Los nancys amaban más a los animales que los de PACMA

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Los nazis, esos amantes de los animales y la naturaleza
ENTRE LIBROS
En ‘La ley de la sangre’, Johann Chapoutot indaga en el código jovenlandesal del nazismo, capaz de exterminar al conciudadano mientras defiende la vida de un caracol

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Eva Braun y Adolf Hitler, que acaricia cariñosamente a una mascota
Getty

FRANCISCO MARTÍNEZ HOYOS
13/07/2021 07:00 Actualizado a 13/07/2021 15:19
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Todos nos hemos horrorizado con los crímenes nazis, en especial con las visiones dantescas de los campos de exterminio. Por eso, lo habitual es que pensemos que semejante grado de brutalidad debe de ser obra de monstruos. La historia, sin embargo, nos muestra algo aún más inquietante: tanta maldad no fue obra de orates, salvo excepciones, sino de cultos y modélicos ciudadanos que creían, en el fondo de su conciencia, hacer el bien.
Fue por eso que muchos, al ser juzgados, no dieron la menor prueba de arrepentimiento. ¿Cómo podían haber cometido atrocidades contra los derechos humanos si sus víctimas ni siquiera eran personas? Desde su punto de vista, no había nada reprobable en eliminar “vidas indignas de ser vividas”. Algunos, como Adolf Eichmann, solo se reprocharon no haber apiolado a más judíos aún.











Buscando referentes
Por escandalosa que parezca la idea, los seguidores de Hitler tenían su propio código “jovenlandesal”. Dentro de su ideología, había cosas que se podían hacer y otras que no. La defensa de la patria estaba por encima de cualquier otra consideración, siempre en nombre de unos valores que primaban el heroísmo y el sacrificio por la colectividad.
Todo buen alemán tenía que procrear cuantos más hijos mejor. Ellos formarían los ejércitos con los que el Führer combatiría a los pueblos enemigos, en especial a los eslavos, con los que había que disputar el “espacio vital” de los territorios del Este de Europa.
Judíos forzados a limpiar la calle- Austria - Marzo de 1938.

Judíos forzados a limpiar la calle. Austria, marzo de 1938
Dominio público
Se construyó así una ética que rechazaba el cristianismo, entendido como una religión de amor que debilitaba, por eso mismo, a un pueblo fuerte como el ario. Se necesitaban otras referencias culturales, como las de la Antigüedad clásica, para justificar prácticas como la eliminación de los débiles a través de la eugenesia. Ningún medio parecía demasiado cruel si contribuía a salvar a un país que se suponía amenazado de fin.
Pacíficos y amables
En La ley de la sangre (Alianza), Johann Chapoutot, profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de París-Sorbona, desgrana con precisión milimétrica este sistema de creencias opuesto por completo a cualquier sensibilidad democrática. Su propósito no es otro que “cartografiar lo que podríamos llamar el universo mental en el que los crímenes del nazismo ocupan un lugar y adquieren un sentido”. De esta forma, el autor desvela en qué consistía la fascinación que despertó el Tercer Reich en una población desorientada por la crisis política, social y económica de los años treinta.
Los alemanes que abrazaron la doctrina nacionalsocialista no se veían a sí mismos como gente especialmente violenta, sino como seres pacíficos y amables. Los malignos eran los otros, que les obligaban a tomar penosas decisiones, siempre en defensa propia. Ellos, por el contrario, se distinguían por ser todo sensibilidad.
L
Así, los mismos que perpetraban horrendas carnicerías con otros seres humanos no dudaban en defender los derechos de los animales. ¿No estaba claro que los auténticos arios les profesaban un gran amor? El partido nancy, por ejemplo, llevó a cabo una campaña para evitar que fueran torturados.
Hitler, antes de acceder al poder, prometió que acabaría con estos maltratos. El pueblo germano condenaba tales actos de salvajismo. Los hebreos, en cambio, no dudaban en sacrificar con la violencia más espantosa a pacíficas criaturas, tal como demostraba la película El judío eterno (1940), en la que dos bueyes acababan degollados a cuchillo durante una escena tan larga como atroz.
La teoría
Con la naturaleza en general, los nazis mostraban en sus publicaciones y discursos un respeto reverencial. Según Himmler, el ser humano debía “reaprender a considerar el mundo con un respeto sagrado”. El hombre, en comparación, no poseía ningún atractivo especial. Por eso, hablar de “dominar la tierra”, como hacían los cristianos, implicaba un acto de soberbia intolerable.
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Habitantes del gueto judío de Varsovia acosados por las fuerzas nazis.

Si no supiéramos que este tipo de discurso procede de un dirigente nacionalsocialista, sin duda nos parecería muy próximo a los postulados del ecologismo. El mismo Himmler que fue cómplice de la Solución Final era el que le hablaba a su masajista, Felix Kersten, de la pena que sentía cada vez que se pisoteaba a un caracol o se mataba a un ciervo.
“¿Cómo puede uno experimentar el más mínimo placer en dispararles por la espalda a unos pobres animales que están pastando inocentemente, indefensos, sin temor alguno, en la linde del bosque, mi querido Kersten? –se horrorizaba el jerarca–. Porque, hablando claro, se trata simple y llanamente de un asesinato”.
 
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