Los tests de cociente intelectual: por qué no creo en ellos
(dicho sea todo esto con la mayor humildad de un opinador aficionado)
Todos lo hemos visto alguna vez, creo. Estás navegando, abres una página y de repente te asalta un pop-up ofreciéndote un test de cociente intelectual. Lo normal es que luego te pidan el número de teléfono para enviarte los resultados -¡vaya!-. Supongo que mucha gente los hace. Tiempo atrás Facebook presentaba en el margen de promociones una página de contactos en los que contaba el CI dentro del perfil de los usuarios: te registrabas, y en ese registro venía incluida una prueba de ésas. También es común encontrar artículos en los que se hace una especie de medición retrospectiva de CI para grandes personalidades históricas. Ejemplos: a Napoleón se le atribuía, un decir, 180 puntos de CI, y a Goethe 190, y a Mozart 150. La pregunta subsiguiente vendría a ser ¿cómo lo han calculado? Porque de aquéllas no existían esos tests. Pero eso no tiene verdadera importancia. Lo importante es ver cómo, en cierta manera, ese tipo de cábalas acerca de lo que darían de sí los prohombres de otrora viene a rellenar un hueco molesto.
Ese hueco molesto se puede enunciar de una manera muy sencilla. El test clásico por antonomasia es el famoso Stanford-Binet, establecido en California por Lewis Madison Terman en los años diez del siglo pasado sobre la base de un test francés previo, el Binet-Simon. Pues bien, antes de que apareciese ese famoso test, en apenas un par de siglos en Occidente se habían inventado el ferrocarril de vapor, el teléfono, el telégrafo, la banderillación, el avión, la bombilla eléctrica, la máquina de rayos X, la anestesia, se había hallado el cero absoluto, se había establecido la tabla periódica, se habían descubierto los grupos sanguíneos, la radioactividad, el electrón, los dinosaurios fósiles, la electrólisis, la división celular, las hormonas, se habían formulado la teoría de la evolución de las especies, la teoría atómica moderna, la entropía, las células sensuales, el electromagnetismo, las vitaminas, los gérmenes, los plásticos, la deriva continental, el germen de la mecánica cuántica, la relatividad especial y la tras*itividad materia-energía, entre otros muchos avances. Todos esos avances no necesitaron en modo alguno una medición por tests de CI para su efectividad. Por tanto, parecen ser perfectamente prescindibles. Entonces ¿por qué existen? ¿Y qué utilidad se les atribuye?
Alrededor de los tests de CI se ha generado un folclore bastante elocuente, cuya traducción popular más destacada es el ansia por encontrar niños superdotados. Ese interés ha adoptado las formas más diversas, incluyendo ponerles música clásica durante la gestación. Pero donde más se ha notado es en la cultura popular, en virtud de una proliferación realmente tremenda de chiquillos geniales en películas, series y spots publicitarios.
La niña superdotada Gretchen de "La banda del patio", serie del emporio californiano Disney, sería un ejemplo famoso, al igual que la celebérrima Lisa de "Los Simpson", de la californiana Fox, o el Annakin Skywalker de la saga californista Star Wars, también distribuida por la Fox, criaturas con capacidades que rozan lo mágico y sobrenatural, y que en el ámbito new-age se han sustanciado en la categoría californiana de los niños índigo, ya comentados en otro texto del blog. Seguramente influirá la baja tasa de reposición de las naciones occidentales, que compensan el bajo número de niños con cierta sobreprotección, algo que he leído que también ocurre en China, desde que está implantada la política del hijo único. Cada poco tiempo aparece en la prensa la noticia de que un niño o una niña de muy corta edad tienen un CI mayor que Einstein -a quien se le atribuye una puntuación de 160, si bien tengo entendido que posiblemente nunca se hizo el test ni necesidad que tuvo de hacerlo-.
Estas pruebas son muy socorridas, porque su lectura resulta muy sencilla: un mero número de dos o tres dígitos. En el ámbito de psicología de la empresa, esa sencillez juega a su favor, pues permite cribar de un modo rápido y fulminante a una muchedumbre de candidatos para los puestos ofertados evitando una evaluación clásica más lenta y costosa, además de menos nítida en sus conclusiones. Eso facilita tareas igualmente a la administración pública, que para proveer los puestos de los grupos más bajos suele recurrir a exámenes tipo test y a psicotécnicos, por su esquematismo, su ausencia de complicaciones y la ecuanimidad y velocidad con que se corrigen por mera lectura de escáner -curiosamente, y conviene retenerlo, para puestos más cualificados se tiende al examen clásico, de exposición del temario por el opositor-. Asimismo, para parte de la población tienen su componente de juego y de curiosidad, de "morbo", aderezado con comentarios como "anda, tengo más CI que el famoso tal" o "te gano por cinco puntos, ja ja".
Personalmente, a mí esas pruebas de medida intelectual me producen una considerable aversión. La inteligencia humana es algo excesivamente complejo, hondo y desafiante como para reducirla a una cifra, a una sola, y que la presunta medida de nuestra capacidad pivote obsesionada alrededor de esa cifra. Es pretender que sea simple algo que no puede ser simple. Voy a poner un ejemplo de los míos.
Supongamos que se está seleccionando a un grupo de atletas neófitos para la prueba de decatlón. No sabemos nada de ellos, ni sus marcas ni nada. Simplemente son jovencitos aficionados al deporte que han acudido a nuestras instalaciones a probarse a sí mismos, a ver sus marcas, a comprobar si valen para esa práctica deportiva. Bien, pues supongamos que a ese grupo le ponemos primero con la prueba de los 100 metros lisos. Como sabemos, en el decatlón la clave está en desempeñarse bien en las diez pruebas que lo componen, sin la necesidad de revelarse como un crack en una prueba en concreto. Bueno, pues cuando hacemos la prueba de los 100 metros a los chavales, nos encontramos con una sorpresa morrocotuda: uno de ellos ha bajado de 10 segundos.
Veamos las consecuencias de esa marca. ¿Se suspende el resto de las pruebas para esa persona, dando por hecho que va a dar registros similares al de la prueba de velocidad? No. Los cracks de esa prueba concreta exhiben una complexión muy distinta de la de los grandes saltadores de altura. Ni garantiza que lancen bien la jabalina. Ni siquiera que tengan la suficiente resistencia para brillar en los 1500. ¿Se piensa en este atleta como en la próxima figura del decatlón? Tampoco. Más bien al contrario, se le sugiere que se especialice en 100 metros lisos, en la que está en condiciones de ser figura mundial y de forrarse por el camino.
Ahora veamos un ejemplo asociado a la inteligencia, una especie de hecatlón. ¿Por qué cien pruebas? Porque la inteligencia humana es mucho más variada. Esa inteligencia se manifiesta para erigir edificios, hacer negocios, componer música, inventar historias y mil cosas más, pero dejémoslas en cien. Si llegase un extraterrestre aquí y le dijéramos que muchos terrícolas creen que la inteligencia se mide con un test de triangulitos y sucesiones numéricas, se pasmaría. ¿Por qué ese test y no el ajedrez o los sudokus?, pensaría -y eso que los japoneses están inventando pasatiempos de mesa todo el rato-.
Visto en elsofista.blogspot.com. El sudoku que decidió el primer campeonato mundial, en el 2006, ganado por una mujer checa al resolverlo en 15 minutos (I).
Supongamos que el test clásico de CI está incluido en ese hecatlón. Supongamos que alguien de un grupo que afronta el hecatlón intelectual consigue una puntuación elevadísima en la prueba de CI. ¿Qué conclusiones hay que extraer de eso? ¿Que se acaba ahí el hecatlón? ¿No será más bien que hay que completarlo para obtener una visión más panorámica, y más ponderada, de la inteligencia de los participantes, entre ellos la de quien obtuvo ese gran resultado parcial?
Lo bueno del decatlón físico es que nos ofrece al atleta más completo, más compensado, más polivalente. Y a quien se sale del mapa en una prueba individual se le espolea para que se especialice en ella y se olvide del decatlón. Bien, ¿por qué no se sigue esa misma lógica con el que logra una gran puntuación de CI? ¿Por qué no se le dice "tú dedícate a completar series de números y triangulitos que eso es lo que se te da bien"? ¿Por qué, encima, se le presupone que está por encima de los demás incluso desconociendo sus resultados en las otras 99 pruebas del hecatlón intelectual? ¿Por qué hay quien afirma que incluso aun ofreciendo resultados lastimosos en las otras 99, la de CI es la única a tener en cuenta y de las demás se puede prescindir? ¿Cómo hemos llegado a esto?
Se alegará que quien tiene un CI estratosférico suele brillar en otros campos intelectuales. Pero aunque eso sea cierto, no impide que existan personas sin CI estratosférico que también brillen en varios campos. ¿Qué impide a un participante en el hecatlón con un resultado normalito de CI destacar notablemente en dos docenas de pruebas de las otras 99? En ese punto, el CI no cumpliría su función, que es la función habitual que se le atribuye: la de predecir la presencia de un genio. Y eso no lo hace.
Y no lo hace por una sencilla razón, porque esos tests se le realizan a gente genial después de que ha demostrado su genialidad -es decir, después de que se haya salido del mapa en otras disciplinas del hecatlón intelectual-. Un niño que a los cuatro años habla nueve idiomas, resuelve integrales y compone sinfonías es absolutamente genial, sin necesidad alguna de hacer la prueba de CI. Ésta se realiza a posteriori, cuando ya no hace la menor falta. Y le suele salir muy bien. ¿Por qué? Porque quien puede lo más puede lo menos, y quien ha entrado en esos niveles de capacidad discursiva, quien ha rayado tan alto, no puede por menos que darse un paseo militar por la prueba de los numeritos y los triangulitos. Y eso quien lo hace. ¿Qué pasa si un gran genio da una puntuación modesta de CI? ¿Es menos genio? ¿Se recurre al célebre "cuánto se ha esforzado por superar ese hándicap"? Y si se recurre a esa meme, ¿por qué no se potencia como clave absoluta el esfuerzo personal en vez del CI?
Es por eso que cada dos por tres aparecen listas muy magufas del CI de Leonardo, Bach o Euler. Porque el CI sigue a la manifestación de genialidad, pero no la predice. Es por eso que también cada dos por tres se dice una cifra distinta de CI para Einstein, como si hiciera falta saberlo. Pero esas listas demuestran con su propia existencia lo espurio que es andar estratificando a la gente por el CI, porque la gente fallecida antes de 1916 no llegó a tiempo de que se le hiciera la prueba y por tanto se llega a esas caprichosas cifras recurriendo a otros criterios, fundamentalmente la precocidad y el reconocimiento de su obra. Pero bueno, ¿no habíamos quedado en que la clave estaba en los numeritos y los triangulitos? ¿Por qué recurrir a otros criterios?
Cada vez que le das al interruptor y la habitación se ilumina, recuerda que se lo debes a un "inútil improductivo".
Un poco de modestia no nos vendría mal, como civilización. Creemos que hemos dado con la piedra filosofal que sabe discernir con plena exactitud quién es listo y quien es burro. También lo pensaban así hace algo más de siglo y medio, cuando el encargado de ese discernimiento en la escuela de Milan, OH llegó a la conclusión de que Thomas Alva Edison era una nulidad integral. Se equivocaban, y también nos estamos equivocando nosotros, como se verá en el futuro y como algunos ya están viendo en el presente.
El psicólogo Howard Gardner, de Harvard -costa este-, focalizó la atención de la comunidad científica en la teoría de las inteligencias múltiples, expuesta en el clásico Frames of mind (1983). Para Gardner, era evidente la necesidad de ampliar generosamente la noción académica tradicional de talento, sabiendo que la inteligencia académica misma está disociada de la vida emocional o, como mínimo, no son coincidentes. La multiplicidad de la inteligencia humana incluía la capacidad verbal, la aptitud lógico-matemática, la capacidad espacial, las dotes musicales, la cinestesia y una suerte de habilidades para comprender las relaciones entre seres, la naturalista -sea entre especies, cosas, grupos-, la interpersonal entre humanos -donde destacan el liderazgo, las relaciones amistosas, la solución de conflictos y el análisis social-, y finalmente la intrapsíquica, que es la de cada uno de nosotros consigo mismo, en la que cuentan el reconocimiento de las propias emociones, la capacidad de controlarlas, la automotivación, la empatía al reconocerse en emociones ajenas y el establecimiento de un control de las relaciones. En 1984, Gardner y Richard Feldman dirigieron el llamado Proyecto Spectrum, con alumnos de centros públicos de Massachusetts, con el objeto de ofrecer un enfoque renovador de la evaluación académica. La conclusión del estudio afirmaba que otros tipos de evaluación rigidos, como la del test Stanford-Binet, no eran válidos para pronosticar el éxito de un alumno en relación con un conjunto coherente de actividades.
Yendo más allá a la hora de relativizar los tests de CI, en 1995 se publicó otro clásico que obtuvo mucha atención incluso por el lector medio, Inteligencia emocional, escrito por Daniel Goleman. El autor se preguntaba en su best-seller por qué había gente con bajo CI que hacía las cosas bien y a la que la vida le sonreía. A su entender, ese éxito reside en el eficaz desempeño de la inteligencia emocional, algo que el propio autor consideraba un "imperativo jovenlandesal" en el mundo cultural de las últimas décadas. Esa inteligencia contiene las ideas-fuerza del autocontrol, el entusiasmo, la perseverancia y la capacidad de automotivarse. Hace hincapié asimismo en el cultivo de las relaciones y en la necesidad de empatía, cuya ausencia supone un coste muy elevado para una sociedad. Goleman cita un estudio dirigido por el nobel Kahnemann hecho entre alumnos universitarios de CI dispar, estratificado entre quienes habían elegido su carrera por el cálculo de que tendría más salida y los que la habían elegido porque era su sueño, su vocación, sin que hubiera intervenido el cálculo. Un seguimiento posterior de los 3000 universitarios encuestados reveló que aproximadamente el 10% se habían hecho ricos, y ese porcentaje estaba copado en su casi totalidad por los soñadores. La conclusión del libro no le negaba cierta validez a la prueba de CI, pero como mucho le otorgaba para tener éxito en la vida una quinta parte de importancia a la inteligencia que nos viene "de serie", y cuatro quintos a la actitud. El año pasado Goleman ha publicado Focus, dedicado a la concentración como clave del éxito vital.
Con lo que estoy diciendo no pretendo defender un tipo de educación "progre" basada en la ausencia de disciplina y de objetivos. Es obvio que estamos hablando justo de lo contrario. Una de las claves del éxito es saber ponerse objetivos. El problema es que la psicología useña venía de patrones cognitivos muy rígidos, según los cuales las emociones no son parte de la inteligencia sino estorbos que sólo sirven para confundir nuestra actividad mental. Es interesante lo afirmado por un famoso pensador español, José Antonio Marina, en su Teoría de la inteligencia creadora (1993) sobre las emociones, que define como bloques de información + valoraciones. El paradigma que diferencia el dato de la emoción está en crisis, básicamente porque parte de un postulado erróneo. Las emociones contienen datos y los manejan, a menudo con sorprendente agudeza.
A estas alturas, constreñir la inteligencia humana -tan rica, tan fértil- a una angosta franja de determinadas habilidades numéricas y/o lingüísticas, visto lo visto, es un paradigma que se está batiendo en retirada. Un ejemplo, ¿cuántas personas con 160 puntos trabajan para otras con 100? La persona de 160 está ahí, desempeñando un trabajo, porque otra de 100 tuvo el acierto de encontrar negocio y crear ocupación. Por tanto, la persona de 100 tiene unas habilidades que la de 160 pudiera tener o no, eso no lo sabemos -ni lo dice la dichosa prueba-, pero que son útiles para que esté ocupada. De modo que si mentalmente hiciéramos el experimento de clonar al de 160 y pobláramos el mundo con él, pensando que así estamos "elevando evolutivamente" nuestra especie, tendríamos un mundo lleno de parados. Y un mundo lleno de parados no logra nada. Eso no quiere decir que lo que convenga sea clonar al de 100 y llenar el planeta con sus réplicas. Lo importante no es ni el 160 ni el 100, sino la actividad que se desempeña y la colaboración entre distintas personas con sus peculiaridades y sus signos distintivos.
Bien, aun así, los medios siguen insistiendo con sus niños geniales, con su "generación Einstein", con más pelis y series y anuncios de superdotados. ¿Qué se esconde tras esto?
En 1996 se estrenó un film useño bastante flojete, "Phenomenon" (Jon Turtletaub), producido por Touchstone y distribuido por Buena Vista, tentáculos ambos de la Disney. Muchos lo consideraron una apología encubierta de la californiana Iglesia de la Cienciología, a la que pertenecía Travolta por entonces. Una señal del Espacio convierte a un lugareño no particularmente agudo en un genio desbordante, capaz de absorber toda clase de conocimientos y con dotes de psíquico, incluida la percepción extrasensorial de movimientos sísmicos.
Abundan los ejemplos de psíquicos en las ficciones que los mass media californianos nos inoculan, gentes -muchas veces niños; no recuerdo a ningún anciano, pero ya hemos comentado la idolatría hacia la juventud que predica el californismo- que con su presencia totémica, simbólica, enlazan varios de los exponentes de la nueva sensibilidad mundialista. Haced memoria y os vendrá el recuerdo de no pocos ejemplos. Esos seres de luz suscitan el contacto con el otro lado, con el mundo de los espíritus, de las voces de la progenitora Naturaleza o de los avisos venidos de lo Alto, preferentemente de Venus y otros cuerpos celestes a los que se atribuyen características venusianas. También, inspiran una espiritualidad distinta de la tradicional, no adscrita a credos abrahámicos. Y asimismo suelen tener altísimas puntuaciones de CI y presumen de ser cerebritos, con lo que le dan un espaldarazo jovenlandesal a los típicos nerds siliconvalleyeros, que cuando llegan a tener capacidades decisorias adoptan a menudo un papel de reformista social o incluso de referente mesiánico. Todo eso está ocurriendo. ¿A alguien le extraña que el test Stanford-Binet sea californiano? ¿Y que una de las claves del californismo sea la deificación del hombre?
Fotograma de otro film californista, "El cortador de césped" (1992, Brett Leonard), sobre el hombre deificado que finalmente se expande virtualmente por una red universal. Los años noventa fueron dorados para la espiritualidad del Estado Eureka.
Mi conclusión es que sí, que ese famoso test de CI mide una habilidad concreta. Y nada más. Y esa habilidad se puede practicar, mejorar y llevar muy lejos, lo que resultaría chocante. No menos chocante es lo comentado más arriba acerca de las oposiciones públicas. Cuanto más importante es el grupo, menos se recurre al psicotécnico y al examen tipo test, y más a la exposición oral o escrita de conocimientos adquiridos, sin tener en cuenta ninguna "genialidad innata". Los tests de CI, además, pueden ser contraproducentes pues podrían discriminar a gente con verdadero talento y verdadera categoría a la que no se le da demasiado bien ese tipo de juego, como puede que tampoco brillen gran cosa en el póker o el ajedrez.
Pero si una élite tecnocrática quiere detener la historia, lo primero que tiene que hacer es paralizar a los humanos, convertir nuestras sociedades en colmenas. En todas las épocas se ha intentado una sociedad estamental presuntamente perfecta, congelada en el tiempo e indiferentemente eficaz. Nuestra época no es una excepción.
(I) - Colgué la imagen a la mañana. Intrigado, copié a mano alzada el sudoku en mi moleskine. Un par de horas después fui a tomar café donde un colega, me acordé del tema, saqué la libreta de la bandolera y me puse a resolverlo, controlando el tiempo, con el hándicap de mi pésima caligrafía -líneas temblorosas incluidas- y el ruido del local. Me llevó 19 minutos. Podría haberlo dejado en 18, quizá 17, si no tuviese la p**a manía de nunca acabar ningún sudoku escribiendo un nueve, lo que me hizo perder tiempo. ¿Conclusiones? ¿Soy un supuesto genio? ¿O es que estoy habituado a hacerlos? ¿No podría pasar eso con las pruebas de CI, que se pueden entrenar como se entrenan otros juegos?
FUENTE: Iberia Futura: Los tests de cociente intelectual: por qué no creo en ellos
(dicho sea todo esto con la mayor humildad de un opinador aficionado)
Todos lo hemos visto alguna vez, creo. Estás navegando, abres una página y de repente te asalta un pop-up ofreciéndote un test de cociente intelectual. Lo normal es que luego te pidan el número de teléfono para enviarte los resultados -¡vaya!-. Supongo que mucha gente los hace. Tiempo atrás Facebook presentaba en el margen de promociones una página de contactos en los que contaba el CI dentro del perfil de los usuarios: te registrabas, y en ese registro venía incluida una prueba de ésas. También es común encontrar artículos en los que se hace una especie de medición retrospectiva de CI para grandes personalidades históricas. Ejemplos: a Napoleón se le atribuía, un decir, 180 puntos de CI, y a Goethe 190, y a Mozart 150. La pregunta subsiguiente vendría a ser ¿cómo lo han calculado? Porque de aquéllas no existían esos tests. Pero eso no tiene verdadera importancia. Lo importante es ver cómo, en cierta manera, ese tipo de cábalas acerca de lo que darían de sí los prohombres de otrora viene a rellenar un hueco molesto.
Ese hueco molesto se puede enunciar de una manera muy sencilla. El test clásico por antonomasia es el famoso Stanford-Binet, establecido en California por Lewis Madison Terman en los años diez del siglo pasado sobre la base de un test francés previo, el Binet-Simon. Pues bien, antes de que apareciese ese famoso test, en apenas un par de siglos en Occidente se habían inventado el ferrocarril de vapor, el teléfono, el telégrafo, la banderillación, el avión, la bombilla eléctrica, la máquina de rayos X, la anestesia, se había hallado el cero absoluto, se había establecido la tabla periódica, se habían descubierto los grupos sanguíneos, la radioactividad, el electrón, los dinosaurios fósiles, la electrólisis, la división celular, las hormonas, se habían formulado la teoría de la evolución de las especies, la teoría atómica moderna, la entropía, las células sensuales, el electromagnetismo, las vitaminas, los gérmenes, los plásticos, la deriva continental, el germen de la mecánica cuántica, la relatividad especial y la tras*itividad materia-energía, entre otros muchos avances. Todos esos avances no necesitaron en modo alguno una medición por tests de CI para su efectividad. Por tanto, parecen ser perfectamente prescindibles. Entonces ¿por qué existen? ¿Y qué utilidad se les atribuye?
Alrededor de los tests de CI se ha generado un folclore bastante elocuente, cuya traducción popular más destacada es el ansia por encontrar niños superdotados. Ese interés ha adoptado las formas más diversas, incluyendo ponerles música clásica durante la gestación. Pero donde más se ha notado es en la cultura popular, en virtud de una proliferación realmente tremenda de chiquillos geniales en películas, series y spots publicitarios.
La niña superdotada Gretchen de "La banda del patio", serie del emporio californiano Disney, sería un ejemplo famoso, al igual que la celebérrima Lisa de "Los Simpson", de la californiana Fox, o el Annakin Skywalker de la saga californista Star Wars, también distribuida por la Fox, criaturas con capacidades que rozan lo mágico y sobrenatural, y que en el ámbito new-age se han sustanciado en la categoría californiana de los niños índigo, ya comentados en otro texto del blog. Seguramente influirá la baja tasa de reposición de las naciones occidentales, que compensan el bajo número de niños con cierta sobreprotección, algo que he leído que también ocurre en China, desde que está implantada la política del hijo único. Cada poco tiempo aparece en la prensa la noticia de que un niño o una niña de muy corta edad tienen un CI mayor que Einstein -a quien se le atribuye una puntuación de 160, si bien tengo entendido que posiblemente nunca se hizo el test ni necesidad que tuvo de hacerlo-.
Estas pruebas son muy socorridas, porque su lectura resulta muy sencilla: un mero número de dos o tres dígitos. En el ámbito de psicología de la empresa, esa sencillez juega a su favor, pues permite cribar de un modo rápido y fulminante a una muchedumbre de candidatos para los puestos ofertados evitando una evaluación clásica más lenta y costosa, además de menos nítida en sus conclusiones. Eso facilita tareas igualmente a la administración pública, que para proveer los puestos de los grupos más bajos suele recurrir a exámenes tipo test y a psicotécnicos, por su esquematismo, su ausencia de complicaciones y la ecuanimidad y velocidad con que se corrigen por mera lectura de escáner -curiosamente, y conviene retenerlo, para puestos más cualificados se tiende al examen clásico, de exposición del temario por el opositor-. Asimismo, para parte de la población tienen su componente de juego y de curiosidad, de "morbo", aderezado con comentarios como "anda, tengo más CI que el famoso tal" o "te gano por cinco puntos, ja ja".
Personalmente, a mí esas pruebas de medida intelectual me producen una considerable aversión. La inteligencia humana es algo excesivamente complejo, hondo y desafiante como para reducirla a una cifra, a una sola, y que la presunta medida de nuestra capacidad pivote obsesionada alrededor de esa cifra. Es pretender que sea simple algo que no puede ser simple. Voy a poner un ejemplo de los míos.
Supongamos que se está seleccionando a un grupo de atletas neófitos para la prueba de decatlón. No sabemos nada de ellos, ni sus marcas ni nada. Simplemente son jovencitos aficionados al deporte que han acudido a nuestras instalaciones a probarse a sí mismos, a ver sus marcas, a comprobar si valen para esa práctica deportiva. Bien, pues supongamos que a ese grupo le ponemos primero con la prueba de los 100 metros lisos. Como sabemos, en el decatlón la clave está en desempeñarse bien en las diez pruebas que lo componen, sin la necesidad de revelarse como un crack en una prueba en concreto. Bueno, pues cuando hacemos la prueba de los 100 metros a los chavales, nos encontramos con una sorpresa morrocotuda: uno de ellos ha bajado de 10 segundos.
Veamos las consecuencias de esa marca. ¿Se suspende el resto de las pruebas para esa persona, dando por hecho que va a dar registros similares al de la prueba de velocidad? No. Los cracks de esa prueba concreta exhiben una complexión muy distinta de la de los grandes saltadores de altura. Ni garantiza que lancen bien la jabalina. Ni siquiera que tengan la suficiente resistencia para brillar en los 1500. ¿Se piensa en este atleta como en la próxima figura del decatlón? Tampoco. Más bien al contrario, se le sugiere que se especialice en 100 metros lisos, en la que está en condiciones de ser figura mundial y de forrarse por el camino.
Ahora veamos un ejemplo asociado a la inteligencia, una especie de hecatlón. ¿Por qué cien pruebas? Porque la inteligencia humana es mucho más variada. Esa inteligencia se manifiesta para erigir edificios, hacer negocios, componer música, inventar historias y mil cosas más, pero dejémoslas en cien. Si llegase un extraterrestre aquí y le dijéramos que muchos terrícolas creen que la inteligencia se mide con un test de triangulitos y sucesiones numéricas, se pasmaría. ¿Por qué ese test y no el ajedrez o los sudokus?, pensaría -y eso que los japoneses están inventando pasatiempos de mesa todo el rato-.
Visto en elsofista.blogspot.com. El sudoku que decidió el primer campeonato mundial, en el 2006, ganado por una mujer checa al resolverlo en 15 minutos (I).
Supongamos que el test clásico de CI está incluido en ese hecatlón. Supongamos que alguien de un grupo que afronta el hecatlón intelectual consigue una puntuación elevadísima en la prueba de CI. ¿Qué conclusiones hay que extraer de eso? ¿Que se acaba ahí el hecatlón? ¿No será más bien que hay que completarlo para obtener una visión más panorámica, y más ponderada, de la inteligencia de los participantes, entre ellos la de quien obtuvo ese gran resultado parcial?
Lo bueno del decatlón físico es que nos ofrece al atleta más completo, más compensado, más polivalente. Y a quien se sale del mapa en una prueba individual se le espolea para que se especialice en ella y se olvide del decatlón. Bien, ¿por qué no se sigue esa misma lógica con el que logra una gran puntuación de CI? ¿Por qué no se le dice "tú dedícate a completar series de números y triangulitos que eso es lo que se te da bien"? ¿Por qué, encima, se le presupone que está por encima de los demás incluso desconociendo sus resultados en las otras 99 pruebas del hecatlón intelectual? ¿Por qué hay quien afirma que incluso aun ofreciendo resultados lastimosos en las otras 99, la de CI es la única a tener en cuenta y de las demás se puede prescindir? ¿Cómo hemos llegado a esto?
Se alegará que quien tiene un CI estratosférico suele brillar en otros campos intelectuales. Pero aunque eso sea cierto, no impide que existan personas sin CI estratosférico que también brillen en varios campos. ¿Qué impide a un participante en el hecatlón con un resultado normalito de CI destacar notablemente en dos docenas de pruebas de las otras 99? En ese punto, el CI no cumpliría su función, que es la función habitual que se le atribuye: la de predecir la presencia de un genio. Y eso no lo hace.
Y no lo hace por una sencilla razón, porque esos tests se le realizan a gente genial después de que ha demostrado su genialidad -es decir, después de que se haya salido del mapa en otras disciplinas del hecatlón intelectual-. Un niño que a los cuatro años habla nueve idiomas, resuelve integrales y compone sinfonías es absolutamente genial, sin necesidad alguna de hacer la prueba de CI. Ésta se realiza a posteriori, cuando ya no hace la menor falta. Y le suele salir muy bien. ¿Por qué? Porque quien puede lo más puede lo menos, y quien ha entrado en esos niveles de capacidad discursiva, quien ha rayado tan alto, no puede por menos que darse un paseo militar por la prueba de los numeritos y los triangulitos. Y eso quien lo hace. ¿Qué pasa si un gran genio da una puntuación modesta de CI? ¿Es menos genio? ¿Se recurre al célebre "cuánto se ha esforzado por superar ese hándicap"? Y si se recurre a esa meme, ¿por qué no se potencia como clave absoluta el esfuerzo personal en vez del CI?
Es por eso que cada dos por tres aparecen listas muy magufas del CI de Leonardo, Bach o Euler. Porque el CI sigue a la manifestación de genialidad, pero no la predice. Es por eso que también cada dos por tres se dice una cifra distinta de CI para Einstein, como si hiciera falta saberlo. Pero esas listas demuestran con su propia existencia lo espurio que es andar estratificando a la gente por el CI, porque la gente fallecida antes de 1916 no llegó a tiempo de que se le hiciera la prueba y por tanto se llega a esas caprichosas cifras recurriendo a otros criterios, fundamentalmente la precocidad y el reconocimiento de su obra. Pero bueno, ¿no habíamos quedado en que la clave estaba en los numeritos y los triangulitos? ¿Por qué recurrir a otros criterios?
Cada vez que le das al interruptor y la habitación se ilumina, recuerda que se lo debes a un "inútil improductivo".
Un poco de modestia no nos vendría mal, como civilización. Creemos que hemos dado con la piedra filosofal que sabe discernir con plena exactitud quién es listo y quien es burro. También lo pensaban así hace algo más de siglo y medio, cuando el encargado de ese discernimiento en la escuela de Milan, OH llegó a la conclusión de que Thomas Alva Edison era una nulidad integral. Se equivocaban, y también nos estamos equivocando nosotros, como se verá en el futuro y como algunos ya están viendo en el presente.
El psicólogo Howard Gardner, de Harvard -costa este-, focalizó la atención de la comunidad científica en la teoría de las inteligencias múltiples, expuesta en el clásico Frames of mind (1983). Para Gardner, era evidente la necesidad de ampliar generosamente la noción académica tradicional de talento, sabiendo que la inteligencia académica misma está disociada de la vida emocional o, como mínimo, no son coincidentes. La multiplicidad de la inteligencia humana incluía la capacidad verbal, la aptitud lógico-matemática, la capacidad espacial, las dotes musicales, la cinestesia y una suerte de habilidades para comprender las relaciones entre seres, la naturalista -sea entre especies, cosas, grupos-, la interpersonal entre humanos -donde destacan el liderazgo, las relaciones amistosas, la solución de conflictos y el análisis social-, y finalmente la intrapsíquica, que es la de cada uno de nosotros consigo mismo, en la que cuentan el reconocimiento de las propias emociones, la capacidad de controlarlas, la automotivación, la empatía al reconocerse en emociones ajenas y el establecimiento de un control de las relaciones. En 1984, Gardner y Richard Feldman dirigieron el llamado Proyecto Spectrum, con alumnos de centros públicos de Massachusetts, con el objeto de ofrecer un enfoque renovador de la evaluación académica. La conclusión del estudio afirmaba que otros tipos de evaluación rigidos, como la del test Stanford-Binet, no eran válidos para pronosticar el éxito de un alumno en relación con un conjunto coherente de actividades.
Yendo más allá a la hora de relativizar los tests de CI, en 1995 se publicó otro clásico que obtuvo mucha atención incluso por el lector medio, Inteligencia emocional, escrito por Daniel Goleman. El autor se preguntaba en su best-seller por qué había gente con bajo CI que hacía las cosas bien y a la que la vida le sonreía. A su entender, ese éxito reside en el eficaz desempeño de la inteligencia emocional, algo que el propio autor consideraba un "imperativo jovenlandesal" en el mundo cultural de las últimas décadas. Esa inteligencia contiene las ideas-fuerza del autocontrol, el entusiasmo, la perseverancia y la capacidad de automotivarse. Hace hincapié asimismo en el cultivo de las relaciones y en la necesidad de empatía, cuya ausencia supone un coste muy elevado para una sociedad. Goleman cita un estudio dirigido por el nobel Kahnemann hecho entre alumnos universitarios de CI dispar, estratificado entre quienes habían elegido su carrera por el cálculo de que tendría más salida y los que la habían elegido porque era su sueño, su vocación, sin que hubiera intervenido el cálculo. Un seguimiento posterior de los 3000 universitarios encuestados reveló que aproximadamente el 10% se habían hecho ricos, y ese porcentaje estaba copado en su casi totalidad por los soñadores. La conclusión del libro no le negaba cierta validez a la prueba de CI, pero como mucho le otorgaba para tener éxito en la vida una quinta parte de importancia a la inteligencia que nos viene "de serie", y cuatro quintos a la actitud. El año pasado Goleman ha publicado Focus, dedicado a la concentración como clave del éxito vital.
Con lo que estoy diciendo no pretendo defender un tipo de educación "progre" basada en la ausencia de disciplina y de objetivos. Es obvio que estamos hablando justo de lo contrario. Una de las claves del éxito es saber ponerse objetivos. El problema es que la psicología useña venía de patrones cognitivos muy rígidos, según los cuales las emociones no son parte de la inteligencia sino estorbos que sólo sirven para confundir nuestra actividad mental. Es interesante lo afirmado por un famoso pensador español, José Antonio Marina, en su Teoría de la inteligencia creadora (1993) sobre las emociones, que define como bloques de información + valoraciones. El paradigma que diferencia el dato de la emoción está en crisis, básicamente porque parte de un postulado erróneo. Las emociones contienen datos y los manejan, a menudo con sorprendente agudeza.
A estas alturas, constreñir la inteligencia humana -tan rica, tan fértil- a una angosta franja de determinadas habilidades numéricas y/o lingüísticas, visto lo visto, es un paradigma que se está batiendo en retirada. Un ejemplo, ¿cuántas personas con 160 puntos trabajan para otras con 100? La persona de 160 está ahí, desempeñando un trabajo, porque otra de 100 tuvo el acierto de encontrar negocio y crear ocupación. Por tanto, la persona de 100 tiene unas habilidades que la de 160 pudiera tener o no, eso no lo sabemos -ni lo dice la dichosa prueba-, pero que son útiles para que esté ocupada. De modo que si mentalmente hiciéramos el experimento de clonar al de 160 y pobláramos el mundo con él, pensando que así estamos "elevando evolutivamente" nuestra especie, tendríamos un mundo lleno de parados. Y un mundo lleno de parados no logra nada. Eso no quiere decir que lo que convenga sea clonar al de 100 y llenar el planeta con sus réplicas. Lo importante no es ni el 160 ni el 100, sino la actividad que se desempeña y la colaboración entre distintas personas con sus peculiaridades y sus signos distintivos.
Bien, aun así, los medios siguen insistiendo con sus niños geniales, con su "generación Einstein", con más pelis y series y anuncios de superdotados. ¿Qué se esconde tras esto?
En 1996 se estrenó un film useño bastante flojete, "Phenomenon" (Jon Turtletaub), producido por Touchstone y distribuido por Buena Vista, tentáculos ambos de la Disney. Muchos lo consideraron una apología encubierta de la californiana Iglesia de la Cienciología, a la que pertenecía Travolta por entonces. Una señal del Espacio convierte a un lugareño no particularmente agudo en un genio desbordante, capaz de absorber toda clase de conocimientos y con dotes de psíquico, incluida la percepción extrasensorial de movimientos sísmicos.
Abundan los ejemplos de psíquicos en las ficciones que los mass media californianos nos inoculan, gentes -muchas veces niños; no recuerdo a ningún anciano, pero ya hemos comentado la idolatría hacia la juventud que predica el californismo- que con su presencia totémica, simbólica, enlazan varios de los exponentes de la nueva sensibilidad mundialista. Haced memoria y os vendrá el recuerdo de no pocos ejemplos. Esos seres de luz suscitan el contacto con el otro lado, con el mundo de los espíritus, de las voces de la progenitora Naturaleza o de los avisos venidos de lo Alto, preferentemente de Venus y otros cuerpos celestes a los que se atribuyen características venusianas. También, inspiran una espiritualidad distinta de la tradicional, no adscrita a credos abrahámicos. Y asimismo suelen tener altísimas puntuaciones de CI y presumen de ser cerebritos, con lo que le dan un espaldarazo jovenlandesal a los típicos nerds siliconvalleyeros, que cuando llegan a tener capacidades decisorias adoptan a menudo un papel de reformista social o incluso de referente mesiánico. Todo eso está ocurriendo. ¿A alguien le extraña que el test Stanford-Binet sea californiano? ¿Y que una de las claves del californismo sea la deificación del hombre?
Fotograma de otro film californista, "El cortador de césped" (1992, Brett Leonard), sobre el hombre deificado que finalmente se expande virtualmente por una red universal. Los años noventa fueron dorados para la espiritualidad del Estado Eureka.
Mi conclusión es que sí, que ese famoso test de CI mide una habilidad concreta. Y nada más. Y esa habilidad se puede practicar, mejorar y llevar muy lejos, lo que resultaría chocante. No menos chocante es lo comentado más arriba acerca de las oposiciones públicas. Cuanto más importante es el grupo, menos se recurre al psicotécnico y al examen tipo test, y más a la exposición oral o escrita de conocimientos adquiridos, sin tener en cuenta ninguna "genialidad innata". Los tests de CI, además, pueden ser contraproducentes pues podrían discriminar a gente con verdadero talento y verdadera categoría a la que no se le da demasiado bien ese tipo de juego, como puede que tampoco brillen gran cosa en el póker o el ajedrez.
Pero si una élite tecnocrática quiere detener la historia, lo primero que tiene que hacer es paralizar a los humanos, convertir nuestras sociedades en colmenas. En todas las épocas se ha intentado una sociedad estamental presuntamente perfecta, congelada en el tiempo e indiferentemente eficaz. Nuestra época no es una excepción.
(I) - Colgué la imagen a la mañana. Intrigado, copié a mano alzada el sudoku en mi moleskine. Un par de horas después fui a tomar café donde un colega, me acordé del tema, saqué la libreta de la bandolera y me puse a resolverlo, controlando el tiempo, con el hándicap de mi pésima caligrafía -líneas temblorosas incluidas- y el ruido del local. Me llevó 19 minutos. Podría haberlo dejado en 18, quizá 17, si no tuviese la p**a manía de nunca acabar ningún sudoku escribiendo un nueve, lo que me hizo perder tiempo. ¿Conclusiones? ¿Soy un supuesto genio? ¿O es que estoy habituado a hacerlos? ¿No podría pasar eso con las pruebas de CI, que se pueden entrenar como se entrenan otros juegos?
FUENTE: Iberia Futura: Los tests de cociente intelectual: por qué no creo en ellos