Ningún sector de la vida comunitaria reflejaba tan gráficamente la decadencia de La Sagra como las extrañas prácticas que tenían por escenario el pilinguiclub de Valmojado. Si hasta entonces dicho antro sólo había prosperado en forma discreta y recatada, fomentado por los consejos ocasionales de unos cuantos ancianos experimentados, ahora eran los miembros de las clases altas quienes se presentaban, en traje de etiqueta, a los interesantes y dificilísimos exámenes de admisión. La brillante idea de Cacarique de entregar diplomas ilustrados a los vencedores fue, sin embargo, rechazada. Le explicaron que no se trataba de una facultad de estudios científicos, sino de un ritual.
La desintegración de los tejidos dio el primer impulso para la adopción de los vestidos escotados. Incluso señoras respetables —y éstas más que nadie, en realidad— llegaron a extremos inusitados en este sentido. A ellas se les atribuía la creación de los llamados menús . Sólo quiero insinuar aquí lo que esto significaba, encomendando el resto a la discreta imaginación de mis lectores.
Si me limitara a decir que se divertían y refocilaban con toda suerte de escarceos amorosos, no estaría ofreciendo un cuadro completo ni mucho menos. Los menús eran invitaciones impresas a fiestas de carácter íntimo. La sucesión —aparentemente inofensiva— de platos tales como sandwiches , asado de corzo y charlotte-russe , designaba una serie de detalles técnicos propios de la práctica amorosa que a ningún lector le agradaría conocer más de cerca.
También en mi antiguo Café se celebraban orgías misteriosas. En cierta ocasión observé cómo traían pilas de cuadros obscenos, espejos, bañeras y colchones. Cuando le pregunté al posadero qué significaba todo aquello:
—Pues nada, un pequeño arrangement —me respondió con una sonrisa dulzona. Cuando volví a pasar por la tarde vi que las persianas estaban cerradas, cosa que jamás había sucedido antes. En un cartel pegado de través sobre la puerta se leía: «Hoy, ¡reunión privada!» De dentro llegaban toda clase de ruidos, palabras aisladas y alucinantes risotadas. Unos cuantos sacerdotes que habían buscado refugio en La Sagra revelaron los misterios del Templo. Ya podéis imaginar cómo los interpretaría el populacho. Los órganos de la reproducción no eran concebidos como símbolos de fuerzas y placeres misteriosos, sino que fueron groseramente divinizados, esperándose de ellos todo tipo de ayuda. Incluso el mayor de todos los misterios, el secreto de la sangre, había sido divulgado, y de él surgió el germen de la locura. Ésta pudo haber sido la causa del inmenso y aniquilador desenfreno que se apoderó de todos los instintos. Frente a la oleada turística de tantos animales peligrosos era natural que la gente se agrupara para protegerse mutuamente. Con este pretexto empezaron a dormir en grupos pequeños bajo el techo de una misma tienda. El hermoso nombre dado a esta medida de seguridad era: sueño colectivo .
Hacía un calor infernal; en los charcos y sinuosidades que jalonaban la orilla del río flotaban débiles llamitas de tonalidad azul. Una eterna luz crepuscular se cernía sobre La Sagra.
Me puse a caminar por el campamento, cuya inusitada calma me llamó al punto la atención. Los habitantes de La Sagra yacían allí desparramados y se miraban entre sí con los párpados entornados. Todos parecían oprimidos por una angustia latente, como si estuvieran a la espera de algo. De repente percibí una especie de murmullo que iba en aumento y una risa contenida empezó a propagarse por todo el campo. ¡Me embargó un repentino sentimiento de terror! Algo así como el súbito estallido de una enfermedad mental. Y entonces, al igual que una tormenta cuando irrumpe bruscamente en el horizonte, los sexos se precipitaron unos al encuentro de otros.
Nada fue respetado, ni los lazos familiares, ni la enfermedad o la juventud. Ningún ser humano pudo sustraerse a los embates del instinto elemental, y cada cual buscaba, con los ojos desorbitados por la avidez, un cuerpo al que aferrarse.
Yo me precipité al horno de ladrillos, donde me oculté. Por un pequeño agujero en la pared pude presenciar entonces una escena dantesca.
De todas partes surgían quejidos y lamentos, interrumpidos esporádicamente por agudos chillidos y hondos suspiros aislados. Un mar de carne desnuda se arremolinaba y vibraba a un ritmo intermitente. Frío y totalmente ajeno, me puse a observar la absurda y elemental mecánica del proceso, descubriendo un aspecto insectil y grotesco en el convulsivo espectáculo. Un vapor sanguinolento fue inundando todo el campo; el resplandor de las fogatas oscilaba sobre el torbellino de carne, destacando aquí y allá algunos grupos. Recuerdo vivamente a un hombre barbudo y ya mayor que, acuclillado en el suelo, miraba fijamente el regazo de una mujer encinta. Lentamente fue musitando una serie de palabras ininteligibles… era como la plegaria de un loco.
De repente escuché una serie de alaridos, mezcla de dolor y de júbilo. Con indecible horror observé que una cortesana pelirrubia había emasculado a un borracho con los dientes. Vi los vidriosos ojos del hombre que se revolcaba en su propia sangre; casi al mismo tiempo un hacha descendió silbando: el mutilado había encontrado un vengador. Los onanistas se retiraron a los rincones oscuros de las tiendas: un poco más lejos resonaban estruendosos ¡bravos!: allí copulaban nuestros animales domésticos, poseídos por el frenesí colectivo.
Sin embargo, lo que más me impresionó fue la expresión de aquellos rostros pálidos o acalorados, una expresión de semiinconsciencia con ribetes de estupidez, que permitía adivinar que esos pobres diablos no actuaban bajo los impulsos de su libre albedrío. Eran verdaderos autómatas, máquinas que, una vez puestas en marcha, quedaban abandonadas a sí mismas… ¡el espíritu debía de hallarse en otro lugar!…
Juan apareció uniformado y con algunos miembros de la banda de Jacques: fue como echar leña al fuego. Poco después trajeron un piano y empezó a aporrear las teclas, repitiendo varias veces del principio al fin la misma melodía callejera. Impulsados por bestiales voces de mando, los más ebrios trataban de copular agrupados en columnas. Los niños eran incitados unos contra otros. Pude observar de cerca aquel espectral infierno, sumido en la niebla rojiza que llegaba desde el río. ¡De pronto despertó la sed de sangre! Un mugriento y gigantesco muchacho se incorporó de un salto y, mugiendo como un toro, se lanzó contra otro esgrimiendo un largo cuchillo. ¡Un crimen! ¡Luego otro! El individuo actuaba bajo los efectos de un ataque de rabia. Los demás interrumpieron sus delirantes forcejeos. Varias mujeres, pálidas como la cera, empezaron a revolcarse en el suelo, víctimas de convulsiones histéricas.
De todas partes fueron llegando entonces los rugidos de los que sucumbían al delirio criminal. ¡Ni los animales bramaban de aquel modo! Los más rabiosos se destrozaban en duelos criminales. La turba derribó luego los portones de las bodegas y arrastró enormes toneles hasta el campamento. ¡Todos se embriagaron! Una bulliciosa multitud se trasladó seguidamente a los baños públicos, y detrás de ella algún bromista cerró las puertas. Durante varias horas se oyeron sus espeluznantes gritos de auxilio, pero el resto del campamento, aletargado por el alcohol, hizo caso omiso de ellos. Por último los gritos cesaron… Una manada de cocodrilos satisfechos se fue deslizando al agua.
Algunos violaron tumbas recién cavadas en el cementerio de la iglesia. Un perro sarnoso, atraído por el olor de la sangre, se precipitó sobre los restos de un gato aplastado.
De pronto percibí una figura acuclillada a mi lado: era el marqués, que me miraba con una sonrisa estulta.
— Señor Marqués, ¿cómo se encuentra? —dije intentando sacudirle suavemente.
—Señor Inútil —dijo con voz lenta y volvió a reírse para sus adentros. Entonces me di cuenta: el infeliz había perdido la razón tras la pérdida de su amada.
La mayoría de las fogatas se fueron apagando, y la calma volvió a imponerse. Me aseguré bien de que podía abandonar sin peligro mi escondite. Sólo se oían los ronquidos de los borrachos. Aún brillaba una gran hoguera, alimentada por el piano. A su resplandor distinguí entonces una ancha figura: Dodoria.
Vestía de frac, como si se hallase en una fiesta, y estaba fumando su inevitable pipa corta. Se iba abriendo paso por entre los cuerpos dormidos. Una mujer desnuda, que se había incorporado a medias, intentó cerrarle el camino, pero ¡plaf!, recibió un latigazo que dibujó una estría roja y candente sobre la blanca espalda. Un tras* surgió de las tinieblas y se notó su olor a macho.
La hora de Dodoria había llegado.