sus propias manos. Por esta razón en
cada parada había un «aguador», cuya función consistía en dar de comer a los caballos
y lavar los arreos. Por suerte, el aguador de enfrente de correos se había fijado en el
número del coche que acababa de salir; al cabo de un cuarto de hora todas las
comisarías de policía habían recibido el aviso y se había encontrado el coche. El
cochero había proporcionado la descripción del hombre al que había llevado al café
Kaiserhof, donde yo siempre encontraba al coronel Redl, y, además, por una feliz
casualidad, habían hallado en el carruaje la navaja de bolsillo con la que el desconocido
había abierto el sobre. Los policías acudieron rápidamente al café Kaiserhof. Entre
tanto, el hombre cuya descripción facilitaron los agentes había vuelto a salir, pero los
camareros declararon con toda naturalidad que no era otro que su cliente habitual, el
coronel Redl, y que acababa de regresar al hotel Klomser.


El detective se quedó de una pieza. Se había resuelto el misterio. El coronel Redl, jefe
supremo del servicio de espionaje del ejército austríaco, era al mismo tiempo un espía
pagado por el estado mayor ruso. No sólo había vendido secretos y el plan de
operaciones, sino que ahora, de repente, por fin quedaba claro por qué durante los
últimos años todos los espías austríacos que él enviaba a Rusia habían sido detenidos y
condenados. Dio comienzo una frenética actividad telefónica que se prolongó hasta que
se consiguió hablar con Franz Conrad von Hótzendorf, jefe del estado mayor austríaco.
Un testigo ocular de aquella escena me contó que, después de las primeras palabras, el
hombre se volvió blanco como la cera. A continuación sonó el teléfono en el palacio
imperial; una consulta siguió a la otra. ¿Qué hacer? La policía, a su vez, había tomado
medidas para que el coronel Redl no pudiera escapar. Cuando iba a salir de nuevo del
hotel Klomser y en el momento de dar un encargo al portero, un detective se le
acercó con disimulo, le mostró la navaja y le preguntó amablemente: «¿Por
casualidad el coronel se ha dejado olvidada esta navaja en el coche?»


En aquel mismo instante el coronel Redl supo que estaba perdido. Mirara adonde
mirara, veía las caras conocidas de los agentes de la policía secreta que lo vigilaban y,
cuando volvió a entrar en el hotel, dos de ellos lo siguieron hasta su habitación y le
dejaron allí un revólver. Y es que, entre tanto, en el palacio imperial se había decidido
acabar de una forma discreta aquel asunto tan ignominioso para el ejército austríaco.
Los dos agentes patrullaron hasta las dos de la madrugada por delante de la habitación
de Redl en el hotel Klomser. Fue pasada esta hora cuando oyeron el disparo.


Al día siguiente apareció en los periódicos de la noche una breve nota necrológica en
honor del benemérito coronel Redl, muerto de repente. Pero había habido
demasiadas personas envueltas en esa persecución como para poder guardar el secreto.
Además, poco a poco se fueron conociendo detalles que explicaban muchas cosas
desde el punto de vista psicológico. El coronel Redl tenía inclinaciones gayses,
sin que sus superiores y compañeros lo supieran, y durante años había estado en manos
de chantajistas, los cuales finalmente le habían empujado a aquella escapatoria
desesperada. Un escalofrío de horror recorrió el ejército de punta a punta. Todo el
mundo supo que, en caso de guerra, aquella persona sola habría causado centenares de
miles de bajas y que por su culpa la monarquía habría llegado al borde del precipicio;
hasta aquel momento no comprendimos en Austria cuán cerca de la guerra mundial
habíamos estado el año anterior.

La güisquipedia le dedica un artículo inusualmente completo.


Alfred Redl - Wikipedia, la enciclopedia libre


La ciudad natal de Alfred Redl, Lemberg (actual Lviv, Ucrania), a comienzos del siglo XX.

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Última edición:
conclusión: hotra biktima del heteropatriarcado machocentrista opresor.

La conclusión que saco es que la trastienda de la Historia está poblada por personajes como este: espías, traidores, conspiradores, chantajistas.

Me pregunto como se la ingenió el espionaje ruso para averiguar que Redl era homosexua, y cómo fue posible que los superiores del traidor lo ignoraran.
 
Otro episodio que refuerza mi impresión de que el Imperio Austrohúngaro vivía en una alegre decadencia, que era un régimen de una ineficiencia brutal que se sostenía por los pelos y por una afortunada confluencia de tendencias históricas (básicamente, que a ninguna potencia de la época le interesaba demasiado un cambio drástico del status quo en Centroeuropa y Balcanes), y que estaba condenado a desaparecer cuando la fortuna dejó de soplar a su favor.

Siempre me ha impresionado mucho el final de Stephan Zweig. Además, en la enciclopedia que leía de niño "Zweig" era la última entrada, y si una enciclopedia es un mapa del mundo, que acabe todo en una fin como ésa le añadía a todo un toque fúnebre.
 
El coronel Redl tenía inclinaciones gayses,
sin que sus superiores y compañeros lo supieran, y durante años había estado en manos
de chantajistas, los cuales finalmente le habían empujado a aquella escapatoria
desesperada.

Por eso ningún gays era admitido en servicios de inteligencia: Estaban abiertos a todo tipo de chantajes.
 
Hay una película húngara de 1985 que trataba sobre el affaire Redl. La dirigió Istvan Szabo. No la he visto, aunque tengo un vago recuerdo de haber oído algo al respecto en algún programa de cine. Según propia confesión del director, al escribir el guión se había tomado tantas "licencias artísticas" con los hechos que se preguntó si quizás debería haberle puesto otro título al filme.


La crítica del New York Times publicada cuando se estrenó contiene alguna información adicional interesante sobre Redl.



COLONEL REDL - THE MAN BEHIND THE SCREEN MYTH - NYTimes.com

COLONEL REDL: THE MAN BEHIND THE SCREEN MYTH
By RICHARD GRENIER
Published: October 13, 1985

In the opening battles of World War I, the Austro-Hungarian Empire lost half a million men. It is almost universally thought that tens of thousands of these men died because of the treachery of Alfred Redl, a colonel of the Austrian General Staff and a top-level intelligence officer. Chroniclers of the last days of the Hapsburg Empire, as well as historians of espionage ranging from the Central Intelligence Agency's Allen Dulles to the Soviet Union's Gen. Mikhail Milstein, concur in calling Redl an arch-traitor.

The Redl Affair has exercised a fascination on Central Europeans that Americans, with their current Walker case, and even the British, with Guy Burgess, Donald Maclean and Kim Philby, can scarcely imagine. ''Colonel Redl,'' the film now playing at the 57th Street Playhouse, is at least the fifth adaptation for stage or screen of this story, and there have been innumerable accounts in print, for the Redl Affair has a scope and grandeur scarcely imaginable today. It also has drama to the highest degree.

In the present age of electronic surveillance, it is sometimes hard to measure the effect of an individual act of treason, but when Redl betrayed Austria he was plainly sending thousands of his countrymen to their death. Redl was also not without a strange Iago-like quality, a fitting subject for the Hungarian director Istvan Szabo, who won an Academy Award in 1981 for his ''Mephisto,'' a study of a great German actor who collaborates with the Nazis.

The Redl Affair had everything: sex, espionage, betrayal, a fall from greatness and a sensational climax in which Redl, repentant, with nobility now, went to his death like a figure of high tragedy. The scandal also hit the Austrian Empire on the very eve of the carnage of World War I, at a moment when, in any case, the Empire's many inflamed nationalities were on the verge of destroying it. And once the Hapsburg's Vienna passed into history in 1918, everything surrounding its last days became the subject of romance.

The oddity of the new version is that Mr. Szabo has undertaken to portray the colonel sympathetically, a job that, historically speaking, takes some doing. ''Colonel Redl,'' in any event, was one of the more eagerly awaited movies of the current New York Film Festival.

Redl is thought to have sold to Russia one of Austria's principle attack plans, along with its order of battle, its mobilization plans (in an age when mobilization could be the key to victory) and detailed plans of Austrian fortifications soon to be overrun by Russia. He is known beyond question to have sent Austrian agents into Russia and then to have sold them out to St. Petersburg. He also had Austrian agents within the Russian Imperial Staff, but sold them out too, to be hanged or to commit suicide.

When the Redl Affair broke on the eve of war, the young Austrian writer Stefan Zweig ''started up with terrified soul,'' as he wrote later, for he knew then that war was coming.

The Austrian General Staff, learning with horror of Redl's treason, dispatched a delegation of four high-ranking officers. A Browning pistol was laid on Redl's table, and the four officers waited in the street below. Redl blew his brains out. He left behind a suicide note: ''Passion and levity have destroyed me. I pay with my life for my sins. Pray for me.'' It was not the note of an innocent man.

The passion Redl referred to was gays; although handsomely rewarded financially, he was initially trapped into treason by blackmail. Russian payments allowed Redl to live a life of the greatest luxury - he ''loved money,'' said General Milstein. One might have thought that such high living would come to the attention of Austrian counterintelligence, except that for many years Redl was chief of counterintelligence.


On the eve of World War I, Redl initiated a ''special relationship'' for exchange of intelligence between Austria and Germany. In a historic irony, it was the Germans who ultimately picked up his trail.

Redl owed everything to the army. The ninth of 14 children of an impoverished railway clerk in Lemberg (now Lvov in the Soviet Ukraine), he was a good student and attended an Austrian military academy and the Imperial War College. Educated in German, he was Ukrainian by origin and spoke perfect Ukrainian, Polish and Russian, which seemed to have predestined him for intelligence operations against Russia.

Redl's career in the Imperial Army was especially brilliant. He was diligent, intelligent, soldierly, good on maneuvers. He received the highest grades on his fitness reports and was decorated time and again, with the Iron Crown, Military Cross, Military Medal - even the medal of ''Supreme Satisfaction'' from the Emperor.

Although technological means of espionage were in their infancy, Redl was a great innovator. Before the age of electronic bugging, he seems to have been the first to have recorded conversations on early wax cylinders, used concealed cameras and initiated a policy of intercepting mail.

Redl was nothing if not audacious. Letters indicate that he was deeply in love with a young cavalry officer in Austria's 7th Uhlans, the Empire's most fashionable cavalry unit, and that he kept this officer in the highest style: horses, custom-made Daimlers (at three times a colonel's yearly pay), a sumptuous apartment - all paid for with Russian money. He took the young officer with him even on some official occasions, introducing him as his nephew.

Redl's passion for the cavalry officer did not, however, prevent dalliance with other partners. After his suicide, members of the General Staff who broke into his residence, which reeked of women's perfume, found not only photocopies of top-secret Austrian battle plans but also cosmetics, pomades, dyes, a curling iron, women's silk stockings and photographs of Redl and other male Austrian officers, nude or in women's clothing, engaging in a variety of sensual practices.


It was a shocking scandal and, with the world on the brink of war, tremendously demoralizing for Hapsburg loyalists. If the Imperial General Staff was this rotten, with one of its key members in the pay of the potential enemy, what confidence could the army have in its leaders? The scandal has never completely died down. Three earlier movies in German dealt with the subject, as did the British playwright John Osborne in his 1965 work ''A Patriot for Me,'' which focused rather more on Redl's gaysity than on his treason.

Given the intense odium attached to the very name Redl (his two surviving brothers changed their name), the portrayal of the colonel in Mr. Szabo's film is surprisingly sympathetic. He gives Redl as a childhood friend a Hungarian nobleman (Baron Kubinyi), a female mistress (Kubinyi's sister, Countess Katalin) and a wife (Clarissa), all of whom are fictional. He re-creates the Archduke Franz Ferdinand as leader of a cabal seeking to provoke a ''good little war'' and trying to involve Redl in the plot, with Redl resisting - also all fictional. He reduces Redl's gaysity to one muted incident and makes his ''treason'' not really treason at all but a senseless, one-time-only blurting out of numbers of cavalry squadrons, infantry battalions and the like to a dazed listener who takes no notes.

Mr. Szabo admits that he is not primarily interested in either gaysity or treason but rather in Redl's ''identity crisis.'' Today, he said, ''people want to be something other than what they are. It's the disease of the century.''

Seated on the floor of a midtown Manhattan hotel, his dress shirt open at the neck, his hair almost white, Mr. Szabo, 47, continued:

''What drew me to the Redl story was that Redl didn't like himself. He wanted to be someone else. He was a poor Ukrainian and he wanted to be an Austrian nobleman. But it's impossible to change identity! Today people want to change class, rank, sex, their face. Plastic surgeons become rich. It's a real disease.''

''And there's another side of the Redl story that interested me, too,'' Mr. Szabo went on. ''I disagree with Osborne. Osborne thought gaysity was the cause of Redl's trouble. I think it was his identity crisis, as I say. But also - because there's another lesson here - people are prejudiced against anything different: Jews, blacks, gayss, intellectuals, students. And when authorities want an enemy they look for a scapegoat.''

Mr. Szabo acknowledges that, having taken many liberties with the Redl story, ''Perhaps we should have changed the name.'' But, he adds, ''How do we know but what tomorow we'll read in the newspapers that new documents have been found proving Redl was innocent?''

Alluding to his fictional character - ''his'' Redl - Mr. Szabo suggests that the colonel has a double motive for his final, arguably treasonous, act. ''First, it's an alternative to suicide, a suicidal act. And, second, it's a cry for help. He's trying to avoid war. He thinks perhaps war can be avoided.''

Asked if he thought the rattling off of a bunch of figures in the Vienna Woods could have helped the Russians much militarily, or if in general such actions helped to prevent war, Mr. Szabo smiled and answered: ''You're right. Cross out the second motivation. It's a suicidal act. He knows the end is coming.''

But, the director continued, ''After all, I'm a storyteller. You believed it when you saw it on the screen?'' He shrugged. ''Good. That's my job.''

Mr. Szabo downplays the role of directors who are not also screenwriters. ''People really make too much of a mystery of directing,'' he said. ''There is nothing a director needs to know about movie-making that an intelligent high-school graduate can't learn in two weeks.''

Referring to his role as co-writer (with Peter Dobai) of the screenplay for ''Colonel Redl,'' he added, ''I don't want to be handed a story written by someone else and then just tell the actors to come in here and go out there. I want to shape the whole story.''

Most of his favorite directors, he noted - Ingmar Bergman, Federico Fellini and the late Luis Bunuel -also wrote or at least co-wrote their own films. His ''Colonel Redl,'' he said, really owed most not to the Osborne play nor to the historical details of the Redl Affair, but to the great Austrian novel chronicling the dying days of the Austro-Hungarian Empire, Joseph Roth's famous ''Radetzky March,'' the atmosphere of which influenced him strongly.

''It's very sad, but a wonderful novel,'' said Mr. Szabo. ''When Trotta [the novel's protagonist] at the end of the book meets his Emperor Franz Joseph and they face each other, after all that has happened, just two old men. Now that's a story. That's what I wanted to tell. A story like that is truer than history.''

Over the opening and closing titles of ''Colonel Redl'' are heard the stirring strains of Johann Strauss the elder's celebrated Radetzky March itself. It is Istvan Szabo's tribute to Joseph Roth, who, an Austrian Jew, committed suicide on Rue Tournon in Paris when Hitler's armies entered the city in 1940.

Visto retrosprectivamente había numerosos indicios que apuntaban hacia Redl como el traidor que pasaba información a Rusia: el rápido aumento de su fortuna personal, su gusto por el lujo, su soltería, la sospechosa relación con su "sobrino". Pero nada de eso levantó sospechas. Al final tuvo que ser el servicio secreto alemán el que lo desenmascarara.

---------- Post added 31-jul-2016 at 19:55 ----------

Según el crítico del New York Times, Redl era ucraniano, pero a mí me parece un anacrónico adjudicarle ese gentilicio. En todo caso habría sido ruteno.

Austria_hungary_1911.jpg


De acuerdo con este mapa los polacos eran mayoría en su ciudad natal, pero los rutenos lo eran en toda la región circundante

---------- Post added 31-jul-2016 at 20:06 ----------

¿Alguien ha visto 'Gran Hotel Budapest'? Dicen que está inspirada en las memorias de Zweig, incluso dio pie a la reedición de sus obras hace un par de años.
 
Aunque se aparte del asunto principal del hilo me ha parecido que os gustará leer otra parte de las memorias de Zweig acerca del comienzo de la PGM. Su perspectiva no es la del historiador que se limita a la exposición e interpretación de los hechos, sino la del novelista y testigo pasivo de unos sucesos que cambiaron el mundo.

Era un pequeño cine de barriada que en nada se parecía a los modernos y luminosos
palacios de cromo y cristal. Era una simple sala improvisada, rebosante de gente
sencilla, obreros, soldados y verduleras, buena gente que charlaba de buen humor y
que, a pesar de la prohibición de fumar, lanzaba al aire asfixiante nubes de humo azul
de Scaferlati y Caporal. En primer lugar proyectaron «Noticias del mundo». Una
regata en Inglaterra: la gente charlaba y reía. A continuación, un desfile militar
francés: tampoco en este caso la gente demostró un gran interés. Tercera imagen: el
emperador Guillermo visita al emperador Francisco José en Viena. De repente vi en
la pantalla el conocido andén de la antiestética estación Oeste de Viena con unos policías
esperando el tren. Después, un toque de corneta. El anciano emperador Francisco José
pasando por delante de la guardia de honor para ir a dar la bienvenida a su huésped.
Cuando el viejo emperador apareció en la pantalla, caminando ya un poco encorvado y
vacilante, la gente de Tours se rió con simpatía del anciano de blancas patillas. Luego
se vio el tren entrando en la estación: el primer vagón, el segundo, el tercero. Se abrió
la puerta del coche salón y de él bajó Guillermo II, con su erizado bigote y el uniforme
de general austríaco.

Tan pronto como el emperador Guillermo apareció en la pantalla, una pitada tremenda
y un pataleo furioso estallaron espontáneamente en la oscurecida sala. Todo el mundo
gritaba y silbaba, mujeres, hombres y niños se mofaban, como si el monarca los hubiera
ofendido personalmente. La buena gente de Tours, que no sabía del pánico y del mundo
más que lo que leía en los periódicos, había enloquecido por unos instantes. Me asusté.
Me asusté hasta los tuétanos, porque me di cuenta de hasta qué punto debía de haber
progresado el emponzoñamiento provocado por años y años de propaganda de repruebo,
cuando incluso allí, en una pequeña ciudad de provincias, sus cándidos ciudadanos y
soldados habían sido ya instigados de tal manera en contra del emperador y de
Alemania, que una simple imagen fugaz en la pantalla era capaz de provocar en
ellos semejante estallido. Duró un segundo, sólo un segundo. Después, cuando
aparecieron otras imágenes, lo olvidaron todo. Rieron a carcajada limpia con la película
cómica que vino a continuación y se golpeaban las rodillas con fruición y un gran estrépito. Sólo había sido un segundo, pero un segundo que me demostró cuán fácil sería, en caso de una crisis grave, provocar a los pueblos de uno y otro lado, a pesar de
todas las tentativas de entente, a pesar de todos nuestros esfuerzos.

LAS PRIMERAS HORAS DE LA GUERRA DE 1914
El verano de 1914 seguiría siendo igualmente inolvidable sin el cataclismo que
descendió sobre tierra europea, porque pocas veces he vivido un verano tan exuberante,
hermoso y casi diría... veraniego. El cielo, de un azul sedoso noche y día; el aire, dulce
y sensual; los prados, fragantes y cálidos; los bosques, oscuros y frondosos, con su
joven verdor; todavía hoy, al pronunciar la palabra «verano», automáticamente me
vienen a la memoria aquellos radiantes días de julio que pasé en Baden, cerca de Viena.
Me había retirado a esa pequeña y romántica ciudad que con tanta frecuencia había
escogido Beethoven como residencia veraniega, para concentrarme durante todo el mes
en el trabajo y luego pasar el resto del verano con mi venerado amigo Verhaeren en una
villa de Bélgica. En Baden no hace falta salir del núcleo urbano para disfrutar del
paisaje. El hermoso bosque quebrado por colinas se interna imperceptiblemente entre
las casas bajas estilo biedermeier que han conservado la sencillez y el encanto de los
tiempos de Beethoven. Uno se puede sentar en las terrazas de cafés y restaurantes que
abundan por doquier, y siempre que quiera se puede mezclar con la alegre clientela de
los balnearios que desfila en sus carruajes por el parque o se pierde por caminos
solitarios.

En la víspera de aquel 29 de junio, que la católica Austria celebraba siempre como la
festividad de San Pedro y San Pablo, habían llegado muchos clientes de Viena.
Ataviada con ropas claras de verano, alegre y despreocupada, la multitud se agitaba en
el parque ante la banda de música. Hacía un tiempo espléndido; el cielo sin nubes se
extendía sobre los grandes castaños y era un día para sentirse realmente feliz. Se
acercaban las vacaciones para pequeños y mayores y, en aquella primera fiesta estival,
los veraneantes, con el olvido de sus preocupaciones diarias, anticipaban en cierto
modo la estación entera del aire radiante y el verdor intenso. Yo estaba sentado lejos de
la multitud del parque, leyendo un libro (todavía recuerdo cuál: Tolstói y Dostoievski
de Merezhkovski); lo leía con atención e interés. Pero también era consciente del viento
entre los árboles, de los trinos de los pájaros y de la música que llegaba a mis oídos
desde el parque a oleadas. Oía claramente las melodías, sin que me molestaran, puesto
que nuestro oído es tan adaptable, que un ruido continuado, una calle estrepitosa o un
riachuelo susurrante al cabo de pocos minutos se amoldan completamente a
nuestra conciencia y, al contrario, una interrupción inesperada del ritmo nos obliga a
aguzar los oídos.

Y fue así como interrumpí sin querer la lectura: cuando, de repente, la música paró en
mitad de un compás. No sabía qué pieza estaba tocando la banda en aquel momento,
sólo noté que la melodía había cesado de golpe. Instintivamente levanté los ojos del
libro. La multitud, que como una sola masa de colores claros paseaba entre los
árboles, también daba la impresión de que había sufrido un cambio: de repente había
detenido sus evoluciones. Algo debía de haber pasado. Me levanté y vi que los músicos
abandonaban el quiosco de la orquesta. También eso era extraño, pues el concierto solía
durar una hora o más. Algo debía de haber causado aquella brusca interrupción;
mientras me acercaba, observé que la gente se agolpaba en agitados grupos ante el
quiosco de música, alrededor de un comunicado que, evidentemente, acababan de
colgar allí. Tal como supe al cabo de unos minutos, se trataba de un telegrama
anunciando que Su Alteza Imperial, el heredero del trono y su esposa, que habían ido a
Bosnia para asistir a unas maniobras militares, habían caído víctimas de un vil atentado
político.

12.jpg


Cada vez se reunía más gente alrededor del anuncio. La inesperada noticia pasaba de
boca en boca. Pero hay que decir en honor a la verdad que en los rostros no se
adivinaba ninguna emoción o irritación especiales, porque el heredero del trono nunca
había sido un personaje querido. Todavía recuerdo, de cuando era niño, aquel otro día
en que encontraron en Meyerling al príncipe heredero Rudolf, hijo único del
emperador, muerto de un disparo. En aquella ocasión la ciudad entera se alborotó, presa
de una gran agitación; un gentío enorme se había congregado para ver la capilla
ardiente y había expresado de manera abrumadora su pésame al emperador y el horror
por la fin, en la flor de la vida, de su único hijo y heredero, en quien todos habían
puesto sus mayores esperanzas, porque era un Habsburgo progresista y
extraordinariamente simpático como persona. A Francisco Fernando le faltaba lo más
importante para ser realmente popular en Austria: afabilidad personal, encanto humano
y buenas maneras en el trato social. Yo lo había observado a menudo en el teatro.
Permanecía sentado en su palco, imponente y repantingado, con sus ojos de
mirada fija y fría, sin dirigirlos hacia el público ni una sola vez con simpatía ni
animar a los actores con afectuosos aplausos. Nunca nadie le había visto sonreír, no
existía ninguna fotografía suya donde apareciese con ademán distendido. No tenía
afición por la música ni sentido del humor, y la mirada de su esposa encerraba la misma
displicencia. Un aire gélido rodeaba a esa pareja; se sabía que no tenían amigos, que el
viejo emperador odiaba al príncipe de todo corazón, porque éste era incapaz de
disimular con tacto su impaciencia de heredero por subir al trono. Mi presentimiento,
casi visionario, de que aquel hombre de nuca de buldog y ojos fríos e inexorables sería
la causa de alguna desgracia no era, pues, tan sólo personal, sino que lo compartía toda
la nación; por esta razón la noticia de su asesinato no despertó ningún sentimiento
profundo. Al cabo de dos horas ya no se observaba señal alguna de auténtica aflicción.
La gente charlaba y reía, y por la noche la música volvió a sonar en todos los locales.
Aquel día hubo en Austria muchas personas que, a escondidas, respiraron aliviadas,
porque se había eliminado al heredero del viejo emperador en beneficio del joven
archiduque Carlos, mucho más popular.

Al día siguiente los periódicos publicaron, desde luego, extensas necrologías en que
expresaban como es debido su indignación por el atentado. Pero nada indicaba que se
fuera a aprovechar el suceso para llevar a cabo una acción política contra Serbia. En
primer lugar, aquella fin creaba a la casa imperial un tipo de preocupaciones
completamente distinto, a saber: las del ceremonial del sepelio. De acuerdo con su
rango de heredero del trono y, sobre todo, porque había muerto en el ejercicio de su
deber para con la monarquía, le habría correspondido, naturalmente, un lugar en el
panteón de los Capuchinos, la sepultura histórica de los Habsburgos. Pero Francisco
Fernando, tras inacabables y encarnizadas luchas contra la familia imperial, había
acabado casándose con una tal condesa Chotek, una dama de la alta aristocracia, en
efecto, pero no de igual linaje y, según la misteriosa y secular ley de la casa de los
Habsburgos, en las grandes ceremonias las archiduquesas obstinadamente mantenían la
preferencia ante la esposa del príncipe heredero, cuyos hijos no tenían derecho de
sucesión. Pero la altanería de la corte se volvió también contra la difunta. ¡Cómo! ¿Dar
sepultura a una condesa Chotek en el panteón imperial de los Habsburgos? ¡No,
imposible! Estalló una intriga tremenda; las archiduquesas protestaron ante el viejo
emperador. En tanto que oficialmente se pedía al pueblo riguroso duelo, en palacio se
entrecruzaban violentos rencores y, como de costumbre, quien recibió el agravio fue el
difunto. Los maestros de ceremonias inventaron el cuento de que había sido deseo
expreso del fallecido ser enterrado en Artstetten, un villorrio austríaco de provincias, y
bajo tal pretexto pseudo piadoso pudieron zafarse a la chita callando de la capilla
ardiente abierta al público, del cortejo fúnebre y de todas las polémicas sobre el rango
del personaje. Los féretros de ambos muertos fueron traslados discretamente a
Artstetten, donde recibieron sepultura. Viena, a cuya curiosidad se había privado así de
un buen espectáculo, en seguida empezó a olvidar el trágico suceso. Al fin y al cabo,
tras la fin violenta de la emperatriz Isabel y del príncipe heredero y tras la
escandalosa huida de varios miembros de la casa imperial, el pueblo austríaco se había
acostumbrado hacía ya tiempo a la idea de que el viejo emperador sobreviviría, solo e
imperturbable, a su descendencia «tantálida». Unas semanas más y el nombre y la
figura de Francisco Fernando habrían desaparecido para siempre de la historia.

Pero luego, aproximadamente al cabo de una semana, de repente empezó a aparecer en
los periódicos una serie de escaramuzas, en un crescendo demasiado simultáneo como
para ser del todo casual. Se acusaba al gobierno serbio de anuencia con el atentado y se
insinuaba con medias palabras que Austria no podía dejar impune el asesinato de su
príncipe heredero, al parecer tan querido. Era imposible sustraerse a la impresión de
que se estaba preparando algún tipo de acción a través de los periódicos, pero nadie
pensaba en la guerra. Ni los bancos ni las empresas ni los particulares cambiaron sus
planes. ¿Qué nos importaba aquella eterna disputa con los serbios que, como todos
sabíamos, en el fondo había surgido a causa de unos simples tratados comerciales
referentes a la exportación de cerdos serbios? Yo había preparado las maletas para
mi viaje a Bélgica, a casa de Verhaeren, y tenía mi trabajo bien encaminado: ¿qué tenía
que ver el archiduque muerto y enterrado con mi vida? Era un verano espléndido como
nunca y prometía serlo todavía más; todos mirábamos el mundo sin inquietud.
Recuerdo que en mi último día de estancia en Baden paseé con un amigo por los
viñedos y un viejo viñador nos dijo:

-No hemos tenido un verano parecido desde hacía mucho tiempo. Si sigue así,
tendremos una cosecha nunca vista. ¡La gente recordará este verano!

Aquel viejo con delantal blanco de tonelero no sabía qué verdad tan terrible encerraban
sus palabras.

El mismo ambiente despreocupado reinaba en Le Coq, el pequeño balneario cerca de
Ostende, donde yo tenía la intención de pasar dos semanas antes de alojarme, como
todos los años, en la pequeña villa de Verhaeren. Los veraneantes aparecían tumbados
en la playa bajo sombrillas de colores o se bañaban; los niños hacían volar sus cometas
y los jóvenes bailaban en el rompeolas delante de los cafés. Todas las naciones
imaginables estaban pacíficamente reunidas allí; ante todo se oía hablar alemán porque,
como todos los años, la vecina Renania prefería enviar a sus veraneantes a las playas
belgas. El único estorbo procedía de los rapazuelos que repartían los periódicos, los
cuales, para vender, se desgañitaban anunciando los amenazadores titulares de los
diarios de París: L'Autriche provoque la Russie, L'Allemagne prépare la mobilisation.
Se podía observar cómo se oscurecían, aunque sólo por unos minutos, los rostros
de quienes compraban la prensa. Al fin y al cabo, conocíamos aquellos conflictos
diplomáticos desde hacía años; siempre se resolvían en el último momento, antes de
que las cosas fueran de mal en peor. ¿Por qué no en esta ocasión también? Media hora
después volvíamos a ver a la misma gente divirtiéndose, chapoteando en el agua, las
cometas volaban, las gaviotas revoloteaban y el sol sonreía claro y cálido sobre aquella
tierra en paz.

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Pero las malas noticias se iban acumulando y cada vez eran más amenazadoras.
Primero el ultimátum de Austria a Serbia, después la respuesta evasiva, los telegramas
entre los monarcas y, al final, las movilizaciones ya apenas disimuladas. Nada me
retenía en aquel remoto rincón. Todos los días cogía el tren eléctrico hasta Ostende para
estar más cerca de las noticias, que cada vez eran peores. La gente seguía bañándose,
los hoteles continuaban llenos, los veraneantes seguían paseando por el rompeolas,
riendo y charlando. Pero por primera vez algo nuevo se entrometió en la placentera
escena. De repente empezamos a ver soldados belgas, que hasta entonces nunca habían
pisado la playa. Se veían carretones cargados de ametralladoras tirados por perros
(curiosa peculiaridad del ejército belga).

Yo estaba sentado en un café con unos amigos belgas, un joven pintor y el escritor
Crommelynck. Habíamos pasado la tarde en casa de James Ensor, el pintor
contemporáneo más importante de Bélgica, un hombre muy especial, solitario y
reservado, más satisfecho de los pequeños y pésimos valses y polcas que componía
para las bandas militares que de sus cuadros fantásticos, pintados con relucientes
colores. Nos había mostrado sus obras, a decir verdad de bastante mala gana, porque le
parecía grotesca la idea de que alguien pudiera comprarle alguna. Su sueño, como
contó riendo a los amigos, era venderlas caras, pero a la vez poder conservarlas todas,
porque con la misma avidez se apegaba al dinero que a cada uno de aquellos cuadros.
Cada vez que se desprendía de uno, pasaba varios días desesperado. Aquel genial
Harpagón nos había puesto de buen humor con sus extravagantes manías y, cuando
pasó por delante de nosotros una tropa de soldados con una ametralladora tirada por
perros, uno de nosotros se puso de pie y acarició a uno de los animales, cosa que
enfureció al oficial al mando del pelotón, temeroso de que aquellos mimos a un
objeto bélico pudieran menoscabar la dignidad de una institución militar.

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-¿A qué vienen todos estos estúpidos desfiles?-gruñó alguien a nuestro alrededor. Y
otro le contestó irritado:

-¿Acaso no hay que tomar precauciones? Se dice que, en caso de guerra, los alemanes
pasarán por nuestro país.

-¡Imposible!-dije yo, sinceramente convencido, porque en aquel viejo mundo todavía
creíamos que los tratados eran sagrados-. Si algo ocurriera y Francia y
Alemania se aniquilaran mutuamente hasta el último hombre, vosotros los belgas
permaneceríais tranquilamente a cubierto.

Pero nuestro pesimista no se daba por vencido. Tenía que haber alguna razón, dijo, para
que se tomaran semejantes medidas en Bélgica. Desde hacía algunos años corrían
rumores acerca de un plan secreto del estado mayor alemán para invadir Bélgica en
caso de tener que atacar a Francia a pesar de todos los tratados firmados. Pero yo
tampoco me di por vencido. Me parecía de lo más absurdo que, mientras miles y miles
de alemanes disfrutaban, indolentes y felices, de la hospitalidad de aquel pequeño país
que no tenía arte ni parte en la reyerta, hubiera un ejército en la frontera a punto de
invadirlo.

-¡Qué disparate!-dije-. ¡Colgadme de esta farola, si los alemanes entran en Bélgica!
Todavía ahora doy las gracias a mis amigos por no haberme tomado la palabra.
Pero luego vinieron los últimos días críticos de julio y, de hora en hora, cada nueva
noticia contradecía la anterior; los telegramas del emperador Guillermo al zar y del zar
al emperador Guillermo, la declaración de guerra a Serbia por parte de Austria, el
asesinato de Jaurés. Daba la sensación de que iba en serio. De repente se levantó un frío
viento de miedo en la playa, que la barrió hasta dejarla completamente vacía. La gente,
a miles, dejó los hoteles y tomó los trenes por asalto; incluso las personas de más buena
fe se apresuraron a hacer las maletas. Yo también; tan pronto como oí la noticia de la
declaración de guerra por parte de los austríacos, me aseguré un billete, y la verdad es
que llegué justo a tiempo, porque el expreso de Ostende fue el último tren que cubrió el
trayecto entre Bélgica y Alemania. Viajamos de pie en los pasillos, nerviosos e
impacientes, hablando unos con otros. Nadie logró leer o permanecer sentado y quieto,
en cada estación nos precipitábamos fuera del tren para recoger más noticias, con la
secreta esperanza de que alguna mano decidida contuviera la fatalidad que se había
desencadenado. Todavía no creíamos en la guerra y, menos aún, en una oleada turística de
Bélgica. El tren se acercaba lentamente a la frontera. Pasamos por Verviers, la estación
fronteriza belga. Subieron al tren revisores alemanes: en diez minutos estaríamos en
territorio alemán.

Pero, a medio camino de Herbestahl, la primera estación alemana, el tren se detuvo de
repente en campo abierto. Nos apretujamos contra las ventanas de los pasillos. ¿Qué
había ocurrido? A oscuras vi pasar un tren de carga tras otro en dirección contraria:
vagones abiertos o cubiertos con lonas, bajo las cuales me pareció ver vagamente la
amenazadora silueta de unos cañones. Me dio un vuelco el corazón. Debía de ser la
ofensiva del ejército alemán. Pero quizá, me dije para consolarme, sólo era una medida
defensiva, sólo una amenaza de movilización y no la movilización propiamente dicha.
Y es que en momentos de peligro la voluntad de seguir teniendo esperanza siempre se
hace mayor. Finalmente apareció la señal de
«vía libre», el tren reanudó la marcha y entró en la estación de Herbestahl. Bajé los
escalones de un salto para ir a buscar un periódico y pedir información. Pero la estación
estaba ocupada por el ejército. Cuando quise entrar en la sala de espera, un funcionario
barbiblanco y severo apostado ante la puerta cerrada me lo impidió: prohibido el paso a
las dependencias de la estación. Pero yo ya había oído a través de los cristales de la
puerta, cuidadosamente tapados, el chirrido de los sables y los golpes secos de las
culatas en el suelo. No cabía duda, se había puesto en movimiento lo que nos parecía
monstruoso: la oleada turística alemana de Bélgica en contra de todos los estatutos del
derecho internacional. Con un escalofrío de horror volví al tren y proseguí mi viaje de
regreso a Austria. No había la menor duda: iba derecho a la guerra.

¡A la mañana siguiente estaba en Austria! En todas las estaciones habían pegado
carteles anunciando la movilización general. Los trenes se llenaban de reclutas
recién alistados, ondeaban las banderas, retumbaba la música y en Viena encontré toda
la ciudad inmersa en un delirio. El primer espectro de esa guerra que nadie quería, ni la
gente ni el gobierno, aquella guerra con la que los diplomáticos habían jugado y
faroleado y que después, por chapuceros, se les había escurrido entre los dedos en
contra de sus propósitos, había desembocado en un repentino entusiasmo. Se formaban
manifestaciones en las calles, de pronto flameaban banderas y por doquier se oían
bandas de música, los reclutas desfilaban triunfantes, con los rostros iluminados,
porque la gente los vitoreaba, a ellos, los hombrecitos de cada día, en quienes nadie se
había fijado nunca y a quienes nadie había agasajado jamás.

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La conclusión que saco es que la trastienda de la Historia está poblada por personajes como este: espías, traidores, conspiradores, chantajistas.

Me pregunto como se la ingenió el espionaje ruso para averiguar que Redl era homosexua, y cómo fue posible que los superiores del traidor lo ignoraran.
Los agentes Romeo no son un invento de Markus Wolf.

Que por cierto era mitad judío... ruso.

P.S. Espero que le esté gustando el libro. A mí mucho, Zweig era un gran escritor y tenía talento para llamar cosas con epítetos breves y claros, como cuando llamó a la época entre 1870 y 1914 "la edad de oro de la seguridad".
 
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Los agentes Romeo no son un invento de Markus Wolf.

Que por cierto era mitad judío... ruso.

P.S. Espero que le esté gustando el libro. A mí mucho, Zweig era un gran escritor y tenía talento para llamar cosas con epítetos breves y claros, como cuando llamó a la época entre 1870 y 1914 "la edad de oro de la seguridad".

El libro está muy bien, aunque algunos pasajes los encuentros un tanto farragosos. Zweig cuenta poco de su vida íntima , prefiriendo enumerar, no sin cierta vanidad, la larga lista de artistas, literatos, periodistas y políticos a los que conoció durante aquellos años. Por otro lado hace observaciones muy interesantes, como cuando explica la diferencia en la actitud hacia el sesso entre la generación de sus padres y la suya, o cuando narra la substitución de la vieja aristocracia (los Esterhazy y demás) por la burguesía judía como mecenas de las artes en el imperio Austro-Húngaro.

Zweig era novelista, no historiador, así que el libro puede leerse como si tratara de una novela, aunque los hechos narrados fueran ciertos. Tampoco me siento muy inclinado a criticar al autor, dadas las circunstancias en las que escribió ese libro.
 
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Otro episodio que refuerza mi impresión de que el Imperio Austrohúngaro vivía en una alegre decadencia, que era un régimen de una ineficiencia brutal que se sostenía por los pelos

Karl Kraus: "la situación del Imperio es desesperada, pero no es grave".

(básicamente, que a ninguna potencia de la época le interesaba demasiado un cambio drástico del status quo en Centroeuropa y Balcanes), y que estaba condenado a desaparecer cuando la fortuna dejó de soplar a su favor.

Lo que dejó de soplar a su favor fue la sensatez de las clases medias intelectuales de los pueblos que formaban el Imperio. Un personaje de una novela de Joseph Roth dice cuando comienza la guerra del 14: "ahora todos los pueblos querrán tener su pequeño estadito de cosa".

---------- Post added 03-ago-2016 at 19:25 ----------

Quien tenga interés en los orígenes de la I Guerra Mundial no debe dejar de leer este gran libro:

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