El Pionero
Alcalde y presidente de Fútbol Paco premium
Cuenta Luis del Pino en su reciente novela sobre Fernando VII, 'Yo, el difamado' (La Esfera de los Libros), que el retrato que ha llegado hasta nuestros días del Rey de España es demasiado cruel e injusto. Que el monarca no fue tan «menso, tramposo, fistro y retrógado» como se la ha pintado. Pero, sobre todo, que no fue el «traidor» que la mayoría de los historiadores creemos, a raíz de la firma del Tratado de Fontainebleau por parte de su ministro, Manuel Godoy, que condenó a su pueblo al peor de los destinos.
Con aquel acuerdo rubricado el 27 de octubre de 1807, Napoleón obtuvo el permiso de Fernando VII para atravesar España con más de 110.000 soldados. El objetivo oficial era conquistar Portugal, pero todo fue una farsa, porque los franceses comenzaron a conquistar todas las ciudades que encontraron a su paso por la Península Ibérica. Cuando el Rey regresó de Francia y entró en Madrid por la Puerta de Atocha el 24 de marzo de 1808, fue aclamado por su pueblo. «Parecía un día de junio en el que la naturaleza sonreía como la Nación», escribió Benito Pérez Galdós en sus 'Episodios Nacionales'.
Las calles se mantuvieron relativamente tranquilas en las semanas siguientes gracias a la presencia de los soldados galos, que paseaban a sus anchas por la capital sin que los madrileños se hubieran percatado del desdén con que trataban al mismo Rey Fernando . «Nos cuesta mucho trabajo creer que los propósitos de los franceses no fueran evidentes ante los ojos de nuestros conciudadanos. Los testigos de aquella situación nos hablan insistentemente del malestar creciente de la población madrileña.
El cambio introducido por Gonzalo Fernández de Córdoba en su Ejército le dio a España el poderío militar en el mundo y tras*formó la forma de combatir hasta la llegada de las armas de destrucción masiva en el siglo XX
No obstante, los madrileños no sabían qué hacer, porque los franceses tenían en la ciudad y sus alrededores a 25.000 hombres ocupando El Retiro y pertrechados con numerosa Artillería», explicaba el historiador José Manuel Guerrero, comandante del Ejército de Tierra, en su artículo 'El ejército francés en Madrid', que fue publicado en la 'Revista de Historia Militar' en 2004. Sin embargo, el 2 de mayo de 1808, Madrid saltó por los aires y dio comienzo la Guerra de Independencia.
«¡Armas!»
«No se oían más voces que '¡armas, armas, armas!'. Los que no vociferaban en las calles, vociferaban en los balcones. Y si un momento antes la mitad de los madrileños eran simplemente curiosos, después de la aparición de la artillería todos fueron actores», añadía Galdós. Es cierto que parte del pueblo español no tardó en levantarse, convencido de que debía echar al invasor. El Gobierno llamó a filas a sus ciudadanos y reunió a 30.000 hombres, la gran mayoría de ellos milicianos sin ninguna experiencia en combate. Pero no todos los españoles vieron con malos ojos la llegada de Napoleón ni sus conquistas. Muchos lo defendieron, pelearon junto a él y lo consideraron el «salvador» de una España que, según decían, estaba sumida en las sombras.
Los historiadores, sin embargo, pocas veces mencionan que, durante la Guerra de Independencia, existió una gran división entre los españoles. Lo cierto es que, más allá del mito, el pueblo no fue siempre una piña, ni los combates discurrieron igual en todas las regiones, ni todos los guerrilleros tenían los mismos objetivos ni todas las élites estaban de acuerdo sobre a quién debían. De hecho, como comentaba en ABC el filólogo Aníbal Salazar con respecto a la Guerra Civil, «nada fue neցro o blanco, rojo o azul, sino de un gris impreciso».
Un siglo antes, España también se dividió entre absolutistas y liberales, entre Ejército regular y guerrillas y, sobre todo, entre los afrancesados 'traidores' y los patriotas que se lanzaron a la calle para expulsar a los galos. Estos últimos, por supuesto, siempre recibieron más atención en la literatura española y tuvieron mejor prensa, como demuestra el enfoque de Galdón en los citados 'Episodios Nacionales'. De hecho, un amplio sector de la sociedad española estaba dispuesta a que España formara parte del Imperio napoleónico.
Motín de Aranjuez
La división se había manifestado unos años antes, con la crisis de la Monarquía a principios del siglo XIX. El vertiginoso ascenso de Godoy había puesto en entredicho la jovenlandesalidad pública y privada de la Familia Real. La sospecha de que el Monarca pretendía quitarle la Corona a su legítimo heredero, el futuro Fernando VII, para dársela a su ministro favorito, provocó el Motín de Aranjuez en marzo de 1808. La insurrección, acaudillada por unos cuantos aristócratas, obligó a Carlos IV a abdicar en favor de su hijo y todo siguió el curso previsto.
Bonaparte, sin embargo, tenía otros planes y aprovechó la coyuntura para atraer al nuevo Rey a Bayona y, una vez allí, le obligó a devolver la Corona a su padre. El emperador francés no solo se salió con la suya, sino que consiguió que este pusiera el trono a su disposición. La jugada maestra se consumó cuando el gran corso nombró Rey de España a su hermano José, mientras Fernando VII era recluido en el castillo de Valençay y sus padres y Godoy, enviados al exilio.
Después de aquella traición por parte de los Borbones, no es de extrañar que un sector de la población aceptara de buen grado la posibilidad de un cambio dinástico. Algunos lo hicieron por convicción, pues creían que con Napoleón y bajo el abrigo de la potencia gala les iría mejor. Entre ellos se encontraban los herederos intelectuales de la Ilustración, convencidos de que el progreso se encontraba en el dominio de la razón, y una buena parte de los nobles, eclesiásticos y terratenientes partidarios del régimen absoluto, que querían evitar también el enfrentamiento bélico con Francia.
Leandro Fernández de jovenlandesatín
Entre ellos se encontraba el insigne dramaturgo y poeta español Leandro Fernández de jovenlandesatín, que cuando José I Bonaparte prometió que iba a garantizar los «derechos individuales de los ciudadanos» y respetar «la independencia de España», escribió: «Espero de José I una extraordinaria revolución capaz de mejorar la existencia de la monarquía, estableciéndola sobre los sólidos cimientos de la razón, la justicia y el poder». A él se sumaron un buen número de clérigos, miembros de la nobleza, militares, juristas, periodistas y escritores como Juan Meléndez Valdés, Pedro Estala, Juan Antonio Llorente, José Marchena y Félix José Reinoso.
En el otro bando se encontraba una gran parte de los españoles de clase baja, que se levantaron en armas contra las tropas bonapartistas, pero el nuevo monarca se esforzó por iniciar una reforma política y social encaminada a recortar el poder de la Iglesia y la nobleza en favor de la burguesía. El Estatuto de Bayona, promulgado en julio de 1808, y redactado por los afrancesados más ilustres, se esforzó en destacar el alcance de aquellas tras*formaciones en ámbitos como la enseñanza, el derecho o la religión. En este sentido se llevaron a cabo importantes medidas como la igualdad contributiva o la desamortización de los conventos.
La realidad, sin embargo, es más compleja de lo que parece, pues había un pequeño grupo de personajes importantes, como Goya y el escritor Gaspar Melchor de Jovellanos, que sufrieron lo indecible al situarse a medio camino entre ambas posturas, entre medias de la simpatía que sentían por las ideas reformadoras de los franceses y su condena por los abusos que estaban cometiendo como invasores. Querían para España las ideas de los conquistadores, pero habían sido testigos del engaño perpetrado con el Tratado de Fontainebleau. Y todas estas Españas se enfrentaron durante la guerra, pero también después.
Incapacitados
Durante la Cortes de Cádiz en 1812, una gran parte de los afrancesados fueron incapacitados para desempeñar cargos públicos por su «colaboración con el enemigo». Cuando se empezó a atisbar la derrota de Napoleón y José Bonaparte un año después, la situación de estos empeoró todavía más, hasta el punto de que Fernando VII organizó caravanas enteras para que se marcharan de España con destino a Francia. En total, salieron 12.000 'traidores' después de la humillación sufrida por los galos en la batalla de Vitoria.
La experiencia de los que decidieron quedarse al final de la guerra, a pesar de que el hermano de Napoleón ya había abandonado España, fue terrible. El pueblo los tenía señalados y fueron denunciados, insultados por las calles y hasta linchados públicamente. Las prisiones se llenaron de afrancesados y el Gobierno hasta tuvo que acondicionar una parte del parque del Retiro como guandoca provisional. El repruebo profesado contra todo aquel que fuera mínimamente sospechoso de haber apoyado al invasor fue enorme.
Entre los que se tuvieron que ir a Francia existía la idea de que pronto podrían regresar a España. Corría el rumor de que, en las conversaciones de paz entabladas entre el duque de San Carlos en nombre de Fernando VII y el embajador La Forest, por Napoleón, se había acordado que estos podrían recuperar su condición civil, sus posesiones y sus cargos a pesar de haber luchado en el bando francés. Hasta que llegara ese momento, aguantaron como podían, concentrados en la región de la Gironda con el apoyo de una pequeña cantidad de dinero aportada por el Gobierno de París a modo de compensación por sus servicios. Pero se equivocaron, pues unos cinco mil colaboradores de la familia Bonaparte fueron expatriados del país para siempre.
Con aquel acuerdo rubricado el 27 de octubre de 1807, Napoleón obtuvo el permiso de Fernando VII para atravesar España con más de 110.000 soldados. El objetivo oficial era conquistar Portugal, pero todo fue una farsa, porque los franceses comenzaron a conquistar todas las ciudades que encontraron a su paso por la Península Ibérica. Cuando el Rey regresó de Francia y entró en Madrid por la Puerta de Atocha el 24 de marzo de 1808, fue aclamado por su pueblo. «Parecía un día de junio en el que la naturaleza sonreía como la Nación», escribió Benito Pérez Galdós en sus 'Episodios Nacionales'.
Las calles se mantuvieron relativamente tranquilas en las semanas siguientes gracias a la presencia de los soldados galos, que paseaban a sus anchas por la capital sin que los madrileños se hubieran percatado del desdén con que trataban al mismo Rey Fernando . «Nos cuesta mucho trabajo creer que los propósitos de los franceses no fueran evidentes ante los ojos de nuestros conciudadanos. Los testigos de aquella situación nos hablan insistentemente del malestar creciente de la población madrileña.
El cambio introducido por Gonzalo Fernández de Córdoba en su Ejército le dio a España el poderío militar en el mundo y tras*formó la forma de combatir hasta la llegada de las armas de destrucción masiva en el siglo XX
No obstante, los madrileños no sabían qué hacer, porque los franceses tenían en la ciudad y sus alrededores a 25.000 hombres ocupando El Retiro y pertrechados con numerosa Artillería», explicaba el historiador José Manuel Guerrero, comandante del Ejército de Tierra, en su artículo 'El ejército francés en Madrid', que fue publicado en la 'Revista de Historia Militar' en 2004. Sin embargo, el 2 de mayo de 1808, Madrid saltó por los aires y dio comienzo la Guerra de Independencia.
«¡Armas!»
«No se oían más voces que '¡armas, armas, armas!'. Los que no vociferaban en las calles, vociferaban en los balcones. Y si un momento antes la mitad de los madrileños eran simplemente curiosos, después de la aparición de la artillería todos fueron actores», añadía Galdós. Es cierto que parte del pueblo español no tardó en levantarse, convencido de que debía echar al invasor. El Gobierno llamó a filas a sus ciudadanos y reunió a 30.000 hombres, la gran mayoría de ellos milicianos sin ninguna experiencia en combate. Pero no todos los españoles vieron con malos ojos la llegada de Napoleón ni sus conquistas. Muchos lo defendieron, pelearon junto a él y lo consideraron el «salvador» de una España que, según decían, estaba sumida en las sombras.
Los historiadores, sin embargo, pocas veces mencionan que, durante la Guerra de Independencia, existió una gran división entre los españoles. Lo cierto es que, más allá del mito, el pueblo no fue siempre una piña, ni los combates discurrieron igual en todas las regiones, ni todos los guerrilleros tenían los mismos objetivos ni todas las élites estaban de acuerdo sobre a quién debían. De hecho, como comentaba en ABC el filólogo Aníbal Salazar con respecto a la Guerra Civil, «nada fue neցro o blanco, rojo o azul, sino de un gris impreciso».
Un siglo antes, España también se dividió entre absolutistas y liberales, entre Ejército regular y guerrillas y, sobre todo, entre los afrancesados 'traidores' y los patriotas que se lanzaron a la calle para expulsar a los galos. Estos últimos, por supuesto, siempre recibieron más atención en la literatura española y tuvieron mejor prensa, como demuestra el enfoque de Galdón en los citados 'Episodios Nacionales'. De hecho, un amplio sector de la sociedad española estaba dispuesta a que España formara parte del Imperio napoleónico.
Motín de Aranjuez
La división se había manifestado unos años antes, con la crisis de la Monarquía a principios del siglo XIX. El vertiginoso ascenso de Godoy había puesto en entredicho la jovenlandesalidad pública y privada de la Familia Real. La sospecha de que el Monarca pretendía quitarle la Corona a su legítimo heredero, el futuro Fernando VII, para dársela a su ministro favorito, provocó el Motín de Aranjuez en marzo de 1808. La insurrección, acaudillada por unos cuantos aristócratas, obligó a Carlos IV a abdicar en favor de su hijo y todo siguió el curso previsto.
Bonaparte, sin embargo, tenía otros planes y aprovechó la coyuntura para atraer al nuevo Rey a Bayona y, una vez allí, le obligó a devolver la Corona a su padre. El emperador francés no solo se salió con la suya, sino que consiguió que este pusiera el trono a su disposición. La jugada maestra se consumó cuando el gran corso nombró Rey de España a su hermano José, mientras Fernando VII era recluido en el castillo de Valençay y sus padres y Godoy, enviados al exilio.
Después de aquella traición por parte de los Borbones, no es de extrañar que un sector de la población aceptara de buen grado la posibilidad de un cambio dinástico. Algunos lo hicieron por convicción, pues creían que con Napoleón y bajo el abrigo de la potencia gala les iría mejor. Entre ellos se encontraban los herederos intelectuales de la Ilustración, convencidos de que el progreso se encontraba en el dominio de la razón, y una buena parte de los nobles, eclesiásticos y terratenientes partidarios del régimen absoluto, que querían evitar también el enfrentamiento bélico con Francia.
Leandro Fernández de jovenlandesatín
Entre ellos se encontraba el insigne dramaturgo y poeta español Leandro Fernández de jovenlandesatín, que cuando José I Bonaparte prometió que iba a garantizar los «derechos individuales de los ciudadanos» y respetar «la independencia de España», escribió: «Espero de José I una extraordinaria revolución capaz de mejorar la existencia de la monarquía, estableciéndola sobre los sólidos cimientos de la razón, la justicia y el poder». A él se sumaron un buen número de clérigos, miembros de la nobleza, militares, juristas, periodistas y escritores como Juan Meléndez Valdés, Pedro Estala, Juan Antonio Llorente, José Marchena y Félix José Reinoso.
En el otro bando se encontraba una gran parte de los españoles de clase baja, que se levantaron en armas contra las tropas bonapartistas, pero el nuevo monarca se esforzó por iniciar una reforma política y social encaminada a recortar el poder de la Iglesia y la nobleza en favor de la burguesía. El Estatuto de Bayona, promulgado en julio de 1808, y redactado por los afrancesados más ilustres, se esforzó en destacar el alcance de aquellas tras*formaciones en ámbitos como la enseñanza, el derecho o la religión. En este sentido se llevaron a cabo importantes medidas como la igualdad contributiva o la desamortización de los conventos.
La realidad, sin embargo, es más compleja de lo que parece, pues había un pequeño grupo de personajes importantes, como Goya y el escritor Gaspar Melchor de Jovellanos, que sufrieron lo indecible al situarse a medio camino entre ambas posturas, entre medias de la simpatía que sentían por las ideas reformadoras de los franceses y su condena por los abusos que estaban cometiendo como invasores. Querían para España las ideas de los conquistadores, pero habían sido testigos del engaño perpetrado con el Tratado de Fontainebleau. Y todas estas Españas se enfrentaron durante la guerra, pero también después.
Incapacitados
Durante la Cortes de Cádiz en 1812, una gran parte de los afrancesados fueron incapacitados para desempeñar cargos públicos por su «colaboración con el enemigo». Cuando se empezó a atisbar la derrota de Napoleón y José Bonaparte un año después, la situación de estos empeoró todavía más, hasta el punto de que Fernando VII organizó caravanas enteras para que se marcharan de España con destino a Francia. En total, salieron 12.000 'traidores' después de la humillación sufrida por los galos en la batalla de Vitoria.
La experiencia de los que decidieron quedarse al final de la guerra, a pesar de que el hermano de Napoleón ya había abandonado España, fue terrible. El pueblo los tenía señalados y fueron denunciados, insultados por las calles y hasta linchados públicamente. Las prisiones se llenaron de afrancesados y el Gobierno hasta tuvo que acondicionar una parte del parque del Retiro como guandoca provisional. El repruebo profesado contra todo aquel que fuera mínimamente sospechoso de haber apoyado al invasor fue enorme.
Entre los que se tuvieron que ir a Francia existía la idea de que pronto podrían regresar a España. Corría el rumor de que, en las conversaciones de paz entabladas entre el duque de San Carlos en nombre de Fernando VII y el embajador La Forest, por Napoleón, se había acordado que estos podrían recuperar su condición civil, sus posesiones y sus cargos a pesar de haber luchado en el bando francés. Hasta que llegara ese momento, aguantaron como podían, concentrados en la región de la Gironda con el apoyo de una pequeña cantidad de dinero aportada por el Gobierno de París a modo de compensación por sus servicios. Pero se equivocaron, pues unos cinco mil colaboradores de la familia Bonaparte fueron expatriados del país para siempre.
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Muchos ciudadanos vieron con buenos ojos la oleada turística del emperador francés en 1808, al contrario de la idea que se ha difundido en los últimos doscientos años. Lo defendieron y lucharon junto a él, convencidos de que sacaría al país de la sombra
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