Wodans
Madmaxista
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Lupercio era el segundo hijo de Juan de Latrás y María de Mur. La familia paterna era de infanzones y contaba con una dilatada tradición de servicio al rey en diversas empresas militares. Tenían su castillo, y de ahí toman su apellido, en el pueblo de Latrás, hoy perteneciente al municipio de Sabiñánigo, núcleo del que dista 15 Km. Lupercio, sin embargo, había nacido a mediados del siglo XVI en el valle de Hecho, donde la familia tenía propiedades y de donde tal vez procediera su linaje. Pedro, su hermano mayor y primogénito, siguiendo la tradición, había participado en sucesivas campañas militares hasta que, a la fin del padre, regresó a casa para hacerse cargo de las posesiones familiares que la institución del mayorazgo le concedía. Lupercio, muy apegado a su progenitora desde pequeño, recibió algunos estudios en Jaca, pero pronto mostró un carácter violento que causó continuas preocupaciones a su progenitora y a su hermano mayor, persona reflexiva y moderada que intercedió por él en multitud de ocasiones hasta el final de su vida. Había un manifiesto antagonismo en la manera de ser de los dos hermanos: a Pedro le llamaban "el galán"; a Lupercio, "el trotamundos".
El primer suceso de gravedad ocurrió en Hecho, cuando Lupercio intervino como mediador en una disputa entre dos bandos que terminó con dos muertes que le fueron atribuidas. Consiguió huir, pero fue condenado a la pena capital por los jurados del valle y mandado perseguir por el rey Felipe II y por la Inquisición, acusado de formar una cuadrilla de bandoleros que atemorizaba a las gentes de aquellas tierras. Su hermano Pedro le aconsejó refugiarse en Francia y consiguió que ejerciera allí labores de espía, informando al rey de los movimientos de los hugonotes y de las intenciones del monarca francés de recuperar Navarra, que siempre consideró como suya. Agradeció el rey de España sus servicios y le conmutó la pena de fin por la obligación de enrolarse en los tercios imperiales. Fue enviado a Sicilia como capitán de infantería, al frente de una compañía de doscientos hombres que él mismo debió reclutar previamente. Las autoridades querían limpiar de revoltosos aquellos lejanos valles pirenaicos. Hay que decir en este punto que es posible que Lupercio aceptara el ofrecimiento real por el amor que sentía hacia su prima Ana María de Mur y porque en el ejército esperaba hacer méritos para ganar su aceptación.
Estuvo Lupercio cuatro años en Sicilia: allí conoció la tacañería del rey con sus soldados y, en vez de hacer riqueza como esperaba, tuvo que pagar de su bolsillo -esto es, de la hacienda familiar- los gastos de su compañía. Consiguió, sin embargo, permiso real para ir a Roma a solicitar el perdón del Papa Sixto V. Recibida la absolución papal, no duró mucho su propósito de enmienda. Cansado de la inactividad, pidió un traslado a Flandes que le fue concedido, pero sin el esperado ascenso. La mala mar y las tormentas impidieron a su nave atracar en puertos españoles y la empujaron más allá de Gibraltar, hasta las islas Azores en el océano Atlántico. Allí, el de Latrás se vio obligado a descansar y en la espera coincidió con una escuadra española que regresaba de las Indias. Con ella inició viaje a Portugal, pero otra vez el mar se levantó y la nave "Capitana", al mando del jefe de la flota, Juan Martínez de Recalde, quedó desarbolada. La embarcación en la que iba Lupercio, bajo la dirección del capitán Alonso de Zayas, intentó socorrerla, mas al perderla en el horizonte sus tripulantes pensaron que habría zozobrado y, por su propia supervivencia y con gran dificultad, decidieron navegar hasta la costa portuguesa. En Cascais, dieron parte de lo sucedido. Sin embargo, al llegar a Lisboa, Latrás y Zayas fueron acusados de no prestar auxilio a la nave "Capitana" y condenados a tres meses de prisión y al pago de una fuerte multa. Eso dolió tanto a Lupercio que, lleno de rabia, abandonó la milicia y, ya convertido en desertor, cruzó a caballo la península hasta alcanzar tierra altoaragonesa. Juzgó tan injusto aquel suceso que a partir de ese momento se produjo un cambio irreversible en su comportamiento.
A ello tal vez contribuyó el que al regresar a su tierra natal no encontrara muy receptiva a su pretendida Ana de Mur y no pudiera anunciar su boda como al parecer era su deseo. Poco después, Ana se casó con Martín Abarca de Bolea y de esa unión nacería Ana Francisca, monja cisterciense en Casbas y reconocida escritora en lengua aragonesa. Es a partir de este momento cuando las equivocadas decisiones de Lupercio lo precipitaron por una pendiente sin retorno.
Dos conflictos sacudieron en esas fechas el territorio aragonés. En Ribagorza, el conde Martín de Gurrea -y más tarde su hijo Fernando- debió hacer frente a una rebelión de sus súbditos instigada desde Madrid por el conde de Chinchón y por el propio rey Felipe II que deseaban el retorno del condado al poder real. En la Ribera del Ebro, los enfrentamientos entre los pastores montañeses (cristianos viejos) y los moriscos (cristianos nuevos) habían aumentado de manera peligrosa. En ambas disputas participó activamente Lupercio de Latrás. Al ser solicitados sus servicios por Rodrigo de Mur, señor de Lapenilla, decidió acudir a Ribagorza para ayudar a los defensores del conde. Quizás al resentimiento contra el rey se añadiera que Lupercio esperaba recibir la ayuda de Rodrigo para vencer las trabas que la familia Mur, a la que pertenecía el de Lapenilla, ponía a sus deseos de continuar su relación con Ana. Sea cual fuera el motivo real, el de Latrás, antes de ir a Ribagorza, se encaminó hacia la ribera del Ebro para reclutar partidarios que le acompañaran en su empresa de ayudar al conde a salir del apuro en que se hallaba. Allí expuso sus planes a los feroces cabecillas Miguel Barber y Antón Martón, que dirigían los desmanes cometidos por los pastores tensinos contra los moriscos de la tierra baja. Cuando los montañeses quisieron terminar las sangrientas acciones emprendidas, Lupercio se sumó a ellas y participó en las terribles matanzas perpetradas en las poblaciones de Codo y Pina de Ebro. Los cronistas de la época documentan con detalle las espeluznantes escenas producidas en los saqueos y las destrucciones que causaron cientos de muertos entre los moriscos. La situación llegó a tal extremo que las autoridades tomaron cartas en el asunto: se organizaron partidas que persiguieran sin tregua a los alborotadores, quienes, por sus antecedentes militares, habían nombrado a Lupercio su capitán.
Fue entonces cuando el de Latrás, pese a que muchos de sus hombres no le secundaron en la empresa, se dirigió a Ribagorza, donde Rodrigo de Mur y los partidarios del conde resistían en el castillo de Benabarre. La villa había sido prácticamente tomada por los sublevados, ayudados por el bandolero catalán Miñón de Montmellar, que tenían rodeada la fortaleza. Tal vez porque conocían la llegada de los refuerzos o por las negociaciones que, auspiciadas por Pedro de Latrás, el conde de Ribagorza había iniciado con las autoridades reales para la resolución pacífica del conflicto, los sitiadores levantaron el cerco del castillo. Cuando Lupercio y los suyos llegaron a Benabarre ya no fue necesaria su intervención.
Poco tardó, sin embargo, "el trotamundos" en volver a las andadas, y esta vez de manera muy sonada. Se lanzó nada menos que a la toma de la villa de Aínsa. Hizo creer en un principio a sus habitantes que lo hacía en nombre de los diputados de Aragón, que no querían que el rey de España acabara con las libertades y los fueros del Reino. Pero pronto quedó al descubierto el embuste, provocando gran enfado tanto entre los diputados aragoneses como en los círculos reales, decididos a poner fin de una vez por todas a las acciones violentas de Lupercio y su cuadrilla. Se publicaron bandos y se puso precio a su cabeza. Pero en un rasgo de provocadora osadía, el bandolero bajó hasta Zuera y colgó pasquines en los que se ofrecía una recompensa por la cabeza del virrey.
Sin embargo, en esta ocasión, las autoridades estaban dispuestas a llegar hasta el final y emprendieron una persecución implacable sobre Lupercio y los suyos. Pese a todo, el de Latrás, en sucesivos alardes de valentía y astucia, conseguía escapar una y otra vez de sus perseguidores. Esta carrera llevó a unos tras los otros de Sangüesa a las Cinco Villas y, más tarde, a Almudévar, Grañén y Lanaja, hasta llegar a Candasnos, donde Lupercio, rodeado por completo, consiguió escapar "in extremis". Quedó diezmada la partida en la refriega y más de ochenta de los suyos fueron allí mismo ejecutados como escarmiento.
Se refugió entonces el de Latrás en la villa de Benabarre. Al ser detectada su presencia, mandó el gobernador un gran número de hombres que cercaron el castillo de la población ribagorzana. Aunque parecía imposible, Lupercio consiguió escapar de nuevo sobornando a algunos sitiadores. Desapareció un tiempo de la escena y anduvo errante por diferentes lugares. Otra vez aconsejado por su hermano, pasó a Francia y más tarde a Inglaterra. Fue nuevamente su protector Pedro quien, al parecer, convenció al rey para que conmutara la pena de su hermano y aprovechara su estancia en tierras británicas para volver a usarlo como espía. Es posible que en esta función Lupercio aún prestara alguna ayuda de utilidad a la corona. Quiso volver a España y lo hizo enrolado en un barco de piratas que pretendían robar en varias poblaciones de las costas del Cantábrico. Una fuerte tormenta provocó que la embarcación encallara cerca de Santander. Lupercio fue hecho prisionero, trasladado al alcázar de Segovia y ejecutado en secreto por orden del rey.
Terminaba así la vida de un personaje que habría de convertirse en leyenda -una canción popular chesa lo recuerda todavía en esas tierras-, y que es un exponente máximo de las revueltas y alteraciones que sacudieron al Reino de Aragón en la segunda mitad del siglo XVI.
Carlos Bravo Suárez - ARTÍCULOS Y RESEÑAS: LUPERCIO DE LATRÁS, BANDOLERO Y ESPÍA
El primer suceso de gravedad ocurrió en Hecho, cuando Lupercio intervino como mediador en una disputa entre dos bandos que terminó con dos muertes que le fueron atribuidas. Consiguió huir, pero fue condenado a la pena capital por los jurados del valle y mandado perseguir por el rey Felipe II y por la Inquisición, acusado de formar una cuadrilla de bandoleros que atemorizaba a las gentes de aquellas tierras. Su hermano Pedro le aconsejó refugiarse en Francia y consiguió que ejerciera allí labores de espía, informando al rey de los movimientos de los hugonotes y de las intenciones del monarca francés de recuperar Navarra, que siempre consideró como suya. Agradeció el rey de España sus servicios y le conmutó la pena de fin por la obligación de enrolarse en los tercios imperiales. Fue enviado a Sicilia como capitán de infantería, al frente de una compañía de doscientos hombres que él mismo debió reclutar previamente. Las autoridades querían limpiar de revoltosos aquellos lejanos valles pirenaicos. Hay que decir en este punto que es posible que Lupercio aceptara el ofrecimiento real por el amor que sentía hacia su prima Ana María de Mur y porque en el ejército esperaba hacer méritos para ganar su aceptación.
Estuvo Lupercio cuatro años en Sicilia: allí conoció la tacañería del rey con sus soldados y, en vez de hacer riqueza como esperaba, tuvo que pagar de su bolsillo -esto es, de la hacienda familiar- los gastos de su compañía. Consiguió, sin embargo, permiso real para ir a Roma a solicitar el perdón del Papa Sixto V. Recibida la absolución papal, no duró mucho su propósito de enmienda. Cansado de la inactividad, pidió un traslado a Flandes que le fue concedido, pero sin el esperado ascenso. La mala mar y las tormentas impidieron a su nave atracar en puertos españoles y la empujaron más allá de Gibraltar, hasta las islas Azores en el océano Atlántico. Allí, el de Latrás se vio obligado a descansar y en la espera coincidió con una escuadra española que regresaba de las Indias. Con ella inició viaje a Portugal, pero otra vez el mar se levantó y la nave "Capitana", al mando del jefe de la flota, Juan Martínez de Recalde, quedó desarbolada. La embarcación en la que iba Lupercio, bajo la dirección del capitán Alonso de Zayas, intentó socorrerla, mas al perderla en el horizonte sus tripulantes pensaron que habría zozobrado y, por su propia supervivencia y con gran dificultad, decidieron navegar hasta la costa portuguesa. En Cascais, dieron parte de lo sucedido. Sin embargo, al llegar a Lisboa, Latrás y Zayas fueron acusados de no prestar auxilio a la nave "Capitana" y condenados a tres meses de prisión y al pago de una fuerte multa. Eso dolió tanto a Lupercio que, lleno de rabia, abandonó la milicia y, ya convertido en desertor, cruzó a caballo la península hasta alcanzar tierra altoaragonesa. Juzgó tan injusto aquel suceso que a partir de ese momento se produjo un cambio irreversible en su comportamiento.
A ello tal vez contribuyó el que al regresar a su tierra natal no encontrara muy receptiva a su pretendida Ana de Mur y no pudiera anunciar su boda como al parecer era su deseo. Poco después, Ana se casó con Martín Abarca de Bolea y de esa unión nacería Ana Francisca, monja cisterciense en Casbas y reconocida escritora en lengua aragonesa. Es a partir de este momento cuando las equivocadas decisiones de Lupercio lo precipitaron por una pendiente sin retorno.
Dos conflictos sacudieron en esas fechas el territorio aragonés. En Ribagorza, el conde Martín de Gurrea -y más tarde su hijo Fernando- debió hacer frente a una rebelión de sus súbditos instigada desde Madrid por el conde de Chinchón y por el propio rey Felipe II que deseaban el retorno del condado al poder real. En la Ribera del Ebro, los enfrentamientos entre los pastores montañeses (cristianos viejos) y los moriscos (cristianos nuevos) habían aumentado de manera peligrosa. En ambas disputas participó activamente Lupercio de Latrás. Al ser solicitados sus servicios por Rodrigo de Mur, señor de Lapenilla, decidió acudir a Ribagorza para ayudar a los defensores del conde. Quizás al resentimiento contra el rey se añadiera que Lupercio esperaba recibir la ayuda de Rodrigo para vencer las trabas que la familia Mur, a la que pertenecía el de Lapenilla, ponía a sus deseos de continuar su relación con Ana. Sea cual fuera el motivo real, el de Latrás, antes de ir a Ribagorza, se encaminó hacia la ribera del Ebro para reclutar partidarios que le acompañaran en su empresa de ayudar al conde a salir del apuro en que se hallaba. Allí expuso sus planes a los feroces cabecillas Miguel Barber y Antón Martón, que dirigían los desmanes cometidos por los pastores tensinos contra los moriscos de la tierra baja. Cuando los montañeses quisieron terminar las sangrientas acciones emprendidas, Lupercio se sumó a ellas y participó en las terribles matanzas perpetradas en las poblaciones de Codo y Pina de Ebro. Los cronistas de la época documentan con detalle las espeluznantes escenas producidas en los saqueos y las destrucciones que causaron cientos de muertos entre los moriscos. La situación llegó a tal extremo que las autoridades tomaron cartas en el asunto: se organizaron partidas que persiguieran sin tregua a los alborotadores, quienes, por sus antecedentes militares, habían nombrado a Lupercio su capitán.
Fue entonces cuando el de Latrás, pese a que muchos de sus hombres no le secundaron en la empresa, se dirigió a Ribagorza, donde Rodrigo de Mur y los partidarios del conde resistían en el castillo de Benabarre. La villa había sido prácticamente tomada por los sublevados, ayudados por el bandolero catalán Miñón de Montmellar, que tenían rodeada la fortaleza. Tal vez porque conocían la llegada de los refuerzos o por las negociaciones que, auspiciadas por Pedro de Latrás, el conde de Ribagorza había iniciado con las autoridades reales para la resolución pacífica del conflicto, los sitiadores levantaron el cerco del castillo. Cuando Lupercio y los suyos llegaron a Benabarre ya no fue necesaria su intervención.
Poco tardó, sin embargo, "el trotamundos" en volver a las andadas, y esta vez de manera muy sonada. Se lanzó nada menos que a la toma de la villa de Aínsa. Hizo creer en un principio a sus habitantes que lo hacía en nombre de los diputados de Aragón, que no querían que el rey de España acabara con las libertades y los fueros del Reino. Pero pronto quedó al descubierto el embuste, provocando gran enfado tanto entre los diputados aragoneses como en los círculos reales, decididos a poner fin de una vez por todas a las acciones violentas de Lupercio y su cuadrilla. Se publicaron bandos y se puso precio a su cabeza. Pero en un rasgo de provocadora osadía, el bandolero bajó hasta Zuera y colgó pasquines en los que se ofrecía una recompensa por la cabeza del virrey.
Sin embargo, en esta ocasión, las autoridades estaban dispuestas a llegar hasta el final y emprendieron una persecución implacable sobre Lupercio y los suyos. Pese a todo, el de Latrás, en sucesivos alardes de valentía y astucia, conseguía escapar una y otra vez de sus perseguidores. Esta carrera llevó a unos tras los otros de Sangüesa a las Cinco Villas y, más tarde, a Almudévar, Grañén y Lanaja, hasta llegar a Candasnos, donde Lupercio, rodeado por completo, consiguió escapar "in extremis". Quedó diezmada la partida en la refriega y más de ochenta de los suyos fueron allí mismo ejecutados como escarmiento.
Se refugió entonces el de Latrás en la villa de Benabarre. Al ser detectada su presencia, mandó el gobernador un gran número de hombres que cercaron el castillo de la población ribagorzana. Aunque parecía imposible, Lupercio consiguió escapar de nuevo sobornando a algunos sitiadores. Desapareció un tiempo de la escena y anduvo errante por diferentes lugares. Otra vez aconsejado por su hermano, pasó a Francia y más tarde a Inglaterra. Fue nuevamente su protector Pedro quien, al parecer, convenció al rey para que conmutara la pena de su hermano y aprovechara su estancia en tierras británicas para volver a usarlo como espía. Es posible que en esta función Lupercio aún prestara alguna ayuda de utilidad a la corona. Quiso volver a España y lo hizo enrolado en un barco de piratas que pretendían robar en varias poblaciones de las costas del Cantábrico. Una fuerte tormenta provocó que la embarcación encallara cerca de Santander. Lupercio fue hecho prisionero, trasladado al alcázar de Segovia y ejecutado en secreto por orden del rey.
Terminaba así la vida de un personaje que habría de convertirse en leyenda -una canción popular chesa lo recuerda todavía en esas tierras-, y que es un exponente máximo de las revueltas y alteraciones que sacudieron al Reino de Aragón en la segunda mitad del siglo XVI.
Carlos Bravo Suárez - ARTÍCULOS Y RESEÑAS: LUPERCIO DE LATRÁS, BANDOLERO Y ESPÍA