Un machote no come galletas

Cirujano de hierro

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5 Feb 2013
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Toledo Sur
Hace años, el Cáceres de baloncesto se jugó el descenso de la ACB en un partido y venció. Yo lo seguí muy nervioso por la radio y al acabar el partido, ya más tranquilo, me senté en un sillón y mi mujer, con un poco de sorna, echó un poco de coñac en una copa, me la trajo y me dijo: «Siempre quise hacer como en las películas y traerle una copa de coñac a mi pareja para que se relajara». Nunca he sabido si en aquel detalle había más cariño que pitorreo o viceversa. Quizás fueron ambas cosas: sonrisa por verme tan agobiado por un simple partido de baloncesto y también por lo tierno que resultamos los hombres cuando nos ponemos orates con estupideces.


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De todas maneras, algo de vacile había en aquella ceremonia de la copa de balón porque un servidor aborrece el coñac y nunca olvida que, estudiando en los salesianos, el director nos invitaba a una copita de este licor para celebrar algún campeonato o galardón y yo sufría estoicamente y en silencio porque, aunque en la etiqueta de la botella aparecía la silueta de un toro, aquello, en realidad, sabía a chinches.


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¿A qué saben los chinches?, me he preguntado desde entonces. La respuesta es sencilla: a coñac servido como premio por el director de la Universidad Laboral de Zamora, institución educativa regida por salesianos. ¿Digo yo que por qué no me invitaban a un vaso de leche con magdalenas, a un Colacao con Campurrianas, a un chocolate calentito y espeso con pastas Reglero para mojar? Pues no, el hermano director pensaba que los dulces eran cosa de críos y en aquellas celebraciones intentaba que nos sintiéramos hombres con aliento alcoholizado.


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Esto del alcohol y la hombría es algo que nunca he entendido muy bien. El coñac se anunciaba como cosa de machotes y hasta mi mujer ironizó diciéndome que, tras la victoria del Cáceres y con una copa en la mano, parecía un hombre de verdad. Pues no, qué le vamos a hacer, de machote nada de nada, prefiero seguir siendo un niño al que le gusta esa costumbre campesina de entrar en calor tomando una perrunilla con aguardiente, pero que arroja el aguardiente discretamente y se come con devoción la perrunilla. Una mañana, en Salamanca, comí la pasta y bebí también el orujo, que ofrecían a cambio de un duro los estudiantes para financiar su viaje fin de carrera, y el profesor Llorente Maldonado me tuvo que llamar la atención porque me quedé dormido en clase de Dialectología.


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Antes mencioné las pastas Reglero. La adolescencia la solemos relacionar con el olor de la colonia que usaba la persona que nos gustaba. Yo la relaciono con el olor a pastas Reglero. Zamora, la ciudad donde estudiaba con los salesianos, olía a galletas Mayuca y a otros dulces de la casa Reglero, cuya fábrica, en los años 70, estaba en pleno centro, algo así como si hubiera una factoría galletera en la Cruz de los Caídos de Cáceres o en la avenida de Colón de Badajoz.

Cuando salíamos a pasear los fines de semana, aquel perfume abizcochado marcaba nuestro deambular por el tontódromo zamorano, una calle frente al instituto Claudio Moyano por donde intentábamos ligar con las chicas de la ciudad. Ellas ni nos miraban porque en esos años, los internos y los reclutas éramos unos apestados que no merecían ni una ojeada, ni una sonrisa. Hasta que estalló la bomba.

Al empezar COU, las aulas se convirtieron en mixtas, vinieron a clase, por primera vez, un grupo de chicas y, entre ellas, ¡oh quiebro maravilloso del destino!, la heredera del emporio Reglero. Y lo mejor de todo es que empezó a salir con mi mejor amigo. No se imaginan lo que significaba para un 'regleroadicto' aquel romance: mayucas a tutiplén, pralinés a porrillo, nevaditos en abundancia. La relación de mi amigo con la dulce heredera duró algo más de un año. Mi amor por las pastas artesanas sigue vivo e indestructible. El coñac y los besos son traicioneros y casquivanos. Las galletas no te fallan nunca.

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