KUTRONIO
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Una de las libertades básicas propias del régimen en el que supuestamente vivimos es la libertad de expresión. En el ámbito privado, al menos en España, dicha libertad ha gozado tradicionalmente de muy buena reputación, en el sentido de que siempre se han considerado como virtudes la sinceridad, la franqueza y el preferir ponerse “una vez colorado antes que ciento amarillo”. El refranero español de toda la vida de Dios alaba a los que hablan “sin pelos en la lengua”, a los que “llaman al pan pan, y al vino vino” y a los que van “con la verdad por delante”. Por lo menos, su verdad.
En nuestro país, incluso en tiempos del Antiguo Régimen, cuando tal derecho no estaba reconocido como tal, podríamos poner abundantes ejemplos que muestran lo extendida que estaba una amplísima parresía o libertad de expresión, dejando a salvo siempre todo aquello que tuviera que ver con el dogma cristiano o con la dignidad del Rey. Juan de Mariana o Francisco de Quevedo, por no buscar más supuestos, serían buenos exponentes de esa positiva espontaneidad en la exposición de sus pareceres frente a las censuras o las represalias de los poderosos.
Pero se supone que ahora vivimos en una democracia liberal. En todas las declaraciones de derechos, propias de tales Estados, aparece formulada la libertad de expresión, que se entiende como la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas diversas, ya sea oralmente o por escrito. Evidentemente, la libertad de expresión va ligada a la facultad de criticar las actuaciones de los gobernantes y poner en tela de juicio las opiniones de los demás, por más que estas sean mayoritarias o estén más “autorizadas” por la Iglesia, la Academia o el Boletín Oficial del Estado. Aunque no sea santa de nuestra devoción, tiene razón Rosa Luxemburgo cuando destaca que la libertad de expresión es siempre para las ideas que no compartimos, por muy heréticas, erróneas o subversivas que nos parezcan.
El correlato de la libertad siempre es la responsabilidad. Uno es libre de exponer por cualquier medio sus opiniones sobre cualquier asunto, pero tenemos claro que este derecho no es ilimitado. Los que hemos sido educados en la jovenlandesal cristiana, sabemos que se puede pecar con la palabra (también con el silencio) si incurrimos en la mentira deliberada o en la ofensa injustificada. De ahí derivan esos delitos (blasfemias, injurias, calumnias, difamación…) a los que podríamos tomar como extralimitaciones de la libertad de expresión.
Lo que ocurre es que, en una sociedad como la nuestra, la libertad de expresión debe tener el más amplio campo posible, mientras que los límites señalados, recogidos en el Código Penal, han de ser muy tasados y reducidos a la mínima expresión. La jurisprudencia moderna habla del animus iniuriandi, como el elemento anímico malévolo que se exige para apreciar determinados delitos de expresión. Y ese elemento es muy difícil de probar. Porque, de hecho, la posibilidad de “ofender” a los demás con nuestras opiniones aumenta a medida que lo hace una sociedad más y más pluralista, cuyos consensos básicos van disminuyendo de forma vertiginosa.
Por eso, llama la atención el hecho alarmante de que, en unos tiempos en los que tanto se insiste en la autonomía personal, en los que las grandes verdades asumidas de forma colectiva durante siglos -religión, patria, familia y hasta la biología- son cuestionadas de una manera tan invasiva y, en cierto sentido, tan irracional, la libertad de expresión haya sufrido una merma tan brutal. Hasta el punto de que existen campos de la Historia reciente que ya están reservados a un tipo de opiniones en régimen de monopolio, y expresar otras puede acarrear una dura sanción por parte del Estado.
Realmente constituye una increíble paradoja cómo los representantes del arte actual, que llevan un siglo haciendo de la “tras*gresión” un mérito estético, pueden convertirse de repente en puritanos y exigir censura y represión a quien se salga del rebaño. Lo mismo ocurre en la prensa, en los libros, en las redes sociales, en las discotecas y en las aulas. La corrección política y algunas técnicas legislativas más que cuestionables, como son los “delitos de repruebo”, están imponiendo unos recortes a la libertad de expresión absolutamente impensables hace pocos años.
Todo esto afecta directamente a nuestra vida diaria. Piense el lector cómo ha disminuido en los medios la presencia de los humoristas, los cuales bordean el crimen en cada actuación, debido a esa legión de colectivos en guardia, ya previamente ofendidos por agravios pasados, prestos a denunciar la menor “falta de respeto”. Si uno repasa el cine y los programas televisivos de hace unos años, en seguida se da cuenta de su inoportunidad actual. Hasta los chistes que contábamos libremente hace muy poco, no nos atrevemos a contarlos hoy, al menos ante cierto público, no vayamos a ofender los delicados oídos de tan progresistas censores. Lo mismo ocurre con las canciones de nuestra juventud: “Sufre, lactante, devuélveme a mi chica”, “Voy a vengarme de ese afeminado”, “Las chicas no tienen pilila” y centenares más.
De este modo, hemos visto hace unos días cómo los cantos groseros de unos estudiantes calenturientos han provocado el celo inquisitorial de unas “virtuosas damas” podemitas, celosas guardianas de la jovenlandesalidad pública. Pero no descubrimos el Mediterráneo cuando decimos que los estudiantes, desde los tiempos de afeminadostaña, siempre han estado llenos de hormonas, y cuando se juntan y están de fiesta, beben y conspiran para intentar desahogarse sexualmente (casi siempre con escaso éxito), a veces de forma civilizada pero frecuentemente al modo gamberro. Eso ha sido así desde los cantos goliardos medievales hasta las desmadradas movidas actuales, pasando por la tuna, las rondas y las serenatas nocturnas. Desde luego, no es para darles una medalla a los muchachos del conocido Colegio Mayor, pero me parece increíble que se inste en serio a la actuación de la Fiscalía por unos exabruptos que, para colmo, encontraron respuesta proporcional por parte de las desenfadadas damiselas.
Igualmente, hemos visto indignadas solicitudes de castigo rellenito a unos raperos por cantar que “vamos a volver al 36”, cuando se supone que el “rap” (género musical que no es de mi gusto) tiene como característica definitoria sus letras radicales de lucha contra el sistema establecido. Y ¿qué sistema más establecido que el del consenso progre? Además, mi estupor se incrementa exponencialmente al comprobar que los mismos que llevan años pretendiendo volver al 36, con su necrófila política de abrir tumbas de forma selectiva, pretendan castigar a unos sujetos por el contenido de un discurso tan propicio a sus fines.
En resumidas cuentas, en este mundo cada vez más enigmático, la gente decente vamos a tener que asumir la defensa de titiriteros, adolescentes salidos, tocapelotas, terraplanistas, negacionistas, raperos, cuentachistes e incluso “cantantes” de reguetón en su derecho a decir disparates, mientras los jueces no observen ese cada vez más etéreo animus iniuriandi. En todo caso, les pondremos como única condición para soltar impunemente sus despropósitos la de no estar subvencionados con dinero público.
En nuestro país, incluso en tiempos del Antiguo Régimen, cuando tal derecho no estaba reconocido como tal, podríamos poner abundantes ejemplos que muestran lo extendida que estaba una amplísima parresía o libertad de expresión, dejando a salvo siempre todo aquello que tuviera que ver con el dogma cristiano o con la dignidad del Rey. Juan de Mariana o Francisco de Quevedo, por no buscar más supuestos, serían buenos exponentes de esa positiva espontaneidad en la exposición de sus pareceres frente a las censuras o las represalias de los poderosos.
Pero se supone que ahora vivimos en una democracia liberal. En todas las declaraciones de derechos, propias de tales Estados, aparece formulada la libertad de expresión, que se entiende como la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas diversas, ya sea oralmente o por escrito. Evidentemente, la libertad de expresión va ligada a la facultad de criticar las actuaciones de los gobernantes y poner en tela de juicio las opiniones de los demás, por más que estas sean mayoritarias o estén más “autorizadas” por la Iglesia, la Academia o el Boletín Oficial del Estado. Aunque no sea santa de nuestra devoción, tiene razón Rosa Luxemburgo cuando destaca que la libertad de expresión es siempre para las ideas que no compartimos, por muy heréticas, erróneas o subversivas que nos parezcan.
El correlato de la libertad siempre es la responsabilidad. Uno es libre de exponer por cualquier medio sus opiniones sobre cualquier asunto, pero tenemos claro que este derecho no es ilimitado. Los que hemos sido educados en la jovenlandesal cristiana, sabemos que se puede pecar con la palabra (también con el silencio) si incurrimos en la mentira deliberada o en la ofensa injustificada. De ahí derivan esos delitos (blasfemias, injurias, calumnias, difamación…) a los que podríamos tomar como extralimitaciones de la libertad de expresión.
Lo que ocurre es que, en una sociedad como la nuestra, la libertad de expresión debe tener el más amplio campo posible, mientras que los límites señalados, recogidos en el Código Penal, han de ser muy tasados y reducidos a la mínima expresión. La jurisprudencia moderna habla del animus iniuriandi, como el elemento anímico malévolo que se exige para apreciar determinados delitos de expresión. Y ese elemento es muy difícil de probar. Porque, de hecho, la posibilidad de “ofender” a los demás con nuestras opiniones aumenta a medida que lo hace una sociedad más y más pluralista, cuyos consensos básicos van disminuyendo de forma vertiginosa.
Por eso, llama la atención el hecho alarmante de que, en unos tiempos en los que tanto se insiste en la autonomía personal, en los que las grandes verdades asumidas de forma colectiva durante siglos -religión, patria, familia y hasta la biología- son cuestionadas de una manera tan invasiva y, en cierto sentido, tan irracional, la libertad de expresión haya sufrido una merma tan brutal. Hasta el punto de que existen campos de la Historia reciente que ya están reservados a un tipo de opiniones en régimen de monopolio, y expresar otras puede acarrear una dura sanción por parte del Estado.
Realmente constituye una increíble paradoja cómo los representantes del arte actual, que llevan un siglo haciendo de la “tras*gresión” un mérito estético, pueden convertirse de repente en puritanos y exigir censura y represión a quien se salga del rebaño. Lo mismo ocurre en la prensa, en los libros, en las redes sociales, en las discotecas y en las aulas. La corrección política y algunas técnicas legislativas más que cuestionables, como son los “delitos de repruebo”, están imponiendo unos recortes a la libertad de expresión absolutamente impensables hace pocos años.
Todo esto afecta directamente a nuestra vida diaria. Piense el lector cómo ha disminuido en los medios la presencia de los humoristas, los cuales bordean el crimen en cada actuación, debido a esa legión de colectivos en guardia, ya previamente ofendidos por agravios pasados, prestos a denunciar la menor “falta de respeto”. Si uno repasa el cine y los programas televisivos de hace unos años, en seguida se da cuenta de su inoportunidad actual. Hasta los chistes que contábamos libremente hace muy poco, no nos atrevemos a contarlos hoy, al menos ante cierto público, no vayamos a ofender los delicados oídos de tan progresistas censores. Lo mismo ocurre con las canciones de nuestra juventud: “Sufre, lactante, devuélveme a mi chica”, “Voy a vengarme de ese afeminado”, “Las chicas no tienen pilila” y centenares más.
De este modo, hemos visto hace unos días cómo los cantos groseros de unos estudiantes calenturientos han provocado el celo inquisitorial de unas “virtuosas damas” podemitas, celosas guardianas de la jovenlandesalidad pública. Pero no descubrimos el Mediterráneo cuando decimos que los estudiantes, desde los tiempos de afeminadostaña, siempre han estado llenos de hormonas, y cuando se juntan y están de fiesta, beben y conspiran para intentar desahogarse sexualmente (casi siempre con escaso éxito), a veces de forma civilizada pero frecuentemente al modo gamberro. Eso ha sido así desde los cantos goliardos medievales hasta las desmadradas movidas actuales, pasando por la tuna, las rondas y las serenatas nocturnas. Desde luego, no es para darles una medalla a los muchachos del conocido Colegio Mayor, pero me parece increíble que se inste en serio a la actuación de la Fiscalía por unos exabruptos que, para colmo, encontraron respuesta proporcional por parte de las desenfadadas damiselas.
Igualmente, hemos visto indignadas solicitudes de castigo rellenito a unos raperos por cantar que “vamos a volver al 36”, cuando se supone que el “rap” (género musical que no es de mi gusto) tiene como característica definitoria sus letras radicales de lucha contra el sistema establecido. Y ¿qué sistema más establecido que el del consenso progre? Además, mi estupor se incrementa exponencialmente al comprobar que los mismos que llevan años pretendiendo volver al 36, con su necrófila política de abrir tumbas de forma selectiva, pretendan castigar a unos sujetos por el contenido de un discurso tan propicio a sus fines.
En resumidas cuentas, en este mundo cada vez más enigmático, la gente decente vamos a tener que asumir la defensa de titiriteros, adolescentes salidos, tocapelotas, terraplanistas, negacionistas, raperos, cuentachistes e incluso “cantantes” de reguetón en su derecho a decir disparates, mientras los jueces no observen ese cada vez más etéreo animus iniuriandi. En todo caso, les pondremos como única condición para soltar impunemente sus despropósitos la de no estar subvencionados con dinero público.