Woody Allen de baratillo y sus referentes culturales
De cómo el Consejo General del Poder Jedi condujo la República Galáctica a la tiranía
LA POLÍTICA Y EL ESTADO PROFUNDO
De las tensiones que atraviesan el país, una principal y subterránea es la expresión genuina de la colisión entre la pulsión reformista de la política y el inmovilismo del Estado Profundo, una crisis autoinmune que lleva a pensar en conspiraciones. Pero las conspiraciones no existen.
PEDRO VALLÍN
MADRID
13/04/2021 06:00Actualizado a 13/04/2021 10:52
1
En su intento feliz por incrustar la narrativa de capa y espada caballeresca en una parábola democrática de ciencia ficción –es decir, de inscribir el Medievo en la Antigua Roma, o peor, el Antiguo Régimen en la modernidad democrática–, George Lucas, hippy irredento, imaginó su República Galáctica como una colosal organización parlamentaria que cohabitaba con un poder autónomo, ejercido por una estirpe de caballeros regida por antiguos códigos jovenlandesales y adiestrada en las artes mágicas y el sincretismo. En su primera trilogía de Star Wars, toda vez la democracia había sucumbido a un autogolpe de Estado, en términos inspirados en el Imperio Romano, esa oligarquía de monjes-soldados casi extinta argüía su vieja legitimidad para erigirse en referente jovenlandesal de los revolucionarios demócratas. Es decir, por expresarlo en términos contemporáneos, los monjes lideraban el terrorismo antigubernamental de las clases populares. Eran los años de la teología de la liberación, las revoluciones juveniles, el yoga, la meditación trascendental, el terrorismo de extrema izquierda y, al caso que nos ocupa, de la deriva autocrática de Richard Nixon evidenciada en el Watergate.
Esa legitimidad medieval de los Jedi, de casta, no era problemática en una trilogía que discurría extramuros de la política institucional y en clave puramente insurreccional. En cambio, la segunda trilogía de George Lucas, la más sofisticada y profunda en términos narrativos, exigía articular con todo detalle cómo era la cohabitación de un poder democrático y una congregación monacal a la que, por una legitimidad milenaria, se le concedía un papel relevante como cuerpo diplomático: “Guardianes de la paz y la justicia en la galaxia”. Los Jedi estaban al servicio del poder ejecutivo, a su vez emanado del legislativo. Dicho de otro modo, con el acuerdo del Senado Galáctico, el Canciller Supremo podía encomendar tareas de mediación e investigación a los miembros de la Orden Jedi, que disponían de una cierta autonomía de criterio para ese cometido, aunque no tenían atribuida ninguna función jurisdiccional ni tampoco descansaba en ellos ninguno de los poderes del Estado. Por otro lado, su credo establecía que “un Jedi usa la Fuerza para el conocimiento y la defensa, nunca para atacar”, con lo que, en principio, pese a ser un cuerpo armado y con conocimientos ancestrales de magia, sus actividades no debían entrañar un peligro explícito para la democracia. Al menos, hasta que surgió el conflicto.
La Orden Jedi estaba al servicio del poder ejecutivo, que podía encomendarles misiones de investigación y mediación
Cortesanos de la política con pocas funciones ejecutivas y mucho tiempo libre, los Jedi, y en particular su órgano rector, el Consejo General del Poder Jedi –conocido como Consejo Jedi–, mataba el tiempo conspirando y especulando sobre actualidad política y sobre profecías milenarias sin solución de continuidad, cual mesa camilla televisiva de las mañanas. No extraña pues que no viera venir la guerra y que, además, su líder, el maestro Yoda, se empeñase en ocultar al Senado ese monstruoso error de cálculo. Yoda y Mace Windu discutían qué hacer tras descubrir la creación de un colosal ejército clon republicano a espaldas de la República, supuesto encargo de uno de los suyos al que habían perdido la pista años atrás:
–Ciegos estamos si la creación de ese ejército clon no pudimos ver.
–Creo que el Senado debe saber que nuestra capacidad para usar la Fuerza ha disminuido.
–Solo el Lord Oscuro del Sith conoce nuestra debilidad. Si informado el Senado está, nuestros adversarios multiplicaremos.
Yoda ordena silencio. Suma un error a otro, prefigurando la decadencia y la paranoia que se apoderará del máximo órgano de gobierno de los Jedi. Anakin Skywalker, a la postre heraldo de la destrucción de la Orden Jedi, es el único que lo ve y de hecho tras*mite al Canciller su creciente desconfianza por la deriva del Consejo de magos. Como tantos actores de este drama, pugnando por evitarla, acelerará la deriva. Los que no usaban la Fuerza salvo para la defensa estaban a punto de convertirse en generales de las tropas clon al estallar la gran guerra, un conflicto instigado por las patronales bancaria, tecnológica y comercial de la Galaxia convenientemente azuzadas por un Jedi cismático. Si la primera trilogía advertía de los peligros del poder autárquico, la segunda habla del dramático fracaso de la socialdemocracia ante la turboglobalización neoliberal, de ahí que su creador introdujera a los poderes económicos como cómplices necesarios del colapso de la democracia.
El maestro Yoda, en el Hogar de los Ancianos del Templo Jedi, en 'SW Episodio III: La venganza de los Sith' (2005), de George Lucas.
Disney / Lucasfilm Ltd
G
eorge Lucas parecía entonces ya plenamente consciente de lo problemático de los Caballeros Jedi y de su papel indiscutible en el declinar de la democracia y en el inminente alzamiento de la tiranía. Pero sería al desarrollar la serie de animación Guerras Clon, junto a Dave Filoni, cuando convirtió el belicismo funcional de los monjes en jalón ineludible del camino que llevará a la Galaxia a la desgracia. Y en el centro de esa espiral de decadencia, una evidencia científica que todo biólogo y genetista conoce: la endogamia es progenitora de la pudrición.
En el centro de la espiral de decadencia de la Orden Jedi late una evidencia científica: la endogamia es progenitora de la pudrición
El Consejo General del Poder Jedi, al cabo, casi parece un eco amable de la descripción inmisericorde que Leónidas (Gerald Butler) hace del Consejo de Sabios de Esparta, en 300 (2007), el filme de Zack Snyder que adapta el tebeo homónimo de Frank Miller, en un monólogo de evidentes resonancias shakespearianas:
“Los éforos, sacerdotes de los antiguos dioses, cerdos endogámicos, más criaturas que hombres (…), ningún rey de Esparta iba a la guerra sin la aprobación de los éforos. (…) Viejos místicos enfermos, absurdos vestigios de una época en la que Esparta no había salido aún de la oscuridad, residuos de una tradición sin sentido, tradición que incluso el rey ha de respetar, pues ha de venerar la palabra de los éforos. Esa es la ley. Y ningún espartano, súbdito o ciudadanos, hombre o mujer, esclavo o rey, está por encima de la ley (…). Los infelices viejos tienen deseos carnales y almas tenebrosas como la noche (…). El descenso del rey se hace más difícil. Cerdos endogámicos y pedantes, inútiles, enfermos, ruinas, corruptos (…). Las palabras del oráculo, esclavo y cautivo de viejos lascivos, pueden prender fuego a todo cuanto quiero”.
Podría ser un monólogo interior de Anakin Skywalker, preocupado por el bienestar de su amada y la deriva paranoica de los Jedi, que le encomiendan espiar al Canciller. Un órgano como el Consejo Jedi, máximo órgano de gobierno de la orden, no podría existir en una democracia contemporánea. O no debería. Porque todos los poderes del Estado democrático emanan de forma directa o indirecta del pueblo, configurado como soberanía nacional, luego no pueden ser dinásticos ni autorregulados. En un sistema como el español, que no vota fiscales de distrito ni tiene elecciones presidenciales propiamente dichas, toda la emanación de esa legitimidad democrática descansa en el Parlamento, que es base y vértice de la jerarquía liberal: por una parte, se desempeña como un poder del Estado, el legislativo, pero a la vez, en tanto expresión de la soberanía, es el único órgano institucional capaz de dotar de legitimidad a los otros poderes, el ejecutivo y el judicial.
Ki-Adi-Mundi, Yoda, Mace Windu y Plo Koon en la sala del Consejo Jedi, en 'SW Episodio II El ataque de los clones' (2002), de George Lucas.
Disney / Lucasfilm Ltd
Ambos deben recibir de las Cortes Generales el plácet para ejercer su potestad pues no hay otra emanación democrática posible. Los poderes son independientes en su ejercicio, son autónomos unos de otros en su arbitrio para actuar, pero no lo son en origen. Solo el Parlamento, como expresión del voto popular, puede conferirles legitimidad.
Este precepto, cuya comprensión no requiere de un máster por la Universidad Rey Juan Carlos, sufre últimamente los envites de un supuesto liberalismo castizo que considera que la separación de poderes propugnada por Montesquieu habilita a que el poder judicial se convierta en una entidad autónoma, colegiada, que elija entre sus propios miembros a sus órganos de gobierno, al margen de legitimidad democrática alguna. Es decir, que uno de los poderes del Estado democrático recaiga en una casta profesional que lo administre sin contar con revisión de legitimidad. Por decirlo en plata, una apuesta por la más genuina endogamia, justamente en un gremio que ya de por sí padece una acusada tendencia a la sucesión dinástica –más o menos sazonada por una retórica meritocrática y por una libre concurrencia formal– y abriendo la puerta a la perpetuación de viejos hábitos de sociedad estamental.
El Consejo del Poder Judicial es una idea del constituyente para tutelar desde las Cortes a la justicia franquista, que no fue expurgada
El propio Consejo General del Poder Judicial, de mandato extinto, atrincherado hoy en historiados salones madrileños, junto a la Plaza de la Villa de París, se ha dirigido en los últimos meses al Parlamento exigiendo visar los eventuales proyectos de ley que afecten a su funcionamiento. Es decir, atribuyéndose capacidades autorregulatorias. Como cumbre del proceso, esta misma semana las organizaciones sindicales de los jueces han denunciado ante Bruselas que el legislativo español pretende legislar. Sobre ellos. Entre tanto, el Consejo ha seguido realizando nombramientos, los más de ellos vitalicios e irrevocables (he ahí los patentes flecos dinásticos, el repositorio de un poder en una biografía), afianzando una determinada toma de posiciones en la planta noble de la administración de Justicia.
Es conveniente detenerse aquí, porque la propia existencia del Consejo General del Poder Judicial es una creación democrática para controlar a la Justicia franquista. Como quiera que no se expurgó las salas de justicia de los leales servidores de la dictadura, lo que ideó el legislador constituyente fue un órgano emanado de la soberanía –o sea, de las Cortes– que controlara al poder judicial, incluso a sus más altos tribunales, disponiendo de capacidades de nombramiento y sancionadora. Es decir, el Consejo existe precisamente para evitar que el Judicial se constituya en un poder autónomo y formado por una casta que puede desentenderse del sentir democrático expresado en las urnas. Por eso resulta una idea tan esencialmente anómala la pretensión de que el Consejo se emancipe de la tutela del Parlamento para autorregularse.
El proceso de esclerosis institucional Jedi también alcanza al Tribunal Constitucional, la más alta magistratura del país, el que todo lo arbitra e interpreta, que sigue pendiente de una renovación que, a la luz del desgaste que han producido en su prestigio profesional y político las reformas anti-procesistas que lo convirtieron en un órgano de acción política preventiva, resulta perentoria.
La segunda trilogía de Lucas nos enseñó que los Jedi solo eran protagonistas luminosos de la democracia en el recuerdo endulzado del viejo Ben Kenobi y quizá en la memoria confusa de un ser casi milenario como es el maestro Yoda. Pero estaban cargados de buenas intenciones, además de tener un beatífico sentido de la ética y de acumular una milenaria sabiduría sobre las grandes verdades del espíritu. La pregunta es obvia: si no estaban alineados con la tiranía, ¿cómo es posible que contribuyeran por acción y omisión a su ruina? En la endogamia y ciertas inercias centenarias, pero también en una inconfesable desconfianza en los mecanismos y contrapesos liberales de la democracia, expresados en ese silencio culposo de Yoda y en su orden de espiar al poder ejecutivo, reside la parte sustancial de la respuesta. No hay hipocresía en sus proclamas en defensa de la democracia sino más bien autoengaño.
De cómo el Consejo General del Poder Jedi condujo la República Galáctica a la tiranía
LA POLÍTICA Y EL ESTADO PROFUNDO
De las tensiones que atraviesan el país, una principal y subterránea es la expresión genuina de la colisión entre la pulsión reformista de la política y el inmovilismo del Estado Profundo, una crisis autoinmune que lleva a pensar en conspiraciones. Pero las conspiraciones no existen.
PEDRO VALLÍN
MADRID
13/04/2021 06:00Actualizado a 13/04/2021 10:52
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En su intento feliz por incrustar la narrativa de capa y espada caballeresca en una parábola democrática de ciencia ficción –es decir, de inscribir el Medievo en la Antigua Roma, o peor, el Antiguo Régimen en la modernidad democrática–, George Lucas, hippy irredento, imaginó su República Galáctica como una colosal organización parlamentaria que cohabitaba con un poder autónomo, ejercido por una estirpe de caballeros regida por antiguos códigos jovenlandesales y adiestrada en las artes mágicas y el sincretismo. En su primera trilogía de Star Wars, toda vez la democracia había sucumbido a un autogolpe de Estado, en términos inspirados en el Imperio Romano, esa oligarquía de monjes-soldados casi extinta argüía su vieja legitimidad para erigirse en referente jovenlandesal de los revolucionarios demócratas. Es decir, por expresarlo en términos contemporáneos, los monjes lideraban el terrorismo antigubernamental de las clases populares. Eran los años de la teología de la liberación, las revoluciones juveniles, el yoga, la meditación trascendental, el terrorismo de extrema izquierda y, al caso que nos ocupa, de la deriva autocrática de Richard Nixon evidenciada en el Watergate.
Esa legitimidad medieval de los Jedi, de casta, no era problemática en una trilogía que discurría extramuros de la política institucional y en clave puramente insurreccional. En cambio, la segunda trilogía de George Lucas, la más sofisticada y profunda en términos narrativos, exigía articular con todo detalle cómo era la cohabitación de un poder democrático y una congregación monacal a la que, por una legitimidad milenaria, se le concedía un papel relevante como cuerpo diplomático: “Guardianes de la paz y la justicia en la galaxia”. Los Jedi estaban al servicio del poder ejecutivo, a su vez emanado del legislativo. Dicho de otro modo, con el acuerdo del Senado Galáctico, el Canciller Supremo podía encomendar tareas de mediación e investigación a los miembros de la Orden Jedi, que disponían de una cierta autonomía de criterio para ese cometido, aunque no tenían atribuida ninguna función jurisdiccional ni tampoco descansaba en ellos ninguno de los poderes del Estado. Por otro lado, su credo establecía que “un Jedi usa la Fuerza para el conocimiento y la defensa, nunca para atacar”, con lo que, en principio, pese a ser un cuerpo armado y con conocimientos ancestrales de magia, sus actividades no debían entrañar un peligro explícito para la democracia. Al menos, hasta que surgió el conflicto.
La Orden Jedi estaba al servicio del poder ejecutivo, que podía encomendarles misiones de investigación y mediación
Cortesanos de la política con pocas funciones ejecutivas y mucho tiempo libre, los Jedi, y en particular su órgano rector, el Consejo General del Poder Jedi –conocido como Consejo Jedi–, mataba el tiempo conspirando y especulando sobre actualidad política y sobre profecías milenarias sin solución de continuidad, cual mesa camilla televisiva de las mañanas. No extraña pues que no viera venir la guerra y que, además, su líder, el maestro Yoda, se empeñase en ocultar al Senado ese monstruoso error de cálculo. Yoda y Mace Windu discutían qué hacer tras descubrir la creación de un colosal ejército clon republicano a espaldas de la República, supuesto encargo de uno de los suyos al que habían perdido la pista años atrás:
–Ciegos estamos si la creación de ese ejército clon no pudimos ver.
–Creo que el Senado debe saber que nuestra capacidad para usar la Fuerza ha disminuido.
–Solo el Lord Oscuro del Sith conoce nuestra debilidad. Si informado el Senado está, nuestros adversarios multiplicaremos.
Yoda ordena silencio. Suma un error a otro, prefigurando la decadencia y la paranoia que se apoderará del máximo órgano de gobierno de los Jedi. Anakin Skywalker, a la postre heraldo de la destrucción de la Orden Jedi, es el único que lo ve y de hecho tras*mite al Canciller su creciente desconfianza por la deriva del Consejo de magos. Como tantos actores de este drama, pugnando por evitarla, acelerará la deriva. Los que no usaban la Fuerza salvo para la defensa estaban a punto de convertirse en generales de las tropas clon al estallar la gran guerra, un conflicto instigado por las patronales bancaria, tecnológica y comercial de la Galaxia convenientemente azuzadas por un Jedi cismático. Si la primera trilogía advertía de los peligros del poder autárquico, la segunda habla del dramático fracaso de la socialdemocracia ante la turboglobalización neoliberal, de ahí que su creador introdujera a los poderes económicos como cómplices necesarios del colapso de la democracia.
El maestro Yoda, en el Hogar de los Ancianos del Templo Jedi, en 'SW Episodio III: La venganza de los Sith' (2005), de George Lucas.
Disney / Lucasfilm Ltd
G
eorge Lucas parecía entonces ya plenamente consciente de lo problemático de los Caballeros Jedi y de su papel indiscutible en el declinar de la democracia y en el inminente alzamiento de la tiranía. Pero sería al desarrollar la serie de animación Guerras Clon, junto a Dave Filoni, cuando convirtió el belicismo funcional de los monjes en jalón ineludible del camino que llevará a la Galaxia a la desgracia. Y en el centro de esa espiral de decadencia, una evidencia científica que todo biólogo y genetista conoce: la endogamia es progenitora de la pudrición.
En el centro de la espiral de decadencia de la Orden Jedi late una evidencia científica: la endogamia es progenitora de la pudrición
El Consejo General del Poder Jedi, al cabo, casi parece un eco amable de la descripción inmisericorde que Leónidas (Gerald Butler) hace del Consejo de Sabios de Esparta, en 300 (2007), el filme de Zack Snyder que adapta el tebeo homónimo de Frank Miller, en un monólogo de evidentes resonancias shakespearianas:
“Los éforos, sacerdotes de los antiguos dioses, cerdos endogámicos, más criaturas que hombres (…), ningún rey de Esparta iba a la guerra sin la aprobación de los éforos. (…) Viejos místicos enfermos, absurdos vestigios de una época en la que Esparta no había salido aún de la oscuridad, residuos de una tradición sin sentido, tradición que incluso el rey ha de respetar, pues ha de venerar la palabra de los éforos. Esa es la ley. Y ningún espartano, súbdito o ciudadanos, hombre o mujer, esclavo o rey, está por encima de la ley (…). Los infelices viejos tienen deseos carnales y almas tenebrosas como la noche (…). El descenso del rey se hace más difícil. Cerdos endogámicos y pedantes, inútiles, enfermos, ruinas, corruptos (…). Las palabras del oráculo, esclavo y cautivo de viejos lascivos, pueden prender fuego a todo cuanto quiero”.
Podría ser un monólogo interior de Anakin Skywalker, preocupado por el bienestar de su amada y la deriva paranoica de los Jedi, que le encomiendan espiar al Canciller. Un órgano como el Consejo Jedi, máximo órgano de gobierno de la orden, no podría existir en una democracia contemporánea. O no debería. Porque todos los poderes del Estado democrático emanan de forma directa o indirecta del pueblo, configurado como soberanía nacional, luego no pueden ser dinásticos ni autorregulados. En un sistema como el español, que no vota fiscales de distrito ni tiene elecciones presidenciales propiamente dichas, toda la emanación de esa legitimidad democrática descansa en el Parlamento, que es base y vértice de la jerarquía liberal: por una parte, se desempeña como un poder del Estado, el legislativo, pero a la vez, en tanto expresión de la soberanía, es el único órgano institucional capaz de dotar de legitimidad a los otros poderes, el ejecutivo y el judicial.
Ki-Adi-Mundi, Yoda, Mace Windu y Plo Koon en la sala del Consejo Jedi, en 'SW Episodio II El ataque de los clones' (2002), de George Lucas.
Disney / Lucasfilm Ltd
Ambos deben recibir de las Cortes Generales el plácet para ejercer su potestad pues no hay otra emanación democrática posible. Los poderes son independientes en su ejercicio, son autónomos unos de otros en su arbitrio para actuar, pero no lo son en origen. Solo el Parlamento, como expresión del voto popular, puede conferirles legitimidad.
Este precepto, cuya comprensión no requiere de un máster por la Universidad Rey Juan Carlos, sufre últimamente los envites de un supuesto liberalismo castizo que considera que la separación de poderes propugnada por Montesquieu habilita a que el poder judicial se convierta en una entidad autónoma, colegiada, que elija entre sus propios miembros a sus órganos de gobierno, al margen de legitimidad democrática alguna. Es decir, que uno de los poderes del Estado democrático recaiga en una casta profesional que lo administre sin contar con revisión de legitimidad. Por decirlo en plata, una apuesta por la más genuina endogamia, justamente en un gremio que ya de por sí padece una acusada tendencia a la sucesión dinástica –más o menos sazonada por una retórica meritocrática y por una libre concurrencia formal– y abriendo la puerta a la perpetuación de viejos hábitos de sociedad estamental.
El Consejo del Poder Judicial es una idea del constituyente para tutelar desde las Cortes a la justicia franquista, que no fue expurgada
El propio Consejo General del Poder Judicial, de mandato extinto, atrincherado hoy en historiados salones madrileños, junto a la Plaza de la Villa de París, se ha dirigido en los últimos meses al Parlamento exigiendo visar los eventuales proyectos de ley que afecten a su funcionamiento. Es decir, atribuyéndose capacidades autorregulatorias. Como cumbre del proceso, esta misma semana las organizaciones sindicales de los jueces han denunciado ante Bruselas que el legislativo español pretende legislar. Sobre ellos. Entre tanto, el Consejo ha seguido realizando nombramientos, los más de ellos vitalicios e irrevocables (he ahí los patentes flecos dinásticos, el repositorio de un poder en una biografía), afianzando una determinada toma de posiciones en la planta noble de la administración de Justicia.
Es conveniente detenerse aquí, porque la propia existencia del Consejo General del Poder Judicial es una creación democrática para controlar a la Justicia franquista. Como quiera que no se expurgó las salas de justicia de los leales servidores de la dictadura, lo que ideó el legislador constituyente fue un órgano emanado de la soberanía –o sea, de las Cortes– que controlara al poder judicial, incluso a sus más altos tribunales, disponiendo de capacidades de nombramiento y sancionadora. Es decir, el Consejo existe precisamente para evitar que el Judicial se constituya en un poder autónomo y formado por una casta que puede desentenderse del sentir democrático expresado en las urnas. Por eso resulta una idea tan esencialmente anómala la pretensión de que el Consejo se emancipe de la tutela del Parlamento para autorregularse.
El proceso de esclerosis institucional Jedi también alcanza al Tribunal Constitucional, la más alta magistratura del país, el que todo lo arbitra e interpreta, que sigue pendiente de una renovación que, a la luz del desgaste que han producido en su prestigio profesional y político las reformas anti-procesistas que lo convirtieron en un órgano de acción política preventiva, resulta perentoria.
La segunda trilogía de Lucas nos enseñó que los Jedi solo eran protagonistas luminosos de la democracia en el recuerdo endulzado del viejo Ben Kenobi y quizá en la memoria confusa de un ser casi milenario como es el maestro Yoda. Pero estaban cargados de buenas intenciones, además de tener un beatífico sentido de la ética y de acumular una milenaria sabiduría sobre las grandes verdades del espíritu. La pregunta es obvia: si no estaban alineados con la tiranía, ¿cómo es posible que contribuyeran por acción y omisión a su ruina? En la endogamia y ciertas inercias centenarias, pero también en una inconfesable desconfianza en los mecanismos y contrapesos liberales de la democracia, expresados en ese silencio culposo de Yoda y en su orden de espiar al poder ejecutivo, reside la parte sustancial de la respuesta. No hay hipocresía en sus proclamas en defensa de la democracia sino más bien autoengaño.
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