EUROPIA
Madmaxista
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ANTICLERICALISMO EN LA SEMANA ROJA
Nos obliga a meditar el centenario de los sucesos acaecidos en Barcelona durante la semana del 26 al 31 de julio de 1909. Los historiadores de izquierdas la denominan “la semana roja”, mientras que los de derechas prefieren adjetivos más tremendistas, como “la semana trágica” o “la semana sangrienta”, a semejanza de “la semaine sanglante” con que es conocida la Commune parisiense (21 a 28 de mayo de 1871).
Fue una protesta airada del pueblo contra la movilización de reservistas para ir a combatir en jovenlandia, en defensa de la Compañía Española de Minas de Rif. Era una empresa tan española que contaba entre sus accionistas con el rey Alfonso XIII, el marqués de Comillas, los condes de Romanones, Güell y Mejorada, el duque de Tovar, y otros próceres.
Los continuos descalabros del Ejército español en lucha con los rifeños obligaban al general José Marina, gobernador de Melilla, a reclamar el envío de nuevas tropas prestas a morir por los intereses económicos de su rey y sus secuaces. El ministro de la Guerra, general Arsenio Linares, le prometió mandarle 24.000 reservistas, con el beneplácito del presidente del Gobierno, el muy conservador Antonio Maura.
Los reservistas habían olvidado la poca instrucción recibida durante el cumplimiento del servicio militar obligatorio. Obligatorio para quienes no podían pagar la cuota de 1.500 pesetas, que les exoneraba de tan patriótico deber, por lo que ningún niño rico hijo de papá cogía un fusil. Los curas, frailes, seminaristas y novicios estaban exentos de esa obligación patriótica, ya que ellos servían en el presunto ejército celestial. Por si fuera poca esta discriminación, los reservistas en su mayoría estaban casados y con hijos, y ahora se les obligaba a dejar a su familia y abandonar su trabajo, para defender los intereses del rey y sus nobles.
A embarcar en Barcelona
Debían embarcar en el muelle de Barcelona, a partir del 12 de julio. No fue bien elegido el lugar, porque Cataluña había apostado por el archiduque Carlos de Austria en contra de Felipe de Borbón, durante la guerra por la sucesión de Carlos II. La toma y saqueo de Barcelona en setiembre de 1714 por las tropas borbónicas se conmemora todavía. A los barceloneses no les había conmovido que Alfonso XIII fuera investido canónigo de su catedral el 23 de octubre de 1908; fue una ocurrencia del cardenal Casaña, que no tuvo otro eco popular que los chistes alusivos.
Otro error fue que un grupo de damas lujosamente ataviadas, con la marquesa de Comillas al frente, se colocase al pie de la escalerilla, para entregar escapularios de la Virgen del Carmen a los que embarcaban, asegurándoles que les protegerían de las balas mahometanas. Muchos los tiraban al mar con desprecio y ardor de estomago. El acto fue considerado una provocación, porque lo era.
El malestar se desbordó el domingo 18 por la tarde. Al sonar la Marcha Real cuando iba a embarcar el batallón de Reus, la muchedumbre silbó y gritó, y trató de impedir que los reservistas subieran al barco. El capitán general de Cataluña, Luis de Santiago, que iba a hacerse famoso por su crueldad, ordenó a la tropa que disparase contra el pueblo, y fue desobedecido. Un cabo y nueve soldados se amotinaron, pero fueron detenidos.
En Madrid se abucheó el día 20 al rey y a Maura, y la estación de Atocha fue tomada por la tropa para dominar a la multitud que trataba de impedir la salida de un tren con reservistas. Se detuvo a numerosos políticos de izquierdas, y fueron clausurados los círculos republicanos de muchas localidades. El 23 se produjo un nuevo y sangriento desastre de las tropas españolas en el monte Gurugú.
Balance de 7 días agitados
La semana roja comenzó el lunes 26 con una huelga general pacífica en Barcelona. No obstante, el general Santiago declaró el estado de guerra, mediante un bando en el que amenazaba con juicios sumarísimos a los huelguistas. El gobernador civil, el entonces maurista ultraconservador Ángel Osorio y Gallardo, dimitió y se marchó. Muchos policías desertaron y se unieron al pueblo, pero los soldados y los guardias civiles aceptaron cumplir las instrucciones represoras.
Fueron levantadas barricadas en las calles. Los burgueses se quedaron en sus casas, sin que se molestase a ninguno. Quedaron cortados el gas y la electricidad, y no circularon los tranvías. La jornada tras*currió con tranquilidad, pero al anochecer corrió la voz de que se disparaba contra los viandantes desde dos conventos de Pueblo Nuevo. La multitud se desplazó hasta allí, y los incendió después de hacer salir a los ocupantes.
La quema de iglesias y conventos continuó en los días siguientes, sin que se agrediese a curas, frailes o monjas, y sin que ningún civil se opusiera. Otro bando del general Santiago anuló las libertades constitucionales el martes 27, el mismo día en que las tropas españolas padecían otro desastre en el Barranco del Lobo, con 752 bajas entre muertos y heridos.
El miércoles 28 el general implacable ordenó que se disparasen los cañones contra el pueblo, al tiempo que llegaban tropas de refuerzo desde Valencia y Zaragoza. El sábado 31 se produjeron los últimos enfrentamientos callejeros, y se multiplicaron las detenciones.
El balance fue catastrófico: murieron dos frailes y un cura por accidentes, las fuerzas represoras reconocieron tres muertos y 27 heridos, y nunca se sabrá con seguridad el número de víctimas civiles: se calcula que hubo un centenar de muertos y unos 500 heridos. Fueron procesadas 1.725 personas, se dictaron diecisiete condenas de fin, entre ellas a Francisco Ferrer i Guardia, y 59 de cadena perpetua, y se deportó a medio millar de civiles. Fueron suspendidos seis periódicos, y cerrados más de cien círculos políticos. Los destrozos causados en las calles por el levantamiento de barricadas y los cañonazos no fueron evaluados.
Todo el mundo occidental se horrorizó al conocer la actuación de las fuerzas represoras. Hubo manifestaciones en las principales ciudades europeas, en las que se protestaba contra el rey de España y su primer ministro. La monarquía española quedó desprestigiada ante el mundo entero, por su comportamiento fanático y sanguinario, anticipo de lo que harían los regímenes totalitarios.
El ejército y los conventos
Lo asombroso es que una protesta contra el envío de reservistas a combatir en el Rif derivase en la quema de iglesias y conventos. No fue atacado ningún cuartel, ni comisaría, ni establecimiento comercial, ni banco, ni fábrica. Solamente se actuó contra iglesias y conventos catolicorromanos, porque tampoco sufrieron daños los templos de otras confesiones religiosas.
Aparentemente resulta inexplicable que para protestar contra la guerra en el Rif se quemaran centros religiosos catolicorromanos en Cataluña. La razón se halla en la alianza entre el trono y el altar, que beneficia a ambos en contra del pueblo. Sucede así desde que los llamados reyes católicos reclamaron al papa en 1478 la implantación del tribunal represor de la Inquisición, con su secuela de terror organizado, para poder apiolar con plena impunidad, al hacerlo en nombre de Dios por medio de su Iglesia.
En el siglo XIX el absolutismo monárquico era animado por los clérigos. El indeseable Fernando VII restableció en 1815 la Inquisición que había anulado Napoleón, por consejo de su confesor y ministro Víctor Damián Sáez, para detener y hacer daño a librepensadores y masones, para bien de la monarquía y de la Iglesia.
Durante las guerras civiles los clérigos fueron partidarios del carlismo, y algunos se hicieron célebres como curas trabucaires por su inhumanidad, ya que decían ser el brazo armado de Dios para defender la religión contra el liberalismo. A pesar de las desamortizaciones, los frailes y monjas mantuvieron amplias posesiones exentas de impuestos. El Gobierno pagaba los gastos del llamado culto y clero, y concedía toda clase de privilegios a los dedicados al servicio de la Iglesia, mientras el pueblo pagaba impuestos y pasaba hambre.
Motivos del anticlericalismo
El pueblo lleva siglos sufriendo la rapiña de la clerigalla, sus agresiones y denuncias, sin capacidad para ponerles freno. Padece su incultura, su soberbia, su avaricia, su lujuria, su ira, su gula y su pereza crónicas. Aborrece a unos seres que predican lo contrario de lo que hacen, y exigen dinero por cualquier acto dirigido a asegurar la anunciada salvación de las almas, si se pagan los estipendios necesarios para sobornar a Dios y animarle a dulcificar sus sentencias, según afirman.
Por eso el pueblo había quemado iglesias y conventos catolicorromanos en 1823, en 1834 y en 1835, y lo volvió a hacer en 1909, y en 1931, y en 1936, y lo repetirá cuando encuentre la ocasión propicia, porque está harto en todo momento histórico de soportar la tiranía de sus inquilinos. Insistimos en reconocer que el pueblo español es anticlerical, pero no antirreligioso, como lo demuestra el que no ataque a institutos religiosos de otras confesiones. El pueblo español respeta las creencias religiosas, pero detesta lógicamente a quienes lo esclavizan.
La Iglesia catolicorromana es el primer apoyo de la monarquía, ya que se sostienen mutuamente sobre el pueblo encadenado. Así que cuando el pueblo recuerda que es soberano, se rebela contra sus opresores. Lo hacen así siempre los revolucionarios, tal como sucedió en Francia en 1789. La Iglesia se aprovecha de sus prerrogativas contumazmente, hasta que el pueblo se harta y se venga.
Por eso la protesta contra un real decreto de movilización militar derivó en la quema de institutos religiosos catolicorromanos.
En Bruselas se levantó un monumento a Ferrer i Guardia, víctima del fanatismo del altar y del trono españoles. En Madrid el sanguinario Maura tiene dedicada una calle con una placa conmemorativa. Son dos ejemplos opuestos del entendimiento político.
Madrid, 28 de julio de 2009.
Partido Comunista de los Pueblos de España ANTICLERICALISMO EN LA SEMANA ROJA