Dr Polux
FEOfobo & CALVOfobo
Eso es para que tomes nota de lo que les puede pasar a los corruptos». Era la advertencia, casi la amenaza, que le lanzó un individuo de aspecto anodino a un conseller de la Generalitat el pasado jueves, tras la exhibición, en una sala comercial de Barcelona, de la película La revolución de los ángeles.
El propio conseller, que me cuenta el episodio, me añade, para tranquilizarme que, inmediatamente después, otro espectador se le acercó y le dijo al oído: «No se preocupe. Usted no es un corrupto».
Para los que no sepan de la existencia de esta película, hasta ahora de escasa difusión, les resumiré su argumento: en la España de 2020, en un contexto de recesión económica, recortes, corrupción y recentralización de competencias -Madrid está al fondo como la ciudad que representa la imagen del mal- un grupo de enfermos terminales decide asesinar a políticos corruptos (entre ellos, el ministro de Sanidad); no hay un plan coordinado, pero sí el denominador común de que cada malo/héroe confiesa su crimen en internet, lo que hace que se extienda su ejemplo de «justicia jovenlandesal». Uno de los autores del guión, el periodista Oriol Clavell, afirma: «La trama verbaliza todo lo que el mundo piensa y nadie dice». La productora presenta la obra como «una ficción contra la corrupción y las injusticias del sistema».
«Que exista un debate sobre la legitimidad del acoso, los insultos y hasta el asesinato refleja la...
El film, obra del citado periodista y de un actor, y financiado con pequeñas aportaciones, fue estrenado en Girona el pasado mes de marzo. Viendo lo que está ocurriendo en España en los últimos días, bien podría convertirse en un taquillazo comparable al de Ocho apellidos vascos.
El asesinato de Isabel Carrasco y la reacción que ha suscitado en las redes sociales nos ha hecho ver una realidad hasta ahora sólo percibida. Personas que nada tienen que ver con la víctima, que ni siquiera la conocían, por el simple hecho de su tonalidad político o por comentarios leídos aquí o allá, justifican sin pudor el asesinato y difunden su apología casi como un acto de valentía. Valientes se debieron sentir los que el pasado viernes escribieron sobre la pasarela en la que fue asesinada la líder del PP en León: «Aquí murió un bicho».
...degradación ética que estamos viviendo y obliga a una reacción potente que regenere el sistema»
ETA ha durado tanto tiempo porque en el País Vasco había una base social que apoyaba la violencia. Ahora lo que tenemos es una base social creciente demandante de violencia en toda España. Como ocurre casi siempre, la demanda genera la oferta.
Es verdad que siempre ha habido simples que han defendido barbaridades. «A los banqueros habría que engancharlos», o comentarios por el estilo, se deslizan en los tugurios por el matón de turno sin que nadie piense que la cosa vaya a pasar a mayores.
Sin embargo, lo que ocurre ahora es distinto. La Red tiene un efecto multiplicador. Como refleja La revolución de los ángeles, la confesión en internet de los autores de los asesinatos es lo que hace que cunda el ejemplo.
Pero aún hay algo peor. El matón de taberna provoca normalmente rechazo; los justicieros de la Red suscitan admiración en ciertos círculos.
Lo peligroso no es que a alguien se le ocurra hacer una película como esa, sino que muchas de las personas que van a verla consideren que los asesinos son arquetipos a imitar. Hemos visto estos días cómo también en las redes han emergido los justificadores de los justificadores.
El contexto de la crisis, el paro, los recortes, etc. serían, para éstos, razón suficiente como para entender, no el asesinato, pero sí a los que lo esgrimen como expresión de una justa «venganza social».
La cuestión de fondo se debatió a cuenta de los escraches. Algunos movimientos sociales y partidos defendieron la legitimidad de acudir en manifestación a las puertas de las casas de los políticos para expresar «pacíficamente» su indignación. «¿Qué significaba un poquito de violencia contra la gigantesca violencia de los ajustes?», venían a decir. Una incomprensible sentencia judicial avaló estos acosos como parte del «derecho de libertad de expresión». Ahora también se esgrime la libertad de expresión para justificar el apoyo al asesinato. Todo lo que en la calle es ilegal, en la Red debe ser también ilegal. Pero ese es otro asunto.
Esta misma semana, Pere Navarro (líder del PSC) me comentaba como los medios nacionalistas le han venido machacando durante los últimos quince días por haber situado el abrazo que le propinó una mujer durante la celebración de una comunión en el contexto del clima de tensión que vive la sociedad catalana. Es decir, ha sido el propio agredido el que ha tenido que defenderse porque, para determinados sectores en Cataluña, es peor denunciar el clima de violencia que la violencia misma. «Ya hay gente aquí que empieza a argumentar que si no se puede hacer la consulta por medios legales habría que ir pensando en métodos más expeditivos», apunta Navarro.
El propio hecho de que exista un debate sobre la legitimidad del acoso, o de los insultos e incluso de los asesinatos, es ya de por sí reflejo de la degradación ética que estamos viviendo. Los gobiernos, los partidos, las instituciones e incluso los medios de comunicación estamos sometidos a un proceso de descrédito, de cuestionamiento destructivo. No es con medidas coercitivas como vamos a resolver esta situación, sino asumiendo responsabilidades y apostando por el fortalecimiento de la democracia.
Una de las razones que explican cómo hemos llegado a esto es que los grandes partidos han reaccionado a la defensiva ante hechos que requieren cambios profundos y respuestas mucho más contundentes. Ha ocurrido con los casos de corrupción, en los que las direcciones de PP, PSOE y CiU han preferido mirar para otro lado o agitar el «y tú más» como argumento disuasorio. También subestimaron fenómenos como el 15-M, pensando que se disolverían como un azucarillo en un vaso de agua por el propio origen espontáneo del movimiento.
El sistema no se defiende poniendo doble acristalamiento en las ventanas del Congreso, sino dando respuesta a las demandas de los ciudadanos.
El reto al que nos enfrentamos es enorme. Lo que se cuestiona no es la democracia, sino una forma particular de entender la democracia. Y ese es un fabuloso caldo de cultivo para los partidos populistas, los grupos extremistas e incluso los defensores de la violencia. Así nacieron los totalitarismos en Europa, como respuesta al agotamiento de las «democracias burguesas».
Si no hay una reacción potente capaz de regenerar el sistema, que vuelva a hacer ilusionante la política para los ciudadanos, estaremos en riesgo de que cunda el ejemplo de los ángeles exterminadores.
Interstitial - elmundo.es
El propio conseller, que me cuenta el episodio, me añade, para tranquilizarme que, inmediatamente después, otro espectador se le acercó y le dijo al oído: «No se preocupe. Usted no es un corrupto».
Para los que no sepan de la existencia de esta película, hasta ahora de escasa difusión, les resumiré su argumento: en la España de 2020, en un contexto de recesión económica, recortes, corrupción y recentralización de competencias -Madrid está al fondo como la ciudad que representa la imagen del mal- un grupo de enfermos terminales decide asesinar a políticos corruptos (entre ellos, el ministro de Sanidad); no hay un plan coordinado, pero sí el denominador común de que cada malo/héroe confiesa su crimen en internet, lo que hace que se extienda su ejemplo de «justicia jovenlandesal». Uno de los autores del guión, el periodista Oriol Clavell, afirma: «La trama verbaliza todo lo que el mundo piensa y nadie dice». La productora presenta la obra como «una ficción contra la corrupción y las injusticias del sistema».
«Que exista un debate sobre la legitimidad del acoso, los insultos y hasta el asesinato refleja la...
El film, obra del citado periodista y de un actor, y financiado con pequeñas aportaciones, fue estrenado en Girona el pasado mes de marzo. Viendo lo que está ocurriendo en España en los últimos días, bien podría convertirse en un taquillazo comparable al de Ocho apellidos vascos.
El asesinato de Isabel Carrasco y la reacción que ha suscitado en las redes sociales nos ha hecho ver una realidad hasta ahora sólo percibida. Personas que nada tienen que ver con la víctima, que ni siquiera la conocían, por el simple hecho de su tonalidad político o por comentarios leídos aquí o allá, justifican sin pudor el asesinato y difunden su apología casi como un acto de valentía. Valientes se debieron sentir los que el pasado viernes escribieron sobre la pasarela en la que fue asesinada la líder del PP en León: «Aquí murió un bicho».
...degradación ética que estamos viviendo y obliga a una reacción potente que regenere el sistema»
ETA ha durado tanto tiempo porque en el País Vasco había una base social que apoyaba la violencia. Ahora lo que tenemos es una base social creciente demandante de violencia en toda España. Como ocurre casi siempre, la demanda genera la oferta.
Es verdad que siempre ha habido simples que han defendido barbaridades. «A los banqueros habría que engancharlos», o comentarios por el estilo, se deslizan en los tugurios por el matón de turno sin que nadie piense que la cosa vaya a pasar a mayores.
Sin embargo, lo que ocurre ahora es distinto. La Red tiene un efecto multiplicador. Como refleja La revolución de los ángeles, la confesión en internet de los autores de los asesinatos es lo que hace que cunda el ejemplo.
Pero aún hay algo peor. El matón de taberna provoca normalmente rechazo; los justicieros de la Red suscitan admiración en ciertos círculos.
Lo peligroso no es que a alguien se le ocurra hacer una película como esa, sino que muchas de las personas que van a verla consideren que los asesinos son arquetipos a imitar. Hemos visto estos días cómo también en las redes han emergido los justificadores de los justificadores.
El contexto de la crisis, el paro, los recortes, etc. serían, para éstos, razón suficiente como para entender, no el asesinato, pero sí a los que lo esgrimen como expresión de una justa «venganza social».
La cuestión de fondo se debatió a cuenta de los escraches. Algunos movimientos sociales y partidos defendieron la legitimidad de acudir en manifestación a las puertas de las casas de los políticos para expresar «pacíficamente» su indignación. «¿Qué significaba un poquito de violencia contra la gigantesca violencia de los ajustes?», venían a decir. Una incomprensible sentencia judicial avaló estos acosos como parte del «derecho de libertad de expresión». Ahora también se esgrime la libertad de expresión para justificar el apoyo al asesinato. Todo lo que en la calle es ilegal, en la Red debe ser también ilegal. Pero ese es otro asunto.
Esta misma semana, Pere Navarro (líder del PSC) me comentaba como los medios nacionalistas le han venido machacando durante los últimos quince días por haber situado el abrazo que le propinó una mujer durante la celebración de una comunión en el contexto del clima de tensión que vive la sociedad catalana. Es decir, ha sido el propio agredido el que ha tenido que defenderse porque, para determinados sectores en Cataluña, es peor denunciar el clima de violencia que la violencia misma. «Ya hay gente aquí que empieza a argumentar que si no se puede hacer la consulta por medios legales habría que ir pensando en métodos más expeditivos», apunta Navarro.
El propio hecho de que exista un debate sobre la legitimidad del acoso, o de los insultos e incluso de los asesinatos, es ya de por sí reflejo de la degradación ética que estamos viviendo. Los gobiernos, los partidos, las instituciones e incluso los medios de comunicación estamos sometidos a un proceso de descrédito, de cuestionamiento destructivo. No es con medidas coercitivas como vamos a resolver esta situación, sino asumiendo responsabilidades y apostando por el fortalecimiento de la democracia.
Una de las razones que explican cómo hemos llegado a esto es que los grandes partidos han reaccionado a la defensiva ante hechos que requieren cambios profundos y respuestas mucho más contundentes. Ha ocurrido con los casos de corrupción, en los que las direcciones de PP, PSOE y CiU han preferido mirar para otro lado o agitar el «y tú más» como argumento disuasorio. También subestimaron fenómenos como el 15-M, pensando que se disolverían como un azucarillo en un vaso de agua por el propio origen espontáneo del movimiento.
El sistema no se defiende poniendo doble acristalamiento en las ventanas del Congreso, sino dando respuesta a las demandas de los ciudadanos.
El reto al que nos enfrentamos es enorme. Lo que se cuestiona no es la democracia, sino una forma particular de entender la democracia. Y ese es un fabuloso caldo de cultivo para los partidos populistas, los grupos extremistas e incluso los defensores de la violencia. Así nacieron los totalitarismos en Europa, como respuesta al agotamiento de las «democracias burguesas».
Si no hay una reacción potente capaz de regenerar el sistema, que vuelva a hacer ilusionante la política para los ciudadanos, estaremos en riesgo de que cunda el ejemplo de los ángeles exterminadores.
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