Nefersen
Nuncio Apostólico
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La fin de Luis XVII, hijo de Luis XVI y María Antonieta, levantó sospechas de inmediato. ¿Fue realmente el pequeño quien murió en prisión? Solo el análisis de ADN pudo resolver la cuestión más de dos siglos después.
Retrato infantil del delfín de Francia, por Alexander Kucharsky.
Afán revolucionario e intriga policial se mezclan en el destino de Luis XVII. El niño, hijo de Luis XVI y María Antonieta, fue encarcelado y abandonado a su suerte. Murió enfermo en su celda en 1795. Sin embargo, las dudas surgieron enseguida. ¿Era verdaderamente el delfín el que murió en la guandoca?
En una época de subversión, su sino encarna la oposición feroz entre las dos fuerzas políticas dominantes en la Francia del momento: los revolucionarios y los monárquicos. Tras más de doscientos años de investigaciones, solo recientemente se ha aclarado el misterio de su fin.
Llegan nuevos tiempos
En 1789 estallaba la Revolución Francesa y la burguesía tomaba el poder. Pero el ambiente se radicalizó pronto y, en vista de la dinámica de persecuciones que se estaba extendiendo, muchos nobles decidieron huir del país, incluido Luis XVI. En su intento de fuga, sin embargo, la familia real fue arrestada en Varennes, devuelta a la capital y encarcelada en el Temple en 1792.
Con la ejecución de Luis XVI, su hijo se convirtió simplemente en el “pequeño Capeto”
Esta torre, perteneciente en su día a los templarios y durante mucho tiempo en desuso, se rehabilitó para la ocasión. En un primer momento, el monarca depuesto y su hijo convivieron en el segundo piso. Sin embargo, pocos meses después, al iniciarse el juicio contra el Soberano, el niño fue trasladado a la tercera planta junto a su progenitora.
Luis XVI, convertido en Luis Capeto (la dinastía a la que pertenecía), fue condenado a fin y guillotinado.
Con su ejecución, la República puso fin a la casa de los Borbones, y el hijo de Luis Capeto se convirtió simplemente en el “pequeño Capeto”. Obviamente, los realistas no lo entendieron así, y reconocieron a Luis XVII como su nuevo monarca. En todo caso, el niño, por motivos muy diferentes, pasó a ser codiciado por ambos bandos.
Educación de un rey sin corona
Una de las primeras intenciones de las autoridades fue tras*formar al pequeño en un ciudadano republicano. Anaxagoras Chaumette, procurador de la Comuna (el gobierno revolucionario de París) y responsable de la guandoca, se mostraba firme: “Quiero impartirle una educación; alejarlo de su familia para que pierda la idea de su rango”. Antoine Simon, zapatero de profesión, sería el encargado de la tarea.
La reina María Antonieta con sus hijos en Versalles, en 1787. El delfín está a la derecha.
Así, en julio de 1793, el pequeño Luis fue apartado de su progenitora. Antes de la cruel separación, María Antonieta recortó un mechón de pelo de su hijo, que guardó celosamente en una cajita. Antoine Simon, acompañado por su esposa y su pupilo, se instaló en los antiguos apartamentos del rey.
Los documentos de la época muestran que el zapatero se ocupaba adecuadamente del niño (ropa limpia, baños, visitas médicas…), pero la educación que le impartía estaba basada en la tras*misión de lenguaje y canciones soeces. Tal vez influido por el ambiente grosero, el delfín firmó una declaración acusando a su progenitora de prácticas incestuosas. La declaración, incluida en el proceso abierto contra María Antonieta, se desestimó.
No obstante, acusada de conspiración contra los revolucionarios, la antigua reina fue guillotinada a finales de año. El pequeño Capeto permanecería encerrado en la torre, lejos de los jardines y el fasto de Versalles, su antiguo hogar. Pero, pese a ello, sus condiciones de vida serían mucho mejores que las que experimentaría tras la partida de su tutor.
El enclaustramiento
Antoine Simon tuvo que escoger. En un momento de recorte presupuestario, un nuevo decreto prohibió la acumulación de cargos administrativos y asalariados. Ante la disyuntiva, el zapatero prefirió renunciar al puesto de tutor y optar por la función pública para, según declaró, mantener el lugar de confianza que el pueblo le había asignado. Simon, pues, presentó su dimisión y abandonó el Temple.
Durante meses, el niño, de nueve años de edad, vivió en medio de la inmundicia y los excrementos
Siempre con la idea de reducir costes, la Comuna decidió no asignar un nuevo preceptor. En lugar de eso se intensificó la vigilancia, efectuada a partir de entonces por cuatro guardias que tomarían “las medidas necesarias para cumplir con su responsabilidad”. Y su responsabilidad implicaba evitar todo riesgo de fuga, visto que Luis XVII era reclamado por las fuerzas monárquicas.
Se optó por encerrar al niño y evitar todo contacto con el exterior, lo que desembocó, según la leyenda, en un enclaustramiento inhumano: las ventanas se tapiaron, un tabique impedía el paso al resto de la planta, el preso recibía la comida a través de un agujero...
Era amenazado repetidas veces con la guillotina, lo que le causaba desmayos. Le decían que sus padres aún vivían, pero que ya no lo amaban y que lo habían abandonado.
Nadie entraba en la habitación, y durante seis meses, el niño, de nueve años de edad, vivió en medio de la inmundicia y los excrementos.
En sus turnos, los celadores se limitaban a un reconocimiento por defecto: a la pregunta “Capeto, ¿estás ahí?”, les bastaba con oír la voz del niño para consignar en el informe obligatorio que todo procedía con normalidad.
Mientras, fuera del Temple, la vida política seguía revuelta. El Terror instaurado por Robespierre , una dictadura implacable, terminó en el verano de 1794 con el arresto, el juicio y la ejecución del cabecilla y sus seguidores.
Luis XVII en el Temple, por Charles-Louis de Frédy, barón de Coubertin.
Paul Barras, nombrado comandante en jefe de las Fuerzas del Interior, asumió el poder. Una de las primeras acciones de Barras fue visitar al preso real. Según relataría años después, durante la Restauración borbónica, en el Temple halló una habitación “con sarama acumulada en varios sitios”. El niño, recostado en una pequeña cama, presentaba unas rodillas “muy hinchadas, así como los tobillos y las manos”.
Alarmado por el estado de salud del huérfano, ordenó al Comité de Seguridad General el envío de un médico para “dispensarle todos los cuidados necesarios”. A la vez, el servicio de custodia del prisionero se modificó. Barras nombró al general Laurent nuevo responsable. Este contaría con un ayudante, y cada día un guardia diferente acompañaría a los dos guardianes permanentes.
Durante ese período mejoraron las condiciones del reo. Pero, aunque ya no vivía en un aislamiento absoluto, las visitas al exterior seguían prohibidas. Porque, una vez más, el destino del niño resultaba problemático: ante la presión de las potencias monárquicas europeas que reclamaban su entrega –España en primer lugar–, resultaba urgente hallar una solución. Una comisión especial encargada de estudiar la cuestión presentó sus conclusiones a principios de 1795.
“Me encuentro con un niño petulante, agonizante, víctima de la miseria más absoluta…”, señaló Desault
Un diputado señalaba los riesgos: “Un enemigo es menos peligroso estando en nuestro poder que entregándolo a quienes sostienen su causa o su partido... La expulsión de los tiranos ha servido casi siempre para preparar su vuelta al poder”.
A falta de indicaciones más concretas, se optó por dejar las cosas como estaban. Quizá por ello, y por la delicada responsabilidad que suponía, Laurent dimitió. Otras fuentes apuntan que fue destituido por su pasado radical.
Las autoridades nombraron al comandante Étienne Lasne nuevo responsable del Temple. Y en la torre, pese a las mejoras introducidas gracias a Barras, el estado de salud del niño se deterioraba. En mayo uno de los guardianes señaló que Luis presentaba una serie de “malestares que [parecían] cobrar carácter de gravedad”.
Tras el aviso, el Comité de Seguridad General ordenó de inmediato un reconocimiento médico de manos del doctor Desault. En una declaración a un conocido, el facultativo describió sus impresiones al acceder al cuarto del enfermo: “Me encuentro con un niño petulante, agonizante, víctima de la miseria más absoluta, del abandono más completo…”.
El doctor Pelletan inició la autopsia de Luis XVII.
Pese a todo, el doctor Desault no detectó en el huérfano ninguna enfermedad grave y, siguiendo el protocolo de la época, recetó un cambio de dieta, con aporte de alimentos reconstituyentes, ejercicio, una habitación ventilada y paseos diarios.
Todas las indicaciones se ejecutaron, salvo el paseo diario, por cuestiones de seguridad. Desault murió de manera inesperada a los pocos días (algunos hablarían de envenenamiento). El doctor Pelletan asumió el cuidado del enfermo, cuyo estado empeoró súbitamente.
La fin del delfín
El 8 de junio de 1795, antes de que el médico, reclamado con urgencia, pudiera acudir, el pequeño Luis moría ante Lasne y sus vigilantes de turno. Desde el Comité, que había sido informado de inmediato, llegó la orden de mantener el secreto del fallecimiento hasta nuevo aviso.
Al día siguiente, el doctor Pelletan y tres médicos más comparecieron en el Temple, con la mayor discreción, para practicar la autopsia. Pelletan fue el encargado de abrir el cuerpo y llevar a cabo el examen de las vísceras, y, tal como relató más adelante, aprovechó un momento de distracción de los demás: “Me atreví a sustraer el corazón… y esconderlo en mi bolsillo”.
Retrato infantil del delfín de Francia, por Alexander Kucharsky.
Afán revolucionario e intriga policial se mezclan en el destino de Luis XVII. El niño, hijo de Luis XVI y María Antonieta, fue encarcelado y abandonado a su suerte. Murió enfermo en su celda en 1795. Sin embargo, las dudas surgieron enseguida. ¿Era verdaderamente el delfín el que murió en la guandoca?
En una época de subversión, su sino encarna la oposición feroz entre las dos fuerzas políticas dominantes en la Francia del momento: los revolucionarios y los monárquicos. Tras más de doscientos años de investigaciones, solo recientemente se ha aclarado el misterio de su fin.
Llegan nuevos tiempos
En 1789 estallaba la Revolución Francesa y la burguesía tomaba el poder. Pero el ambiente se radicalizó pronto y, en vista de la dinámica de persecuciones que se estaba extendiendo, muchos nobles decidieron huir del país, incluido Luis XVI. En su intento de fuga, sin embargo, la familia real fue arrestada en Varennes, devuelta a la capital y encarcelada en el Temple en 1792.
Con la ejecución de Luis XVI, su hijo se convirtió simplemente en el “pequeño Capeto”
Esta torre, perteneciente en su día a los templarios y durante mucho tiempo en desuso, se rehabilitó para la ocasión. En un primer momento, el monarca depuesto y su hijo convivieron en el segundo piso. Sin embargo, pocos meses después, al iniciarse el juicio contra el Soberano, el niño fue trasladado a la tercera planta junto a su progenitora.
Luis XVI, convertido en Luis Capeto (la dinastía a la que pertenecía), fue condenado a fin y guillotinado.
Con su ejecución, la República puso fin a la casa de los Borbones, y el hijo de Luis Capeto se convirtió simplemente en el “pequeño Capeto”. Obviamente, los realistas no lo entendieron así, y reconocieron a Luis XVII como su nuevo monarca. En todo caso, el niño, por motivos muy diferentes, pasó a ser codiciado por ambos bandos.
Educación de un rey sin corona
Una de las primeras intenciones de las autoridades fue tras*formar al pequeño en un ciudadano republicano. Anaxagoras Chaumette, procurador de la Comuna (el gobierno revolucionario de París) y responsable de la guandoca, se mostraba firme: “Quiero impartirle una educación; alejarlo de su familia para que pierda la idea de su rango”. Antoine Simon, zapatero de profesión, sería el encargado de la tarea.
La reina María Antonieta con sus hijos en Versalles, en 1787. El delfín está a la derecha.
Así, en julio de 1793, el pequeño Luis fue apartado de su progenitora. Antes de la cruel separación, María Antonieta recortó un mechón de pelo de su hijo, que guardó celosamente en una cajita. Antoine Simon, acompañado por su esposa y su pupilo, se instaló en los antiguos apartamentos del rey.
Los documentos de la época muestran que el zapatero se ocupaba adecuadamente del niño (ropa limpia, baños, visitas médicas…), pero la educación que le impartía estaba basada en la tras*misión de lenguaje y canciones soeces. Tal vez influido por el ambiente grosero, el delfín firmó una declaración acusando a su progenitora de prácticas incestuosas. La declaración, incluida en el proceso abierto contra María Antonieta, se desestimó.
No obstante, acusada de conspiración contra los revolucionarios, la antigua reina fue guillotinada a finales de año. El pequeño Capeto permanecería encerrado en la torre, lejos de los jardines y el fasto de Versalles, su antiguo hogar. Pero, pese a ello, sus condiciones de vida serían mucho mejores que las que experimentaría tras la partida de su tutor.
El enclaustramiento
Antoine Simon tuvo que escoger. En un momento de recorte presupuestario, un nuevo decreto prohibió la acumulación de cargos administrativos y asalariados. Ante la disyuntiva, el zapatero prefirió renunciar al puesto de tutor y optar por la función pública para, según declaró, mantener el lugar de confianza que el pueblo le había asignado. Simon, pues, presentó su dimisión y abandonó el Temple.
Durante meses, el niño, de nueve años de edad, vivió en medio de la inmundicia y los excrementos
Siempre con la idea de reducir costes, la Comuna decidió no asignar un nuevo preceptor. En lugar de eso se intensificó la vigilancia, efectuada a partir de entonces por cuatro guardias que tomarían “las medidas necesarias para cumplir con su responsabilidad”. Y su responsabilidad implicaba evitar todo riesgo de fuga, visto que Luis XVII era reclamado por las fuerzas monárquicas.
Se optó por encerrar al niño y evitar todo contacto con el exterior, lo que desembocó, según la leyenda, en un enclaustramiento inhumano: las ventanas se tapiaron, un tabique impedía el paso al resto de la planta, el preso recibía la comida a través de un agujero...
Era amenazado repetidas veces con la guillotina, lo que le causaba desmayos. Le decían que sus padres aún vivían, pero que ya no lo amaban y que lo habían abandonado.
Nadie entraba en la habitación, y durante seis meses, el niño, de nueve años de edad, vivió en medio de la inmundicia y los excrementos.
En sus turnos, los celadores se limitaban a un reconocimiento por defecto: a la pregunta “Capeto, ¿estás ahí?”, les bastaba con oír la voz del niño para consignar en el informe obligatorio que todo procedía con normalidad.
Mientras, fuera del Temple, la vida política seguía revuelta. El Terror instaurado por Robespierre , una dictadura implacable, terminó en el verano de 1794 con el arresto, el juicio y la ejecución del cabecilla y sus seguidores.
Luis XVII en el Temple, por Charles-Louis de Frédy, barón de Coubertin.
Paul Barras, nombrado comandante en jefe de las Fuerzas del Interior, asumió el poder. Una de las primeras acciones de Barras fue visitar al preso real. Según relataría años después, durante la Restauración borbónica, en el Temple halló una habitación “con sarama acumulada en varios sitios”. El niño, recostado en una pequeña cama, presentaba unas rodillas “muy hinchadas, así como los tobillos y las manos”.
Alarmado por el estado de salud del huérfano, ordenó al Comité de Seguridad General el envío de un médico para “dispensarle todos los cuidados necesarios”. A la vez, el servicio de custodia del prisionero se modificó. Barras nombró al general Laurent nuevo responsable. Este contaría con un ayudante, y cada día un guardia diferente acompañaría a los dos guardianes permanentes.
Durante ese período mejoraron las condiciones del reo. Pero, aunque ya no vivía en un aislamiento absoluto, las visitas al exterior seguían prohibidas. Porque, una vez más, el destino del niño resultaba problemático: ante la presión de las potencias monárquicas europeas que reclamaban su entrega –España en primer lugar–, resultaba urgente hallar una solución. Una comisión especial encargada de estudiar la cuestión presentó sus conclusiones a principios de 1795.
“Me encuentro con un niño petulante, agonizante, víctima de la miseria más absoluta…”, señaló Desault
Un diputado señalaba los riesgos: “Un enemigo es menos peligroso estando en nuestro poder que entregándolo a quienes sostienen su causa o su partido... La expulsión de los tiranos ha servido casi siempre para preparar su vuelta al poder”.
A falta de indicaciones más concretas, se optó por dejar las cosas como estaban. Quizá por ello, y por la delicada responsabilidad que suponía, Laurent dimitió. Otras fuentes apuntan que fue destituido por su pasado radical.
Las autoridades nombraron al comandante Étienne Lasne nuevo responsable del Temple. Y en la torre, pese a las mejoras introducidas gracias a Barras, el estado de salud del niño se deterioraba. En mayo uno de los guardianes señaló que Luis presentaba una serie de “malestares que [parecían] cobrar carácter de gravedad”.
Tras el aviso, el Comité de Seguridad General ordenó de inmediato un reconocimiento médico de manos del doctor Desault. En una declaración a un conocido, el facultativo describió sus impresiones al acceder al cuarto del enfermo: “Me encuentro con un niño petulante, agonizante, víctima de la miseria más absoluta, del abandono más completo…”.
El doctor Pelletan inició la autopsia de Luis XVII.
Pese a todo, el doctor Desault no detectó en el huérfano ninguna enfermedad grave y, siguiendo el protocolo de la época, recetó un cambio de dieta, con aporte de alimentos reconstituyentes, ejercicio, una habitación ventilada y paseos diarios.
Todas las indicaciones se ejecutaron, salvo el paseo diario, por cuestiones de seguridad. Desault murió de manera inesperada a los pocos días (algunos hablarían de envenenamiento). El doctor Pelletan asumió el cuidado del enfermo, cuyo estado empeoró súbitamente.
La fin del delfín
El 8 de junio de 1795, antes de que el médico, reclamado con urgencia, pudiera acudir, el pequeño Luis moría ante Lasne y sus vigilantes de turno. Desde el Comité, que había sido informado de inmediato, llegó la orden de mantener el secreto del fallecimiento hasta nuevo aviso.
Al día siguiente, el doctor Pelletan y tres médicos más comparecieron en el Temple, con la mayor discreción, para practicar la autopsia. Pelletan fue el encargado de abrir el cuerpo y llevar a cabo el examen de las vísceras, y, tal como relató más adelante, aprovechó un momento de distracción de los demás: “Me atreví a sustraer el corazón… y esconderlo en mi bolsillo”.
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