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La tensión se extiende en los centros de acogida de pagapensiones de Canarias
El clima en los hoteles y campamentos donde se acoge a miles de migrantes llegados a Canarias va de mal en peor. El miedo a la deportación, el bloqueo en el archipiélago y las inundaciones y el frío en los macrocentros están multiplicando las protestas y la frustración de los extranjeros que llevan meses mano sobre mano sin poder salir del archipiélago. En la última semana se han repetido manifestaciones, anuncios de huelgas de hambre, autolesiones e intentos de suicidio. “O fin o Europa” y “Canarias es una prisión para pagapensiones” son algunas de las consignas que pueden leerse en las pancartas que se han mostrado estos días en al menos dos centros y un hotel de Gran Canaria.
La progresiva apertura de los macrocampamentos donde se concentrará a los cerca de 9.000 pagapensiones que están acogidos en el archipiélago a la espera de una hipotética expulsión ha caldeado los ánimos en los hoteles en los que aún se aloja a miles de ellos. El pasado viernes se inauguró el centro de Las Raíces, uno de los dos que se han instalado en Tenerife, y ya comenzó con mal pie. El primer grupo de 80 pagapensiones, la mayoría marroquíes y algunos mauritanos, llegó al campamento mientras diluviaba y se encontró un terreno desangelado, ocho grados de temperatura, niebla, barro y agua entrando en sus tiendas. En un principio intentaron resistirse a bajar del autobús, tuvo que ir la Policía y acabaron cediendo. Se apresuraron entonces a refugiarse en las literas bajo la manta, según mostró uno de los residentes en una videollamada con EL PAÍS. Tiritaba. Los vídeos que muestran las condiciones del campamento, con capacidad hasta para 2.400 personas, están ya en casi todos los móviles de los migrantes de todas las islas. Nadie quiere ir allí.
“El centro de Tenerife es un congelador. Y una forma de concentrarnos a todos para devolvernos a jovenlandia. No queremos ir. Nunca”, cuenta Abd Latif, un jovenlandés de 24 años, durante la protesta que protagonizó el pasado sábado junto a una treintena de compatriotas en la puerta de un hotel del sur de Gran Canaria. “Estudié Derecho en jovenlandia, luego me saqué dos diplomas, pero allí no hay trabajo. Invertí 4.000 euros para venir aquí, no puedo volver, ¿entiendes?”, mantiene. La tensión en este complejo turístico se ha desatado desde que les han comunicado que serán los próximos residentes del nuevo campamento en Tenerife. No es fácil calmarlos, llevan desde el viernes alborotados. Lo consideran la antesala helada de su deportación. “Queremos poder seguir nuestro viaje. Las personas se están volviendo locas aquí. Gente que no bebía, que no hacía nada, ahora está perdiendo la cabeza”, lamenta Latif.
Alejado del grupo, otro joven jovenlandés se levanta el pantalón de chándal y muestra 27 puntos en una pierna cubiertos de yodo. Es uno de los que está perdiendo la cabeza. Se rajó con una cuchilla de afeitar en un ataque de nervios tras saber que su progenitora necesita someterse a una operación en el hígado. “Ella lloraba mucho y yo también. Vine aquí por el bien de mi familia, pero ¿quién correrá con los costes de la operación ahora si yo sigo aquí metido?”, cuestiona. “Sufrí mucho por la pobreza, por mi familia, para conseguir emigrar. No quiero ir a Tenerife. No puedo volver a jovenlandia”. A su lado, otro jovenlandés muestra cortes en los brazos y, en su móvil, enseña la imagen de otro compatriota que se rajó el abdomen. A otro de los chicos, cuenta un trabajador, tuvieron que contenerle para evitar que se lanzase por un balcón.
El Ministerio del Interior mantiene su máxima de derivar a la Península apenas a una parte de los más vulnerables y de los solicitantes de asilo –2.168 personas en todo 2020– y apuesta por multiplicar las devoluciones. El ritmo de las deportaciones, sin embargo, continúa siendo bajo: 80 expulsiones a jovenlandia a la semana, un inminente vuelo a Senegal que está previsto para este mes y la intención de reiniciar devoluciones con Mauritania. Ante la dificultad de expulsar al ritmo que el Gobierno desearía y el bloqueo de sus viajes al continente, los pagapensiones se acumulan en las islas y los macrocentros de acogida en Canarias ejercen en la práctica de centros de internamiento con la puerta abierta.
Los furgones de la Policía antidisturbios llevan más de una semana patrullando el colegio León, uno de los dos centros de Las Palmas de Gran Canaria, que más rechazo vecinal ha provocado. Cruz Blanca, la organización franciscana que los gestiona, ha denunciado agresiones y amenazas a sus residentes por parte de grupos organizados. Los vecinos, por su parte, se declaran hartos de verles deambular por sus calles y de algunas trifulcas nocturnas que corren a grabar con sus móviles. El sábado, los 450 marroquíes que allí se alojan también decidieron decir basta. Se sumaba a otra protesta y una breve huelga de hambre que los residentes del cuartel Canarias 50, también en Las Palmas de Gran Canaria, organizaron el pasado martes. Los pagapensiones, que no tienen agua caliente para todos, pidieron que se les permitiese salir a la Península. Unos días después, las lluvias inundaron su campamento por un problema en las cañerías.
En el colegio anunciaron una huelga de hambre de 24 horas y ondearon pancartas durante todo el día. “La fin es mejor que la devolución”, escribieron. Pidieron que el consulado de jovenlandia acelere la tramitación de sus documentos, que se les deje llegar al continente y protección contra las agresiones. “Aquí sufrimos mucha presión psicológica”, denuncia Aziz Bouabid, de 46 años. “Un prisionero al menos sabe cuándo durará su condena, pero yo no sé cuando saldré de Canarias, mientras, mis hijos esperan a que les envíe dinero”.