El Pionero
Alcalde y presidente de Fútbol Paco premium
Siempre hay una última vez para ese giro triste de muñeca que echa la llave al negocio que ha estado ahí mucho antes que quien observa la escena indiferente. Ese cerrojazo postremo que deja huérfana a una ciudad de parte de su historia. Los últimos entre los últimos también se agotan víctimas de una enfermedad silenciosa que ha llevado al comercio centenario a una lenta e inevitable agonía. En el suelo quedan las placas con las que, en muchos de los casos, la ciudad presume de estas rara avis carne de selfie del curioso, el nostálgico y el turista. La última gota en ese mar de lágrimas con el que la capital despide a sus escaparates más longevos la sumó, como informó ABC la semana pasada, el anuncio del cierre sin fecha de la Papelería Salazar, abierta desde 1905.
Ana y Fernanda Martínez Salazar - Maya Balanyà
«Esto es un sinvivir, sobre todo, para los que amamos la historia de Madrid y sus comercios», lamentaba uno de sus vecinos en una carta dirigida al Director de ABC y publicada en estas páginas el pasado mes de enero sobre esta sangría. Su misiva alertaba de la pérdida de Casa Vega, un local fundado en 1860 en la calle de Toledo en el que, además de alpargatas y cordelería, se encontraban todavía aperos para ganado, cencerros, campanas y artículos para guarnicionería y equitación. «Nos estamos quedando sin artesanos», dice su autor, Regino García. Al igual que la célebre papelería de Luchana, su cierre viene propiciado por la falta de relevo generacional de unas tiendas que han visto pasar a terceras y cuartas generaciones por sus mostradores, pero que no sobrevivirán a una quinta. «Nosotras nos jubilamos y nuestros hijos no se quieren dedicar a esto. Es así de sencillo», explicaban con tristeza Ana y Fernanda Martínez Salazar hace unos días a este diario.
A la izquierda, el local de Casa Vega cerrado. Al lado, imagen de archivo de su de derechasda, en la calle de Toledo 57 - Guillermo Navarro
A Mauricio San Martín, el tercero y último de una saga familiar de grabadores –todos con el mismo nombre–, no le extraña en absoluto. Él mismo decidió echar el cierre de Grabados San Martín, abierto en el 7 de la calle de las Fuentes desde 1874, hace un año. Más de 145 años de historia que dejan al Madrid de los Austrias sin el oficio que en ese mismo emplazamiento desarrollaron en diferentes épocas las familias Rubio, Llorente y Rojo. «A nosotros nos destrozó la implantación de Madrid Central. Fue dramático», explica, retirado ya desde su casa en la Sierra. «Me he traído todo lo que teníamos en la tienda. Esto es un verdadero museo del arte de grabar metales, la imprenta y las artes gráficas», describe, tras su infructuoso intento de que el Museo de la Imprenta Municipal se quedara con algunas de las piezas históricas que atesoraba. «No quiero que se pierda más de un siglo de historia», asegura. «Estamos hablando con una institución alemana que está interesada. Aquí todo esto da igual. El Ayuntamiento no protege al comercio centenario. Con poner una placa bonita en el suelo no es suficiente. Seguirán cerrando sin remedio», critica. En su caso, ni siquiera ha llegado al temido momento del relevo generacional. Agobiado por no poder cubrir los gastos, echó el cierre y alquiló el local. Hoy es una parafarmacia en la que no queda ni rastro de ese casi siglo y medio de historia.
Fin de la artesanía
En otros casos recientes, la fin inesperada de sus dueños, acaba con cualquier sueño de traspasar el legado. Es el caso del último botero de Madrid, Julio Rodríguez, que falleció en los primeros días de enero –triste suceso del que también informó Regino García en su carta–. La de derechasda de su pequeño taller que, probablemente siga oliendo en su interior a cuero y pez, se mantiene intacta. Era la última botería de Madrid y de ella salían cada año un millar de piezas singulares apreciadas por la calidad de su artesanía. Un oficio aprendido de su abuelo y que queda interrumpido desde que en 1909 se instalara en la calle del Águila, 12.
No hace tanto tampoco –en enero de 2019– que la librería más antigua de Madrid, la emblemática Nicolás Moya comenzara a liquidar sus fondos tras 156 años vida. Agotadas todas las vías para «reflotar el negocio» sus actuales propietarios afrontaron la triste realidad saber que el umbral de la puerta que atravesó el Nobel Santiago Ramón y Cajal, entre otros históricos clientes de esta librería médica.
Imagen de archivo de la Librería Nicolás Moya, fundada en 1862 - Isabel Permuy
Pocos meses antes, los últimos propietarios de Palomeque, la tienda de artículos religiosos abierta en esquina de la calle del Arenal con la de las Hileras. Asociaciones como Madrid Ciudadanía y Patrimonio pusieron el grito en el cielo por lo que consideran una pérdida irreparable para la memoria urbana de la capital: «El Ayuntamiento de Madrid debería plantearse seriamente qué hacer con estos locales, que dan a la ciudad histórica un aspecto autoconsciente, secular, en el que esa continuidad configura un paisaje de memoria histórica colectiva». Espacios como la tienda de tejidos Sobrino de J. Martí Prats (1883), en Atocha, o la Cerería Santa Cruz (1895), que Google anuncia como cerrada permanentemente, entre otros.
Lo cierto es que el ruido con el que se suelen marchar pronto deja paso al silencioso olvido con el que la ciudad amortigua estas bajas. Los que sobreviven no dejan de mirar en su retrovisor a los que van cayendo en el camino. «Estamos en un momento muy delicado, muy frágil», reconoce José Senesplega desde Casa Talavera, dedicada a la venta de cerámica española desde 1904, a punto de reabrir tras la crisis del el bichito-19. «Cruzaremos los dedos», dice, aunque crea que la supervivencia de estos vetustos rincones no debería ser un tema «en manos del azar».
La lenta agonía del comercio centenario de Madrid
«Esto es un sinvivir, sobre todo, para los que amamos la historia de Madrid y sus comercios», lamentaba uno de sus vecinos en una carta dirigida al Director de ABC y publicada en estas páginas el pasado mes de enero sobre esta sangría. Su misiva alertaba de la pérdida de Casa Vega, un local fundado en 1860 en la calle de Toledo en el que, además de alpargatas y cordelería, se encontraban todavía aperos para ganado, cencerros, campanas y artículos para guarnicionería y equitación. «Nos estamos quedando sin artesanos», dice su autor, Regino García. Al igual que la célebre papelería de Luchana, su cierre viene propiciado por la falta de relevo generacional de unas tiendas que han visto pasar a terceras y cuartas generaciones por sus mostradores, pero que no sobrevivirán a una quinta. «Nosotras nos jubilamos y nuestros hijos no se quieren dedicar a esto. Es así de sencillo», explicaban con tristeza Ana y Fernanda Martínez Salazar hace unos días a este diario.
A Mauricio San Martín, el tercero y último de una saga familiar de grabadores –todos con el mismo nombre–, no le extraña en absoluto. Él mismo decidió echar el cierre de Grabados San Martín, abierto en el 7 de la calle de las Fuentes desde 1874, hace un año. Más de 145 años de historia que dejan al Madrid de los Austrias sin el oficio que en ese mismo emplazamiento desarrollaron en diferentes épocas las familias Rubio, Llorente y Rojo. «A nosotros nos destrozó la implantación de Madrid Central. Fue dramático», explica, retirado ya desde su casa en la Sierra. «Me he traído todo lo que teníamos en la tienda. Esto es un verdadero museo del arte de grabar metales, la imprenta y las artes gráficas», describe, tras su infructuoso intento de que el Museo de la Imprenta Municipal se quedara con algunas de las piezas históricas que atesoraba. «No quiero que se pierda más de un siglo de historia», asegura. «Estamos hablando con una institución alemana que está interesada. Aquí todo esto da igual. El Ayuntamiento no protege al comercio centenario. Con poner una placa bonita en el suelo no es suficiente. Seguirán cerrando sin remedio», critica. En su caso, ni siquiera ha llegado al temido momento del relevo generacional. Agobiado por no poder cubrir los gastos, echó el cierre y alquiló el local. Hoy es una parafarmacia en la que no queda ni rastro de ese casi siglo y medio de historia.
Fin de la artesanía
En otros casos recientes, la fin inesperada de sus dueños, acaba con cualquier sueño de traspasar el legado. Es el caso del último botero de Madrid, Julio Rodríguez, que falleció en los primeros días de enero –triste suceso del que también informó Regino García en su carta–. La de derechasda de su pequeño taller que, probablemente siga oliendo en su interior a cuero y pez, se mantiene intacta. Era la última botería de Madrid y de ella salían cada año un millar de piezas singulares apreciadas por la calidad de su artesanía. Un oficio aprendido de su abuelo y que queda interrumpido desde que en 1909 se instalara en la calle del Águila, 12.
No hace tanto tampoco –en enero de 2019– que la librería más antigua de Madrid, la emblemática Nicolás Moya comenzara a liquidar sus fondos tras 156 años vida. Agotadas todas las vías para «reflotar el negocio» sus actuales propietarios afrontaron la triste realidad saber que el umbral de la puerta que atravesó el Nobel Santiago Ramón y Cajal, entre otros históricos clientes de esta librería médica.
Pocos meses antes, los últimos propietarios de Palomeque, la tienda de artículos religiosos abierta en esquina de la calle del Arenal con la de las Hileras. Asociaciones como Madrid Ciudadanía y Patrimonio pusieron el grito en el cielo por lo que consideran una pérdida irreparable para la memoria urbana de la capital: «El Ayuntamiento de Madrid debería plantearse seriamente qué hacer con estos locales, que dan a la ciudad histórica un aspecto autoconsciente, secular, en el que esa continuidad configura un paisaje de memoria histórica colectiva». Espacios como la tienda de tejidos Sobrino de J. Martí Prats (1883), en Atocha, o la Cerería Santa Cruz (1895), que Google anuncia como cerrada permanentemente, entre otros.
Lo cierto es que el ruido con el que se suelen marchar pronto deja paso al silencioso olvido con el que la ciudad amortigua estas bajas. Los que sobreviven no dejan de mirar en su retrovisor a los que van cayendo en el camino. «Estamos en un momento muy delicado, muy frágil», reconoce José Senesplega desde Casa Talavera, dedicada a la venta de cerámica española desde 1904, a punto de reabrir tras la crisis del el bichito-19. «Cruzaremos los dedos», dice, aunque crea que la supervivencia de estos vetustos rincones no debería ser un tema «en manos del azar».
La lenta agonía del comercio centenario de Madrid