Lengua propia cultura impropia.

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"Lengua propia cultura impropia." LA CONSPIRACIÓN DEL CATALANAZISMO, QUE SE DISFRAZA DE DEMOCRACIA.

Excelente artículo que expone lo que es el catalanazismo y sus objetivos finales.

Esta es la fuente:

Lengua propia, cultura impropia

Y este el excepcional artículo:



"Lengua propia, cultura impropia

Antonio Santamaría



Este artículo fue publicado originalmente en mayo de 1998 en la revista mensual El Viejo Topo, poco después de aprobarse la última ley de normalización lingüística del catalán (1/1998). Aunque han pasado seis años desde entonces, tiene absoluta vigencia pues la situación no ha hecho sino confirmar todo lo expresado por Antonio Santamaría sobre la carga ideológica que se esconde, cual caballo de troya, tras el concepto “irracional y reaccionario” de lengua propia. La Biblioweb lo reedita ahora con una licencia CC con el permiso expreso del editor de la revista.
Índice

1 Génesis de un concepto
2 La lengua de los propietarios
3 Normalizar
4 Sociología del catalán
5 Los objetivos finales
6 Contra la “llengua pròpia”
7 El efecto bumerán
8 Un modelo lingüístico democrático
La primera formulación del concepto “lengua propia” se encuentra en el Estatut de Sau (1979), donde se enuncia que la lengua propia de Cataluña es el catalán.1 El preámbulo de la Llei de Normalització Lingüística de 1983 repite esta misma afirmación añadiendo genéricamente que la lengua propia “es una herramienta natural de comunicación, expresión y símbolo de una unidad cultural con profundas raíces históricas”.

La flamante ley del catalán de 19972 es algo más explícita y refleja las presiones por parte de sectores de la intelectualidad nacionalista a CiU para desarrollar este concepto, clave de bóveda argumental del edificio teórico del discurso normalizador. El preámbulo de la polémica ley concluye con una definición sobre su objetivo central: diseñar una política lingüística que “ayude eficazmente a normalizar la lengua propia de Cataluña”. El artículo 2 de la citada ley, titulado “La lengua propia”, contiene el máximo desarrollo normativo del concepto. El punto primero de este artículo reza textualmente: “El catalán es la lengua propia de Cataluña y la singulariza como pueblo”, y vuelve a la declaración del Estatuto, pero añade el matiz que la lengua propia es el elemento singularizador de los catalanes respecto al resto de pueblos del planeta. El segundo punto deduce directamente, sin ninguna mediación, que el catalán como lengua propia del país es: a) la lengua exclusiva de “todas las instituciones de Cataluña”, que pasan a ser detalladas (Generalitat, administración de la Generalitat, Ayuntamientos) y b) será la lengua usada preferentemente en la Administración del Estado en Cataluña y por las empresas y entidades que den servicios públicos. El tercer y último punto insiste en el compromiso de todas las instituciones por promover el uso de la lengua propia, “con independencia del carácter oficial del catalán y del castellano”. Es decir, se recomienda que empleen únicamente la primera.

En el siguiente artículo, “Las lenguas oficiales”, se afirma contradictoriamente que, a pesar de lo expuesto arriba, las dos lenguas oficiales (catalán y castellano) “pueden ser utilizadas indistintamente por los ciudadanos y ciudadanas en todas las actividades públicas y privadas sin discriminación”, una argucia discursiva que permitirá presentarse a los defensores de la normalización como perfectos liberales.

La ley consagra, pues, la existencia de dos lenguas oficiales de las cuales sólo una es la propia del territorio, lo que le concede unos derechos históricos especiales. El problema a resolver, como se nos indica en el preámbulo, es “normalizar” la lengua propia. Normalizar quiere decir sustituir el uso social del castellano (la lengua impropia del país) que, a pesar de todo, sigue siendo lengua oficial, con una serie de garantías jurídico-formales a respetar.

La ley de usos lingüísticos consolida las áreas de monolingüismo conseguidas (Generalitat, Enseñanza), y quiere implantar el uso “preferente” del catalán en los ámbitos institucionales, así como en las administraciones de justicia, donde la lengua propia compite aún con la impropia. El planteamiento que subyace es que a toda Nación le corresponde en exclusiva la posesión de un territorio, un Estado, y una lengua y cultura propias. Dada la imposibilidad de obtener la soberanía política plena, un Estado con sus fronteras reconocidas internacionalmente, al menos el tercer requisito de la tríada arendhtiana,3 la lengua, debe cumplirse, y la lengua propia del territorio debe ser la única oficial del país.

1 Génesis de un concepto

Para reconstruir la formación de este hallazgo teórico es preciso remitirse al libro del periodista Eduard Voltas La guerra de la llengua. Según este autor, en el II Congrés Internacional de la Llengua Catalana (1986) se produce “un punto de inflexión en el cuerpo doctrinal tradicional en materia lingüística” del nacionalismo. No sólo porque se acuñarán conceptos como el de “disponibilidad lingüística” sino porque por primera vez se diseña el proyecto de implantar el catalán como lengua prioritaria, exclusiva, del país, “de manera que las instituciones autonómicas y locales, como también las corporaciones profesionales, académicas y económicas, deben tener el catalán como única lengua de expresión oral y escrita, con exclusión, por tanto, de textos bilingües y sin perjudicar el derecho de opción lingüística del ciudadano. Se establece, por tanto, un criterio de propiedad: la lengua característica del territorio debe ser la lengua propia de las instituciones. Y eso vale para todas las instituciones”.4

Estas elucubraciones del Congreso no pasaron desapercibidas, como prueba el enunciado del artículo 3.1. del Decreto 75/1992 del 9 de marzo, que implanta la inmersión lingüística: “El catalán como lengua propia de Cataluña lo es también de la enseñanza. Se utilizará normalmente como lengua vehicular y de aprendizaje de la educación infantil, de la educación primaria, y la secundaria obligatoria.”

Una de las definiciones más ajustadas de las prestaciones ideológicas de este concepto la podemos hallar en este pasaje del filólogo Albert Branchadell: “el argumento central del discurso oficial de legitimación de la política de normalización lingüística que se aplica en Cataluña es que el catalán es la lengua propia de Cataluña. De esta condición se deriva la existencia de un derecho colectivo de los catalanohablantes a la lengua propia del territorio, derecho que es considerado prioritario con respecto a los derechos individuales de la población castellanohablante.”5

La importancia capital de la lengua propia como superlegitimador ideológico de la política de Normalització Lingüística de la Generalitat no se corresponde a su débil fundamentación teórica, como reconocen sus propios “inventores”, en el sentido de Hobsbawm, del término.6 En el “Manifest per al nou estatut social de la llengua catalana”, más conocido como el “Manifesto de los trescientos cincuenta” (abril 1997) donde se expresa con mayor claridad el punto de vista nacionalista en estos temas se reconoce implícitamente esta debilidad argumental: “habría que dar efectividad al concepto de lengua propia, contraponiéndolo al de lengua oficial”. La lengua propia, el catalán, ha de ser tratada legalmente como la lengua territorial, frente a la otra lengua oficial tras*itoria, el castellano, a la que sólo le corresponden “drets purament individuals” (“derechos puramente individuales”). Se establece una conexión entre propiedad y oficialidad de carácter solipsista: el catalán debería ser la única lengua oficial porque es la única lengua propia del territorio.

La palmaria tautología fue expuesta en sus más crudos términos por uno de los impulsores del Manifiesto, el filósofo Josep M. Terricabras, en una entrevista al semanario El Temps: “Defensem l'oficialitat única perquè si un hom té present que la llengua pròpia és la catalana, trobarà normal que sigui la llengua oficial aquella que és pròpia” [“Defendemos la oficialidad única porque si uno tiene presente que la lengua propia es la catalana, encontrará normal que sea la lengua oficial aquella que es propia.”].7

2 La lengua de los propietarios

Jesús Royo realiza una irónica primera aproximación etimológica a este escurridizo concepto y concluye que debe interpretarse como “la llengua d'una gent determinada, que són els propietaris, la llengua en propietat, un patrimoni per a ús exclusiu” (“la lengua de una gente determinada, que son los propietarios, la lengua en propiedad, un patrimonio para uso exclusivo”). El autor sostiene que “el català no és una llengua pública: té uns propietaris legals” y “un consell d'administració, l'Institut d'Estudis Catalans”.8

Esta contradicción entre el carácter público y privado de la lengua catalana es también tratado por Lluís Flaquer, cuyo ensayo El català, llengua pública o privada? intenta, desde una perspectiva sociológica, abordar este problema. En todo idioma debe distinguirse algo en que coinciden ambos, una doble función “identificativa y comunicativa”. El problema de la lengua catalana reside en su sobredimensión como el signo por excelencia de la identidad nacional: “Les llengues són signes d'identitat dels pobles, i en els nostres Països encara més, perquè la llengua és el vincle de cohesió més clar i el factor de persistència de la nostra comunitat històrica” [“Las lenguas son signos de identidad de los pueblos, y en nuestros Países [Catalanes] todavía más, porque la lengua es el vínculo de cohesión más claro y el factor de persistencia de nuestra comunidad histórica”].9 En el mismo sentido se posiciona Flaquer: “Mentre la majoria del poble de Catalunya cregui que la identitat nacional de Catalunya està indissolublement unida a la llengua i cultura pròpies, és difícil que el nostre país pogués continuar tenint una singularitat col·lectiva si desaparegués el cultiu i conreu de la llengua” [“Mientras la mayoría del pueblo de Cataluña crea que la identidad nacional de Cataluña está indisolublemente ligada a lengua y cultura propias, es difícil que nuestro país pudiese continuar teniendo una singularidad colectiva si desapareciese el cultivo de la lengua”].10

Royo se muestra implacable respecto a esta peligrosa utilización ideológica de la lengua, a esta sobredeterminación identitaria de la lengua catalana: “Aquesta retòrica sobre la llengua té uns continguts bàsicament conservadors: naturalesa, patrimoni, conservar, origens, arrels, terra. Sota aquest punt de mira, la llengua ha estat reivindicada per una certa burgesia com a un element de cohesió nacional: la lluita per la llengua pot actuar d'encobriment de la lluita de classes. La llengua pot actuar com un selector social i equival a un carnet de ciutadania. A l'estranger, els obrers immigrants poden ser explotats impunement perquè no són ciutadans. Aquí, com que no tenim Estat i no repartim DNI, la llengua és un identificador equivalent. Però la finalitat és la mateixa: si no ets del país, no pots aspirar a participar en el poder: tu poses el treball i nosaltres l'administrem”.11 Este mecanismo de “selector social” se revelará clave para comprender la operatividad normativa del concepto de llengua pròpia y ayuda a entender el sentido profundo de declaraciones como las del responsable de la federación de Barcelona del PSC, Antoni Santiburcio, a La Vanguardia: “un viajero nunca podría llegar a ser alcalde de Barcelona”.12

3 Normalizar

La interpretación patrimonialista, identidaria de la lengua, políticamente rentable a corto plazo, resulta muy peligrosa para la vigencia del catalán como lengua viva. La presión ideológica que soporta el catalanoparlante es enorme, su hablar debe estar perfectamente normalizado, limpiado de corrupciones, de impurezas, de castellanismos. En la conversación entre dos catalanes cultos existe la interferencia inconsciente de una tercera persona, esa adolescente rubia llamada Norma que nos recuerda las incorrecciones, los barbarismos, lo que esta mal dicho, y que nos obliga, como catalanes, a preservar la pureza virginal del idioma de nuestros padres.

El catalán, como observa atinadamente Royo, o se habla correctamente o no se habla, no existe el intermedio, un lógico charrupear en catalán, paso previo de todo aprendizaje de un lengua. Esto sería objeto del más completo ridículo, como demuestra la figura cómica de LuisMi (personaje del programa del Jordi LP, “Surti com Surti” de TV3, un andaluz cerrado que chapurrea una especie de cataluz). Esta brutal presión normativa sobre la lengua catalana tiene sin duda efectos devastadores en literatura, Sólo mencionaremos las opiniones de Narcís Comadira: “Escriure en espanyol a Catalunya no és una cosa natural” y su presencia “dificulta la feina del poeta que vol escriure en llengua catalana”.13

Aquí nos interesa resaltar el vector normal-besugo, natural-antinatural en el cual se inscribe el concepto de llengua pròpia. Lo normal es que la lengua propia de Cataluña sea la que se utilice normalmente, por tanto no hablar la lengua propia de Cataluña no es normal; hablar en castellano es una anormalidad que se ha de corregir. La conexión entre lengua propia y normalidad es profunda y debe retenerse como uno de los elementos interpretativos fuertes.

4 Sociología del catalán

En esta cuestión Lluís Flaquer se muestra muy inquieto. Su ensayo, antes citado, se apoya en cien entrevistas en profundidad a barceloneses de todas las edades, sexos, origen social y que, agrupados en función de su lengua vehicular, responden a un cuestionario que gira en torno al uso social del catalán, lo que permite la aparición de un caleidoscopio de los roles sociales y situaciones cotidianas en que se emplea una u otra lengua. “Els usos lingüístics estan fortament tenyits per connotacions de classe. No existeix cap ús social d'una llengua que sigui enterament neutre o innocent”.14

Se pretende realizar una “sociología del lenguaje” y desentramar las relaciones de estos usos sociales con el conjunto de la estructura social. Su diagnostico sobre la salud del catalán es pesimista. Una lengua, para ser realmente el idioma de una nación, debe ser hablada por todas sus clases sociales, aunque cada una de ellas lo hable de un modo distinto; ahora bien, en el caso del catalán, su base social corre el peligro de verse restringida a las clases medias “escapçada [recortada] per les classes altes i baixes” y convertirse en una especie de neo-lengua pequeñoburguesa en peligro de extinción.

Flaquer cree que los esfuerzos de la Generalitat por ampliar la base social del catalán han fracasado, en la medida que su objetivo es conseguir el fenónemo conocido en sociolingüística como la sustitución lingüística; es decir, que los castellanoparlantes dejen su lengua de origen o materna por el catalán en todas sus relaciones institucionales, sociales y personales. Las nuevas generaciones, con sobradas competencias en catalán, no abandonan el castellano como lengua vehicular. Saber catalán resulta una especie de habilidad técnica, como el inglés o la informática, que sirve para favorecer una cierta promoción social, pero que no genera ningún tipo de sentimiento de inclusión en una comunidad afectiva, simbólica, cultural, y que es percibida por amplios sectores de la población como una imposición.

Un mérito de este trabajo reside en detectar la contradicción entre el uso institucional y el uso social del idioma, en la calle y los mass-media. En el primer ámbito, el catalán es la lengua exclusiva o preferente de las instituciones catalanas, mientras que, en el decisivo terreno de lo cotidiano, el castellano no sólo no retrocede, sino que podría ir ganando posiciones. Esta dicotomía en los usos sociales del catalán pone en peligro su estatus de lengua “normal” del país y deviene una perversión específica del modelo lingüístico catalán. Un ejemplo, no citado por Flaquer, bastará para resaltar el peligro de esta escisión. Hablar en castellano, lo que es normal para el 50% de los catalanes en su vida cotidiana, en su casa, en la calle, se convierte las raras veces que sucede en un escándalo político de primer orden en el Parlament de Catalunya, institución imaginaria de la soberanía de la Nación.

Flaquer cree que la política lingüística de la Generalitat sólo es justificable como un caso de “discriminación positiva” después de la represión franquista. Con el tiempo esta justificación se desvanecerá. Así las cosas, al sociólogo sólo le queda el recurso de apelar a la voluntad, a la subjetividad jovenlandesal de los catalanoparlantes. La supervivencia de la lengua es su responsabilidad personal, y no deben delegarla en las campañas institucionales sino que deben deshacerse de la apatía y luchar por la lengua en la vida cotidiana, si no el catalán se hundirá irremisiblemente bajo la potencia de los mass-media de expresión castellana.

5 Los objetivos finales

Casi al mismo tiempo que se publicaba este diagnóstico pesimista, algo teñido de victimismo nacionalista, veía la luz la opera prima de Albert Branchadell: La normalitat improbable. Un libro imprescindible para el que quiera conocer los objetivos últimos de la política de Normalizació Lingüística (NL).

El joven filólogo pretende llegar al fondo de la cuestión en el debate “entre els que sostenen que el català està amenaçat d'extinció i els qui creuen que té la vida assegurada”. Para ello es preciso realizar una clarificación terminológica y doctrinal. El problema esencial no es si “el català desapareixerà o no, sinó més aviat si es normalitzarà o no, amb el benentès que només una normalització completa pot assegurar-li la supervivència”.15

¿Qué quiere decir normalizar? ¿Cuál es el objetivo último de la normalización? Éstas son las cuestiones que el autor se propone dilucidar. Para ello es necesario operar una triple distinción conceptual en torno a los tres objetivos de la normalización: mínimo, débil y fuerte. Los dos primeros aseguran la preeminencia del catalán como “llengua propia de les institucions privades i públiques” y que todos los que lo deseen puedan “viure [vivir] en català”. El tercero “es que a Catalunya tots els ciutadans visquin [vivan] efectivament en català”.

El significado de la vaporosa noción “viure en català” [vivir en catalán] no es explicitado, aunque se intuye que se trata de que se pueda realizar una vida “normal” en el Principado sin tener que toparse ni con prensa, películas, rótulos, carteles, etiquetas en castellano. Branchadell no se arredra ante las consecuencias lógicas de esta elección que “serien la desaparició d'una comunitat lingüística a Catalunya”. La presencia de esta comunidad es “l'aspecte que més s'evita en els debats públics” y “una de les premisses de la política cultural catalana”. Branchadell reconoce que esta comunidad tiene “uns drets lingüístics que s'han de respectar”, para añadir inmediatamente que la meta a alcanzar es una situación en la que “el català fos [fuese] la llengua comuna de la població, en la qual no hi hagués [no hubiese] ciutadans d'expressió castellana, ni per tant drets lingüístics individuals a respectar”. El objetivo de la normalización es, pues, “el monolingüisme català”, y en esto la Generalitat debería hablar claro. Su ambigüedad esta haciendo un daño enorme a los que luchan consecuentemente por el éxito de esta empresa. La solución de Branchadell implica necesariamente “l'assimilació dels grups no catalanoparlants per mitjà [por medio] d'un procés que la sociolingüística anomena [denomina] la substitució lingüística”. La técnica educativa a emplear es la inmersión.

Desde estos presupuestos el filólogo se enfrenta, en la segunda parte del ensayo, a los problemas para conseguir el objetivo normalizador fuerte, que son fundamentalmente la falta de voluntad política explícita del gobierno autonómico y la indiferencia con que el conjunto de la población de Cataluña contempla “el procés de normalització”. Estos escollos son tan formidables, concluye, que la normalización, en el sentido de monolingüe, es altamente improbable. El libro finaliza dejando dos inquietantes preguntas en el aire: “Fins a on volem arribar [hasta dónde queremos llegar] realment? Què estem disposats a fer [dispuestos a hacer] per aconseguir-ho?”.

6 Contra la “llengua pròpia”

Sin embargo, es el mismo Branchadell quien en su segundo ensayo, Liberalisme i Normalització Lingüística, procede a desmontar, desde dentro, el andamiaje ideológico de este concepto. La finalidad del trabajo es conciliar el liberalismo, entendido como la filosofía político-jovenlandesal imperante, con “el sistema lingüístico-escolar vigente” en Cataluña, del que se muestra totalmente partidario.

El problema reside en armonizar esta práctica educativa con las doctrinas de filósofos liberales como J. Rawls, R. Dworkin y W. Kymlicka e indagar si la política de Normalización Lingüística es conciliable con los grandes principios del liberalismo que Branchadell resume en: prioridad jovenlandesal de los individuos (“només els individus són subjectes de dret”), igualdad, autonomía y libertad.

Además, apoyándose en Dworkin, se desmenuza el concepto de “discriminación positiva” para establecer si este se adapta a la NL. La discriminación positiva, por definición interna, es tras*itoria. Se trata de la única excepción admitida por el liberalismo al principio de igualdad. Cuando las condiciones sociales y culturales de ciertos grupos sociales son de partida desiguales, los poderes públicos están obligados a implementar disposiciones normativas para reequilibrar esta posición discriminatoria de partida. Cuando la desigualdad haya desaparecido, también desaparecerán las medidas de discriminación positiva que son siempre tras*itorias. Ahora bien, la política lingüística de la Generalitat no es tras*itoria, sino permanente, no busca reequilibrar la situación desigual de partida del catalán sino el establecimiento definitivo del modelo monolingüe; por tanto, concluye Branchadell, la política de NL no puede ser contemplada como una aplicación específica de este principio liberal.

Branchadell reconstruye los argumentos de los detractores de la política lingüística de la Generalitat ejemplificados por Iván Tubau, Jiménez Losantos, Manuel Jardón, Miguel Platón, el ABC, la Asociación por la Tolerancia y hasta la Real Academia Española”.16 Estos argumentos se resumen en cuatro puntos:
El sistema escolar vigente en Cataluña viola el derecho de elección de la enseñanza en la lengua materna del niño.
La inmersión, desde el punto de vista psicológico y pedagógico, resulta perjudicial para los niños castellanoparlantes.
La finalidad de la inmersión es la asimilación cultural.
Los fundamentos ideológicos de la Normalización Lingüística: el concepto de llengua pròpia, que se apoya en unos supuestos “derechos colectivos” del pueblo catalán son inaceptables según el principio liberal de prioridad jovenlandesal de los individuos y el de igualdad.
Branchadell da la razón a los críticos solo en el primer y cuarto punto.

Respecto a la primera cuestión, el pronunciamiento no puede ser mas claro: “Les persones que trien el primer ensenyament en castellà són objecte d'un tracte desigual que no es pot justificar amb l'argument que la llengua catalana, per la seva situació d'inferioritat social, és objecte de discriminació positiva” (p. 136). [“Las personas que escogen la primera enseñanza en castellano son objeto de un trato desigual que no se puede justificar con el argumento de que la lengua catalana, por su situación de inferioridad social, es objeto de discriminación positiva.”]

En el segundo punto, sobre si la inmersión es perjudicial para los niños, se despachan las opiniones de Maria Pla, catedrática de Didáctica de la Universidad de Barcelona, la de Anna Permanyer, psicóloga infantil, y su colega Juan Miguel Pipó, arguyendo que sus puntos de vista no tienen ningún valor y no demuestran nada porque no están avalados por ningún estudio científico serio.

Segun Pla, “la inmersión es una barbaridad porque destruye el lenguaje afectivo del niño de habla castellana, porque obstaculiza el aprendizaje correcto de las dos lenguas y porque dificulta los conocimientos científicos que se han de obtener a esa edad”. Permanyer: “los niños, en las escuelas con inmersión forzosa de Barcelona han bajado sus coeficientes de RV y RA (razonamiento verbal y abstracto, respectivamente) hasta extremos alarmantes, debido a la obligación del uso del catalán exclusivamente”, observación avalada por Pipó”.17

En torno a esta delicada cuestión los contraargumentos de Branchadell, los estudios científicos reclamados y en los que se apoya para resaltar la inocuidad pedagógica de la inmersión, resultan ser los trabajos de los propios ingenieros de la inmersión, el SEDEC, comandados por Joaquim Arenas: “Els homes i dones del SEDEC formen part d'una petita gran família, i se senten units en el seu paper d'avantguarda en l'extensió de l'ensenyament en català a tots els racons del país, fins i tot els aparentment més hostils des del punt de vista sociolingüístic. Són, des d'aquest punt de vista, la primera línia de batalla del procés de normalització lingüística. En expressió d'un alt responsable de la conselleria: ells són a les trinxeres.18 Sería extraño que los máximos impulsores de un proyecto editasen informes contrarios al núcleo de su política.

El tercer punto, el relativo a que la inmersión es un instrumento para la asimilación cultural de “los de fuera”, Branchadell despliega un ingenioso y muy documentado dispositivo jurídico, digno de mejor causa, para demostrar que los castellanoparlantes no son una minoría lingüística en Cataluña, ni tienen ningún derecho a recibir la enseñanza en su lengua materna (???). Además, Constitución y Estatuto en mano, las leyes obligan a que el sistema de enseñanza asegure el conocimiento de las dos lenguas oficiales de todos los alumnos. Los adversarios de la normalización no deben buscar motivos inconfesables en la inmersión que, en ningún caso, busca la asimilación cultural.

Aquí la crítica a Branchadell se articula en torno a dos ejes: primero, la típica confusión liberal entre formalidad (legalidad) y realidad social; que la ley salvaguarde unos derechos, como por ejemplo al trabajo, a la vivienda, a la enseñanza en lengua materna no quiere decir que los ciudadanos en la realidad social los disfruten efectivamente; segundo, la negación del objetivo asimilacionista de la inmersión se contradice, punto por punto, con sus propias conclusiones de su primer libro, La normalitat improbable, donde, como hemos visto, se plantea el objetivo de la sustitución lingüística y la desaparición de la comunidad castellanoparlante: una descripción notable del proceso asimilador mismo. O Branchadell nos engaña en su primera obra o, ahora, descubriendo que estas tesis lo apartan definitivamente de los principios del liberalismo que reclama, prefiere instalarse en el ejercicio de una especie de doble pensar.

7 El efecto bumerán

La clave de estas contradicciones y el núcleo de su crítica del concepto de llengua pròpia está en su análisis del peligroso proceso de reversibilidad que ha sufrido el uso nacionalista de conceptos como “lengua materna” o “diglosia”19 que, invocados en defensa del catalán, se vuelven en contra de sus defensores. Este efecto bumerán afectara tarde o temprano al concepto de llengua pròpia, con lo cual el pobre discurso ideológico de la Normalización se hundiría; por tanto deben buscarse en otra parte las claves de un discurso alternativo que justifique las prácticas institucionales vigentes.

Si la justificación del actual modelo monolingüe en enseñanza es que los niños catalanoparlantes aprendan en su lengua materna, un derecho humano reconocido por la ONU y la UNESCO, ¿por que los niños castellanoparlantes no han de disfrutar de estos mismos derechos?

Si el catalán sufrió un deliberado proceso de diglosia, para hacerlo desaparecer como lengua culta, si se intentó la sustitución lingüística, ¿no está sucediendo lo mismo con el castellano en todas las áreas de competencia de la Generalitat?

No es menos cierto que desde muchos sectores, desde el PP y el PSC hasta el mismo Àngel Colom, están reclamando para el castellano el estatuto de lengua propia de Cataluña, cosa que de aceptarse “acabaria amb el (poc) discurs ideològic que justifica la normalització del català”.

Frente a estas difíciles interrogaciones, Branchadell propone abandonar el paisaje conceptual nacionalista y, en particular, rechazar el concepto de llengua pròpia. La fundamentación ideológica de la NL debe efectuarse desde otro horizonte teórico que permita la conciliación con los grandes principios éticos del liberalismo.

“El català no s'ha de normalitzar perquè sigui el nervi de la nació, sinó perquè és la llengua de l'individu, el motor de la normalització no hauria de ser la reconstrucció nacional (ni cap fita [ni ningún hito] patriòtica), sinó la protecció dels drets individuals dels catalans”. El discurso debe reorientarse y la justificación de la NL ha de ser la consideración de los catalanoparlantes como una “minoría lingüística” dentro de España. Esta tesis se concilia perfectamente con el liberalismo y se ajusta a los criterios de la ONU y de la UNESCO. Además, esta argumentación permite un margen de maniobra política e ideológica suplementaria, para que si alguna vez gobiernan en la Generalitat fuerzas no nacionalistas no se modifique por ello 1a actual política lingüística. El concepto de llengua pròpia o territorial es difícilmente aceptable para los no nacionalistas.20

Ahora bien, la propuesta de Branchadell no consigue resolver algunas de las cuestiones fundamentales por el mismo planteadas. Según el autor, los castellanoparlantes en Cataluña no dispondrían de estos derechos porque formarían parte de un Estado y de una comunidad lingüística mayoritaria. Sólo si Cataluña fuese independiente, con un Estado propio, podrían los castellanoparlantes constituirse en minoría lingüística y reclamar sus derechos. Sin embargo, Branchadell reconoce que los alumnos que eligen la educación en castellano, y que han de pasar por el humillante trámite de la “enseñanza personalizada”, padecen una situación de flagrante desigualdad que no es conciliable de ninguna manera con los principios liberales. Ni siquiera el modelo de Quebec es tan riguroso pues, aunque la única lengua oficial del territorio es el francés, la minoría anglófona (apenas 20% de la población) tiene el derecho a recibir la enseñanza en su lengua materna.

8 Un modelo lingüístico democrático

El concepto de lengua propia, superlegimitador ideológico de la política lingüístico-educativa vigente, no posee, desde el punto de vista de un análisis teórico mínimamente riguroso, ninguna fundamentación racional. De ahí la importancia del aviso de Branchadell: si se quiere justificar una política lingüística que vulnera los derechos de la mitad de la población del territorio, debe hallarse una justificación más sofisticada que el recurso al extraño concepto de llengua pròpia, que además resulta incompatible con los principios de la minima jovenlandesalia liberal.

Las derivaciones ideológicas más palmarias de este concepto, como observa Jesús Royo, son muy peligrosas. Su certera traducción como la lengua de los propietarios del territorio se une a su uso como selector social. Las diferencias sociales son subrayadas por la lengua, que se constituye en una barrera cultural para la participación de la clase obrera en la vida pública, que queda reservada a los que hablan catalán. Si en la época de la gran emigración de los años 1960 se acuñó la consigna: “catalán es el que vive y trabaja en Cataluña”, una curiosa fórmula que deriva de la situación laboral, la ciudadanía plena, las altas tasas de paro y precariedad laboral actuales la han invalidado, pues ¿qué pasa con el que reside pero no encuentra trabajo en Cataluña? Quizás para sortear este escollo, y también para reservar ciertos puestos de trabajo para las clases medias autóctonas, parece querer imponerse la siguiente máxima: “catalán es el que habla catalán”.

Ahora, con una enseñanza exclusivamente en catalán, no sirven las excusas del franquismo y quien no lo habla es porque no le da la gana. La situación social en el Principado, como mostró el sociólogo James Petras en su trabajo sobre el mercado laboral español”21 realizado en el cinturón industrial de Barcelona, que presenta “los niveles de desempleo y paro juvenil más altos de Europa occidental y Norteamerica”, es el telón de fondo donde se desarrolla la normalización. Si a esto le unimos el elevado porcentaje de fracaso escolar que alcanza, en estos barrios, a mas del 30% de sus habitantes, se configura un escenario de exclusión social en el que la lengua propia aporta el ingrediente de la segregación cultural y alimenta un efecto perverso: los jóvenes desempleados de los barrios de la emigración, nacidos en Cataluña, se aferran a su lengua como uno de los pocos signos de identidad y, de hecho, practican una resistencia sorda y tenaz frente a la política asimilacionista de la Generalitat.

Para las clases medias autóctonas, la función de la lengua propia como signo superidentidario de la Nación les sumerge en un universo ideológico extremadamente conservador que a veces recuerda a los defensores de la nobleza de sangre (aquí de apellidos), anterior a la Revolución Francesa, que ciertos ideólogos del nacionalismo empiezan a ver como el origen de todos los males. Además proporciona un elemento de “radicalidad” en torno al objetivo de la independencia política, que ejerce sobre la pequeña burguesía una enorme fascinación, separando a estos estratos de cualquier alianza con la clase obrera, como ocurrió con el PSUC, pues ahora estos sectores son considerados por el nacionalismo como una especie de quintacolumna del españolismo.

¿Cuánto tiempo podrá ser silenciado el carácter irracional y reaccionario del concepto de llengua pròpia, único legitimador de la política lingüística en vigor? No será un efecto inmediato, sino más bien retardado que, lenta pero inexorablemente, hará imposible sostener en un debate racional el discurso normalizador que soporta las prácticas institucionales monolingües.

El problema que queda por resolver es plantear un modelo lingüístico democrático que salvaguarde los derechos de todos los ciudadanos de Cataluña en un plano de igualdad. Quizás la clave nos la proporcionen las declaraciones de la ONU y de la UNESCO sobre el derecho a recibir la enseñanza en la lengua materna y a emplearla normalmente sin “preferencias” en todas las relaciones publicas y privadas, allí donde existe una minoría lingüística demográficamente significativa. Quizás la experiencia de la política lingüística de la II República española, que quería asegurar una especie de bilingüismo simétrico, cuando el 80% de la población del Principado hablaba catalán, nos pueda proporcionar valiosas indicaciones para construir este modelo.

Copyright © 1998-2006 Antonio Santamaría
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