Trichet se sube al helicóptero

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El BCE se suma a la Reserva Federal e intenta reanimar la economía con una nueva receta: inundar de dinero el mercado

La economía suele tras*mitir la sensación de que los problemas son muy complejos; de que no hay respuestas fáciles. Ésa es sólo una verdad a medias. En los últimos sesenta años, cuando la actividad económica se quedaba atascada, se bajaba el precio del dinero y listo. Un crédito más barato allana el camino de la recuperación, estimula las ganas de consumir e incentiva la inversión empresarial; cuando eso sucede, las Bolsas descorchan el champán. El papel de los banqueros centrales consistía en llevarse el ponche antes de que la fiesta se acabara: cuando aparecían signos de recalentamiento, se encarecía el dinero y así se conseguía enfriar la economía. Sencillo. Al menos en teoría.

Sólo hay un problema: el ruido y la furia de la crisis actual han acabado con ese mantra -el precio del dinero como varita mágica; los banqueros centrales como sumos sacerdotes tocados con un halo de infalibilidad-, que difícilmente va a volver a funcionar igual.

Los tipos están próximos al 0% y la economía, lejos de recuperarse, se asoma a la deflación, una caída continuada de precios con un potencial devastador. Aún puede escucharse el zumbido del aire que sale de las burbujas que provocaron la crisis. Los bancos siguen sin dar créditos a pesar de los anabolizantes en forma de ayudas públicas y multimillonarias inyecciones de liquidez. Y sin crédito la economía se colapsa. Los consumidores compran menos. Las empresas reducen la producción y despiden empleados. En última instancia, ese círculo vicioso puede complicarse sobremanera si finalmente llega la deflación, un fenómeno económico que remite a la década pérdida de Japón en los años noventa y, en última instancia, a la temida Gran Depresión.

¿Cómo romper esa espiral? Una vez más se trata de un berenjenal complicadísimo, al menos en apariencia. Sin embargo, la penúltima receta ensayada aúna una deliciosa sencillez y una enorme potencia visual: puede bastar con darle a la máquina de imprimir dinero, subirse a un helicóptero y tirar billetes desde allí arriba. Poco más o menos.

El helicóptero es el último invento de una política económica que lo ha intentado casi todo y se iba quedando sin munición. La rebaja fulminante de los tipos desde el inicio de la crisis no es suficiente. La respuesta clásica -tan keynesiana- del gasto público para compensar la anemia de la demanda privada tampoco acaba de dar resultados. Bombardear liquidez a los bancos es otra respuesta de libro para una economía atorada: ha servido como anestesia, pero no para curar la trombosis financiera. Cuando no funcionan los medicamentos para curar a un paciente, hay quien apuesta por nuevos fármacos, potencialmente peligrosos porque están sin testar, pero que pueden abrir las puertas de la recuperación. Algo de eso hay en el último y desesperado intento por tratar de reactivar los mercados.

La economía es un juego de símbolos. La gracia de las metáforas del helicóptero y de la máquina de imprimir dinero es que no son ningún invento del periodismo: las han acuñado los propios banqueros centrales, que son, supuestamente, quienes tienen que sacar a la economía y al sector financiero -o viceversa- del lío en el que se han metido.

La obsesión de las autoridades monetarias por el control de los precios es conocida. Pero la tasa de inflación en las mayores economías del mundo -EE UU, Japón y la eurozona- se deslizará a territorio negativo durante 2009. Los precios ya bajan en algunos países: en España, sin ir más lejos. Y las expectativas de inflación (lo que la gente espera que pase con los precios de consumo) giran hacia terreno negativo por primera vez en la eurozona, según la agencia Moody's.

La Reserva Federal estadounidense (Fed) hace mucho que diagnosticó correctamente que los principales y más inmediatos peligros no están ahora en las subidas de precios. Al frente de la Fed figura Ben Bernanke, un distinguido conocedor de la Gran Depresión a quien apodan Helicopter Ben desde que en un discurso de 2002 aludiera a la posibilidad de "tirar dinero desde un helicóptero" -una frase acuñada por el economista Milton Friedman- si aparecía el fantasma de la deflación. "EE UU tiene una tecnología, las impresoras de billetes, que le permite producir los dólares que quiera sin apenas coste", dijo en un discurso profético, titulado Deflación: eso no va a pasar aquí.

En otras palabras: siempre puede usarse la máquina de imprimir billetes -acompañada de una expansión fiscal y la rebaja de tipos- para engrasar la economía y los mercados con dinero fresco. Bernanke ha activado esa solución y todos los grandes bancos centrales del mundo le están siguiendo en mayor o menor medida. El más ortodoxo de ese grupo, el presidente del Banco Central Europeo (BCE), Jean-Claude Trichet, ha sido el último en subirse al helicóptero.

La realidad tiene algo menos de fuerza que las metáforas de Bernanke. No se trata de imprimir dinero físicamente; tan sólo electrónicamente. Las medidas aprobadas -con los habituales eufemismos impronunciables: "relajación cuantitativa", "facilidades crediticias", esas cosas- se basan en la compra de activos públicos o privados, lo que supone engordar el balance de los bancos centrales. Pero el efecto es el mismo que el de subirse al famoso helicóptero y soltar billetes: dinero directo al corazón de la economía, el sistema financiero. Adiós a la deflación y a la carestía del crédito... si todo funciona correctamente. Es decir, si los bancos no se guardan ese efectivo y lo ponen a trabajar.

La teoría dice que una vez los tipos alcanzan la zona cero, la política monetaria pierde tracción. Como el precio del dinero no puede bajar más, para que el banco central siga influyendo en la economía debe acometer acciones no convencionales. Y en esa heterodoxia andan metidos Bernanke, Trichet y compañía, que buscan ampliar su fondo de armario con nuevas medidas anticrisis.

Las posibilidades son numerosas, pero el objetivo es siempre el mismo: desatascar el crédito a los consumidores y a los empresarios para que la economía salga del letargo y se aleje de la más mínima posibilidad de deflación, que se ha convertido en algo así como el nuevo malo de todas las pesadillas de los banqueros centrales.

EE UU se ha lanzado a comprar deuda pública. Eso encarece los bonos (hay más demanda) y reduce su rentabilidad (hay que pagar menos para venderlos). El efecto es doble: la Fed pone dinero contante y sonante en el bolsillo de los titulares de esos activos, que debería reactivar unos mercados mortecinos. Además, la rentabilidad de los bonos baja y arrastra los tipos de interés reales del resto de la economía: endeudarse será más barato, las empresas invertirán más y los estadounidenses comprarán más coches, más neveras: volverán a tirar de la tarjeta como solían.

La zona euro ha optado por otra solución. El BCE comprará cédulas hipotecarias (activos respaldados por hipotecas), en un movimiento menos agresivo, que llega más tarde que en el caso de otros bancos centrales y en cantidades menores. El objetivo es mejorar la financiación de los bancos, cuyo papel es más importante en la eurozona. Pero la consecuencia es exactamente igual: más dinero en manos de las entidades financieras, más posibilidad de liberar esos recursos en forma de créditos. Y tipos de interés a la baja, ayudados por la barra libre de liquidez, una modalidad de crédito que ahora se amplía de seis meses a un año y que garantiza todo el efectivo que quiera la banca al tipo de interés oficial -siempre que aporte garantías suficientes-.

Ésa es la teoría. Pero toda teoría tiene defensores y detractores. Primero, los contras: "Todo esto va a ser una desilusión. Lo único que puede funcionar en la situación actual son poderosas medidas fiscales adicionales. No hay helicópteros que valgan: sólo los Gobiernos firmando cheques pueden arreglar esto", asegura James K. Galbraith, profesor de la Universidad de Texas e hijo del mítico economista John K. Galbraith. Es cierto que no hay evidencia empírica de que el uso de la máquina de imprimir dinero vaya a funcionar. En Japón se probó en los años noventa -en pequeñas cantidades- y eso no logró evitar una larga crisis. La compra de activos en Reino Unido y EE UU apenas ha tenido consecuencias hasta ahora.

Pero también hay voces optimistas. "Las medidas van en la dirección correcta. Y es un éxito que incluso en Europa una institución tan reticente como el BCE haya puesto en marcha la relajación cuantitativa. La política monetaria está haciendo todo lo que está en su mano, asumiendo riesgos que hasta hace poco eran inconcebibles A partir de ahí, hay que llevar estas medidas hasta donde sea sensato, porque están poco testadas y suponen asumir riesgos", asegura el ex presidente de la CNMV Manuel Conthe. "En todo caso, los peligros de cometer excesos son remotos y además son corregibles", señala. Tomás J. Baliño, ex subdirector del FMI, añade que las medidas adoptadas "deberían ayudar a facilitar el crédito y animar la demanda en la eurozona, junto con algunos otros datos positivos que se van anunciando a nivel global. El BCE, la Fed y otros bancos centrales acompañan así a la expansión fiscal que han encarado tanto los países de la zona como el resto del mundo. El conjunto de esas medidas debería ayudar a moderar la recesión y salir antes de ella".

La efectividad del penúltimo cartucho de la política monetaria presenta numerosas dudas. En primer lugar por razones de credibilidad. Los bancos centrales llevan años cantando las bondades de las políticas antiinflacionistas. Su reto ahora es "prometer de forma creíble que van a ser irresponsables", escribió hace una década el Nobel Paul Krugman para describir la fallida experiencia japonesa. Hay más riesgos: tratando de corregir la burbuja actual puede empezar a hincharse la burbuja del futuro. "El incremento del dinero en circulación puede alimentar la inflación si no se corrige en cuanto la economía empiece a mostrar signos de recuperación", apunta el economista belga Paul De Grauwe. "Aunque confío en que el BCE no cometa ese error", cierra.

Lo más curioso es que en el fondo todo empieza y acaba en la banca. Así de financiera es la economía de este siglo. Los bancos llevan más de 20 meses como principales sospechosos de la crisis, y a la vez como lacerantes víctimas: las turbulencias no hacen distingos entre activos buenos y malos, entre entidades buenas y malas cuando el pánico corre como la pólvora. Y esta es una época de grandes miedos. La abulia en la que está instalado el sistema bancario es la mayor incógnita acerca del éxito de la máquina de imprimir dinero: las autoridades no dejan de repetir -con escaso éxito- que sólo cuando el sector financiero salga del pozo empezará la salida del túnel para la economía real.

"El drama para los bancos centrales es que a pesar de esta insólita agresividad, la efectividad de las medidas depende de que la banca utilice esta lluvia de liquidez para prestar más. La solución a la crisis sigue pasando por arreglar el sector financiero, y eso no está en manos de los banqueros centrales, sino de los Gobiernos y los supervisores", afirma desde Londres Javier Pérez de Azpillaga, economista de Goldman Sachs. "A pesar de los retrasos y la timidez de algunos, los bancos centrales han hecho los deberes. Gracias. Pero la pelota está ahora en el tejado de los Gobiernos y de la política fiscal. El BCE no puede hacer el trabajo en solitario", añade Charles Wyplosz, del Graduate Institute de Ginebra.

Desde Nueva York, el economista Guillermo alopécico se alinea con los que piensan que la máquina de imprimir dinero puede dar aire a la economía. Pero para ello hacen falta cifras masivas, que lleven la liquidez puertas afuera del sector bancario. La paradoja es que bancos centrales como el BCE se juegan su independencia si toman esa senda con determinación y rapidez. "Me temo que Trichet prefiere seguir esperando en lugar de prevenir las malas noticias. Y la situación tiene toda la pinta de empeorar", avisa alopécico.

La crisis actual tiene infinidad de lecturas. Entre otras muchas, es la historia de cómo los responsables de la política económica se convencieron de que lo tenían todo bajo control para después descubrir horrorizados (y mientras el mundo sufría las nefastas consecuencias de sus decisiones) que no era así, ataca Krugman en El retorno de la economía de la depresión. La entrada de los bancos centrales en territorio comanche es un examen en toda regla a su credibilidad, a su capacidad para volver a agarrar las riendas de la economía. Bernanke y Trichet se juegan su prestigio y tal vez algunos párrafos en los aburridos manuales de historia económica. Aunque para la economía quizá valga la apostilla del crupier: no va más.

Trichet se sube al helicóptero · ELPAÍS.com
 
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