En mis años en la Sagra conocí a poca gente buena allá pero la verdad es que la poca gente buena que conocí allí rozaban la perfección cristiana. De las mujeres pocas guapas pero las que lo eran te deslumbraban por su donaire y gracia.
Llegué a Magán recién salido del seminario a hacerme cargo de la parroquia en el año de 1589. Cuando conocí a aquella hermosa flor de La Sagra no pude adivinar el mal hado que llevaba encima. Sara era joven, menos de veinte años. Tenía el cabello caoba, del tonalidad de las hojas en otoño, y lo llevaba arreglado en un peinado complejo debajo de un tocado neցro y dorado. Sus ojos eran de tonalidad ámbar, luminosos, radiantes, cálidos, como si todo el mundo estuviera frío y aquellos ojos fueran el último calor que le quedara a un hombre. Se cubría con un vestido neցro de un tejido tras*parente que insinuaba todo sin revelar nada. Se movía con estudiada gracia y en aquellos ojos había una expresión enterada, un conocimiento de secretos que ningún otro mortal poseía.
Resultaba inquietante. Peligrosa.
Habría querido girar sobre mis talones y alejarse con indiferencia, pero me quedé mirándola fijamente, fascinado, incapaz de moverme.
La pasión entre ambos creció de forma rápida y esa misma tarde yacimos juntos.
Su cuerpo era suave y mórbido, y antes de saber qué hacía o cómo lo hacía, me encontré con las manos debajo de su vestido, acariciando la cálida y desnuda piel. Emitió un quedo gemido y sus besos se hicieron más intensos.
—Mi cuarto está aquí al lado —susurró ella mientras rozaba mis labios con los suyos.
—Esto no está bien —dije, pero yo, joven sacerdote por aquel entonces, fui incapaz de apartarme de ella. Me rodeó con los brazos y apretó su cuerpo contra mí. —Esto es la vida y no la estéril castidad que sigues—me dijo. Me condujo a su dormitorio.
La pasión duró toda la noche. Nos amábamos, dormíamos y despertábamos para volver a amarnos. Jamás había tenido antes relaciones sensuales, jamás había vivido tales arrebatos de gozo. Jamás me había sentido tan vivo y quería que esa sensación no acabara nunca. Desperté al alba, a la alborada de la primavera. La encontré a mi lado, apoyada en un codo y mirándome mientras su mano pasaba suavemente por su cabello o por su pecho.
A lo largo de los años —¿o son siglos?— experimenté maravillas que pocos, o nadie, han sentido jamás. Mi vida terrena desapareció y me convertí en el corazón de la gran encina solitaria de Valmojado y agité mis ramas con salvaje alegría en medio de tormentas sombrías y cegadoras. Me convertí en un guijarro del fondo del arroyo Overa y vi pasar el mundo. Fui una nube del cielo y oí el latido del universo. Pero, por alguna razón, no me bastó. Le dije al espíritu del árbol que quería regresar.
Un día Sara se encogió de hombros y me condujo hasta una fuente mágica.
—Mira el interior de la fuente y verás todo lo que quieres saber.
Me incliné ansioso para mirar en el fondo de la fuente. En las aguas oscuras se reflejaban imágenes de ruinas. Ruinas de ciudades atravesadas por un viento helado. Ruinas de territorios carentes de vida. Tierras donde seres de formas extrañas deambulaban a placer. Era ya el año 2020 y el miedo había tras*figurado de modo absoluto La Sagra.
Finalmente me aparté de la fuente.
—Ya he visto bastante. Se han destruido a sí mismos librando guerras sin sentido. Este ha dejado de ser un lugar en el que quiera vivir. No puedo regresar. Si me aceptas, me quedaré contigo para siempre.
Sara me sonrió y me sentí raro, diferente.
Bajé la mirada y descubrí que mis manos estaban cubiertas de corteza. Mis piernas se habían convertido en troncos. En algún lejano rincón de la mente senti que debería preocuparme, pero no fue así. Emití una risa como de hojas susurrantes. Tomé la mano de Sara, di la espalda al mundo humano y condené mi alma para siempre.
No vayáis a La Sagra hijos míos.
Tan cerca de Madrid, tan lejos de Dios.[/B]