El Peseta
Madmaxista
No sé si a consumo responsable o en el principal pero esto es para hacernos reflexionar urgentemente (para quien no lo haya hecho todavia)
El titular es
El consumidor ético y el dilema del ‘foie’
Pero me ha llamado la atención España importa al día 300.000 kilos de pollo y exporta más de 200.000
El consumidor ético y el dilema del ‘foie’
La sanción al restaurante Mugaritz revela el creciente interés por el bienestar animal
La forma de producción enfrenta a empresas grandes y artesanales
La normativa excesiva ahoga a los pequeños
Sabe usted cocinar? No vale freír unos rollitos de primavera congelados y acompañarlos de una guarnición en tarrina de plástico calentada al microondas. No, no. Cocinar. Es decir, tras*formar productos frescos en un buen plato del día. ¿Sabe o no? Cada día menos personas pueden responder con un sí. Especialmente quienes viven en esos nuevos apartamentos americanos donde, dicen, ya no hay siquiera una pequeña kitchen, basta con una nevera y un microondas. Quienes no saben cocinar, o no pueden, acabarán comiendo precocinados. Y los modos de vida van por ese camino.
Pero también crecen en número aquellos que apuestan por alimentos de temporada, cercanía entre el productor y el consumidor, animales que no hayan sido maltratados, sustitución del catering escolar por comida preparada de forma tradicional, sostenibilidad en las exportaciones e importaciones; lo llaman alimentación ética. Sus expectativas, a veces ilusorias, chocan con los intereses de la gran industria, a veces aplastante. Quizá es posible desandar el camino hasta que se encuentren en un virtuoso punto medio.
La sanción impuesta la semana pasada al restaurante guipuzcoano Mugaritz por cierta normativa sanitaria incumplida y la suspensión cautelar del sacrificio de palmípedas a la granja que le surtía de foie gras ilustra bien la batalla que están librando unos y otros por los hábitos de consumo. En este caso coinciden dos vértices del debate: por un lado, el maltrato animal, con el engorde de las ocas y su sacrificio sin aturdimiento previo; por otro, el estrangulamiento de las explotaciones familiares, con menos recursos pero más sostenibles y cercanas al consumidor.
El eurobarómetro muestra el creciente interés de los consumidores europeos por el bienestar animal. También al otro lado del Atlántico, California se ha convertido en el primer Estado en prohibir el consumo de foie gras por la crueldad que entraña la obtención clásica de este producto. Pero el bienestar animal, algo que, en principio, parecería de sentido común, también encierra un buen debate. “Sobre este asunto se legisla con una base científica de poca profundidad. Medir el estrés de los animales, por ejemplo en el tras*porte, no es fácil: los niveles que se aprecian en un perro que va corriendo tras un conejo son los mismos que daría si le están matando a palos”, sostiene el catedrático Luis Gosálvez, del departamento de Producción Animal de la Universidad de Lleida. “Los medidores tienen en cuenta una parte física, pero también existen las circunstancias psicológicas. No hay una forma incontestable de medir todo esto”, añade.
Gosálvez opina que cuando se legisla sobre este asunto están pesando más ciertos intereses: “Los condicionantes que impone la ley parecen servir al bienestar animal, pero a lo mejor de lo que se trata es de limitar la competencia que llega de otros países, donde no se exigen normas de sacrificio, por ejemplo”. Para colmo, opina este catedrático, “Europa no tiene posibilidad de detectar todo eso, así que, al final, nuestros ganaderos o agricultores, pagan el pato porque ellos sí tienen que cumplir una normativa mientras compiten con otros que no la cumplen”, se queja.
Le responde Xavier Manteca, doctor en Veterinaria, del departamento de Ciencia Animal de la Universidad Autónoma de Barcelona: “Desde los años setenta disponemos de muchos trabajos de investigación y de protocolos de evaluación para medir el bienestar animal: utilizamos una combinación de comportamiento, fisiología, salud y producción”, explica. “La legislación al respecto no se basa solo en evidencias científicas, también en la percepción de los consumidores y en el compromiso con ciertos intereses”, dice. Reconoce Manteca que es difícil para Europa controlar productos de otras procedencias, pero cree que eso no debe ser excusa para “tratar de legislar incorporando el bienestar animal en la política ganadera”. Y cree que si el consumidor no paga más por consumir alimentos de procedencia ética es porque no está convencido de la información que se le proporciona sobre ello o porque considera que no debe hacerlo. “Yo no quiero que me den a elegir entre pagar más barato por un pescado de río contaminado o más caro por otro de río limpio. Sencillamente creo que el río no debe estar contaminado”.
A veces ocurre una tercera cosa: que el consumidor, sencillamente, no sabe dónde encontrar esos productos. “Cierto, pero es algo que va mejorando. En Barcelona, por ejemplo, crecen los huertos urbanos, que han pasado de 20 a más de 200 en cinco años, cada vez hay más cooperativas de consumidores para adquirir productos ecológicos y en algunas zonas se empieza a exigir que la comida que llega a las escuelas se compre a los agricultores de la zona”, enumera Javier Guzmán, de VSF (Veterinarios sin Fronteras)-Justicia Alimentaria Global. Proliferan, además, iniciativas que apelan directamente a la ética del consumidor, a otros modos de consumir y, finalmente, de vivir. Por ejemplo, el caso del atún rojo de Balfegó, una empresa catalana que incorpora en sus envíos de pescado a los grandes restaurantes unas etiquetas con unos códigos. El cliente fotografía con el móvil la etiqueta y un sencillo programa incorporado al teléfono le dará información exhaustiva sobre la procedencia del producto, la llamada trazabilidad. El director general de Balfegó, Juan Serrano, no solo defiende “el derecho del consumidor a conocer los detalles”, además cree, y esto es lo interesante, que para la empresa esta iniciativa supone una “ventaja competitiva”.
Otro ejemplo es la Patería Sousa, en Aldea de Pallares (Badajoz), de donde sale foie gras digno del primer premio en Francia. Así ocurrió, pero los franceses se enfadaron porque aquellas ocas extremeñas no habían saturado su hígado del modo tradicional, es decir, poniendo un embudo en el pico del animal y alimentándole a lo bestia. La normativa europea, de hecho, no lo considera foie gras porque las ocas engrasan su hígado al aire libre: generan reservas energéticas con la falsa ilusión de que emigrarán llegado el momento, algo que ni siquiera se les pasa por la cabeza si están en un espacio reducido. Sousa es una empresa pequeña, familiar, cuyas ventas alcanzan a Estados Unidos y ha renunciado al polémico embuchado. “En Extremadura nunca se ha embuchado y tener ocas en los cortijos era típico de toda la vida, pero como en esta tierra se ha pasado mucha pena se dejaron de criar, porque una oca come más que una vaca”, dice Eduardo Sousa.
Se puede hacer mejor, como se ve, pero las formas de consumo del mundo occidental muestran, desde luego, ejemplos de grandes despropósitos, que cita de carrerilla Javier Guzmán, de VSF. “España importa 300.000 kilos de pollo al día y exporta más de 200.000; salen 3.500 cerdos vivos al día y entran unos 2.000; de ser un país productor de garbanzos hemos pasado a importar el 87%; el trigo que producimos solo nos daría para consumir desde el 1 de enero hasta el 28 de julio y nuestro pescado solo abastecería el mercado nacional hasta el 8 de mayo”.
En cambio, encontramos cerezas en diciembre que vienen de Chile y cualquier verdura o fruta que no es de temporada está en los mercados todo el año. ¿Es esto ético? “Los alimentos importados recorren de media 5.000 kilómetros”, dice. “Eso supone un terrible gasto energético en el tras*porte y alta contaminación”. “Por eso defendemos un mercado de proximidad, con menos trabas legislativas, que en realidad no son tantas, pero los agricultores creen que las hay, y no es cierto. En otros países, como Italia o Francia, hay más circuitos cortos. Pero en España la gran industria alimentaria, en manos de un puñado de empresas, presiona para que haya normativa que ahogue a los pequeños productores. En 1994 había 140.000 explotaciones ganaderas familiares y ahora 20.000”, pone como ejemplo.
La granja Momotegi, que surtía de foie gras al Mugaritz podría ser el ejemplo de pequeña explotación que vende sus productos a un cliente cercano. La asociación animalista Igualdad Animal los denunció y ha conseguido un expediente sancionador: no estaban de acuerdo con las prácticas de embuchado y sacrificio sin aturdir, aunque finalmente la multa ha sido de carácter sanitario. “Solo queremos que esa información sobre el maltrato animal llegue a los consumidores y que estos actúen informados”, defiende Javier Moreno, de Igualdad Animal.
El chef Pedro Subijana, presidente del club gastronómico Eurotoques, que agrupa a los grandes de la cocina, defiende al restaurante sancionado, precisamente por la cercanía del proveedor: “Buscamos al proveedor cercano, al que visitar y controlar la calidad. Entiendo la preocupación del consumidor con la ética, pero las cosas tampoco se pueden sacar de quicio. Todo esto nos lleva finalmente a que lo único bueno es la comida rápida, en lugar de lo artesanal. La gran industria gana, mueve la publicidad y las formas de vida”, asegura.
Desde Veterinarios sin Fronteras luchan para que las compras públicas fomenten los negocios familiares. “Que todo lo que se compre con dinero público para la alimentación en las escuelas, en los hospitales, tenga un componente de proximidad y ecológico que fortalezca a los productores locales. Pero es complicado tumbar la barrera de las grandes empresas productoras y distribuidoras que presionan para que la normativa esté a su favor, porque los pequeños no podrán adaptarse a tantos requisitos”, asegura Guzmán. En efecto, las mejores condiciones para el bienestar animal de las gallinas han provocado el cierre de muchas pequeñas granjas. Son aspectos difíciles de conciliar.
La Federación Española de Industrias de la Alimentación y Bebidas (FIAB) tiene una versión distinta: “La industria alimentaria solo trata de adaptarse a la necesidad del consumidor y es la legislación la que nos va marcando el camino. Si hacemos alimentos funcionales es porque así lo demandan”, dicen. Y aseguran que cuando producen a gran escala en países en desarrollo contribuyen con otras iniciativas al bienestar de aquellas poblaciones. “En 40 años la población crecerá en 2.400 millones. Hay que darles de comer”, justifican.
Después de 30 años en la FAO y ahora director de la cátedra de Estudios de Hambre y Pobreza de la Universidad de Córdoba, José Esquinas sabe que no es necesario producir a gran escala para alimentar al mundo. Es más, que puede generar mucha hambre. “Le contaré el caso de Benin. En este país africano hace 25 años había muchos pequeños agricultores y no había hambre. Pero les llegaron recomendaciones internacionales para que produjeran algodón y elevaran su poder de compra, su renta. Así lo hicieron, hasta que, en 2008, llegó la crisis alimentaria y los productos básicos multiplicaron su precio. A esos ciudadanos, a los que sus magros salarios apenas les da para pagar la comida (emplean el 75% del sueldo en eso) les sobrevino la ruina y el hambre. Pero ya era tarde, habían perdido su antigua forma de producción”. La pérdida de soberanía alimentaria es una de las grandes preocupaciones actuales. En opinión de Esquinas, no es la producción industrial la que asegura la alimentación mundial, puesto que ahora hay hambre habiendo alimentos para casi el doble de la población, sino la soberanía alimentaria. “En España, todavía el 65% de lo que llega a la boca está producido por empresas familiares”, asegura, “pero lo de Benin no es un caso aislado”.
Esquinas aboga por “desarrollar la conciencia del consumidor, que somos todos”. “Podemos cambiar la sociedad tras*formando el carro de la compra de una forma pacífica en un carro de combate. Comprando de manera que el producto sea bueno, limpio medioambientalmente y justo, sin trabajo esclavo y respetando la identidad cultural que también está en la comida”.
El pez grande...
Este mismo año las grandes empresas conserveras libraron una batalla en Europa para que en el etiquetado no apareciera la procedencia exacta del pescado enlatado. Los negocios artesanales protestaron porque ellos sí sabían con exactitud de dónde procedía su pescado, cómo se capturaba y querían dar esa información a los clientes. Ganaron los grandes.
El pescado es uno de los productos que llega con más opacidad al mercado, dicen los expertos. Cuando llega. Miles de toneladas se tiran al mar antes del atraque de los barcos para no incumplir las cuotas de captura impuestas por Europa. La organización Niunpezporlaborda.org llama a la ética en este asunto de los descartes. Aliados con algunos de los más famosos cocineros pretenden hacer llegar al público esta información para generar un estado de opinión que contribuya a cambiar las cosas. Algún cocinero ha guisado uno de estos pescados tirados en la orilla para subrayar el despropósito.
El consumidor ético y el dilema del
El titular es
El consumidor ético y el dilema del ‘foie’
Pero me ha llamado la atención España importa al día 300.000 kilos de pollo y exporta más de 200.000
El consumidor ético y el dilema del ‘foie’
La sanción al restaurante Mugaritz revela el creciente interés por el bienestar animal
La forma de producción enfrenta a empresas grandes y artesanales
La normativa excesiva ahoga a los pequeños
Sabe usted cocinar? No vale freír unos rollitos de primavera congelados y acompañarlos de una guarnición en tarrina de plástico calentada al microondas. No, no. Cocinar. Es decir, tras*formar productos frescos en un buen plato del día. ¿Sabe o no? Cada día menos personas pueden responder con un sí. Especialmente quienes viven en esos nuevos apartamentos americanos donde, dicen, ya no hay siquiera una pequeña kitchen, basta con una nevera y un microondas. Quienes no saben cocinar, o no pueden, acabarán comiendo precocinados. Y los modos de vida van por ese camino.
Pero también crecen en número aquellos que apuestan por alimentos de temporada, cercanía entre el productor y el consumidor, animales que no hayan sido maltratados, sustitución del catering escolar por comida preparada de forma tradicional, sostenibilidad en las exportaciones e importaciones; lo llaman alimentación ética. Sus expectativas, a veces ilusorias, chocan con los intereses de la gran industria, a veces aplastante. Quizá es posible desandar el camino hasta que se encuentren en un virtuoso punto medio.
La sanción impuesta la semana pasada al restaurante guipuzcoano Mugaritz por cierta normativa sanitaria incumplida y la suspensión cautelar del sacrificio de palmípedas a la granja que le surtía de foie gras ilustra bien la batalla que están librando unos y otros por los hábitos de consumo. En este caso coinciden dos vértices del debate: por un lado, el maltrato animal, con el engorde de las ocas y su sacrificio sin aturdimiento previo; por otro, el estrangulamiento de las explotaciones familiares, con menos recursos pero más sostenibles y cercanas al consumidor.
El eurobarómetro muestra el creciente interés de los consumidores europeos por el bienestar animal. También al otro lado del Atlántico, California se ha convertido en el primer Estado en prohibir el consumo de foie gras por la crueldad que entraña la obtención clásica de este producto. Pero el bienestar animal, algo que, en principio, parecería de sentido común, también encierra un buen debate. “Sobre este asunto se legisla con una base científica de poca profundidad. Medir el estrés de los animales, por ejemplo en el tras*porte, no es fácil: los niveles que se aprecian en un perro que va corriendo tras un conejo son los mismos que daría si le están matando a palos”, sostiene el catedrático Luis Gosálvez, del departamento de Producción Animal de la Universidad de Lleida. “Los medidores tienen en cuenta una parte física, pero también existen las circunstancias psicológicas. No hay una forma incontestable de medir todo esto”, añade.
Gosálvez opina que cuando se legisla sobre este asunto están pesando más ciertos intereses: “Los condicionantes que impone la ley parecen servir al bienestar animal, pero a lo mejor de lo que se trata es de limitar la competencia que llega de otros países, donde no se exigen normas de sacrificio, por ejemplo”. Para colmo, opina este catedrático, “Europa no tiene posibilidad de detectar todo eso, así que, al final, nuestros ganaderos o agricultores, pagan el pato porque ellos sí tienen que cumplir una normativa mientras compiten con otros que no la cumplen”, se queja.
Le responde Xavier Manteca, doctor en Veterinaria, del departamento de Ciencia Animal de la Universidad Autónoma de Barcelona: “Desde los años setenta disponemos de muchos trabajos de investigación y de protocolos de evaluación para medir el bienestar animal: utilizamos una combinación de comportamiento, fisiología, salud y producción”, explica. “La legislación al respecto no se basa solo en evidencias científicas, también en la percepción de los consumidores y en el compromiso con ciertos intereses”, dice. Reconoce Manteca que es difícil para Europa controlar productos de otras procedencias, pero cree que eso no debe ser excusa para “tratar de legislar incorporando el bienestar animal en la política ganadera”. Y cree que si el consumidor no paga más por consumir alimentos de procedencia ética es porque no está convencido de la información que se le proporciona sobre ello o porque considera que no debe hacerlo. “Yo no quiero que me den a elegir entre pagar más barato por un pescado de río contaminado o más caro por otro de río limpio. Sencillamente creo que el río no debe estar contaminado”.
A veces ocurre una tercera cosa: que el consumidor, sencillamente, no sabe dónde encontrar esos productos. “Cierto, pero es algo que va mejorando. En Barcelona, por ejemplo, crecen los huertos urbanos, que han pasado de 20 a más de 200 en cinco años, cada vez hay más cooperativas de consumidores para adquirir productos ecológicos y en algunas zonas se empieza a exigir que la comida que llega a las escuelas se compre a los agricultores de la zona”, enumera Javier Guzmán, de VSF (Veterinarios sin Fronteras)-Justicia Alimentaria Global. Proliferan, además, iniciativas que apelan directamente a la ética del consumidor, a otros modos de consumir y, finalmente, de vivir. Por ejemplo, el caso del atún rojo de Balfegó, una empresa catalana que incorpora en sus envíos de pescado a los grandes restaurantes unas etiquetas con unos códigos. El cliente fotografía con el móvil la etiqueta y un sencillo programa incorporado al teléfono le dará información exhaustiva sobre la procedencia del producto, la llamada trazabilidad. El director general de Balfegó, Juan Serrano, no solo defiende “el derecho del consumidor a conocer los detalles”, además cree, y esto es lo interesante, que para la empresa esta iniciativa supone una “ventaja competitiva”.
Otro ejemplo es la Patería Sousa, en Aldea de Pallares (Badajoz), de donde sale foie gras digno del primer premio en Francia. Así ocurrió, pero los franceses se enfadaron porque aquellas ocas extremeñas no habían saturado su hígado del modo tradicional, es decir, poniendo un embudo en el pico del animal y alimentándole a lo bestia. La normativa europea, de hecho, no lo considera foie gras porque las ocas engrasan su hígado al aire libre: generan reservas energéticas con la falsa ilusión de que emigrarán llegado el momento, algo que ni siquiera se les pasa por la cabeza si están en un espacio reducido. Sousa es una empresa pequeña, familiar, cuyas ventas alcanzan a Estados Unidos y ha renunciado al polémico embuchado. “En Extremadura nunca se ha embuchado y tener ocas en los cortijos era típico de toda la vida, pero como en esta tierra se ha pasado mucha pena se dejaron de criar, porque una oca come más que una vaca”, dice Eduardo Sousa.
Se puede hacer mejor, como se ve, pero las formas de consumo del mundo occidental muestran, desde luego, ejemplos de grandes despropósitos, que cita de carrerilla Javier Guzmán, de VSF. “España importa 300.000 kilos de pollo al día y exporta más de 200.000; salen 3.500 cerdos vivos al día y entran unos 2.000; de ser un país productor de garbanzos hemos pasado a importar el 87%; el trigo que producimos solo nos daría para consumir desde el 1 de enero hasta el 28 de julio y nuestro pescado solo abastecería el mercado nacional hasta el 8 de mayo”.
En cambio, encontramos cerezas en diciembre que vienen de Chile y cualquier verdura o fruta que no es de temporada está en los mercados todo el año. ¿Es esto ético? “Los alimentos importados recorren de media 5.000 kilómetros”, dice. “Eso supone un terrible gasto energético en el tras*porte y alta contaminación”. “Por eso defendemos un mercado de proximidad, con menos trabas legislativas, que en realidad no son tantas, pero los agricultores creen que las hay, y no es cierto. En otros países, como Italia o Francia, hay más circuitos cortos. Pero en España la gran industria alimentaria, en manos de un puñado de empresas, presiona para que haya normativa que ahogue a los pequeños productores. En 1994 había 140.000 explotaciones ganaderas familiares y ahora 20.000”, pone como ejemplo.
La granja Momotegi, que surtía de foie gras al Mugaritz podría ser el ejemplo de pequeña explotación que vende sus productos a un cliente cercano. La asociación animalista Igualdad Animal los denunció y ha conseguido un expediente sancionador: no estaban de acuerdo con las prácticas de embuchado y sacrificio sin aturdir, aunque finalmente la multa ha sido de carácter sanitario. “Solo queremos que esa información sobre el maltrato animal llegue a los consumidores y que estos actúen informados”, defiende Javier Moreno, de Igualdad Animal.
El chef Pedro Subijana, presidente del club gastronómico Eurotoques, que agrupa a los grandes de la cocina, defiende al restaurante sancionado, precisamente por la cercanía del proveedor: “Buscamos al proveedor cercano, al que visitar y controlar la calidad. Entiendo la preocupación del consumidor con la ética, pero las cosas tampoco se pueden sacar de quicio. Todo esto nos lleva finalmente a que lo único bueno es la comida rápida, en lugar de lo artesanal. La gran industria gana, mueve la publicidad y las formas de vida”, asegura.
Desde Veterinarios sin Fronteras luchan para que las compras públicas fomenten los negocios familiares. “Que todo lo que se compre con dinero público para la alimentación en las escuelas, en los hospitales, tenga un componente de proximidad y ecológico que fortalezca a los productores locales. Pero es complicado tumbar la barrera de las grandes empresas productoras y distribuidoras que presionan para que la normativa esté a su favor, porque los pequeños no podrán adaptarse a tantos requisitos”, asegura Guzmán. En efecto, las mejores condiciones para el bienestar animal de las gallinas han provocado el cierre de muchas pequeñas granjas. Son aspectos difíciles de conciliar.
La Federación Española de Industrias de la Alimentación y Bebidas (FIAB) tiene una versión distinta: “La industria alimentaria solo trata de adaptarse a la necesidad del consumidor y es la legislación la que nos va marcando el camino. Si hacemos alimentos funcionales es porque así lo demandan”, dicen. Y aseguran que cuando producen a gran escala en países en desarrollo contribuyen con otras iniciativas al bienestar de aquellas poblaciones. “En 40 años la población crecerá en 2.400 millones. Hay que darles de comer”, justifican.
Después de 30 años en la FAO y ahora director de la cátedra de Estudios de Hambre y Pobreza de la Universidad de Córdoba, José Esquinas sabe que no es necesario producir a gran escala para alimentar al mundo. Es más, que puede generar mucha hambre. “Le contaré el caso de Benin. En este país africano hace 25 años había muchos pequeños agricultores y no había hambre. Pero les llegaron recomendaciones internacionales para que produjeran algodón y elevaran su poder de compra, su renta. Así lo hicieron, hasta que, en 2008, llegó la crisis alimentaria y los productos básicos multiplicaron su precio. A esos ciudadanos, a los que sus magros salarios apenas les da para pagar la comida (emplean el 75% del sueldo en eso) les sobrevino la ruina y el hambre. Pero ya era tarde, habían perdido su antigua forma de producción”. La pérdida de soberanía alimentaria es una de las grandes preocupaciones actuales. En opinión de Esquinas, no es la producción industrial la que asegura la alimentación mundial, puesto que ahora hay hambre habiendo alimentos para casi el doble de la población, sino la soberanía alimentaria. “En España, todavía el 65% de lo que llega a la boca está producido por empresas familiares”, asegura, “pero lo de Benin no es un caso aislado”.
Esquinas aboga por “desarrollar la conciencia del consumidor, que somos todos”. “Podemos cambiar la sociedad tras*formando el carro de la compra de una forma pacífica en un carro de combate. Comprando de manera que el producto sea bueno, limpio medioambientalmente y justo, sin trabajo esclavo y respetando la identidad cultural que también está en la comida”.
El pez grande...
Este mismo año las grandes empresas conserveras libraron una batalla en Europa para que en el etiquetado no apareciera la procedencia exacta del pescado enlatado. Los negocios artesanales protestaron porque ellos sí sabían con exactitud de dónde procedía su pescado, cómo se capturaba y querían dar esa información a los clientes. Ganaron los grandes.
El pescado es uno de los productos que llega con más opacidad al mercado, dicen los expertos. Cuando llega. Miles de toneladas se tiran al mar antes del atraque de los barcos para no incumplir las cuotas de captura impuestas por Europa. La organización Niunpezporlaborda.org llama a la ética en este asunto de los descartes. Aliados con algunos de los más famosos cocineros pretenden hacer llegar al público esta información para generar un estado de opinión que contribuya a cambiar las cosas. Algún cocinero ha guisado uno de estos pescados tirados en la orilla para subrayar el despropósito.
El consumidor ético y el dilema del