Clavisto
Será en Octubre
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- 10 Sep 2013
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Aparcar allí en el mediodía de un lunes es una cuestión de confianza en uno mismo o de estar en las nubes. En mi caso era esto último aunque no tardé en darme cuenta del inmenso error y como pude, en la misma entrada, maniobré con la ayuda de los espejos para salir de allí antes de discutir con nadie. Por un golpe de suerte, gracias a una efímera llama de inteligencia, caí en la cuenta de que a continuación está el hotel y una gasolinera. Entré y justo al final había un pequeño hueco libre. Y como mi coche también es pequeño allí aparqué.
El supermercado de moda está en obras y no da abasto con la afluencia de vehículos. El parking actual se queda tan corto que a veces, como hoy, te da la risa: aquello era un absoluto sindiós de luces traseras blancas, claxons enfurecidos y caras congestionadas por los buenos 33 grados que ya marcaba el termómetro. Entre medias gente yendo y viniendo como yo, unos empujando sus carros y otros colgando bolsas. En la entrada que había evitado por un milagro se había formado tal tapón que la misma carretera estaba colapsada. Ya en la puerta automática me fijé que no estaba la enorme de color que suele sentarse a pedir allí con un paraguas multicolor. En su lugar se hallaba una conocida con su carro y la hija a quienes había visto en el coche del marido durante mi fuga. Supongo que él andaría por ahí, aparcando a la buena de Dios. Ella no me vio, o hizo como que no (lo más probable) y sin más dilación pasé adentro con una bolsa de la competencia en la mano y buena música techno a toda leche en los oídos.
Enseguida llegué donde los aguacates, el objetivo de mi visita. Los únicos decentes de la ciudad se venden aquí, tal y como he aprendido tras mucho ensayo y error. No hay trucos, no hay artimañas en forma de meterlos bien en frío para endurecerlos, sacarlos poco antes de abrir para que vayan cogiendo temperatura sin perder la firmeza necesaria para que algún orate los compre y cuando vaya a comerse uno unas horas después ya estén blandos y neցros como la cosa. Da mucho coraje ser estafado así. Y no por el puesto en el mercadillo del tío Heredia, no, sino por grandes supermercados que se supone cuidan la calidad y todo eso.
Para mi desilusión hoy estaban todos verdes, o eso parecía. La temporada ha acabado y eso se nota en la procedencia y en el precio: del Perú, un 20 % más caros y sin madurar. Ya iba a irme cuando recordé el viejo truco de las cajas ocultas. Y bajo una de ellas estaba otra con unos buenos ejemplares. Estaba eligiendo unos cuantos cuando oí como un golpe seco y un grito, volví la cabeza y un metro más allá vi a una chica muy subida de peso que se había resbalado hasta caerse el suelo. Enseguida le echó mano uno que por el aspecto podía ser su novio. Ella intentaba incorporarse pero no podía, quejándose de un dolor en la rodilla. La del carro de la entrada ahora estaba casi bajo mis sobacos ajena a todo con su hija, en las cajas de los mangos pero como esperando a que dejara mi sitio en la caja buena de aguacates. Terminé de coger los míos que al final fueron casi todos. Un tipo ya cuarentón, de aspecto currado, fuerte y mascando chicle fue acercándose poco a poco hacía la chica accidentada con una especie de media sonrisa en el duro rostro. Y allí lo dejé cogiéndola de uno de los brazos mientras ella seguía quejándose de algún dolor. Miré en el piso y vi una caja de cerezas tirada y abierta. Con mucho cuidado, como si fuera una mina antipersona, evité una espachurrada, la sospechosa evidente de la caída.
Un poco más allá, parado ante la sección de congelados, pasó a mi lado el muchacho que yo creía novio de la subida de peso. Al final la habían levantado.
La gente se hace invisible cuando hay muchos productos alrededor. Nadie mira a nadie y nadie es tan extraño como para sentirse incómodo. Los buenos supermercados, el autoservicio, son perfectos por ese motivo. No hay necesidad de hablar con nadie para hacer tu compra y sólo en la caja has de soportar la espera; cajas que por otro lado ya están siendo dirigidas por máquinas en algunos sitios (a este le faltará poco) que avisan cuando una queda libre a quienes están guardando la cola, evitando así discusiones y problemas innecesarios. Todo está enfocado a que tengas el menor contacto humano posible mientras gastas tu dinero. Y durante la espera siempre tienes a mano el móvil.
Los pasillos, estrechos todavía, estaban atestados de gente: unos hurgando entre las gangas de los lunes, otros haciendo la compra habitual. Entremedias las chicas de la empresa iban de acá para allá arrastrando palés como podían. Casi todas son mujeres, incluso una hay de segurata, una rubia grande de mandíbula cuadrada que lleva el pelo recogida en una larga trenza, cosa no muy recomendable a simple vista.
Maravilla es como a pesar de todo ese maremágnum tan similar al del parking apenas hay una voz más alta que otra. Todo se mueve despacio pero se mueve, circula sin percances. Es como si al estar la atención puesta en otra cosa lo demás fuese en modo automático, como esas veces que coges el coche pensando en algo y sin saber como has llegado adonde ibas. La gente se hace poco a poco a un lado, echa un pasito para allá con el fin de dejar sitio a algo no ofensivo que siente cercano y los carros rectifican su posición de forma tan leve y discreta como tomas de Kubrick. Es una sinfonía en creación que acaba en las cajas.
Y allí llegué con los aguacates y la tarta de chocolate para la celebración de la comida familiar de esta tarde.
Hoy me había tocado una de las rubias, una chica de unos treinta años que ha estado de camarera en varios sitios. Se ve que se cansó del tema lo suficiente como para preferir ir pasando códigos por un lector de barras.
Alguien tocó mi espalda y al volverme vi que era uno de los podemitas del pueblo, uno que como yo cree que en la adulteración con fines espurios de la comida, de los cielos, del agua y de la música popular. Fuera de ahí todos los demás caminos son divergentes. Hablamos un poco del tema durante la espera y al salir la cosa de los aguacates ya era mi turno de paso. Cuando volví la cabeza vi que no estaba. Supongo que se había olvidado de ellos. Y al pagar para irme todavía no había vuelto.
Con todo, la cola esperaba en orden y concierto.
El supermercado de moda está en obras y no da abasto con la afluencia de vehículos. El parking actual se queda tan corto que a veces, como hoy, te da la risa: aquello era un absoluto sindiós de luces traseras blancas, claxons enfurecidos y caras congestionadas por los buenos 33 grados que ya marcaba el termómetro. Entre medias gente yendo y viniendo como yo, unos empujando sus carros y otros colgando bolsas. En la entrada que había evitado por un milagro se había formado tal tapón que la misma carretera estaba colapsada. Ya en la puerta automática me fijé que no estaba la enorme de color que suele sentarse a pedir allí con un paraguas multicolor. En su lugar se hallaba una conocida con su carro y la hija a quienes había visto en el coche del marido durante mi fuga. Supongo que él andaría por ahí, aparcando a la buena de Dios. Ella no me vio, o hizo como que no (lo más probable) y sin más dilación pasé adentro con una bolsa de la competencia en la mano y buena música techno a toda leche en los oídos.
Enseguida llegué donde los aguacates, el objetivo de mi visita. Los únicos decentes de la ciudad se venden aquí, tal y como he aprendido tras mucho ensayo y error. No hay trucos, no hay artimañas en forma de meterlos bien en frío para endurecerlos, sacarlos poco antes de abrir para que vayan cogiendo temperatura sin perder la firmeza necesaria para que algún orate los compre y cuando vaya a comerse uno unas horas después ya estén blandos y neցros como la cosa. Da mucho coraje ser estafado así. Y no por el puesto en el mercadillo del tío Heredia, no, sino por grandes supermercados que se supone cuidan la calidad y todo eso.
Para mi desilusión hoy estaban todos verdes, o eso parecía. La temporada ha acabado y eso se nota en la procedencia y en el precio: del Perú, un 20 % más caros y sin madurar. Ya iba a irme cuando recordé el viejo truco de las cajas ocultas. Y bajo una de ellas estaba otra con unos buenos ejemplares. Estaba eligiendo unos cuantos cuando oí como un golpe seco y un grito, volví la cabeza y un metro más allá vi a una chica muy subida de peso que se había resbalado hasta caerse el suelo. Enseguida le echó mano uno que por el aspecto podía ser su novio. Ella intentaba incorporarse pero no podía, quejándose de un dolor en la rodilla. La del carro de la entrada ahora estaba casi bajo mis sobacos ajena a todo con su hija, en las cajas de los mangos pero como esperando a que dejara mi sitio en la caja buena de aguacates. Terminé de coger los míos que al final fueron casi todos. Un tipo ya cuarentón, de aspecto currado, fuerte y mascando chicle fue acercándose poco a poco hacía la chica accidentada con una especie de media sonrisa en el duro rostro. Y allí lo dejé cogiéndola de uno de los brazos mientras ella seguía quejándose de algún dolor. Miré en el piso y vi una caja de cerezas tirada y abierta. Con mucho cuidado, como si fuera una mina antipersona, evité una espachurrada, la sospechosa evidente de la caída.
Un poco más allá, parado ante la sección de congelados, pasó a mi lado el muchacho que yo creía novio de la subida de peso. Al final la habían levantado.
La gente se hace invisible cuando hay muchos productos alrededor. Nadie mira a nadie y nadie es tan extraño como para sentirse incómodo. Los buenos supermercados, el autoservicio, son perfectos por ese motivo. No hay necesidad de hablar con nadie para hacer tu compra y sólo en la caja has de soportar la espera; cajas que por otro lado ya están siendo dirigidas por máquinas en algunos sitios (a este le faltará poco) que avisan cuando una queda libre a quienes están guardando la cola, evitando así discusiones y problemas innecesarios. Todo está enfocado a que tengas el menor contacto humano posible mientras gastas tu dinero. Y durante la espera siempre tienes a mano el móvil.
Los pasillos, estrechos todavía, estaban atestados de gente: unos hurgando entre las gangas de los lunes, otros haciendo la compra habitual. Entremedias las chicas de la empresa iban de acá para allá arrastrando palés como podían. Casi todas son mujeres, incluso una hay de segurata, una rubia grande de mandíbula cuadrada que lleva el pelo recogida en una larga trenza, cosa no muy recomendable a simple vista.
Maravilla es como a pesar de todo ese maremágnum tan similar al del parking apenas hay una voz más alta que otra. Todo se mueve despacio pero se mueve, circula sin percances. Es como si al estar la atención puesta en otra cosa lo demás fuese en modo automático, como esas veces que coges el coche pensando en algo y sin saber como has llegado adonde ibas. La gente se hace poco a poco a un lado, echa un pasito para allá con el fin de dejar sitio a algo no ofensivo que siente cercano y los carros rectifican su posición de forma tan leve y discreta como tomas de Kubrick. Es una sinfonía en creación que acaba en las cajas.
Y allí llegué con los aguacates y la tarta de chocolate para la celebración de la comida familiar de esta tarde.
Hoy me había tocado una de las rubias, una chica de unos treinta años que ha estado de camarera en varios sitios. Se ve que se cansó del tema lo suficiente como para preferir ir pasando códigos por un lector de barras.
Alguien tocó mi espalda y al volverme vi que era uno de los podemitas del pueblo, uno que como yo cree que en la adulteración con fines espurios de la comida, de los cielos, del agua y de la música popular. Fuera de ahí todos los demás caminos son divergentes. Hablamos un poco del tema durante la espera y al salir la cosa de los aguacates ya era mi turno de paso. Cuando volví la cabeza vi que no estaba. Supongo que se había olvidado de ellos. Y al pagar para irme todavía no había vuelto.
Con todo, la cola esperaba en orden y concierto.