Bubble Boy
Madmaxista
¿Y si tomo un yogur caducado?
Ahí, en el primer estante de la nevera, esperan solitarios dos yogures de macedonia. Vistazo rápido a la tapa y constatación: caducaron hace un par de días. En algunos hogares, el producto irá directo a la sarama. Sin abrir y sin dudarlo. En otros, tras un pequeño sondeo visual —no tiene moho, no está blandurrio— y olfativo, es probable que el lácteo acabe en un estómago agradecido. ¿Ocurre algo por tomar un yogur pasado de fecha? ¿Y si se trata de otro tipo de producto? Es, sin duda, un riesgo. Pero lo que a algunos les resultará completamente inocuo, a otros les puede provocar una intoxicación. Y el tipo de alimento también cuenta. No es lo mismo un yogur —un producto ácido donde es difícil que proliferen microbios patógenos— que un poco de carne picada fresca.
La duración de los alimentos siempre ha sido un tema de debate doméstico. Incluso de disputa. Hay opiniones para todos los gustos. Desde los más estrictos a los temerarios. Sin embargo, en época de vacas flacas y con los presupuestos para la cesta de la compra cada vez más ajustados, todo se mira. Y se estira al máximo.
“Las personas racionalizan más el gasto. No solo en lo que comen, prestando más atención a la duración de los productos, sino también en lo que compran. Se afina más y se despilfarra menos”, afirma Ruben Sánchez, portavoz de la asociación de consumidores Facua. Las cifras del derroche, sin embargo, son alarmantes: España tira 7,7 millones de toneladas al año de alimentos perfectamente comestibles. Lo que equivale a 163 kilos por persona, según Eurostat; 178, de media por habitante de la UE. Desecho que tiene mucho que ver con la falta de planificación, pero también con la confusión que suscita en algunos la duración de los alimentos.
En la leche fermentada es difícil que proliferen microbios patógenos
“El 18% de los europeos no conoce la diferencia entre fecha de caducidad y de consumo preferente”, indica Frédéric Vincent, portavoz de Salud y Política de Consumo de la Comisión Europea. Tampoco sus implicaciones. Ambos conceptos tienen que ver con la vida útil del producto. Pero no son equivalentes en ningún caso. Así, la fecha de caducidad indica hasta cuándo el alimento es seguro para el consumo. Un plazo que afecta a la comida perecedera —pescado, carne, lácteos, pastelería—, que suele aguantar de 2 a 30 días, según el tipo. Una vez superada la fecha límite, nadie —ni el fabricante ni las autoridades sanitarias— garantiza su estado. Sin embargo, no todos los productos caducan. “Quesos, encurtidos, helados, legumbres o congelados pueden durar, según el caso, hasta tres años”, explican desde la Federación Española de Industrias de Alimentación y Bebidas (Fiab).
Estos son, por tanto, los que llevan la etiqueta “consumir preferentemente antes de...”, una leyenda que indica el momento a partir del cual el producto va perdiendo sus propiedades organolépticas: sabor, aroma y textura. Tiene menos cualidades, pero continúa siendo seguro.
Uno de cada cinco no distingue entre caducidad y consumo preferente
A pesar de eso, en muchos hogares terminan en la sarama. “Hay alimentos, como las conservas o los cereales de desayuno, que, si no se abriera el envase, nunca caducarían. Por eso, al rechazar un alimento porque ha pasado su fecha de consumo preferente, muchas veces estamos rechazando alimentos perfectamente sanos y nutritivos aunque quizás solo ligeramente menos atractivos a la vista o al olfato”, apunta Marco Antonio Delgado, director de I+D y desarrollo de nuevos productos de leche Pascual.
Las fechas de vida útil de los productos las decide el propio fabricante, que en algunos casos sigue pautas de las autoridades sanitarias. Un límite —sobre todo el de caducidad— que a algunos les resulta demasiado escaso. Es la opinión de la eurodiputada danesa Anna Rosbach, de los Conservadores y Reformistas, que cree que las normas sobre la fecha límite están “basadas en estrictos requisitos de calidad que obligan a desechar toneladas de alimentos aún aptos para el consumo”, dice en un informe presentado en el Parlamento Europeo. Argumento que también comparte Tristram Stuart, profesor de Historia Medioambiental en la Universidad de Sussex, que considera que esas fechas determinadas por el fabricante son “muy cautelosas”. “Las empresas sienten la necesidad de protegerse de los litigios y la pérdida de reputación, pero deberían analizar las consecuencias ambientales y sociales que tiene el incremento de los residuos de alimentos debidos a unas fechas de expiración excesivamente prudentes”, mantiene Stuart, conocido activista contra el despilfarro.
Una empresa fabricó para el Ejército de EEUU un sándwich que dura tres años
¿De verdad es excesivamente corto el plazo marcado? “Pudiera ser en algunos casos, pero a los productores de alimentos, dada la longitud de las cadenas de distribución les interesa, de manera general, alargar la vida útil de sus productos”, responde Carlos Arnaiz, subdirector de calidad del Instituto Nacional de Consumo, organismo que depende del Ministerio de Sanidad. “El fabricante decide esa fecha teniendo en cuenta cuál es el tiempo previsible durante el cual, en condiciones normales de mantenimiento, el alimento no sufrirá una modificación por actividad microbiológica que suponga un riesgo para la salud de las personas”, dice. Se analizan, por tanto, la calidad de las materias primas, la tecnología de procesado, el tipo de envase o cómo será la cadena de frío. Con estos datos, explica Marco Antonio Delgado, y durante la fase de desarrollo del producto, se fija el plazo de consumo “con los adecuados márgenes de seguridad”.
Las fechas se revisan periódicamente, aseguran desde la Fiab. Para ello, los fabricantes guardan muestras del alimento en su envase definitivo y en condiciones similares a las que va a sufrir en el mercado —o incluso bajo condiciones más duras de temperaturas, luz o humedad— en las que después se analizará la calidad sensorial, microbiológica y de composición. “Así hasta determinar la máxima duración posible antes de que comiencen a aparecer desviaciones de sabor, olor o microbiología”, dice Delgado.
“Deberían analizar las consecuencias que tiene el aumento de residuos”
Además, este examen se repite cuando cambia en algo la receta, el recipiente o los procesos de elaboración. “Un nuevo envasado puede hacer que un filete de pollo, por ejemplo, sea más o menos conservable. El tipo de tratamiento que ha sufrido ese alimento también influye. Puede diferir si ha sufrido un tratamiento de altas presiones (pasteurización en frío) o si se utilizan para almacenaje envases bioactivos que tienen sustancias antimicrobianas o cultivos bioprotectores, activos inocuos que impiden el desarrollo de patógenos”, explica Alfonso Carrascosa del Instituto de Investigación en Ciencias de la Alimentación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (Cial-CSIC).
También se considera el lugar donde se va a comercializar el producto. “Es vital tener en cuenta las características de cada país a nivel climatológico, de procesos culinarios...”, observa Andrea d’Agostino, director de Calidad e I+D del grupo Gallina Blanca Star. Pone como ejemplo uno de sus productos: el Jumbo, el avecrem de África pero enriquecido con vitamina A, en el que consideran las condiciones climáticas del continente africano además de las de conservación y cocinado.
A los fabricantes les interesa en general alargar la vida útil, según Sanidad
Pero más allá de estas reglas, existen unos márgenes de seguridad en los alimentos una vez traspasada la fecha límite, como explicaba Delgado. Por eso, la eurodiputada Rosbach propuso en el Parlamento de la UE que en el etiquetado de aquellos productos cuyas características lo permitieran se incluyese una leyenda en la que se indique el plazo máximo de consumo seguro. Su idea no prosperó. No importa solo ese límite, aludieron expertos y parlamentarios, es que este puede variar mucho en función de cómo se haya conservado el producto.
Tómese el caso del huevo, por ejemplo, uno de los alimentos cuyo límite está regulado. La normativa marca que su fecha de consumo preferente es, como máximo, de 28 días tras la puesta. “Lo cierto es que podrían durar mucho más”, informa Juan Gigante, director general de Dagu, empresa productora de bemoles y ovoproductos —huevo líquido, concentrado, desecado, cristalizado...—. “Esa fecha se establece teniendo en cuenta condiciones muy adversas de conservación, pero si el huevo se mantiene dentro de la cadena de frío, a menos de 24 grados, puede estar en perfectas condiciones hasta bastante después de ese límite”, sigue. De hecho, está en marcha una directiva europea para modificar la regulación y dar libertad a los fabricantes para que decidan su fecha de consumo preferente. Para fijarla se harán estudios, explica Gigante, aunque ese plazo estará muy vinculado a la cadena de suministro.
Algunos expertos sostienen que la industria pone plazos demasiado cortos
Solventada la duda de las narices —y más allá del remedio casero de revisar que clara y yema no se desparraman al cascar el huevo para comprobar su frescura—, ¿son tan flexibles otros alimentos? Sobre la mesa, de nuevo, la típica incógnita del yogur, un alimento cuyo límite, explica Guy Tweedie, director I+D Europa del Sur de Danone España, también está regulado. “La ley establece 28 días a partir de su fecha de fabricación. Durante ese periodo debe garantizarse la viabilidad de los fermentos de estos alimentos, así como su composición nutricional y características sensoriales”, sigue. ¿Ocurre algo entonces si se come un yogur caducado? “Para obtener todos los beneficios de los productos”, responde Tweedie, “es recomendable consumirlos dentro de la fecha de consumo establecida por ley”.
“Comerse un alimento caducado es un riesgo. Una lotería, porque a partir de la fecha marcada pueden proliferar en el producto agentes infecciosos que en el momento del envasado estaban en una concentración inferior a la dosis mínima”, dice el experto Carrascosa, del Cial-CSIC. Sin embargo, más allá de la fecha de caducidad, hay productos más perecederos que otros desde un punto de vista científico. “Es el caso de alimentos ácidos, como las leches fermentadas o los yogures, que tienen menos posibilidades de verse invadidos por elementos patógenos. Productos en los que es importantísimo la conservación y el estado del envase”, apunta. Carrascosa explica que los alimentos más sensibles son aquellos con mayor contenido acuoso, lo que puede generar el desarrollo microbiano. “La miel —cuya concentración de azúcares hace que la actividad de agua sea muy baja—, el jamón serrano o el vino son alimentos que no caducan”, dice el experto. Otra cosa es que se pongan rancios.
Estos son los estándares —alimentos de bajo contenido acuoso— que ha utilizado MRE, la mayor fabricante de comida preparada para las Fuerzas Armadas Estadounidenses, para fabricar un sándwich que no caduca. Se trata de un bocadillo de pollo a la barbacoa que puede llegar a durar en perfecto estado al menos tres años. Pero anécdotas aparte, lo que debe imperar para el consumidor es el sentido común. Porque diga lo que diga la fecha de caducidad no es recomendable, por ejemplo, consumir productos tres días después de su apertura. Tampoco dejarlos al aire o someterlos a calor. “La seguridad alimentaria se refiere a mucho más que una mera fecha. También es clave cómo se almacenan y preparan los alimentos. Comer productos caducados es un riesgo, aunque muchos alimentos, si se mantienen suficientemente en frío y luego se cocinan de manera correcta, están perfectamente bien después de su fecha”, sostiene Tristram Stuart.
Este experto insiste en la falta de claridad en el etiquetado que informe al consumidor de la diferencia entre caducidad y consumo preferente. Y habla directamente de engaño de la industria. Ruben Sánchez no es tan crítico, pero también cree que hay demasiada oscuridad en el etiquetado. Y sobre todo una inmensa falta de datos para el consumidor.
Para las autoridades europeas no les falta razón. Por eso, para hacer más comprensible la información para el ciudadano, la Comisión Europea estudia que los fabricantes incluyan en sus etiquetas dos fechas: la de límite de venta y la de consumo preferente. Se trata de hacer un consumo responsable, de ahorrar y también de generar menos residuos. Los más de 179 kilos de productos alimenticios en perfecto estado que cada habitante de la UE tira, de media, a la sarama, no son ninguna tontería. Y los más derrochadores son los hogares, que generan el 42% de todo ese despilfarro.
No son las únicas iniciativas. También proponen que los comercios bajen el precio de los alimentos cuyo límite está próximo. Algo que ya se hace en algunos países como Reino Unido y en ciertos establecimientos españoles. Este sistema serviría para evitar otro despilfarro, ya que el 78,8% de los distribuidores retira productos por las fechas de caducidad, según un estudio del Ministerio de Agricultura conocido esta semana. Y solo el 20,5% de los comercios dona esa comida retirada a bancos de alimentos. Comida que nada tiene aún que ver con desperdicios que terminan en la sarama. Un despilfarro intolerable.
Ahí, en el primer estante de la nevera, esperan solitarios dos yogures de macedonia. Vistazo rápido a la tapa y constatación: caducaron hace un par de días. En algunos hogares, el producto irá directo a la sarama. Sin abrir y sin dudarlo. En otros, tras un pequeño sondeo visual —no tiene moho, no está blandurrio— y olfativo, es probable que el lácteo acabe en un estómago agradecido. ¿Ocurre algo por tomar un yogur pasado de fecha? ¿Y si se trata de otro tipo de producto? Es, sin duda, un riesgo. Pero lo que a algunos les resultará completamente inocuo, a otros les puede provocar una intoxicación. Y el tipo de alimento también cuenta. No es lo mismo un yogur —un producto ácido donde es difícil que proliferen microbios patógenos— que un poco de carne picada fresca.
La duración de los alimentos siempre ha sido un tema de debate doméstico. Incluso de disputa. Hay opiniones para todos los gustos. Desde los más estrictos a los temerarios. Sin embargo, en época de vacas flacas y con los presupuestos para la cesta de la compra cada vez más ajustados, todo se mira. Y se estira al máximo.
“Las personas racionalizan más el gasto. No solo en lo que comen, prestando más atención a la duración de los productos, sino también en lo que compran. Se afina más y se despilfarra menos”, afirma Ruben Sánchez, portavoz de la asociación de consumidores Facua. Las cifras del derroche, sin embargo, son alarmantes: España tira 7,7 millones de toneladas al año de alimentos perfectamente comestibles. Lo que equivale a 163 kilos por persona, según Eurostat; 178, de media por habitante de la UE. Desecho que tiene mucho que ver con la falta de planificación, pero también con la confusión que suscita en algunos la duración de los alimentos.
En la leche fermentada es difícil que proliferen microbios patógenos
“El 18% de los europeos no conoce la diferencia entre fecha de caducidad y de consumo preferente”, indica Frédéric Vincent, portavoz de Salud y Política de Consumo de la Comisión Europea. Tampoco sus implicaciones. Ambos conceptos tienen que ver con la vida útil del producto. Pero no son equivalentes en ningún caso. Así, la fecha de caducidad indica hasta cuándo el alimento es seguro para el consumo. Un plazo que afecta a la comida perecedera —pescado, carne, lácteos, pastelería—, que suele aguantar de 2 a 30 días, según el tipo. Una vez superada la fecha límite, nadie —ni el fabricante ni las autoridades sanitarias— garantiza su estado. Sin embargo, no todos los productos caducan. “Quesos, encurtidos, helados, legumbres o congelados pueden durar, según el caso, hasta tres años”, explican desde la Federación Española de Industrias de Alimentación y Bebidas (Fiab).
Estos son, por tanto, los que llevan la etiqueta “consumir preferentemente antes de...”, una leyenda que indica el momento a partir del cual el producto va perdiendo sus propiedades organolépticas: sabor, aroma y textura. Tiene menos cualidades, pero continúa siendo seguro.
Uno de cada cinco no distingue entre caducidad y consumo preferente
A pesar de eso, en muchos hogares terminan en la sarama. “Hay alimentos, como las conservas o los cereales de desayuno, que, si no se abriera el envase, nunca caducarían. Por eso, al rechazar un alimento porque ha pasado su fecha de consumo preferente, muchas veces estamos rechazando alimentos perfectamente sanos y nutritivos aunque quizás solo ligeramente menos atractivos a la vista o al olfato”, apunta Marco Antonio Delgado, director de I+D y desarrollo de nuevos productos de leche Pascual.
Las fechas de vida útil de los productos las decide el propio fabricante, que en algunos casos sigue pautas de las autoridades sanitarias. Un límite —sobre todo el de caducidad— que a algunos les resulta demasiado escaso. Es la opinión de la eurodiputada danesa Anna Rosbach, de los Conservadores y Reformistas, que cree que las normas sobre la fecha límite están “basadas en estrictos requisitos de calidad que obligan a desechar toneladas de alimentos aún aptos para el consumo”, dice en un informe presentado en el Parlamento Europeo. Argumento que también comparte Tristram Stuart, profesor de Historia Medioambiental en la Universidad de Sussex, que considera que esas fechas determinadas por el fabricante son “muy cautelosas”. “Las empresas sienten la necesidad de protegerse de los litigios y la pérdida de reputación, pero deberían analizar las consecuencias ambientales y sociales que tiene el incremento de los residuos de alimentos debidos a unas fechas de expiración excesivamente prudentes”, mantiene Stuart, conocido activista contra el despilfarro.
Una empresa fabricó para el Ejército de EEUU un sándwich que dura tres años
¿De verdad es excesivamente corto el plazo marcado? “Pudiera ser en algunos casos, pero a los productores de alimentos, dada la longitud de las cadenas de distribución les interesa, de manera general, alargar la vida útil de sus productos”, responde Carlos Arnaiz, subdirector de calidad del Instituto Nacional de Consumo, organismo que depende del Ministerio de Sanidad. “El fabricante decide esa fecha teniendo en cuenta cuál es el tiempo previsible durante el cual, en condiciones normales de mantenimiento, el alimento no sufrirá una modificación por actividad microbiológica que suponga un riesgo para la salud de las personas”, dice. Se analizan, por tanto, la calidad de las materias primas, la tecnología de procesado, el tipo de envase o cómo será la cadena de frío. Con estos datos, explica Marco Antonio Delgado, y durante la fase de desarrollo del producto, se fija el plazo de consumo “con los adecuados márgenes de seguridad”.
Las fechas se revisan periódicamente, aseguran desde la Fiab. Para ello, los fabricantes guardan muestras del alimento en su envase definitivo y en condiciones similares a las que va a sufrir en el mercado —o incluso bajo condiciones más duras de temperaturas, luz o humedad— en las que después se analizará la calidad sensorial, microbiológica y de composición. “Así hasta determinar la máxima duración posible antes de que comiencen a aparecer desviaciones de sabor, olor o microbiología”, dice Delgado.
“Deberían analizar las consecuencias que tiene el aumento de residuos”
Además, este examen se repite cuando cambia en algo la receta, el recipiente o los procesos de elaboración. “Un nuevo envasado puede hacer que un filete de pollo, por ejemplo, sea más o menos conservable. El tipo de tratamiento que ha sufrido ese alimento también influye. Puede diferir si ha sufrido un tratamiento de altas presiones (pasteurización en frío) o si se utilizan para almacenaje envases bioactivos que tienen sustancias antimicrobianas o cultivos bioprotectores, activos inocuos que impiden el desarrollo de patógenos”, explica Alfonso Carrascosa del Instituto de Investigación en Ciencias de la Alimentación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (Cial-CSIC).
También se considera el lugar donde se va a comercializar el producto. “Es vital tener en cuenta las características de cada país a nivel climatológico, de procesos culinarios...”, observa Andrea d’Agostino, director de Calidad e I+D del grupo Gallina Blanca Star. Pone como ejemplo uno de sus productos: el Jumbo, el avecrem de África pero enriquecido con vitamina A, en el que consideran las condiciones climáticas del continente africano además de las de conservación y cocinado.
A los fabricantes les interesa en general alargar la vida útil, según Sanidad
Pero más allá de estas reglas, existen unos márgenes de seguridad en los alimentos una vez traspasada la fecha límite, como explicaba Delgado. Por eso, la eurodiputada Rosbach propuso en el Parlamento de la UE que en el etiquetado de aquellos productos cuyas características lo permitieran se incluyese una leyenda en la que se indique el plazo máximo de consumo seguro. Su idea no prosperó. No importa solo ese límite, aludieron expertos y parlamentarios, es que este puede variar mucho en función de cómo se haya conservado el producto.
Tómese el caso del huevo, por ejemplo, uno de los alimentos cuyo límite está regulado. La normativa marca que su fecha de consumo preferente es, como máximo, de 28 días tras la puesta. “Lo cierto es que podrían durar mucho más”, informa Juan Gigante, director general de Dagu, empresa productora de bemoles y ovoproductos —huevo líquido, concentrado, desecado, cristalizado...—. “Esa fecha se establece teniendo en cuenta condiciones muy adversas de conservación, pero si el huevo se mantiene dentro de la cadena de frío, a menos de 24 grados, puede estar en perfectas condiciones hasta bastante después de ese límite”, sigue. De hecho, está en marcha una directiva europea para modificar la regulación y dar libertad a los fabricantes para que decidan su fecha de consumo preferente. Para fijarla se harán estudios, explica Gigante, aunque ese plazo estará muy vinculado a la cadena de suministro.
Algunos expertos sostienen que la industria pone plazos demasiado cortos
Solventada la duda de las narices —y más allá del remedio casero de revisar que clara y yema no se desparraman al cascar el huevo para comprobar su frescura—, ¿son tan flexibles otros alimentos? Sobre la mesa, de nuevo, la típica incógnita del yogur, un alimento cuyo límite, explica Guy Tweedie, director I+D Europa del Sur de Danone España, también está regulado. “La ley establece 28 días a partir de su fecha de fabricación. Durante ese periodo debe garantizarse la viabilidad de los fermentos de estos alimentos, así como su composición nutricional y características sensoriales”, sigue. ¿Ocurre algo entonces si se come un yogur caducado? “Para obtener todos los beneficios de los productos”, responde Tweedie, “es recomendable consumirlos dentro de la fecha de consumo establecida por ley”.
“Comerse un alimento caducado es un riesgo. Una lotería, porque a partir de la fecha marcada pueden proliferar en el producto agentes infecciosos que en el momento del envasado estaban en una concentración inferior a la dosis mínima”, dice el experto Carrascosa, del Cial-CSIC. Sin embargo, más allá de la fecha de caducidad, hay productos más perecederos que otros desde un punto de vista científico. “Es el caso de alimentos ácidos, como las leches fermentadas o los yogures, que tienen menos posibilidades de verse invadidos por elementos patógenos. Productos en los que es importantísimo la conservación y el estado del envase”, apunta. Carrascosa explica que los alimentos más sensibles son aquellos con mayor contenido acuoso, lo que puede generar el desarrollo microbiano. “La miel —cuya concentración de azúcares hace que la actividad de agua sea muy baja—, el jamón serrano o el vino son alimentos que no caducan”, dice el experto. Otra cosa es que se pongan rancios.
Estos son los estándares —alimentos de bajo contenido acuoso— que ha utilizado MRE, la mayor fabricante de comida preparada para las Fuerzas Armadas Estadounidenses, para fabricar un sándwich que no caduca. Se trata de un bocadillo de pollo a la barbacoa que puede llegar a durar en perfecto estado al menos tres años. Pero anécdotas aparte, lo que debe imperar para el consumidor es el sentido común. Porque diga lo que diga la fecha de caducidad no es recomendable, por ejemplo, consumir productos tres días después de su apertura. Tampoco dejarlos al aire o someterlos a calor. “La seguridad alimentaria se refiere a mucho más que una mera fecha. También es clave cómo se almacenan y preparan los alimentos. Comer productos caducados es un riesgo, aunque muchos alimentos, si se mantienen suficientemente en frío y luego se cocinan de manera correcta, están perfectamente bien después de su fecha”, sostiene Tristram Stuart.
Este experto insiste en la falta de claridad en el etiquetado que informe al consumidor de la diferencia entre caducidad y consumo preferente. Y habla directamente de engaño de la industria. Ruben Sánchez no es tan crítico, pero también cree que hay demasiada oscuridad en el etiquetado. Y sobre todo una inmensa falta de datos para el consumidor.
Para las autoridades europeas no les falta razón. Por eso, para hacer más comprensible la información para el ciudadano, la Comisión Europea estudia que los fabricantes incluyan en sus etiquetas dos fechas: la de límite de venta y la de consumo preferente. Se trata de hacer un consumo responsable, de ahorrar y también de generar menos residuos. Los más de 179 kilos de productos alimenticios en perfecto estado que cada habitante de la UE tira, de media, a la sarama, no son ninguna tontería. Y los más derrochadores son los hogares, que generan el 42% de todo ese despilfarro.
No son las únicas iniciativas. También proponen que los comercios bajen el precio de los alimentos cuyo límite está próximo. Algo que ya se hace en algunos países como Reino Unido y en ciertos establecimientos españoles. Este sistema serviría para evitar otro despilfarro, ya que el 78,8% de los distribuidores retira productos por las fechas de caducidad, según un estudio del Ministerio de Agricultura conocido esta semana. Y solo el 20,5% de los comercios dona esa comida retirada a bancos de alimentos. Comida que nada tiene aún que ver con desperdicios que terminan en la sarama. Un despilfarro intolerable.