Un_elemento
Madmaxista
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Llevaba tres años apartado del mundo, su último plano lo rodó en 1999, junto al Mediterráneo, en Peñíscola. Fue para París Tombuctú, una película coral, en la que no regateó el tema de la fin. La misma que le sorprendió esta madrugada a las cinco, en su casa de Pozuelo. Ya lo había dado todo en el cine. Ya había pasado por méritos propios a la historia del arte universal.
La última vez que apareció en público fue en julio de este año. Acudió en silla de ruedas a la inauguración de la Sala Berlanga, en Madrid. A los presentes se les quedó grabado un gesto. Parece que andaba despistado, no conocía ya a muchos de los que le rodeaban. Pero sentía. Con la mano se dibujó unas lágrimas en la cara.
Es lo menos que podía tributarle el mundo del cine: una sala con su nombre. Una sala donde volver a contemplar sus propias obras maestras: de Bienvenido Mister Marshall a Plácido, pasando por la genialidad de El verdugo, la serie que comenzó en La escopeta nacional, la visión tan descarnada y absurda de la guerra que da en La vaquilla.
Con Luis García Berlanga muere un estilo, una voz, la visión de un país, una cultura, una filosofía propia sobre el género humano, zurcida a dúo con otro genio, el guionista Rafael Azcona. Fue fetichista, director de una colección de literatura erótica que ha marcado época, como la sonrisa vertical. Pero ante todo fue el cronista y la conciencia -buena y mala- de un país enfangado por los traumas de la guerra, el notario de una supervivencia colectiva.
Amante de la improvisación, en su última etapa no se hartaba de decir que los guiones eran los Goebbels de las películas, que confiaba en una naturalidad instantánea, un rayo de inspiración que a veces cuadraba mal con su obsesión por los planos secuencia, pero que cuando funcionaba le resultaba redonda. Valenciano, mediterráneo, obsesionado por la sensualidad, su cine fue una manera de hablar, una manera de plantar cara al absurdo de la vida con humor y tragedia, con piedad y comprensión. La obra de un poeta visual, descarnado y tierno, radical y piadoso.
Yo me tiro al monte: Más Berlanga (entrada premonitoria)
La última vez que apareció en público fue en julio de este año. Acudió en silla de ruedas a la inauguración de la Sala Berlanga, en Madrid. A los presentes se les quedó grabado un gesto. Parece que andaba despistado, no conocía ya a muchos de los que le rodeaban. Pero sentía. Con la mano se dibujó unas lágrimas en la cara.
Es lo menos que podía tributarle el mundo del cine: una sala con su nombre. Una sala donde volver a contemplar sus propias obras maestras: de Bienvenido Mister Marshall a Plácido, pasando por la genialidad de El verdugo, la serie que comenzó en La escopeta nacional, la visión tan descarnada y absurda de la guerra que da en La vaquilla.
Con Luis García Berlanga muere un estilo, una voz, la visión de un país, una cultura, una filosofía propia sobre el género humano, zurcida a dúo con otro genio, el guionista Rafael Azcona. Fue fetichista, director de una colección de literatura erótica que ha marcado época, como la sonrisa vertical. Pero ante todo fue el cronista y la conciencia -buena y mala- de un país enfangado por los traumas de la guerra, el notario de una supervivencia colectiva.
Amante de la improvisación, en su última etapa no se hartaba de decir que los guiones eran los Goebbels de las películas, que confiaba en una naturalidad instantánea, un rayo de inspiración que a veces cuadraba mal con su obsesión por los planos secuencia, pero que cuando funcionaba le resultaba redonda. Valenciano, mediterráneo, obsesionado por la sensualidad, su cine fue una manera de hablar, una manera de plantar cara al absurdo de la vida con humor y tragedia, con piedad y comprensión. La obra de un poeta visual, descarnado y tierno, radical y piadoso.
Yo me tiro al monte: Más Berlanga (entrada premonitoria)