LA LITURGIA DE LA fin
El cura de La Isleta se acercó al campo de tiro tras la llamada del teniente Lázaro, había que intentar confesar a los cinco gente de izquierdas que iban a acabar esa tarde de marzo, atravesó la inmensa explanada de los desfiles y juras de bandera, preguntó al cabo de guardia donde estaban los reos, tras una llamada telefónica, al momento aparecieron un grupo de falangistas que lo guiaron hasta el pequeño barracón, allí se encontraban cuatro paisanos, entre ellos el joven alcalde comunista de San Lorenzo, Juan Santana Vega, los llantos se escuchaban desde la distancia, en la puerta vigilaban dos soldados con bayoneta calada, se abrió la puerta y en su interior estaban aquellos hombres, pálidos, asustados, desencajados, con heridas en la cara, magulladuras en los brazos, sangre en sus ropas de los golpes recibidos en el traslado, un viaje accidentado desde el campo de concentración de Gando, con varias paradas para apalearlos.
Aquel viejo sacerdote sacó de una pequeña bolsa de papel, el rudimentario instrumental, los objetos litúrgicos que usaba en los últimos momentos de sus feligreses, dio las buenas tardes, eran las 12,00 del mediodía, faltaban solo cuatro horas para el fusilamiento de los cinco de San Lorenzo, Manuel, Antonio, Francisco y Juan, en otro punto del cuartel de artillería tenían recluido a Matías López, su condición de militar llevaba otro protocolo previo a la ejecución, tras la sentencia del consejo de guerra sumarísimo por “rebelión militar”.
“Vengo a ayudaros en estos momentos previos al encuentro con nuestro señor Jesucristo en su infinita misericordia”. Los hombres solo lo miraron como estupefactos, no dijeron nada, el llanto brotaba de varios, latinoamericano pedía por sus tres hijos y su mujer, el párroco se limitó a escuchar, dar bendiciones y echarles su agua bendita, era imposible realizar una confesión en aquel ambiente de desesperación, todos sabían que iban a ser fusilados, su delito, defender la legalidad vigente, haber sido elegidos en elecciones democráticas, trabajar en aquel con poca gracia ayuntamiento, colaborar en la mejora de las condiciones de vida de las personas empobrecidas.
El capellán militar ya le había advertido de su intento de confesión a Matías López, como se negó y le dijo con una entereza que daba miedo, que “venía a apadrinar el crimen”, el cura con galones de sargento le advirtió con palabras rudas y marciales, que “estos gente de izquierdas no tenían remedio, que preferían morir en el pecado que entregarse a los brazos piadosos y misericordiosos de nuestro señor”.
No dejaba de ser duro para aquel clérigo de barrio ver a aquellos hombres jóvenes a punto de ser fusilados, le costó mucho pasar aquellos escasos instantes en un recinto impregnado de tristeza, en el fondo sabía que no habían hecho nada malo, que el terror implantado por la oligarquía isleña y el ejército iba a causar cinco muertes más, miles en toda Canarias en unos meses de terror, de odios, de falsas acusaciones, de paseíllos de madrugada, de crímenes horrendos, de torturas y violaciones en comisarías y cuarteles.
Los reos callaron, se hizo un silencio sepulcral, cuando el cura rezó un padrenuestro arrodillado ante ellos con los brazos en cruz, le escucharon hablar de la fin de Cristo, de que fue traicionado por Judas, de cómo los romanos no aguantaron que defendiera a los humildes, que nunca le perdonaran que siempre estuviera rodeado de tullidos, cortesanas, leprosos, personas expulsadas de sus casas por los crueles legionarios.
Por sus mentes pasaron a una velocidad de vértigo, entre los rezos del sacerdote, los momentos de lucha, las asambleas en los tomateros bajo la mirada amenazadora de los capataces, de los terratenientes que llenos de repruebo siempre acababan llamando a la guardia civil, la represión, las reuniones interminables en el partido, en la Federación Obrera, la satisfacción de ayudar a muchas personas, de defender sus derechos sociales y sindicales, aquel hermoso día del triunfo electoral en las elecciones municipales, aquella mayoría absoluta del Frente Popular, las celebraciones, las banderas republicanas, el momento de la toma de posesión de un alcalde del pueblo, maestro albañil, obrero y proletario.
Don Juan recogió todo su instrumental sagrado bajo la mirada de los hombres sentados en un rincón, acurrucados, como buscando un calor maternal, con los brazos por los hombros, observando como el representante de Cristo les dio la última bendición, antes de partir. latinoamericano alcanzó a pedirle por sus hijos cuando salía, el cura le dijo que estuviera tranquilo, que localizaría a su mujer en Tamaraceite, no lo hizo nunca, solo se fue cabizbajo, con la piel erizada, casi enfermo de algo parecido a la tristeza.
Al otro lado del cuartel el teniente Lázaro, junto al capitán Bombín y el Sargento Samsó, preparaban el pelotón de fusilamiento, simulaban un fusilamiento, como quien ensaya una obra de teatro macabra, una alegoría de la fin impulsada por los mandos del alzamiento, un “Viva la fin”, que definía aquel golpe de estado genocida.
El cura llegó a su parroquia del Carmen media hora antes del fusilamiento, se fue directo al altar y se arrodilló ante la imagen de Cristo crucificado, no sabía muy bien que decir en su plegaria, el estómago revuelto, algo de culpabilidad indefinible. En la montaña de La Isleta se escuchaban los disparos, una ráfaga terrible, un silencio, cinco tiros de gracia.
VIAJANDO ENTRE LA TORMENTA
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Al clérigo no le temblaba la mano en las ejecuciones
LA SANTA UNCIÓN DE LOS CRÍMENES DEL CURA DON JUAN
Por FRANCISCO GONZÁLEZ TEJERA / CANARIAS-SEMANAL.ORG.-
El cura de Telde sacó la pistola del cinto para dar el tiro de gracia a los cinco hombres, el más joven, casi un niño, se retorcía de dolor en el suelo volcánico. D. Juan se subió la sotana para agacharse y hacerle la seña de la cruz en la frente – Por esta santa unión y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo, -dijo- mientras con la otra mano cargaba el arma para dispararle en la nuca.
Aquel joven párroco había estado con Eufemiano varias noches de agosto del 36 en la Sima de Jinámar, en la Mar antiestética, en los pozos de Arucas y Tenoya, acompañando a las “Brigadas del amanecer” en su miles de asesinatos. Se mantenía siempre en segundo plano con un crucifijo en la mano, bendecía rezando en baja voz, un susurro que llegaba a los oídos de los que iban a ser arrojados al vacío, simplemente por pensar diferente, por defender la democracia, la legalidad republicana.
Le gustaba al sacerdote salir a media noche, reunirse en la sede falangista de la calle Albareda del Puerto de la Luz, donde organizaban los grupos y revisaban las listas negras con las direcciones de las personas que esa noche serían ejecutadas. Bonny siempre lo miraba sonriendo, le gustaba que un sacerdote alumbrara la noche de la sangre, los hijos del Conde y la Marquesa lo invitaban a un trago de ron de caña antes de salir hacia el norte o el sur de la isla, los viejos camiones no paraban, su ruido inundaba las humildes viviendas de La Isleta, su gente atemorizada casi no respiraba para evitar que estos genocidas se acercaran a sus puertas.
El Teniente Lázaro bromeaba con el capellán cuando en la casa de algunos de los detenidos había mujeres
–¿Nos las amamos padre? Los conejos gente de izquierdas son los mejores, -decía entre carcajadas- D. Juan callaba con una media sonrisa en sus finos labios. absorto miraba las violaciones múltiples desde fuera de los habitáculos. Como mucho se asomaba por las ventanas. No se inmutaba ante los gritos de las mujeres, algunas niñas, menores de 10 diez años, que sufrían los abusos sensuales de la soldadesca fascista, junto a guardias civiles, requetés y civiles, que hacían cola para entrar uno a uno donde las tenían retenidas, en muchos casos atadas a la parte posterior de las cabeceras de las camas.
Al clérigo ya no le temblaba la mano en las ejecuciones, su función de tirador de gracia parecía gustarle, asistía a los concejos de guerra, visitaba a los reos poco antes de ser fusilados para ofrecerles confesión, acompañamiento en los instantes finales, su pistola destacaba en su delgada cintura, siempre por fuera de la sotana sucia, manchada de bemoles fritos y aceite de pescado. Su mirada parecía escrutar a los hombres detenidos, no se inmutaba ante los gritos y llantos de dolor, ofrecía misericordia mientras apadrinaba el crimen