N.R
Cuñado nija
La Revolución fue un periodo sangriento, de persecución en el que se ejecutaron a miles de personas, en algunos casos únicamente bastaba que fueras un hijo de una familia adinerada para ser guillotinado, un periodo de persecución y anticlericalismo.
La toma de la Bastilla fue su partida de nacimiento, escrita con la sangre de sus primeras víctimas: el marqués Jourdan de Launay, gobernador de la antigua fortaleza-prisión, y la guarnición de inválidos, que fueron masacrados a traición ese 14 de julio de 1789, lo mismo que el preboste municipal Jacques de Flesselles.
Pocos días después seguían el intendente Bertier de Sauvigny y su suegro Foulon de Doué, asesinados y horriblemente mutilados en París, mientras en provincias se desataba la Grande Peur (el Gran Miedo), fruto de una campaña propagandística originada en los clubes de la capital, según la cual existía un supuesto complot aristocrático para privar de abastecimientos al pueblo mediante bandidos a sueldo (brigands).
También se habló de connivencia de los señores con los ingleses, a los que se decía que querían hacer desembarcar en Francia para invadirla. Obviamente no se trataba más que de burdas especies encaminadas a justificar la abolición del feudalismo, pero que dejaron su reguero de muertos y de pillaje. Las jornadas del 5 y 6 de octubre, durante las que peligró la vida de la Familia Real (y especialmente de la Reina), tuvo también su trágico saldo: el de los guardias del cuerpo, que cayeron ultimados por defender a Luis XVI sin haber podido responder al ataque de la turba por habérselo prohibido el Rey (que no quería verter la sangre de su pueblo).
Así se perpetró la matanza de la Vendée
Uno de los personajes más siniestros y detestables de la Revolución es Bertrand Barère de Vieuzac (1755-1841), oportunista político y chaquetero capaz de competir en doblez con Talleyrand, pero sin su señorío e indudable elegancia (que le venían de haber experimentado la douceur de vivre del Antiguo Régimen). Procedente de la abogacía (como muchos otros revolucionarios), Barère se hizo con el poder en 1792 como presidente de la Convención. Desde ese puesto se convirtió en el gran organizador y el alma del Terror. Para desgracia de Luis XVI, fue él quien impulsó la iniciativa de juzgar al Rey y condenarlo a fin.
Pero su execrable memoria quedará especialmente vinculada a dos hechos de especial inhumanidad, que marcan los puntos culminantes del terrorismo revolucionario: la profanación de las tumbas reales de Saint-Denis y la masacre de inocentes de La Vendée durante el paso de las columnas infernales entre enero y mayo de 1794.
En la Francia de 1793, bajo la República que decía abominar de la tiranía, Barère promovió, en un inflamado discurso, una ley por la que se ordenaba la destrucción de las sepulturas de los dinastas que habían gobernado Francia desde la época merovingia y que se hallaban en la cripta de la basílica de Saint-Denis, fundada en el siglo VII por el rey Dagoberto (cuyo monumento sepulcral fue, por cierto, el primero en sucumbir a los martillazos de los iconoclastas jacobinos). Los enterramientos fueron despojados de sus ornatos y vaciados de sus restos mortuorios, que fueron objeto de vejaciones antes de ir a parar a las fosas comunes que el repruebo y el fanatismo igualitarista habían cavado para ellos.
El último tabú que las civilizaciones de la Antigüedad no se habían atrevido a desafiar, respetuosas del tranquilo reposo de los difuntos, era roto por la que pretendía ser una nueva civilización basada en la razón y la tolerancia.
El pueblo se había sublevado a la noticia de la fin del que nunca dejaron de considerar su soberano y padre. La región de La Vendée se alzó en armas contra una Revolución que se había atrevido a alzar su mano para abatir una cabeza consagrada, que era la del hijo de San Luis.
La resistencia iba creciendo y constituía un duro mentís a la obra nefanda de los “amigos de la humanidad”. Desde París, Barère animó a la represión sangrienta e implacable de los vandeanos con un discurso incendiario pleno de repruebo, en el cual exhortaba a su destrucción.
Fruto del mismo fue el decreto del 1º de agosto de 1793, que comenzaría a ser aplicado en enero del año siguiente mediante la acción de unas expediciones punitivas organizadas por el mismo Barère y que tomaron el nombre significativo de columnas infernales. Éstas saquearon todo a su paso, incendiando los bosques de La Vendée para hacer replegarse a los rebeldes y poder emboscarlos.
En muchos casos dichas columnas entraban en los pueblos y no sólo pillaban, violaban e incendiaban, sino que también mataban a los habitantes (en su mayoría ancianos, mujeres y niños, pues los hombres se hallaban ausentes haciendo la guerrilla) a punta de bayonetazos (para no gastar pólvora) y al ganado.
Los cálculos más conservadores dan la cifra de 20.000 a 40.000 muertos como efecto del genocidio vandeano por obra de los terroristas revolucionarios, aunque hay quien eleva la cifra a 200.000. Más de cien localidades fueron arrasadas, pero sin duda el episodio más lacerante lo constituye la matanza de Lucs-sur-Boulogne.
El 28 de febrero de 1794, este pueblecito de la región del Loira iba a ser embestido por las columnas infernales de los generales Cordellier y Crouzat, cuando las interceptó la guerrilla de Charrette, el Rey de la Vendée, infligiéndoles un duro golpe y obligándolas a huir. Sin embargo, el lugarteniente de una de ellas, Martincourt, decidió volver sobre sus pasos para tomar represalias.
Al entrar los republicanos en Lucs-sur-Boulogne, se encontraron con una población desguarnecida, a la que obligaron a entrar en la iglesia parroquial para encerrarla. Al no caber todos, los que quedaron fuera del recinto fueron masacrados a punta de bayoneta, mientras se cerraban las puertas de la iglesia con el grueso de los habitantes dentro, los cuales perecieron al prender fuego a aquélla los invasores.
Murieron 564 personas, de las cuales 109 eran niños por debajo de los 7 años, cuyos nombres ha conservado la Historia, formando una dolorosa y larga letanía que suena tristemente clamando venganza al cielo. Este pueblo mártir es el testimonio de un genocidio que pocos recuerdan, de un crimen de lesa humanidad cometido por los terroristas revolucionarios, por los violentos que se decían demócratas.
La toma de la Bastilla fue su partida de nacimiento, escrita con la sangre de sus primeras víctimas: el marqués Jourdan de Launay, gobernador de la antigua fortaleza-prisión, y la guarnición de inválidos, que fueron masacrados a traición ese 14 de julio de 1789, lo mismo que el preboste municipal Jacques de Flesselles.
Pocos días después seguían el intendente Bertier de Sauvigny y su suegro Foulon de Doué, asesinados y horriblemente mutilados en París, mientras en provincias se desataba la Grande Peur (el Gran Miedo), fruto de una campaña propagandística originada en los clubes de la capital, según la cual existía un supuesto complot aristocrático para privar de abastecimientos al pueblo mediante bandidos a sueldo (brigands).
También se habló de connivencia de los señores con los ingleses, a los que se decía que querían hacer desembarcar en Francia para invadirla. Obviamente no se trataba más que de burdas especies encaminadas a justificar la abolición del feudalismo, pero que dejaron su reguero de muertos y de pillaje. Las jornadas del 5 y 6 de octubre, durante las que peligró la vida de la Familia Real (y especialmente de la Reina), tuvo también su trágico saldo: el de los guardias del cuerpo, que cayeron ultimados por defender a Luis XVI sin haber podido responder al ataque de la turba por habérselo prohibido el Rey (que no quería verter la sangre de su pueblo).
Así se perpetró la matanza de la Vendée
Uno de los personajes más siniestros y detestables de la Revolución es Bertrand Barère de Vieuzac (1755-1841), oportunista político y chaquetero capaz de competir en doblez con Talleyrand, pero sin su señorío e indudable elegancia (que le venían de haber experimentado la douceur de vivre del Antiguo Régimen). Procedente de la abogacía (como muchos otros revolucionarios), Barère se hizo con el poder en 1792 como presidente de la Convención. Desde ese puesto se convirtió en el gran organizador y el alma del Terror. Para desgracia de Luis XVI, fue él quien impulsó la iniciativa de juzgar al Rey y condenarlo a fin.
Pero su execrable memoria quedará especialmente vinculada a dos hechos de especial inhumanidad, que marcan los puntos culminantes del terrorismo revolucionario: la profanación de las tumbas reales de Saint-Denis y la masacre de inocentes de La Vendée durante el paso de las columnas infernales entre enero y mayo de 1794.
En la Francia de 1793, bajo la República que decía abominar de la tiranía, Barère promovió, en un inflamado discurso, una ley por la que se ordenaba la destrucción de las sepulturas de los dinastas que habían gobernado Francia desde la época merovingia y que se hallaban en la cripta de la basílica de Saint-Denis, fundada en el siglo VII por el rey Dagoberto (cuyo monumento sepulcral fue, por cierto, el primero en sucumbir a los martillazos de los iconoclastas jacobinos). Los enterramientos fueron despojados de sus ornatos y vaciados de sus restos mortuorios, que fueron objeto de vejaciones antes de ir a parar a las fosas comunes que el repruebo y el fanatismo igualitarista habían cavado para ellos.
El último tabú que las civilizaciones de la Antigüedad no se habían atrevido a desafiar, respetuosas del tranquilo reposo de los difuntos, era roto por la que pretendía ser una nueva civilización basada en la razón y la tolerancia.
El pueblo se había sublevado a la noticia de la fin del que nunca dejaron de considerar su soberano y padre. La región de La Vendée se alzó en armas contra una Revolución que se había atrevido a alzar su mano para abatir una cabeza consagrada, que era la del hijo de San Luis.
La resistencia iba creciendo y constituía un duro mentís a la obra nefanda de los “amigos de la humanidad”. Desde París, Barère animó a la represión sangrienta e implacable de los vandeanos con un discurso incendiario pleno de repruebo, en el cual exhortaba a su destrucción.
Fruto del mismo fue el decreto del 1º de agosto de 1793, que comenzaría a ser aplicado en enero del año siguiente mediante la acción de unas expediciones punitivas organizadas por el mismo Barère y que tomaron el nombre significativo de columnas infernales. Éstas saquearon todo a su paso, incendiando los bosques de La Vendée para hacer replegarse a los rebeldes y poder emboscarlos.
En muchos casos dichas columnas entraban en los pueblos y no sólo pillaban, violaban e incendiaban, sino que también mataban a los habitantes (en su mayoría ancianos, mujeres y niños, pues los hombres se hallaban ausentes haciendo la guerrilla) a punta de bayonetazos (para no gastar pólvora) y al ganado.
Los cálculos más conservadores dan la cifra de 20.000 a 40.000 muertos como efecto del genocidio vandeano por obra de los terroristas revolucionarios, aunque hay quien eleva la cifra a 200.000. Más de cien localidades fueron arrasadas, pero sin duda el episodio más lacerante lo constituye la matanza de Lucs-sur-Boulogne.
El 28 de febrero de 1794, este pueblecito de la región del Loira iba a ser embestido por las columnas infernales de los generales Cordellier y Crouzat, cuando las interceptó la guerrilla de Charrette, el Rey de la Vendée, infligiéndoles un duro golpe y obligándolas a huir. Sin embargo, el lugarteniente de una de ellas, Martincourt, decidió volver sobre sus pasos para tomar represalias.
Al entrar los republicanos en Lucs-sur-Boulogne, se encontraron con una población desguarnecida, a la que obligaron a entrar en la iglesia parroquial para encerrarla. Al no caber todos, los que quedaron fuera del recinto fueron masacrados a punta de bayoneta, mientras se cerraban las puertas de la iglesia con el grueso de los habitantes dentro, los cuales perecieron al prender fuego a aquélla los invasores.
Murieron 564 personas, de las cuales 109 eran niños por debajo de los 7 años, cuyos nombres ha conservado la Historia, formando una dolorosa y larga letanía que suena tristemente clamando venganza al cielo. Este pueblo mártir es el testimonio de un genocidio que pocos recuerdan, de un crimen de lesa humanidad cometido por los terroristas revolucionarios, por los violentos que se decían demócratas.