Shanchito
Himbersor
- Desde
- 21 Abr 2014
- Mensajes
- 2.430
- Reputación
- 5.387
La sangrienta persecución de católicos en Inglaterra: la historia de terror que empequeñece a la Inquisición
La represión religiosa contra cristianos provocó en Inglaterra más muertos que en España, donde «murieron acusados de herejía menos personas que en cualquier país de Europa»
CÉSAR CERVERA - C_Cervera_M
La sangrienta persecución de católicos en Inglaterra: la historia de terror que empequeñece a la Inquisición
La Inquisición española permanece hoy como el máximo exponente de la intolerancia religiosa en el imaginario popular. La leyenda de color, cuyos cimientos dieron forma la propaganda holandesa e inglesa, ha contribuido mucho a afianzar esta idea, escondiendo bajo el altillo los datos que demuestran que la persecución religiosa durante los siglos XVI y XVII en el resto de Europa alcanzó cifras aterradoras. Cuando se dice que la Inquisición era uno de los tribunales europeos que ofrecían más garantías procesales, muy por encima de la justicia civil, significa literalmente que en algunos países la intolerancia se ejerció sin frenos ni cortapisas legales.
Isabel I era el fruto de un matrimonio que había iniciado un cisma en la Iglesia, lo que la convertía en una bastarda en caso de que se malograra la causa anglicanaLa quema de católicos orquestada por Calvino (solo en Ginebra mandó ejecutar al 5% de la población en 20 años), la persecución de brujas en Alemania, la guerra civil vivida en Francia… todos los reinos del periodo protagonizaron ejemplos de barbarie de todo tipo. Pero lo que hizo especialmente llamativo el caso inglés en los reinados de Enrique VIII e Isabel Tudor es que del éxito de liquidar el catolicismo dependía de forma directa la supervivencia de la Monarquía. Isabel I era el fruto de un matrimonio que había iniciado un cisma en la Iglesia, el de Enrique VIII y Ana Bolena, lo que la convertía en una bastarda en caso de que se malograra la causa anglicana.
La Reina Virgen no escatimó en violencia para mantenerse en el poder y reducir a cenizas el resurgimiento del catolicismo que Felipe II y su esposa inglesa, María Tudor, soñaron a mediados del siglo XVI.
Un baño de sangre por la intolerancia religiosa
Enrique VIII inició la persecución de católicos en 1534 con el Acta de Supremacía, que le proclamaba a él jefe absoluto de la Iglesia de Inglaterra y declaraba traidores a cualquiera que simpatizara con el Papa de Roma. Una larga lista de altos cargos de la Iglesia rechazaron este acta y fueron correspondientemente ejecutados, entre ellos Tomás jovenlandés y el obispo Juan Fisher. Todas las propiedades de la Iglesia pasaron a manos reales.
En 1535, en plena ola de represión fueron descuartizados los monjes de la Cartuja de Londres con su prior, John Houghton, a la cabeza. Fueron ahorcados y mutilados en la tristemente célebre plaza de Tyburn, a modo de ejemplo contra una orden caracterizada por su austeridad y sencillez. El balance fue de 18 hombres, todos los cuales han sido reconocidos oficialmente por la Iglesia Católica como verdaderos mártires. Asimismo, el fracaso de una rebelión católica contra el Rey se saldó en 1537 con la condena a fin de otras 216 personas, 6 abades, 38 monjes y 16 sacerdotes.
El sufrimiento cambió un tiempo de bando con la llegada al trono de María Tudor una vez fallecido su único hermano varón, Eduardo VI. La «reina sanguinaria» nunca olvidaría que con el divorcio de sus padres, en 1533, tuvo que renunciar al título de princesa y que, un año después, una ley del Parlamento inglés la despojó de la sucesión en favor de la princesa Isabel. Bajo el reinado de María y su marido Felipe II de España, se ejecutaron a casi a 300 hombres y mujeres por herejía entre febrero de 1555 y noviembre de 1558. Muchos de aquellos perseguidos estuvieron involucrados en la traumática infancia de María, empezando por Thomas Cranmer, quien siendo arzobispo de Canterbury autorizó el divorcio de Enrique VIII y Catalina de Aragón.
La prematura fin de María llevó al poder a su hermana Isabel en 1558. La esposa de Felipe II designó heredera en su testamento a su hermana con la esperanza de que abandonase el protestantismo, sin sospechar que aquello iba a suponer el golpe de gracia al catolicismo en las Islas británicas. En poco tiempo Isabel revirtió todos los esfuerzos del anterior reinado y se lanzó a una caza de católicos a lo largo de todo el país. Como explica María Elvira Roca Barea en su libro «Imperiofobia y leyenda de color» (Siruela), las persecuciones de católicos ingleses provocaron 1.000 muertos, entre religiosos y seglares, en contraste con lo ocurrido en España, donde «murieron acusados de herejía menos personas que en cualquier país de Europa».
El sistema de denuncias vecinales inglés
El reinado de Isabel I comenzó restableciendo el Acta de Supremacía, que designaba obligatoria la asistencia a los servicios religiosos del nuevo culto. En caso de faltar, las sanciones iban desde los latigazos a la fin. El Estado, no vano, promocionaba un sistema de delaciones por el que aquellos que no denunciaban a sus vecinos podían acabar en la guandoca. El objetivo no solo eran los católicos, sino también los calvinistas, cuáqueros, baptistas, congregacionistas, luteranos, menoninatos y otros grupos religiosos que, en la mayor parte de los casos, se vieron obligados a huir a América. Solo en tiempos de Carlos II de Estuardo más de 13.000 cuáqueros fueron encarcelados y sus bienes expropiados por la Corona.
En 1585, el Parlamento dio un plazo de 40 días para que los sacerdotes católicos abandonaran el país bajo amenaza de fin y se prohibió la misa incluso de forma privada. No obstante, la represión aumentó con el fracaso de la Gran Armada de Felipe II en 1588 y el sistema de delación alcanzó niveles «que nunca soñó la inquisición». Como apunta Roca Barea, el sistema de espionaje vecinal permitió un estricto control individual y de los movimientos y viajes de conocidos, parientes y viajeros. La represión logró borrar definitivamente de Inglaterra el catolicismo en cuestión de diez años.
Toda una serie de supuestos complots católicos, siempre confusos y basados en rumores, justificaron que la Corona recrudeciera la represión de forma periódica. El gran incendio de Londres de 1666 fue achacado a los católicos y desencadenó una nueva persecución. Entre 1678 y 1681 una supuesta conjura católica atribuida a Titus Oates dio lugar a otras feroces cazas.
En paralelo a estos sucesos, Irlanda empleó el catolicismo como forma de resistencia al dominio inglés. La religión solo era un factor más en la guerra por mantener a Inglaterra a una distancia prudencial, pero elevó la violencia y el repruebo hasta convertir el conflicto en un baño de sangre. Se calcula que un tercio de la población irlandesa sufrió las consecuencias mortales de que Irlanda se implicara en la guerra civil de 1636 entre monárquicos y republicanos ingleses. Oliver Cromwell no tuvo nunca piedad con los rebeldes irlandeses vinculados al catolicismo, confesión hacía la que sentía cierta aversión personal.
La represión religiosa contra cristianos provocó en Inglaterra más muertos que en España, donde «murieron acusados de herejía menos personas que en cualquier país de Europa»
CÉSAR CERVERA - C_Cervera_M
La sangrienta persecución de católicos en Inglaterra: la historia de terror que empequeñece a la Inquisición
La Inquisición española permanece hoy como el máximo exponente de la intolerancia religiosa en el imaginario popular. La leyenda de color, cuyos cimientos dieron forma la propaganda holandesa e inglesa, ha contribuido mucho a afianzar esta idea, escondiendo bajo el altillo los datos que demuestran que la persecución religiosa durante los siglos XVI y XVII en el resto de Europa alcanzó cifras aterradoras. Cuando se dice que la Inquisición era uno de los tribunales europeos que ofrecían más garantías procesales, muy por encima de la justicia civil, significa literalmente que en algunos países la intolerancia se ejerció sin frenos ni cortapisas legales.
Isabel I era el fruto de un matrimonio que había iniciado un cisma en la Iglesia, lo que la convertía en una bastarda en caso de que se malograra la causa anglicanaLa quema de católicos orquestada por Calvino (solo en Ginebra mandó ejecutar al 5% de la población en 20 años), la persecución de brujas en Alemania, la guerra civil vivida en Francia… todos los reinos del periodo protagonizaron ejemplos de barbarie de todo tipo. Pero lo que hizo especialmente llamativo el caso inglés en los reinados de Enrique VIII e Isabel Tudor es que del éxito de liquidar el catolicismo dependía de forma directa la supervivencia de la Monarquía. Isabel I era el fruto de un matrimonio que había iniciado un cisma en la Iglesia, el de Enrique VIII y Ana Bolena, lo que la convertía en una bastarda en caso de que se malograra la causa anglicana.
La Reina Virgen no escatimó en violencia para mantenerse en el poder y reducir a cenizas el resurgimiento del catolicismo que Felipe II y su esposa inglesa, María Tudor, soñaron a mediados del siglo XVI.
Un baño de sangre por la intolerancia religiosa
Enrique VIII inició la persecución de católicos en 1534 con el Acta de Supremacía, que le proclamaba a él jefe absoluto de la Iglesia de Inglaterra y declaraba traidores a cualquiera que simpatizara con el Papa de Roma. Una larga lista de altos cargos de la Iglesia rechazaron este acta y fueron correspondientemente ejecutados, entre ellos Tomás jovenlandés y el obispo Juan Fisher. Todas las propiedades de la Iglesia pasaron a manos reales.
En 1535, en plena ola de represión fueron descuartizados los monjes de la Cartuja de Londres con su prior, John Houghton, a la cabeza. Fueron ahorcados y mutilados en la tristemente célebre plaza de Tyburn, a modo de ejemplo contra una orden caracterizada por su austeridad y sencillez. El balance fue de 18 hombres, todos los cuales han sido reconocidos oficialmente por la Iglesia Católica como verdaderos mártires. Asimismo, el fracaso de una rebelión católica contra el Rey se saldó en 1537 con la condena a fin de otras 216 personas, 6 abades, 38 monjes y 16 sacerdotes.
El sufrimiento cambió un tiempo de bando con la llegada al trono de María Tudor una vez fallecido su único hermano varón, Eduardo VI. La «reina sanguinaria» nunca olvidaría que con el divorcio de sus padres, en 1533, tuvo que renunciar al título de princesa y que, un año después, una ley del Parlamento inglés la despojó de la sucesión en favor de la princesa Isabel. Bajo el reinado de María y su marido Felipe II de España, se ejecutaron a casi a 300 hombres y mujeres por herejía entre febrero de 1555 y noviembre de 1558. Muchos de aquellos perseguidos estuvieron involucrados en la traumática infancia de María, empezando por Thomas Cranmer, quien siendo arzobispo de Canterbury autorizó el divorcio de Enrique VIII y Catalina de Aragón.
La prematura fin de María llevó al poder a su hermana Isabel en 1558. La esposa de Felipe II designó heredera en su testamento a su hermana con la esperanza de que abandonase el protestantismo, sin sospechar que aquello iba a suponer el golpe de gracia al catolicismo en las Islas británicas. En poco tiempo Isabel revirtió todos los esfuerzos del anterior reinado y se lanzó a una caza de católicos a lo largo de todo el país. Como explica María Elvira Roca Barea en su libro «Imperiofobia y leyenda de color» (Siruela), las persecuciones de católicos ingleses provocaron 1.000 muertos, entre religiosos y seglares, en contraste con lo ocurrido en España, donde «murieron acusados de herejía menos personas que en cualquier país de Europa».
El sistema de denuncias vecinales inglés
El reinado de Isabel I comenzó restableciendo el Acta de Supremacía, que designaba obligatoria la asistencia a los servicios religiosos del nuevo culto. En caso de faltar, las sanciones iban desde los latigazos a la fin. El Estado, no vano, promocionaba un sistema de delaciones por el que aquellos que no denunciaban a sus vecinos podían acabar en la guandoca. El objetivo no solo eran los católicos, sino también los calvinistas, cuáqueros, baptistas, congregacionistas, luteranos, menoninatos y otros grupos religiosos que, en la mayor parte de los casos, se vieron obligados a huir a América. Solo en tiempos de Carlos II de Estuardo más de 13.000 cuáqueros fueron encarcelados y sus bienes expropiados por la Corona.
En 1585, el Parlamento dio un plazo de 40 días para que los sacerdotes católicos abandonaran el país bajo amenaza de fin y se prohibió la misa incluso de forma privada. No obstante, la represión aumentó con el fracaso de la Gran Armada de Felipe II en 1588 y el sistema de delación alcanzó niveles «que nunca soñó la inquisición». Como apunta Roca Barea, el sistema de espionaje vecinal permitió un estricto control individual y de los movimientos y viajes de conocidos, parientes y viajeros. La represión logró borrar definitivamente de Inglaterra el catolicismo en cuestión de diez años.
Toda una serie de supuestos complots católicos, siempre confusos y basados en rumores, justificaron que la Corona recrudeciera la represión de forma periódica. El gran incendio de Londres de 1666 fue achacado a los católicos y desencadenó una nueva persecución. Entre 1678 y 1681 una supuesta conjura católica atribuida a Titus Oates dio lugar a otras feroces cazas.
En paralelo a estos sucesos, Irlanda empleó el catolicismo como forma de resistencia al dominio inglés. La religión solo era un factor más en la guerra por mantener a Inglaterra a una distancia prudencial, pero elevó la violencia y el repruebo hasta convertir el conflicto en un baño de sangre. Se calcula que un tercio de la población irlandesa sufrió las consecuencias mortales de que Irlanda se implicara en la guerra civil de 1636 entre monárquicos y republicanos ingleses. Oliver Cromwell no tuvo nunca piedad con los rebeldes irlandeses vinculados al catolicismo, confesión hacía la que sentía cierta aversión personal.