MonteKarmelo
Madmaxista
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Raúl se ríe, casi para sus adentros. Acaba de hacer una broma sobre los políticos y las formas en que se hacen ricos, que celebra exhibiendo una mueca irónica. Raúl es de esas personas que siguen la actualidad, que leen la prensa todos los días (sobre todo la digital) y que disfrutan escuchando las tertulias radiofónicas. Posee titulación universitaria, y a pesar de que no es un gran lector (“no tengo mucho tiempo”) tiene un conocimiento apreciable de las ideas que se manejan en nuestra época. Raúl es un pequeño empresario a punto de cumplir los cuarenta para el que la política se ha convertido en algo muy molesto. Ninguno de quienes le acompañan en ese momento, dos amigos con los que se encuentra con cierta frecuencia, está en desacuerdo. En realidad, pocas cosas dan tan por descontadas como el perjuicio que la clase política está causando a España. La explicación que encuentran acerca de nuestros males gira inevitablemente alrededor de la nefasta actuación de los dirigentes públicos y todos están de acuerdo en que bastaría con que actuaran con honestidad y sensatez e hicieran “lo que tienen que hacer” para que España regresara a la onda que nunca debió dejar atrás.
Es paradójico, porque gente alejada del espectro ideológico en el que se mueven Raúl y sus amigos posee una comprensión muy similar de la situación. Muchas de las personas que poblaron la manifestación del 25S entendían que el problema real estaba unos pocos metros más allá de las vallas que protegía la policía, en el hemiciclo de ese Congreso parapetado tras la fuerzas públicas. Alberto estuvo allí, y regresó en algunas de las convocatorias posteriores. Me cuenta que la violencia se está magnificando, y que la realidad no está en las carreras tras los manifestantes, sino en los rostros de esos políticos que tenían que protegerse tras las porras de la policía. Se han forjado un mundo aparte, en el que viven muy cómodos con el dinero público que se meten en el bolsillo. Para Alberto, vivimos en un mundo lleno de posibilidades en el que las nuevas tecnologías pueden ayudarnos a desarrollar una democracia mucho más participativa, donde la gente de verdad decida sobre su destino. Pero, para eso, ha de desmontarse un sistema cuyos protagonistas se resisten a perder el chollo, a bajarse de un carro en el que están muy cómodos.
Lo llamativo, sin embargo, no es tanto hasta qué punto en un contexto de crisis una mayoría de la población comienza a distanciarse de quienes mandan, sino cómo las mismas élites económicas se están separando de los políticos. Lo que uno y otro, un pequeño empresario y un funcionario señalan, contiene sustancialmente la misma tesis que defendía el ex Merryl Lynch César Molinas en su recientes y provocador artículo sobre las élites extractivas. Ellos fueron quienes crearon la crisis, ya que sólo pensaron en hacerse ricos (o “detraer rentas en su beneficio”, lo prototípico de las clases extractivas), y tampoco podemos confiar en ellos para que nos saquen de esta, porque únicamente están pendientes de su autoconservación y son alérgicos a todo lo que suena a innovación, a progreso y a cambio, ya sea en lo político o en lo económico.
Sin embargo, esta postura tiene algo de inesperado. En época de crisis, el deterioro de la imagen pública de quienes gobiernan se da por descontado: un grado significativo de descontento popular, articulado a través de protestas en las calles y de un rechazo cotidiano, se entiende parte del panorama. Pero que ese mismo desprecio aparezca entre las élites económicas, cuyos mecanismos de comunicación con el poder político suelen ser fluidos, sí introduce un elemento peculiar. En estos momentos complicados parece que los sectores financieros podrían ser, si no aliados fieles, al menos amigos de conveniencia. Y el movimiento ha sido el inverso, ya que el recelo respecto de los profesionales de la política ha arraigado especialmente de ese entorno. La rapidez con que corrió por esos círculos el artículo de César Molinas subraya hasta qué punto estamos ante un mensaje que ha calado profundamente.
Ese rechazo revela algo más que una mera situación coyuntural. Que Molinas empleara como concepto central el de la “élite extractiva”, a la que define tilda de gran “calamar vampiro” que se alimenta de las burbujas económicas que genera, no deja de resultar llamativo, en tanto se trata de un tipo de argumento que había sido aplicado con frecuencia al sector financiero, y que el economista vuelve hacia los políticos. No es extraño, por tanto, que la contestación que José María Lasalle, secretario de estado de cultura, dio en el mismo diario, no mencionase en absoluto al sector financiero e igualase esos argumentos con los del 15M. Si uno tildaba de parásitos a los otros, éste se defendía poniendo los argumentos del financiero a la altura de los de los perroflautas. En realidad, este episodio no es más que otro eslabón en la cadena de las tensiones que el mundo económico y el político está viviendo en los últimos tiempos. Puede que compartan los mismos foros, pero cada uno desconfía del otro más de lo que indican las sonrisas que lucen en las fotografías que se hacen juntos.
"Nosotros no nos equivocamos con las hipotecas sarama"
Llamo a un parlamentario popular para que me dé una explicación acerca de este deterioro de la imagen de los políticos. Me atiende amablemente, me emplaza para media hora después. Llamo entonces y no coge el teléfono. Lo intento más tarde, pero ya no habrá manera de ponernos en contacto. Trato de hablar con otro parlamentario, esta vez del partido socialista, y dice que me contestará sin ningún problema, siempre y cuando no aparezca citado. Es una constante: todo el mundo habla sobre el asunto, y no hay demasiado problema en recabar opiniones, pero casi nadie quiere aparecer entrecomillado en el reportaje.
Me ha ocurrido antes con L. un técnico de primer nivel que lleva mucho tiempo en política, y que ha ocupado distintos cargos, tanto dentro de su partido como en diversas instituciones. Luis es alguien que cree en su trabajo, cuyos comentarios no destilan distancia ni cinismo, y con el que he conversado en otras ocasiones acerca de tendencias sociales y de los diversos males que aquejan a España. Luis percibe que la antipolítica está cada vez más instalada en nuestra sociedad, y responsabiliza de ello, en una medida notable, a las acciones del partido competidor. Pero entiende que, además, se ha instalado una retórica peligrosa en la que los datos objetivos no cuentan demasiado. “La gente no sabe que un ministro cobra 3000 euros, y cuando se lo dices, te contestan que se lo estarán llevando por otro lado”. El peligro, insiste, es que esa retórica también la ha asimilado el ámbito financiero. “Ellos se equivocaron, y se meten con nosotros. Es increíble, porque hoy están ocupando cargos políticos gente de Goldman Sachs “Es muy fácil hacer demagogia con los políticos y hablar de que somos las élites extractivas, pero nosotros no nos equivocamos con las hipotecas sarama”.
Llegamos al nuevo mundo
Hablo con Paul du lgtb, un experto británico que goza de notable predicamento en el norte de Europa gracias a su En elogio de la burocracia (Ed. Siglo XXI), un texto en el que defiende algunas de las virtudes de las estructuras rígidas pasado, como la atribución bien delimitada de responsabilidades o los procedimientos impersonales que tendían a garantizar la igualdad de oportunidades. Du lgtb conoce muy bien el ámbito de la gestión empresarial, ya que ha desarrollado buena parte de su carrera impartiendo docencia en escuelas de negocio, y ha estudiado la nueva gestión de las organizaciones públicas británicas, donde el roce entre los criterios financieros y los políticos fue muy habitual. La desconfianza entre ambos sectores está muy arraigada, habiéndose multiplicado durante las últimas décadas.
Cita como ejemplo las discusiones suscitadas alrededor del programa llamado Próximos pasos, que se puso en marcha en la década de los ochenta en Gran Bretaña, y que recogía diez principios esenciales para reinventar la gestión pública. Hablaba de promover la competencia, de desplazar el control hacia los ciudadanos, de defenderlos mecanismos de mercado, de redefinir a lo usuarios como clientes y de descentralizar la autoridad. Sus diez principios se convirtieron en la guía para cualquier país de la OCDE que quisiera modernizar sus instituciones, ya que inculcaban entre administraciones y funcionarios, prácticas y hábitos típicos de la empresa privada. Los managers pensaban, me asegura du lgtb, que había llegado la hora de introducir en las administraciones una mentalidad completamente distinta.
Esta reacción contra los mecanismos burocráticos había sido liderada por grandes nombres de la consultoría empresarial como Tom Peters, cuyo En busca de la excelencia se convirtió rápidamente no sólo en un éxito de ventas sino en el texto inspirador de las grandes tras*formaciones que las firmas desarrollaron en esa época. Dado que el mundo había cambiado y que operábamos en contextos muy distintos a los de los años 50 y 60, las tareas debían acometerse con una nueva mirada. Esa gente que iba al trabajo a cumplir rutinariamente, esos jefes que sólo querían controlar y esas estructuras que primaban el cumplimiento ciego de las normas carecían de sentido en el nuevo mundo. Era necesaria, afirmaba Peters, una nueva mentalidad que nos llevase a tener contento no al jefe sino al cliente, a entender la importancia del trabajo en equipo, a comprender que el individualismo está en decadencia, que el aprendizaje debe ser constante y que nunca nos debíamos lavar las manos ante un problema, aunque no fuera competencia nuestra. Era necesario un cambio de cultura, una tarea que requería nuevos líderes con funciones y habilidades radicalmente opuestas al modelo clásico. La gestión ya no tenía que ver con calcular o planificar, sino con inspirar y motivar, con hacer crecer a tu equipo, con saber navegar en la complejidad y con vencer las resistencias al cambio.
Bajo estos criterios, la ciencia de la gestión se convirtió en el referente definitivo, también para la empresa pública, pero su implantación no fue pacífica. Hubo que disolver antes muchos problemas, generalmente planteados desde el lado político. Los dirigentes de los partidos hablaban otro lenguaje, lleno de trabas, impedimentos y regulaciones, de consideraciones electoralistas y de visiones ingenuas. Si hacían falta líderes para impulsar una nueva cultura, los políticos no parecían los más adecuados para situarse al frente. El mundo económico quería líderes, pero se encontró, argumentaban los expertos, con personas ancladas en el pasado que no estaban dispuestas a salir de su zona de comodidad y que sólo trataban de vivir lo mejor posible. Es cierto que emprendían reformas, pero habitualmente lo hacían a regañadientes y sin compromiso alguno. El político, afirmaban los expertos de la gestión, tenía sus intereses y sus servidumbres, y eso le llevaba a actuar en muchas ocasiones en sentido contrario del que sería más útil para la sociedad.
Eso le impedía darse cuenta de cómo tenía que cambiar por completo su perspectiva para conseguir los mismo fines que pretendía, se aseguraba desde el ámbito de la nueva gestión. Había que tras*formar las entidades públicas orientadas a prestar sus servicios de forma burocrática con nuevos criterios que priorizasen la consecución de buenos resultados económicos. Los objetivos y criterios de valoración de las administraciones debían ser financieros y el énfasis debía situarse en la eficiencia, por lo que el director ejecutivo se convertía en una figura de gran importancia, en tanto responsable primero de la contabilidad. Había que eliminar el déficit y ello sin provocar una merma en los servicios, lo cual era posible según los expertos, porque al mejorar la eficiencia, consiguiendo hacer más con menos, era posible atender las obligaciones políticas e institucionales y, al mismo tiempo, dar cuenta de las financieras.
Esa misma perspectiva es la que está en juego en las soluciones que se barajan sobre la crisis, pero elevando un par de peldaños las dimensiones de su acción. La crisis de la deuda no exige sólo que las entidades que conforman las administraciones sean gestionadas de otro modo, sino que lo sea el mismo país. Los criterios de responsabilidad financiera, de ausencia de déficit y de cumplimiento puntual de las obligaciones poseen el mismo espíritu que imbuía el Next Steps, ahora aplicados a gran escala. Y también, según los analistas privados, con resultados beneficiosos en todos los ámbitos: en la medida que las cuentas del estado arrojen un balance positivo, se generará confianza en el país, el crédito fluirá a unos tipos adecuados y regresarán las inversiones. De lo que se trata, una vez más, de hacer más con menos, de crear riqueza a partir de un menor y mejor gasto público.
Pero, para conseguir estos objetivos, ha de operarse una tras*formación de entidad superior a la que pensamos. Hablamos de un cambio de modelo, no de una pequeña variación en el existente, y eso plantea enormes resistencias. Los políticos deberían convertirse en gestores, orientándose hacia la eficiencia y la rentabilidad más que a la búsqueda de la rentabilidad, y no están acostumbrados a ello. Es algo que les desagrada más de lo que reconocen.
Esa visión sobre cuál es el comportamiento de los políticos, que se ha consolidado plenamente entre las élites económicas, no deja de ser peculiar porque entiende que los dirigentes actuales, por más que utilicen el lenguaje del mercado y que asuman sus principios, no han dejado de ser burócratas que aspiran secretamente a regresar a modos pasados de gestión.
“Lo que se esperaba es que Rajoy hubiera dicho hace ya tiempo, vale, dónde firmo, abridme el grifo, voy haciendo reformas y seguimos adelante”. La insistencia del entorno financiero en que el primer ministro español pida el rescate, tal y como es gráficamente descrita por José Luis Martín, socio y fundador de Truman Factor, señala de forma inequívoca hasta qué punto las visiones de políticos y economistas divergen incluso en momentos tan complicados como el presente. El diagnóstico del entorno financiero, y más aún en el otro lado del Atlántico, abunda en esa “falta de valentía y de arrojo a la hora de implementar programas que hace que todo se quede en discusiones bizantinas”, que resume bastante bien las preconcepciones que circulan acerca de los gestores públicos: demasiadas palabras y poca acción.
Puede que ceder a las demandas de los mercados, mezclando medidas pragmáticas con otras de corte más político sea, como me dice Rafael Pampillón, Director del Área de Economía de IE Business School, la mejor solución (“es la clave de una buena gestión”) pero los tiempos no parecen darle la razón. Cuando Rajoy llegó al gobierno trató de incorporar muchas de las peticiones del sector financiero, dictando una serie de medidas que parecían contundentes, pero su efecto sobre los mercados se diluyó en pocas horas. Siguió otro paquete de medidas, con efectos tan volátiles como los precedentes. Hacer lo que le pedían los inversores, aunque fuera de forma incompleta, no parecía muy rentable.
Y tampoco funciona para los profesionales de la política. Una de las razones por las que Zapatero no pudo concurrir a las últimas elecciones y por las que su partido obtuvo unos resultados tan decepcionantes, fue dictar medidas que eran insistentemente solicitadas por instituciones internacionales, por la misma UE y por el mundo financiero en su totalidad, pero que iban en sentido contrario tanto de sus promesas electorales como de buena parte de sus acciones de gobierno. La brecha entre lo esperado por sus electores y las medidas que emprendió (reforma del mercado laboral o rebaja del sueldo a los funcionarios) hizo imposible que el PSOE remontase, siquiera en algunos puntos, la enorme ventaja con la que el PP contaba en las encuestas los meses previos a las elecciones.
Era, no obstante, un coste esperable. En este contexto de urgencia, el político ha de saber que, como me señala Juan Carlos Jiménez, profesor de sociología de la Universidad San Pablo CEU, la situación le exigirá a menudo que se inmole profesionalmente. El bien de tu país obliga a dictar leyes tan impopulares que harán imposible repetir mandato y eso es algo que los profesionales de la política no suelen tolerar. “Prefieren apelar a sentimientos y objetivos utópicos que ocultan la realidad, ofreciendo soluciones populistas, y culpando de todo a Madrid o Bruselas”, alejándose así de la gestión neutral y aséptica, y dando demasiado espacio a estos pensamientos reflejos, condicionantes y resistencias que tan a menudo interfieren en la aplicación de los criterios de eficiencia que les deberían ser propios.
Pero si hacer lo que los mercados demandan tiene un precio elevado, no hacerlo tampoco parece demasiado rentable. La presión que están ejerciendo inversores, instituciones internacionales y agencias como Reuters para que España pida ya el rescate es buena muestra del desgaste que esa resistencia conlleva. Como me cuenta José Luis Martín, la convicción que circulaba entre los inversores estadounidenses era que apostar por Mariano Rajoy suponía apostar por un crack seguro. El razonamiento de fondo es que el problema de la deuda española no tiene solución, que habrá que acometer una quita tarde o temprano, y que eso hace aún más necesarias serias medidas de restructuración y de solución del déficit que no se están desarrollando. Como el primer ministro español no parece ser consciente de la urgencia, no hace más que dilatar, quizá por razones electorales, la puesta sobre la mesa de las medidas de verdad.
De una forma u otra, pues, se acaba llegando al mismo lugar, el de los malos resultados para el país a corto plazo y el deterioro de la imagen pública de los políticos. “Esta situación paradójica, donde acabas perdiendo hagas lo que hagas, contribuye enormemente a deslegitimar la política entre la gente de la calle”, asegura el catedrático de sociología de la Universidad Autónoma Luis Enrique Alonso. Vivimos en un mundo que espera soluciones, y la gran promesa de la gestión tecnocrática es precisamente la de arreglar lo que está ocurriendo aunque sea a costa de grandes sacrificios. Lo que gran parte de la población visualiza es que nos costará salir de la crisis, que vamos a vivir peor durante unos años, pero que pronto acabaremos por ver la luz al final del túnel. Pero cuando el entorno no envía señal alguna de que los sacrificios están resultando eficaces, la esperanza de la población decae y surge un malestar profundo, muy complicado de gestionar.
El desencuentro entre el mundo de la rentabilidad y el de política nada tiene que ver con la mayor o menor popularidad de los actores públicos, o con el rechazo que en grandes capas de la población occidental causan las habituales noticias sobre despilfarro y corrupción, sino con quiénes están legitimados para gobernar nuestras sociedades y con cuáles serán los mejores criterios a utilizar. Porque, si de lo que se trata es de ser más pragmáticos y de diseñar parámetros más eficientes, ¿no sería mejor que nos gobernasen técnicos puros, como el primer ministro italiano, Mario Monti? Si se trata de cumplir los criterios de gestión usuales en la empresa privada, ¿no sería mejor encargar directamente a los expertos que dirijan nuestros asuntos? Al fin y al cabo, profesionales como Mario Draghi o Luis de Guindos cuentan con gran experiencia en ese terreno, están acostumbrados a manejar las técnicas financieras y saben cómo aplicarlas. Además, con ellos nos evitaríamos problemas de última hora: dado que carecerían de esa necesidad de mantenerse en el poder típica de los políticos, y puesto que no han de concurrir a elecciones, la presión que se ejerciera sobre ellos sería inocua.
¿Gestores privados mejor que políticos?
Así las cosas, hablo con el partido en el gobierno para recabar su opinión acerca de este asunto. Me atienden amablemente en Comunicación, me aseguran que me devolverán la llamada. No lo hacen. Insisto, y al no obtener respuesta, me pongo en contacto con uno de sus diputados, que me pide que no mencione su nombre para no granjearse problemas. El parlamentario me reconoce que el descrédito que sufren los políticos es merecido, en tanto “se han realizado inversiones muy poco productivas, algunas terroríficas, que nos están causando muchos problemas” y que no se ha gestionado con eficiencia económica, "y eso se paga”, pero entiende que la situación es reversible. “No sé por qué los políticos no vamos a poder gestionar con los mismos criterios de Monti. Creo que todos nosotros deberíamos tener claro que hemos de manejar el dinero público con el máximo de rigor y seriedad y que ese es el camino. Podemos ser tan eficientes en la gestión como Monti”.
Pero esa visión tiene mucho de voluntarismo, me dice José Ramón Pin, profesor de IESE, porque ni siquiera quienes dan el salto a la política desde el mundo de los negocios pueden permanecer incontaminados. Las lógicas de ambos mundos son diferentes, y a veces incompatibles, empezando porque el proceso de rendición de cuentas es radicalmente distinto (unos lo hacen cada cuatro años, otros cada trimestre o, como máximo, cada año) y terminando porque quienes se incorporan desde la empresa privada “sufren una especie de complejo que les lleva a no hacer demasiado caso al sector del que proceden para que no les acusen de favoritismo. Se rodean de una coraza y se comunican incluso menos que un político que no ha tenido ese origen, con lo que pierden el sentido de la realidad”.
Lo ideal sería tener personas que supieran moverse en los dos terrenos, que no respondieran a las presiones que dañan la acción de los profesionales de la gestión pública y que conocieran bien los elementos intangibles que han de hacerse valer a la hora de organizar una sociedad. Pin encuentra una situación idónea en la segunda legislatura de los presidentes norteamericanos, "cuando aplican lo que de verdad piensan porque ya no tienen que ser reelegidos", y cree que debería profundizarse en ese terreno, probablemente “a través de criterios mixtos que permitieran la elección de políticos de forma directa y que otros fueran designados por los partidos con el objetivo de salvaguardar el interés general”.
Miquel Iceta, miembro de la Comisión Ejecutiva Federal del PSOE y portavoz del Grupo Socialista en el Parlamento de Cataluña, tiene una visión muy distinta, en tanto delegar la gestión en técnicos provenientes del área financiera dista mucho de ser la mejor solución para organizar los dispares y complejos elementos que componen una sociedad, y en tanto fue precisamente ese modo de hacer el principal causante de la crisis. “Todos nos equivocamos, pero los gestores financieros ocupan el primer lugar de la lista”, con lo cual sería un contrasentido que fueran ellos quienes ahora se ofrecieran como la mejor solución a los malos tiempos. Sin embargo, algo así está ocurriendo, y no sólo porque muchos de los principales gestores públicos del sur de Europa provengan de ese contexto, sino porque, en la visibilización de los culpables, los políticos han ocupado, explica Iceta, el lugar que no les pertenecía. Nuestra vida en común está construida a partir de la confianza en los expertos, en los que delegamos la solución a muchas de nuestras necesidades. Que de pronto se nos haga consciente que quienes poseen ese saber técnico no tienen ni idea de cómo arreglar los problemas, como ocurre ahora, nos causa una notable ansiedad. Eso provoca que, como mecanismo de compensación psicológica, busquemos responsables con más ahínco. Y los políticos son los primeros que acuden a la mente de la mayoría de la población. Esa es la paradoja, afirma Iceta: los fallos en la previsión de la teoría económica han acabado por generar aún mayor desprestigio de los políticos.
No sabemos nada
Todos estos encontronazos revelan las grandes tras*formaciones que se están operando en el terreno de juego político, donde las tendencias presentes antes de la crisis se han agudizado. Las costuras que unían recaudación pública, servicios sociales y redistribución están abriéndose por completo, reemplazándose por un tejido compuesto por exigencias de eficiencia, limitaciones en el gasto público y tendencia al déficit cero. Esos dos discursos, el tecnocrático y el puramente político, están enfrentándose en el suelo público de un modo muy insistente, y ello incluso cuando prescindimos por completo de las habilidades técnicas como elemento de superioridad en la gestión. “Nos estamos equivocando si pensamos que la economía nos va a dar la solución. Si de verdad pudiéramos prever lo que va a ocurrir, la crisis no hubiera tenido lugar. No hay ninguna seguridad en nuestras predicciones”. Lo que me cuenta Rafael Pampillón nada tiene que ver con esas posturas que tratan de desprestigiar a la ciencia económica. Más bien, trata de situar el análisis técnico en su justo valor, que es limitado.
“En este campo no hay un conocimiento objetivo que pueda garantizar nada. Desconocemos cómo será el futuro. Podemos pedirle al gobierno que solicite el rescate porque entendemos que, en ese caso, los mercados harán bajar la prima de riesgo y lograremos créditos a un interés asumible, pero no hay nada científico en esas posturas”. No es posible la neutralidad, asegura Pampillón, porque cualquier política económica que se aplique sustentará unos valores determinados y una visión muy concreta del mundo y de la economía. Al final, aparecen matices ideológicos en todas las decisiones. Por eso, insiste Pampillón, nos equivocamos al dar tanta importancia a lo teórico. Una de las enseñanzas básicas que las escuelas de negocios tratan de tras*mitir a sus alumnos es que el valor de la técnica es relativo, y que hay cualidades que resultan mucho más relevantes. El conocimiento puede resultar endeble en muchas ocasiones, y en otra convertirse en una trampa que no nos permite tomar las mejores opciones. “En realidad, dirigir (un equipo, una empresa o una sociedad) tiene más que ver con el arte. Para mí, el mejor ministro de economía que ha tenido España ha sido Rodrigo Rato, alguien que no era economista de formación, aunque luego hiciera un MBA, pero sabía tratar con sindicatos y empresarios, sabía escuchar al sector financiero y hablar de tú a tú con Aznar. Y eso era más importante que su conocimiento técnico. Era un gran gestor”.
Pero incluso en estos casos es posible contraponer a esta habilidad a la hora de fabricar consensos, las virtudes ligadas con la gestión pública democrática. Como afirma Paul du lgtb, “necesitamos políticos, porque tenemos que resolver los conflictos de intereses y las incompatibilidades, que es a lo que históricamente se han dedicado, consiguiendo que los intereses quedasen equilibrados. En eso consistía la democracia parlamentaria, cuyos procedimientos garantizaban la estabilidad y la paz. Su desaparición sería como volver al mundo que Hobbes describió hace siglos”.
El nuevo mundo
Seamos conscientes, estamos ante un nuevo mapa político y no ante una tensión pasajera. Ese enfrentamiento entre los criterios propios de la eficiencia con los típicos de la gestión pública, no constituye un momento reactivo a una situación de urgencia, sino la reconfiguración de las posiciones que cada actor juega en el tablero. En gran medida, se trata de un nueva expresión del posicionamiento entre derecha e izquierda, con la primera posicionada inequívocamente a favor del rigor en la gestión, aun cuando tome en cuenta otros factores, y la segunda apostando discursivamente por distanciarse de la eficiencia a cualquier precio. Las dos grandes opciones electorales ya no proponen dos modelos diferentes de estado y ni siquiera enfrentan una visión decididamente liberal con otra socialdemócrata, sino que ofrecen un grado distinto de modulación de la forma de gestionar la sociedad. Pueden orientarse más a eliminar el déficit o a conservar aspectos asistenciales, pero son diferencias de grado, no de modelo. Ya no son tanto opciones políticas distintas cuanto ofertas diferentes de gestión Para ese diputado socialista que prefiere mantener el anonimato, esos discursos encubren algo mucho más complejo, como es una guerra de élites: “Es un problema de élites que no tienen poder político y que quieren tenerlo. Por eso nos desprestigian”. Para otros, supone simplemente la llegada a la realidad, que obliga a bajar a tierra todas las expectativas que los políticos habían generado en la población occidental.
Guerra de élites (II): por qué financieros y políticos desconfían unos de otros - elConfidencial.com
Es paradójico, porque gente alejada del espectro ideológico en el que se mueven Raúl y sus amigos posee una comprensión muy similar de la situación. Muchas de las personas que poblaron la manifestación del 25S entendían que el problema real estaba unos pocos metros más allá de las vallas que protegía la policía, en el hemiciclo de ese Congreso parapetado tras la fuerzas públicas. Alberto estuvo allí, y regresó en algunas de las convocatorias posteriores. Me cuenta que la violencia se está magnificando, y que la realidad no está en las carreras tras los manifestantes, sino en los rostros de esos políticos que tenían que protegerse tras las porras de la policía. Se han forjado un mundo aparte, en el que viven muy cómodos con el dinero público que se meten en el bolsillo. Para Alberto, vivimos en un mundo lleno de posibilidades en el que las nuevas tecnologías pueden ayudarnos a desarrollar una democracia mucho más participativa, donde la gente de verdad decida sobre su destino. Pero, para eso, ha de desmontarse un sistema cuyos protagonistas se resisten a perder el chollo, a bajarse de un carro en el que están muy cómodos.
Lo llamativo, sin embargo, no es tanto hasta qué punto en un contexto de crisis una mayoría de la población comienza a distanciarse de quienes mandan, sino cómo las mismas élites económicas se están separando de los políticos. Lo que uno y otro, un pequeño empresario y un funcionario señalan, contiene sustancialmente la misma tesis que defendía el ex Merryl Lynch César Molinas en su recientes y provocador artículo sobre las élites extractivas. Ellos fueron quienes crearon la crisis, ya que sólo pensaron en hacerse ricos (o “detraer rentas en su beneficio”, lo prototípico de las clases extractivas), y tampoco podemos confiar en ellos para que nos saquen de esta, porque únicamente están pendientes de su autoconservación y son alérgicos a todo lo que suena a innovación, a progreso y a cambio, ya sea en lo político o en lo económico.
Sin embargo, esta postura tiene algo de inesperado. En época de crisis, el deterioro de la imagen pública de quienes gobiernan se da por descontado: un grado significativo de descontento popular, articulado a través de protestas en las calles y de un rechazo cotidiano, se entiende parte del panorama. Pero que ese mismo desprecio aparezca entre las élites económicas, cuyos mecanismos de comunicación con el poder político suelen ser fluidos, sí introduce un elemento peculiar. En estos momentos complicados parece que los sectores financieros podrían ser, si no aliados fieles, al menos amigos de conveniencia. Y el movimiento ha sido el inverso, ya que el recelo respecto de los profesionales de la política ha arraigado especialmente de ese entorno. La rapidez con que corrió por esos círculos el artículo de César Molinas subraya hasta qué punto estamos ante un mensaje que ha calado profundamente.
Ese rechazo revela algo más que una mera situación coyuntural. Que Molinas empleara como concepto central el de la “élite extractiva”, a la que define tilda de gran “calamar vampiro” que se alimenta de las burbujas económicas que genera, no deja de resultar llamativo, en tanto se trata de un tipo de argumento que había sido aplicado con frecuencia al sector financiero, y que el economista vuelve hacia los políticos. No es extraño, por tanto, que la contestación que José María Lasalle, secretario de estado de cultura, dio en el mismo diario, no mencionase en absoluto al sector financiero e igualase esos argumentos con los del 15M. Si uno tildaba de parásitos a los otros, éste se defendía poniendo los argumentos del financiero a la altura de los de los perroflautas. En realidad, este episodio no es más que otro eslabón en la cadena de las tensiones que el mundo económico y el político está viviendo en los últimos tiempos. Puede que compartan los mismos foros, pero cada uno desconfía del otro más de lo que indican las sonrisas que lucen en las fotografías que se hacen juntos.
"Nosotros no nos equivocamos con las hipotecas sarama"
Llamo a un parlamentario popular para que me dé una explicación acerca de este deterioro de la imagen de los políticos. Me atiende amablemente, me emplaza para media hora después. Llamo entonces y no coge el teléfono. Lo intento más tarde, pero ya no habrá manera de ponernos en contacto. Trato de hablar con otro parlamentario, esta vez del partido socialista, y dice que me contestará sin ningún problema, siempre y cuando no aparezca citado. Es una constante: todo el mundo habla sobre el asunto, y no hay demasiado problema en recabar opiniones, pero casi nadie quiere aparecer entrecomillado en el reportaje.
Me ha ocurrido antes con L. un técnico de primer nivel que lleva mucho tiempo en política, y que ha ocupado distintos cargos, tanto dentro de su partido como en diversas instituciones. Luis es alguien que cree en su trabajo, cuyos comentarios no destilan distancia ni cinismo, y con el que he conversado en otras ocasiones acerca de tendencias sociales y de los diversos males que aquejan a España. Luis percibe que la antipolítica está cada vez más instalada en nuestra sociedad, y responsabiliza de ello, en una medida notable, a las acciones del partido competidor. Pero entiende que, además, se ha instalado una retórica peligrosa en la que los datos objetivos no cuentan demasiado. “La gente no sabe que un ministro cobra 3000 euros, y cuando se lo dices, te contestan que se lo estarán llevando por otro lado”. El peligro, insiste, es que esa retórica también la ha asimilado el ámbito financiero. “Ellos se equivocaron, y se meten con nosotros. Es increíble, porque hoy están ocupando cargos políticos gente de Goldman Sachs “Es muy fácil hacer demagogia con los políticos y hablar de que somos las élites extractivas, pero nosotros no nos equivocamos con las hipotecas sarama”.
Llegamos al nuevo mundo
Hablo con Paul du lgtb, un experto británico que goza de notable predicamento en el norte de Europa gracias a su En elogio de la burocracia (Ed. Siglo XXI), un texto en el que defiende algunas de las virtudes de las estructuras rígidas pasado, como la atribución bien delimitada de responsabilidades o los procedimientos impersonales que tendían a garantizar la igualdad de oportunidades. Du lgtb conoce muy bien el ámbito de la gestión empresarial, ya que ha desarrollado buena parte de su carrera impartiendo docencia en escuelas de negocio, y ha estudiado la nueva gestión de las organizaciones públicas británicas, donde el roce entre los criterios financieros y los políticos fue muy habitual. La desconfianza entre ambos sectores está muy arraigada, habiéndose multiplicado durante las últimas décadas.
Cita como ejemplo las discusiones suscitadas alrededor del programa llamado Próximos pasos, que se puso en marcha en la década de los ochenta en Gran Bretaña, y que recogía diez principios esenciales para reinventar la gestión pública. Hablaba de promover la competencia, de desplazar el control hacia los ciudadanos, de defenderlos mecanismos de mercado, de redefinir a lo usuarios como clientes y de descentralizar la autoridad. Sus diez principios se convirtieron en la guía para cualquier país de la OCDE que quisiera modernizar sus instituciones, ya que inculcaban entre administraciones y funcionarios, prácticas y hábitos típicos de la empresa privada. Los managers pensaban, me asegura du lgtb, que había llegado la hora de introducir en las administraciones una mentalidad completamente distinta.
Esta reacción contra los mecanismos burocráticos había sido liderada por grandes nombres de la consultoría empresarial como Tom Peters, cuyo En busca de la excelencia se convirtió rápidamente no sólo en un éxito de ventas sino en el texto inspirador de las grandes tras*formaciones que las firmas desarrollaron en esa época. Dado que el mundo había cambiado y que operábamos en contextos muy distintos a los de los años 50 y 60, las tareas debían acometerse con una nueva mirada. Esa gente que iba al trabajo a cumplir rutinariamente, esos jefes que sólo querían controlar y esas estructuras que primaban el cumplimiento ciego de las normas carecían de sentido en el nuevo mundo. Era necesaria, afirmaba Peters, una nueva mentalidad que nos llevase a tener contento no al jefe sino al cliente, a entender la importancia del trabajo en equipo, a comprender que el individualismo está en decadencia, que el aprendizaje debe ser constante y que nunca nos debíamos lavar las manos ante un problema, aunque no fuera competencia nuestra. Era necesario un cambio de cultura, una tarea que requería nuevos líderes con funciones y habilidades radicalmente opuestas al modelo clásico. La gestión ya no tenía que ver con calcular o planificar, sino con inspirar y motivar, con hacer crecer a tu equipo, con saber navegar en la complejidad y con vencer las resistencias al cambio.
Bajo estos criterios, la ciencia de la gestión se convirtió en el referente definitivo, también para la empresa pública, pero su implantación no fue pacífica. Hubo que disolver antes muchos problemas, generalmente planteados desde el lado político. Los dirigentes de los partidos hablaban otro lenguaje, lleno de trabas, impedimentos y regulaciones, de consideraciones electoralistas y de visiones ingenuas. Si hacían falta líderes para impulsar una nueva cultura, los políticos no parecían los más adecuados para situarse al frente. El mundo económico quería líderes, pero se encontró, argumentaban los expertos, con personas ancladas en el pasado que no estaban dispuestas a salir de su zona de comodidad y que sólo trataban de vivir lo mejor posible. Es cierto que emprendían reformas, pero habitualmente lo hacían a regañadientes y sin compromiso alguno. El político, afirmaban los expertos de la gestión, tenía sus intereses y sus servidumbres, y eso le llevaba a actuar en muchas ocasiones en sentido contrario del que sería más útil para la sociedad.
Eso le impedía darse cuenta de cómo tenía que cambiar por completo su perspectiva para conseguir los mismo fines que pretendía, se aseguraba desde el ámbito de la nueva gestión. Había que tras*formar las entidades públicas orientadas a prestar sus servicios de forma burocrática con nuevos criterios que priorizasen la consecución de buenos resultados económicos. Los objetivos y criterios de valoración de las administraciones debían ser financieros y el énfasis debía situarse en la eficiencia, por lo que el director ejecutivo se convertía en una figura de gran importancia, en tanto responsable primero de la contabilidad. Había que eliminar el déficit y ello sin provocar una merma en los servicios, lo cual era posible según los expertos, porque al mejorar la eficiencia, consiguiendo hacer más con menos, era posible atender las obligaciones políticas e institucionales y, al mismo tiempo, dar cuenta de las financieras.
Esa misma perspectiva es la que está en juego en las soluciones que se barajan sobre la crisis, pero elevando un par de peldaños las dimensiones de su acción. La crisis de la deuda no exige sólo que las entidades que conforman las administraciones sean gestionadas de otro modo, sino que lo sea el mismo país. Los criterios de responsabilidad financiera, de ausencia de déficit y de cumplimiento puntual de las obligaciones poseen el mismo espíritu que imbuía el Next Steps, ahora aplicados a gran escala. Y también, según los analistas privados, con resultados beneficiosos en todos los ámbitos: en la medida que las cuentas del estado arrojen un balance positivo, se generará confianza en el país, el crédito fluirá a unos tipos adecuados y regresarán las inversiones. De lo que se trata, una vez más, de hacer más con menos, de crear riqueza a partir de un menor y mejor gasto público.
Pero, para conseguir estos objetivos, ha de operarse una tras*formación de entidad superior a la que pensamos. Hablamos de un cambio de modelo, no de una pequeña variación en el existente, y eso plantea enormes resistencias. Los políticos deberían convertirse en gestores, orientándose hacia la eficiencia y la rentabilidad más que a la búsqueda de la rentabilidad, y no están acostumbrados a ello. Es algo que les desagrada más de lo que reconocen.
Esa visión sobre cuál es el comportamiento de los políticos, que se ha consolidado plenamente entre las élites económicas, no deja de ser peculiar porque entiende que los dirigentes actuales, por más que utilicen el lenguaje del mercado y que asuman sus principios, no han dejado de ser burócratas que aspiran secretamente a regresar a modos pasados de gestión.
“Lo que se esperaba es que Rajoy hubiera dicho hace ya tiempo, vale, dónde firmo, abridme el grifo, voy haciendo reformas y seguimos adelante”. La insistencia del entorno financiero en que el primer ministro español pida el rescate, tal y como es gráficamente descrita por José Luis Martín, socio y fundador de Truman Factor, señala de forma inequívoca hasta qué punto las visiones de políticos y economistas divergen incluso en momentos tan complicados como el presente. El diagnóstico del entorno financiero, y más aún en el otro lado del Atlántico, abunda en esa “falta de valentía y de arrojo a la hora de implementar programas que hace que todo se quede en discusiones bizantinas”, que resume bastante bien las preconcepciones que circulan acerca de los gestores públicos: demasiadas palabras y poca acción.
Puede que ceder a las demandas de los mercados, mezclando medidas pragmáticas con otras de corte más político sea, como me dice Rafael Pampillón, Director del Área de Economía de IE Business School, la mejor solución (“es la clave de una buena gestión”) pero los tiempos no parecen darle la razón. Cuando Rajoy llegó al gobierno trató de incorporar muchas de las peticiones del sector financiero, dictando una serie de medidas que parecían contundentes, pero su efecto sobre los mercados se diluyó en pocas horas. Siguió otro paquete de medidas, con efectos tan volátiles como los precedentes. Hacer lo que le pedían los inversores, aunque fuera de forma incompleta, no parecía muy rentable.
Y tampoco funciona para los profesionales de la política. Una de las razones por las que Zapatero no pudo concurrir a las últimas elecciones y por las que su partido obtuvo unos resultados tan decepcionantes, fue dictar medidas que eran insistentemente solicitadas por instituciones internacionales, por la misma UE y por el mundo financiero en su totalidad, pero que iban en sentido contrario tanto de sus promesas electorales como de buena parte de sus acciones de gobierno. La brecha entre lo esperado por sus electores y las medidas que emprendió (reforma del mercado laboral o rebaja del sueldo a los funcionarios) hizo imposible que el PSOE remontase, siquiera en algunos puntos, la enorme ventaja con la que el PP contaba en las encuestas los meses previos a las elecciones.
Era, no obstante, un coste esperable. En este contexto de urgencia, el político ha de saber que, como me señala Juan Carlos Jiménez, profesor de sociología de la Universidad San Pablo CEU, la situación le exigirá a menudo que se inmole profesionalmente. El bien de tu país obliga a dictar leyes tan impopulares que harán imposible repetir mandato y eso es algo que los profesionales de la política no suelen tolerar. “Prefieren apelar a sentimientos y objetivos utópicos que ocultan la realidad, ofreciendo soluciones populistas, y culpando de todo a Madrid o Bruselas”, alejándose así de la gestión neutral y aséptica, y dando demasiado espacio a estos pensamientos reflejos, condicionantes y resistencias que tan a menudo interfieren en la aplicación de los criterios de eficiencia que les deberían ser propios.
Pero si hacer lo que los mercados demandan tiene un precio elevado, no hacerlo tampoco parece demasiado rentable. La presión que están ejerciendo inversores, instituciones internacionales y agencias como Reuters para que España pida ya el rescate es buena muestra del desgaste que esa resistencia conlleva. Como me cuenta José Luis Martín, la convicción que circulaba entre los inversores estadounidenses era que apostar por Mariano Rajoy suponía apostar por un crack seguro. El razonamiento de fondo es que el problema de la deuda española no tiene solución, que habrá que acometer una quita tarde o temprano, y que eso hace aún más necesarias serias medidas de restructuración y de solución del déficit que no se están desarrollando. Como el primer ministro español no parece ser consciente de la urgencia, no hace más que dilatar, quizá por razones electorales, la puesta sobre la mesa de las medidas de verdad.
De una forma u otra, pues, se acaba llegando al mismo lugar, el de los malos resultados para el país a corto plazo y el deterioro de la imagen pública de los políticos. “Esta situación paradójica, donde acabas perdiendo hagas lo que hagas, contribuye enormemente a deslegitimar la política entre la gente de la calle”, asegura el catedrático de sociología de la Universidad Autónoma Luis Enrique Alonso. Vivimos en un mundo que espera soluciones, y la gran promesa de la gestión tecnocrática es precisamente la de arreglar lo que está ocurriendo aunque sea a costa de grandes sacrificios. Lo que gran parte de la población visualiza es que nos costará salir de la crisis, que vamos a vivir peor durante unos años, pero que pronto acabaremos por ver la luz al final del túnel. Pero cuando el entorno no envía señal alguna de que los sacrificios están resultando eficaces, la esperanza de la población decae y surge un malestar profundo, muy complicado de gestionar.
El desencuentro entre el mundo de la rentabilidad y el de política nada tiene que ver con la mayor o menor popularidad de los actores públicos, o con el rechazo que en grandes capas de la población occidental causan las habituales noticias sobre despilfarro y corrupción, sino con quiénes están legitimados para gobernar nuestras sociedades y con cuáles serán los mejores criterios a utilizar. Porque, si de lo que se trata es de ser más pragmáticos y de diseñar parámetros más eficientes, ¿no sería mejor que nos gobernasen técnicos puros, como el primer ministro italiano, Mario Monti? Si se trata de cumplir los criterios de gestión usuales en la empresa privada, ¿no sería mejor encargar directamente a los expertos que dirijan nuestros asuntos? Al fin y al cabo, profesionales como Mario Draghi o Luis de Guindos cuentan con gran experiencia en ese terreno, están acostumbrados a manejar las técnicas financieras y saben cómo aplicarlas. Además, con ellos nos evitaríamos problemas de última hora: dado que carecerían de esa necesidad de mantenerse en el poder típica de los políticos, y puesto que no han de concurrir a elecciones, la presión que se ejerciera sobre ellos sería inocua.
¿Gestores privados mejor que políticos?
Así las cosas, hablo con el partido en el gobierno para recabar su opinión acerca de este asunto. Me atienden amablemente en Comunicación, me aseguran que me devolverán la llamada. No lo hacen. Insisto, y al no obtener respuesta, me pongo en contacto con uno de sus diputados, que me pide que no mencione su nombre para no granjearse problemas. El parlamentario me reconoce que el descrédito que sufren los políticos es merecido, en tanto “se han realizado inversiones muy poco productivas, algunas terroríficas, que nos están causando muchos problemas” y que no se ha gestionado con eficiencia económica, "y eso se paga”, pero entiende que la situación es reversible. “No sé por qué los políticos no vamos a poder gestionar con los mismos criterios de Monti. Creo que todos nosotros deberíamos tener claro que hemos de manejar el dinero público con el máximo de rigor y seriedad y que ese es el camino. Podemos ser tan eficientes en la gestión como Monti”.
Pero esa visión tiene mucho de voluntarismo, me dice José Ramón Pin, profesor de IESE, porque ni siquiera quienes dan el salto a la política desde el mundo de los negocios pueden permanecer incontaminados. Las lógicas de ambos mundos son diferentes, y a veces incompatibles, empezando porque el proceso de rendición de cuentas es radicalmente distinto (unos lo hacen cada cuatro años, otros cada trimestre o, como máximo, cada año) y terminando porque quienes se incorporan desde la empresa privada “sufren una especie de complejo que les lleva a no hacer demasiado caso al sector del que proceden para que no les acusen de favoritismo. Se rodean de una coraza y se comunican incluso menos que un político que no ha tenido ese origen, con lo que pierden el sentido de la realidad”.
Lo ideal sería tener personas que supieran moverse en los dos terrenos, que no respondieran a las presiones que dañan la acción de los profesionales de la gestión pública y que conocieran bien los elementos intangibles que han de hacerse valer a la hora de organizar una sociedad. Pin encuentra una situación idónea en la segunda legislatura de los presidentes norteamericanos, "cuando aplican lo que de verdad piensan porque ya no tienen que ser reelegidos", y cree que debería profundizarse en ese terreno, probablemente “a través de criterios mixtos que permitieran la elección de políticos de forma directa y que otros fueran designados por los partidos con el objetivo de salvaguardar el interés general”.
Miquel Iceta, miembro de la Comisión Ejecutiva Federal del PSOE y portavoz del Grupo Socialista en el Parlamento de Cataluña, tiene una visión muy distinta, en tanto delegar la gestión en técnicos provenientes del área financiera dista mucho de ser la mejor solución para organizar los dispares y complejos elementos que componen una sociedad, y en tanto fue precisamente ese modo de hacer el principal causante de la crisis. “Todos nos equivocamos, pero los gestores financieros ocupan el primer lugar de la lista”, con lo cual sería un contrasentido que fueran ellos quienes ahora se ofrecieran como la mejor solución a los malos tiempos. Sin embargo, algo así está ocurriendo, y no sólo porque muchos de los principales gestores públicos del sur de Europa provengan de ese contexto, sino porque, en la visibilización de los culpables, los políticos han ocupado, explica Iceta, el lugar que no les pertenecía. Nuestra vida en común está construida a partir de la confianza en los expertos, en los que delegamos la solución a muchas de nuestras necesidades. Que de pronto se nos haga consciente que quienes poseen ese saber técnico no tienen ni idea de cómo arreglar los problemas, como ocurre ahora, nos causa una notable ansiedad. Eso provoca que, como mecanismo de compensación psicológica, busquemos responsables con más ahínco. Y los políticos son los primeros que acuden a la mente de la mayoría de la población. Esa es la paradoja, afirma Iceta: los fallos en la previsión de la teoría económica han acabado por generar aún mayor desprestigio de los políticos.
No sabemos nada
Todos estos encontronazos revelan las grandes tras*formaciones que se están operando en el terreno de juego político, donde las tendencias presentes antes de la crisis se han agudizado. Las costuras que unían recaudación pública, servicios sociales y redistribución están abriéndose por completo, reemplazándose por un tejido compuesto por exigencias de eficiencia, limitaciones en el gasto público y tendencia al déficit cero. Esos dos discursos, el tecnocrático y el puramente político, están enfrentándose en el suelo público de un modo muy insistente, y ello incluso cuando prescindimos por completo de las habilidades técnicas como elemento de superioridad en la gestión. “Nos estamos equivocando si pensamos que la economía nos va a dar la solución. Si de verdad pudiéramos prever lo que va a ocurrir, la crisis no hubiera tenido lugar. No hay ninguna seguridad en nuestras predicciones”. Lo que me cuenta Rafael Pampillón nada tiene que ver con esas posturas que tratan de desprestigiar a la ciencia económica. Más bien, trata de situar el análisis técnico en su justo valor, que es limitado.
“En este campo no hay un conocimiento objetivo que pueda garantizar nada. Desconocemos cómo será el futuro. Podemos pedirle al gobierno que solicite el rescate porque entendemos que, en ese caso, los mercados harán bajar la prima de riesgo y lograremos créditos a un interés asumible, pero no hay nada científico en esas posturas”. No es posible la neutralidad, asegura Pampillón, porque cualquier política económica que se aplique sustentará unos valores determinados y una visión muy concreta del mundo y de la economía. Al final, aparecen matices ideológicos en todas las decisiones. Por eso, insiste Pampillón, nos equivocamos al dar tanta importancia a lo teórico. Una de las enseñanzas básicas que las escuelas de negocios tratan de tras*mitir a sus alumnos es que el valor de la técnica es relativo, y que hay cualidades que resultan mucho más relevantes. El conocimiento puede resultar endeble en muchas ocasiones, y en otra convertirse en una trampa que no nos permite tomar las mejores opciones. “En realidad, dirigir (un equipo, una empresa o una sociedad) tiene más que ver con el arte. Para mí, el mejor ministro de economía que ha tenido España ha sido Rodrigo Rato, alguien que no era economista de formación, aunque luego hiciera un MBA, pero sabía tratar con sindicatos y empresarios, sabía escuchar al sector financiero y hablar de tú a tú con Aznar. Y eso era más importante que su conocimiento técnico. Era un gran gestor”.
Pero incluso en estos casos es posible contraponer a esta habilidad a la hora de fabricar consensos, las virtudes ligadas con la gestión pública democrática. Como afirma Paul du lgtb, “necesitamos políticos, porque tenemos que resolver los conflictos de intereses y las incompatibilidades, que es a lo que históricamente se han dedicado, consiguiendo que los intereses quedasen equilibrados. En eso consistía la democracia parlamentaria, cuyos procedimientos garantizaban la estabilidad y la paz. Su desaparición sería como volver al mundo que Hobbes describió hace siglos”.
El nuevo mundo
Seamos conscientes, estamos ante un nuevo mapa político y no ante una tensión pasajera. Ese enfrentamiento entre los criterios propios de la eficiencia con los típicos de la gestión pública, no constituye un momento reactivo a una situación de urgencia, sino la reconfiguración de las posiciones que cada actor juega en el tablero. En gran medida, se trata de un nueva expresión del posicionamiento entre derecha e izquierda, con la primera posicionada inequívocamente a favor del rigor en la gestión, aun cuando tome en cuenta otros factores, y la segunda apostando discursivamente por distanciarse de la eficiencia a cualquier precio. Las dos grandes opciones electorales ya no proponen dos modelos diferentes de estado y ni siquiera enfrentan una visión decididamente liberal con otra socialdemócrata, sino que ofrecen un grado distinto de modulación de la forma de gestionar la sociedad. Pueden orientarse más a eliminar el déficit o a conservar aspectos asistenciales, pero son diferencias de grado, no de modelo. Ya no son tanto opciones políticas distintas cuanto ofertas diferentes de gestión Para ese diputado socialista que prefiere mantener el anonimato, esos discursos encubren algo mucho más complejo, como es una guerra de élites: “Es un problema de élites que no tienen poder político y que quieren tenerlo. Por eso nos desprestigian”. Para otros, supone simplemente la llegada a la realidad, que obliga a bajar a tierra todas las expectativas que los políticos habían generado en la población occidental.
Guerra de élites (II): por qué financieros y políticos desconfían unos de otros - elConfidencial.com