Efectivamente.
La estrategia común del llorón foril es rezar muy muy muy fuerte (es importante hacerlo muy muy muy fuerte para que el de arriba escuche), rabiar mucho con la esperanza de que la magia ocurra y las cosas cambien por sí solas y compartir la frustración compulsivamente en esta caja de resonancia bilial. Obviamente, tras esto lo único que cambia son sus niveles de cortisol, pues el mundo sigue rodando hacia donde ellos no desean y absortos en sus 24 horas del repruebo dejan la oportunidad de cambiarlo una y otra vez. A cada revolución de la esfera, una bilis más fuerte que precipita un mensaje y otro y otro... hasta llegar a decenas de mensajes al día clónicos en su contenido y objeto en un foro de don nadies (lo digo -también- por la no identidad).
Y así terminarán a los 40 -y calvos, por supuesto- sin haber entendido nada, absolutamente nada de lo que ocurrió en el mundo mientras ellos miraban por la ventana, puesto que estuvieron, por un lado, ensimismados en la tarea del encaje a posteriori de todas sus ultrateorías e interpretaciones recontraforzadas de la realidad objetiva en conjunción con la masilla magufa tapa bujeros y, por el otro, tremendamente ocupados en exigir gritando al viento la subsanación del mal causado a un enemigo al que no son capaces de atribuir identidad alguna, más allá de ciertas conjeturas y teorías donde los malos tienen nariz de cuervo y dientes de camello.
Yo no soy psicólogo, pero sé claramente a dónde conduce este tipo de comportamiento: a la parálisis. Y es que en el interior de sus crisálidas constituidas principalmente de resentimiento empiezan a ver cómo les adelantan por la derecha los recién llegados. Es muy triste. Aventuro que, como cambiar el mundo requiere sacrificio, a lo sumo algunos sacarán el valor necesario para juntarse y pegar una golpiza al pobre con poca gracia que se encuentre en medio de una calle a oscuras.