meten las típicas gracias rancias que ya no hacen gracia a nadie
Hablan por hablar -que es lo que más canta en cualquier representación- y viven sin gracia, ni garra, ni sentimiento, ni ná. Están perdidos, olvidados, aburridos
¡Qué vergüenza todo! ¡Y qué pena!
Los diálogos entre los grupos de los actores están tan vacíos de intención como de ritmo. Cada uno está a lo suyo, a la forma antigua de la interpretación, soltando el texto e intentando don tropezar con los muebles. Esta opción sería válida si únicamente estuviera representada dentro de la película rodada en la ficción, pero es que dentro de esta, los actores han retrocedido otros treinta y pico años para casi plantarse en el cine mudo, tal es la aparatosidad de sus apariciones. Por no hablar de los colegas de profesión que rellenan cameos al más puro estilo Torrente
El montaje aburre… y mucho. Es un maldito aliado de las incoherencias del guión, que impone continuas decisiones inexplicables a los personajes -¿para qué demonios Jorge Sanz se une a la cabalgata final?-. Uno junto el otro, se encargan de ralentizar una película que, si supiera lo que quiere contar, se haría algo amena. Dicho lo cual, estoy seguro que más de un crítico se hubiera planteado hacer “un Boyero”, levantarse del cine e irse a su casa.
Pero la cosa sigue con datos históricos, desplantes al franquismo sin gracia, porque ya no hay nada nuevo bajo el sol, y con gayses tan exagerados -Santiago Segura y su histrionico diseñador de vestuario-, que bien parece que nos remontemos a las películas de los setenta, donde se reflejaban esos personajes para la mofa de una audiencia retrógada.
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