Políticamente incorrectos
MIQUEL RAMOS
01/11/2021Santiago Abascal, Javier Ortega Smith e Iván Espinosa de los Monteros, en el Congreso. / EFE
Hay una difusa línea que separa la estupidez de la maldad. Muchas veces no sabes si quien hace gala de ciertas actitudes es un macho cabríoazo o simplemente un petulante. También puede ser ambas cosas. O, siendo justos, alguien que no ha entendido las consecuencias de sus actos o que, aún sabiéndolo, se niega a asumir la responsabilidad que le corresponde. La responsabilidad que tenemos todos, más todavía cuando tenemos cierta proyección pública y más de uno nos toma en serio. Esta tercera opción, la zona gris, no sé cómo catalogarla, quizás como equidistante, irresponsable o individualista. Pero, en cualquier caso, todos ellos, quieran o no, son parte de lo mismo, aunque no lo sepan, no lo pretendan o parezcan incluso polos opuestos. O peor: seres de luz que están por encima del bien y del mal.
No son pocos los ejemplos en los que políticos, artistas, periodistas, intelectuales y personajes de todo tipo han revindicado la incorrección política como una suerte de rebeldía ante un supuesto pensamiento único que no permite disidencia. Con esto, quizás algunos puedan interpretar que se trata de esos discursos contra el poder que han llevado a muchos jóvenes y no tan jóvenes ante el juez. Aquellos que cantan, escriben o hacen tuits contra la monarquía, contra la Policía, la Iglesia o el Estado, y que provocan cierto escándalo en redes sociales y medios de comunicación. O que terminan, como en el caso de Valtonyc, teniendo que huir de España para evitar la prisión. O en prisión, como Pablo Hasél.
Pero resulta que quien más se arroga dicha etiqueta de incorrección política no son estos. Parece ser que la incorrección política ha sido secuestrada por, precisamente, quienes no molestan más que a los débiles. No hay nada de políticamente incorrecto en los chistes machistas, racistas u homófobos. Como nunca fue rebelde el niñato de clase que hacía bullying al chico con sobrepeso o a la chica con gafas. Ese fue siempre el abusón. El notas de la clase. El chulito, cruel y zascandil que se ensaña con los débiles y llora cuando el profe le echa de clase o avisa a sus padres. El típico personaje poco apreciable de las películas de instituto al que alguna vez el protagonista le parte la cara. Y nosotros, desde el sofá, sonreímos con cierta complicidad. Este perfil se repite en otros ámbitos, y hoy en día parece que está de moda (o eso pretenden algunos) ser un cosa.
Por supuesto que meterse con los débiles es ser una cosa de persona. Da igual que lo disfraces de humor, de canallismo artístico, incorrección política o de rebeldía moderna. Yo reconozco que me río de todo, también del humor más soez, y que no soy partidario de amordazar a nadie. Pero asumiré mi responsabilidad si algún día salgo en televisión contando un chiste machista, profiriendo insultos racistas o humillando a una persona LGTB o con diversidad funcional. Eso que algunos consideran libertad de expresión es en realidad la excusa barata del canallita de turno al que luego le faltan babas para lamerle el ojo ciego a su jefe y no hacer nunca ni la más mínima broma sobre este o sobre la empresa para la que trabaja. Y por supuesto, sobre la autoridad. A estos, a los de arriba, reverencia.
Quien mejor representa esta nueva cara de lo irreverente es la extrema derecha, que lleva años tratando de disfrazar su batalla cultural de incorrección política. Romper los consensos en materia de derechos humanos, respeto y tolerancia a base de postureo rebelde de aquellos que besan los pies a las élites y escupen a los desfavorecidos. Creo que sobran pruebas de cómo los discursos de repruebo que la ultraderecha lleva vomitando toda la vida han encontrado acomodo en lo considerado como aceptable, en el terreno de las opiniones respetables y del juego democrático. Criminalizar y ridiculizar a menores migrantes, a feministas, tras*exuales, fiel a la religión del amores, judíos o etnianos forma parte de la normalidad democrática. El problema es que no solo lo hace la ultraderecha. El problema es que ha convencido a otros, que no se consideran ultras, de que eso es lo que mola. O lo que da audiencia. Jugar con el estereotipo, hacer programas de tele sobre lo peculiares que son Los etnianos (todos ellos, claro, porque son un ente monolítico que responde perfectamente al estereotipo, como el resto de las minorías), o lo perversas que son las mujeres manipulando a los hombres.
Esto no es solo idea y obra de la ultraderecha. Responde a un sistema de pensamiento todavía racista, machista, homófobo y clasista que encuentra múltiples aliados en estos tiempos en los que la información ha pasado a ser cada vez más un espectáculo, y en los que las redes sociales ofrecen anonimato o encumbran a determinados personajes que hoy se creen los más graciosos, o se reivindican como los más radicales antisistema y los más irreverentes. Estos mismos seres de piel ultrafina que, cuando alguien les recuerda que su responsabilidad es proporcional a su proyección pública, se presentan como víctimas de la dictadura progre, del buenismo y de la cultura de la cancelación.
Aquí siempre se obvia el contexto. Se ridiculizan las demandas de respeto y de responsabilidad y se alude a un supuesto puritanismo dictatorial que impide expresar ciertas opiniones o hacer determinados chistes. Como si todas las opiniones fuesen respetables. Que alguien opine que violar niños está bien no es respetable. Tampoco que se diga que los judíos merecen un nuevo Holocausto, o que alguien se presente en un entierro pasado de MDMA y contando chistes sobre muertos. Cuando la palabra libertad ha sido históricamente manoseada para justificar cualquier irresponsabilidad, y se estira hasta el ridículo cuando alguien recuerda que comer cosa no es saludable, y sale el liberal de turno a decir que nadie le tiene que decir lo que comer mientras mastica sus propias heces.
El contexto siempre importa, y no se trata de libertad ni de ninguna cultura de la cancelación cuando tus discursos y tus actos tienen consecuencias, y simplemente se te recuerda. Cultura de la cancelación es la ley mordaza, la invisibilidad de la diversidad o la falta de voces críticas en los medios de comunicación. Es que no haya neցros, etnianos, fiel a la religión del amores o tras*exuales en las tertulias, cuando en la televisión se habla constantemente de ellos y ellas. Es que se acuse a quienes hablamos otras lenguas distintas al castellano de ser totalitarios o supremacistas por demandar medidas para protegerlas o normalizarlas. Son las giras canceladas o el acoso judicial y mediático contra bandas como Berri Txarrak, Soziedad Alkoholika o Los Chikos del Maíz. Las bombas contra Leo Bassi, Fermín Muguruza o El Papus, o los juicios contra Willy Toledo, Abel Azcona o contra las procesionarias del shishi insumiso. Porque ellos y ellas se atrevieron a meterse con el poder, no con minorías perseguidas históricamente y humilladas constantemente. Eso sí que es estropeado, amigos, no que te critiquen tu chiste machista en Twitter.
MIQUEL RAMOS
01/11/2021Santiago Abascal, Javier Ortega Smith e Iván Espinosa de los Monteros, en el Congreso. / EFE
Hay una difusa línea que separa la estupidez de la maldad. Muchas veces no sabes si quien hace gala de ciertas actitudes es un macho cabríoazo o simplemente un petulante. También puede ser ambas cosas. O, siendo justos, alguien que no ha entendido las consecuencias de sus actos o que, aún sabiéndolo, se niega a asumir la responsabilidad que le corresponde. La responsabilidad que tenemos todos, más todavía cuando tenemos cierta proyección pública y más de uno nos toma en serio. Esta tercera opción, la zona gris, no sé cómo catalogarla, quizás como equidistante, irresponsable o individualista. Pero, en cualquier caso, todos ellos, quieran o no, son parte de lo mismo, aunque no lo sepan, no lo pretendan o parezcan incluso polos opuestos. O peor: seres de luz que están por encima del bien y del mal.
No son pocos los ejemplos en los que políticos, artistas, periodistas, intelectuales y personajes de todo tipo han revindicado la incorrección política como una suerte de rebeldía ante un supuesto pensamiento único que no permite disidencia. Con esto, quizás algunos puedan interpretar que se trata de esos discursos contra el poder que han llevado a muchos jóvenes y no tan jóvenes ante el juez. Aquellos que cantan, escriben o hacen tuits contra la monarquía, contra la Policía, la Iglesia o el Estado, y que provocan cierto escándalo en redes sociales y medios de comunicación. O que terminan, como en el caso de Valtonyc, teniendo que huir de España para evitar la prisión. O en prisión, como Pablo Hasél.
Pero resulta que quien más se arroga dicha etiqueta de incorrección política no son estos. Parece ser que la incorrección política ha sido secuestrada por, precisamente, quienes no molestan más que a los débiles. No hay nada de políticamente incorrecto en los chistes machistas, racistas u homófobos. Como nunca fue rebelde el niñato de clase que hacía bullying al chico con sobrepeso o a la chica con gafas. Ese fue siempre el abusón. El notas de la clase. El chulito, cruel y zascandil que se ensaña con los débiles y llora cuando el profe le echa de clase o avisa a sus padres. El típico personaje poco apreciable de las películas de instituto al que alguna vez el protagonista le parte la cara. Y nosotros, desde el sofá, sonreímos con cierta complicidad. Este perfil se repite en otros ámbitos, y hoy en día parece que está de moda (o eso pretenden algunos) ser un cosa.
Por supuesto que meterse con los débiles es ser una cosa de persona. Da igual que lo disfraces de humor, de canallismo artístico, incorrección política o de rebeldía moderna. Yo reconozco que me río de todo, también del humor más soez, y que no soy partidario de amordazar a nadie. Pero asumiré mi responsabilidad si algún día salgo en televisión contando un chiste machista, profiriendo insultos racistas o humillando a una persona LGTB o con diversidad funcional. Eso que algunos consideran libertad de expresión es en realidad la excusa barata del canallita de turno al que luego le faltan babas para lamerle el ojo ciego a su jefe y no hacer nunca ni la más mínima broma sobre este o sobre la empresa para la que trabaja. Y por supuesto, sobre la autoridad. A estos, a los de arriba, reverencia.
Quien mejor representa esta nueva cara de lo irreverente es la extrema derecha, que lleva años tratando de disfrazar su batalla cultural de incorrección política. Romper los consensos en materia de derechos humanos, respeto y tolerancia a base de postureo rebelde de aquellos que besan los pies a las élites y escupen a los desfavorecidos. Creo que sobran pruebas de cómo los discursos de repruebo que la ultraderecha lleva vomitando toda la vida han encontrado acomodo en lo considerado como aceptable, en el terreno de las opiniones respetables y del juego democrático. Criminalizar y ridiculizar a menores migrantes, a feministas, tras*exuales, fiel a la religión del amores, judíos o etnianos forma parte de la normalidad democrática. El problema es que no solo lo hace la ultraderecha. El problema es que ha convencido a otros, que no se consideran ultras, de que eso es lo que mola. O lo que da audiencia. Jugar con el estereotipo, hacer programas de tele sobre lo peculiares que son Los etnianos (todos ellos, claro, porque son un ente monolítico que responde perfectamente al estereotipo, como el resto de las minorías), o lo perversas que son las mujeres manipulando a los hombres.
Esto no es solo idea y obra de la ultraderecha. Responde a un sistema de pensamiento todavía racista, machista, homófobo y clasista que encuentra múltiples aliados en estos tiempos en los que la información ha pasado a ser cada vez más un espectáculo, y en los que las redes sociales ofrecen anonimato o encumbran a determinados personajes que hoy se creen los más graciosos, o se reivindican como los más radicales antisistema y los más irreverentes. Estos mismos seres de piel ultrafina que, cuando alguien les recuerda que su responsabilidad es proporcional a su proyección pública, se presentan como víctimas de la dictadura progre, del buenismo y de la cultura de la cancelación.
Aquí siempre se obvia el contexto. Se ridiculizan las demandas de respeto y de responsabilidad y se alude a un supuesto puritanismo dictatorial que impide expresar ciertas opiniones o hacer determinados chistes. Como si todas las opiniones fuesen respetables. Que alguien opine que violar niños está bien no es respetable. Tampoco que se diga que los judíos merecen un nuevo Holocausto, o que alguien se presente en un entierro pasado de MDMA y contando chistes sobre muertos. Cuando la palabra libertad ha sido históricamente manoseada para justificar cualquier irresponsabilidad, y se estira hasta el ridículo cuando alguien recuerda que comer cosa no es saludable, y sale el liberal de turno a decir que nadie le tiene que decir lo que comer mientras mastica sus propias heces.
El contexto siempre importa, y no se trata de libertad ni de ninguna cultura de la cancelación cuando tus discursos y tus actos tienen consecuencias, y simplemente se te recuerda. Cultura de la cancelación es la ley mordaza, la invisibilidad de la diversidad o la falta de voces críticas en los medios de comunicación. Es que no haya neցros, etnianos, fiel a la religión del amores o tras*exuales en las tertulias, cuando en la televisión se habla constantemente de ellos y ellas. Es que se acuse a quienes hablamos otras lenguas distintas al castellano de ser totalitarios o supremacistas por demandar medidas para protegerlas o normalizarlas. Son las giras canceladas o el acoso judicial y mediático contra bandas como Berri Txarrak, Soziedad Alkoholika o Los Chikos del Maíz. Las bombas contra Leo Bassi, Fermín Muguruza o El Papus, o los juicios contra Willy Toledo, Abel Azcona o contra las procesionarias del shishi insumiso. Porque ellos y ellas se atrevieron a meterse con el poder, no con minorías perseguidas históricamente y humilladas constantemente. Eso sí que es estropeado, amigos, no que te critiquen tu chiste machista en Twitter.