Más allá de las razones jovenlandesales, éticas, biomédicas, y en general de toda índole, que pueden esgrimirse a favor de la vida del nasciturus y en contra del aborto hay que hay que bucear en lo mas intimo de los sentimientos y de la psicología de la progenitora abortista para hacerse una idea de la verdadera naturaleza y consecuencias de esta tragedia que para colmo algunos pretenden definir como un derecho de la mujer.
El artículo que a continuación se tras*cribe muestra el testimonoio directo, escrito en primera persona por una progenitora que abortó y que 19 años después de su acción todavía llora por aquel hijo que, voluntariamente, perdió. Ella se llama Esperanza Puente y he aquí su estremecedor relato:
Cuando aquel test de embarazo dio positivo, yo me encontraba muy sola. Era la época de la movida madrileña, tenía 25 años, había aterrizado en la capital dispuesta a comerme el mundo, y el padre de la criatura desapareció de mi vida en cuanto le comuniqué la noticia. Me sentía abandonada, tenía miedo al desprecio de la gente, y tomé una decisión que hoy me parece inimaginable: abortar. Fue algo casi instintivo, ni siquiera sospechaba que pudiese haber alternativas. Fui a una clínica donde sabía que no iba a tener problemas. Pagué por adelantado lo que me pidieron —una cantidad generosa— y me senté en la sala de espera. Nadie hablaba en aquella estancia. Algunas mujeres murmuraban algo y sus acompañantes les tranquilizaban con expresiones del tipo “No va a pasar nada”. Me hicieron una ecografía, pero apenas pude verla. Creo que es parte de su protocolo. Hablé con el psicólogo, firmé los papeles que me pusieron delante y me dejé llevar. Era como si me diese igual lo que hicieran conmigo, como si hubiera perdido el rumbo.
En el quirófano cometieron un error. Ya me habían operado y yo respiraba lentamente con los ojos cerrados. “No ha pasado nada”, me repetía a mí misma, tratando de convencerme. Cuando abrí los ojos vi que se habían dejado en la sala los restos de mi hijo. Fue una negligencia médica del centro, pero a mí me sirvió para caer en la cuenta de lo que había hecho. Es una imagen que se me quedó grabada para siempre.
Una vez me preguntaron qué diferencia había entre el dolor de abortar y el de dar a luz un hijo. Es algo muy fácil de explicar para quien ha pasado por ambas experiencias. En el parto, los dolores que sufres son intensos, pero momentáneos. Sabes que hay que sufrirlos, pero también sabes que después te espera una recompensa muy feliz: la de ver la cara de tu hijo. Cuando abortas, el dolor te deja una sensación de vacío. También parece entonces que te están arrancando los intestinos, pero esta vez no hay recompensa: al quirófano entran dos personas y sólo sale una. Ese vacío es un dolor que se queda para siempre. Han pasado 19 años desde que yo aborté y todavía lloro por aquel hijo.
El artículo que a continuación se tras*cribe muestra el testimonoio directo, escrito en primera persona por una progenitora que abortó y que 19 años después de su acción todavía llora por aquel hijo que, voluntariamente, perdió. Ella se llama Esperanza Puente y he aquí su estremecedor relato:
Cuando aquel test de embarazo dio positivo, yo me encontraba muy sola. Era la época de la movida madrileña, tenía 25 años, había aterrizado en la capital dispuesta a comerme el mundo, y el padre de la criatura desapareció de mi vida en cuanto le comuniqué la noticia. Me sentía abandonada, tenía miedo al desprecio de la gente, y tomé una decisión que hoy me parece inimaginable: abortar. Fue algo casi instintivo, ni siquiera sospechaba que pudiese haber alternativas. Fui a una clínica donde sabía que no iba a tener problemas. Pagué por adelantado lo que me pidieron —una cantidad generosa— y me senté en la sala de espera. Nadie hablaba en aquella estancia. Algunas mujeres murmuraban algo y sus acompañantes les tranquilizaban con expresiones del tipo “No va a pasar nada”. Me hicieron una ecografía, pero apenas pude verla. Creo que es parte de su protocolo. Hablé con el psicólogo, firmé los papeles que me pusieron delante y me dejé llevar. Era como si me diese igual lo que hicieran conmigo, como si hubiera perdido el rumbo.
En el quirófano cometieron un error. Ya me habían operado y yo respiraba lentamente con los ojos cerrados. “No ha pasado nada”, me repetía a mí misma, tratando de convencerme. Cuando abrí los ojos vi que se habían dejado en la sala los restos de mi hijo. Fue una negligencia médica del centro, pero a mí me sirvió para caer en la cuenta de lo que había hecho. Es una imagen que se me quedó grabada para siempre.
Una vez me preguntaron qué diferencia había entre el dolor de abortar y el de dar a luz un hijo. Es algo muy fácil de explicar para quien ha pasado por ambas experiencias. En el parto, los dolores que sufres son intensos, pero momentáneos. Sabes que hay que sufrirlos, pero también sabes que después te espera una recompensa muy feliz: la de ver la cara de tu hijo. Cuando abortas, el dolor te deja una sensación de vacío. También parece entonces que te están arrancando los intestinos, pero esta vez no hay recompensa: al quirófano entran dos personas y sólo sale una. Ese vacío es un dolor que se queda para siempre. Han pasado 19 años desde que yo aborté y todavía lloro por aquel hijo.