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La historia de Cataluña que no cuentan los independentistas
Andrés Herrero
La historia de Cataluña que no cuentan los independentistas | Andrés Herrero
9/11/2014
No debemos permitir que el tiempo borre la memoria histórica, y mucho menos todavía en la tierra en la que ocurrió todo. Murray Bookchin
Si hay dos bandos en guerra, pero uno no sabe que lo está, el otro siempre vencerá. Sun Tzu
Toda una generación de catalanes ha venido siendo sistemáticamente educada en una historia épica de Cataluña que se remonta a fechas tan lejanas como 1714, que muy poco o nada tienen que ver con los problemas reales que afectan actualmente a sus ciudadanos.
La clave de lo que sucede hoy día allí hay que buscarla mucho más cerca, en su pasado inmediato:
Como consecuencia de la conquista de Constantinopla por los turcos en 1453, el comercio catalán por el Mediterráneo se vino abajo, por lo que tuvo que reorientarse hacia el interior de la península ibérica.
En 1836 una multitud de barceloneses destruyó y pegó fuego a la fábrica Bonaplata, una moderna empresa que, además de tejido, producía maquinaria. Aunque Barcelona ya era famosa por sus productos textiles, su auténtico desarrollo industrial comienza hacia 1850, cuando se generalizó el empleo de máquinas de vapor en la fabricación de algodón.
Los obreros eran explotados desde las cinco de la mañana hasta bien entrada la noche por un perversos jornal. Las tres cuartas partes del salario tenían que dedicarlas a alimentarse, por lo que, para poder sobrevivir la familia, también su mujer y sus hijos debían trabajar hasta la extenuación.
Los obreros tenían prohibido asociarse y las huelgas eran aplastadas por las armas; persecución que arreció con el paso de los años. En 1854 se produjo una huelga general reclamando el derecho a asociarse y formar sindicatos, seguida en 1891 y 1902 por dos huelgas generales más reivindicando la jornada de ocho horas, que se tradujo en violentos enfrentamientos entre los obreros y la policía, a los que el gobierno respondió con la ley marcial y detenciones masivas.
A menudo las huelgas se convertían en insurrecciones populares. Aunque muchas se hacían por demandas laborales específicas, otras eran estrictamente revolucionarias, y en vez de plantear reivindicaciones económicas o de mejora de las condiciones laborales, trataban de implantar un orden social distinto y más justo.
En 1897, Cánovas, presidente del Consejo de Ministros, creador del sistema bipartidista de turnismo de conservadores y liberales, fue asesinado por un anarquista, en venganza por la fin por tortura de varios compañeros suyos detenidos.
En 1899, tras la pérdida de las colonias de Cuba, Puerto Rico y Filipinas a causa de la guerra con EEUU, los industriales catalanes, agobiados por los excedentes textiles, presionaron al gobierno central para lograr una bajada de impuestos y un aumento de los aranceles de importación, pero al ver que sus demandas no eran atendidas, financiaron un nuevo partido político, la Lliga Regionalista, agitando el fantasma del nacionalismo para asustar y presionar a Madrid. Cuando, en 1907, el gobierno accedió a sus exigencias, cerrando el mercado español a la competencia extranjera, ya era tarde para dar marcha atrás, y la Lliga mantuvo la hegemonía hasta 1931.
En 1904, con su lucha constante, los trabajadores lograron arrancar a los empresarios el descanso dominical.
Los conflictos entre patronos y obreros explotaron con toda su crudeza en 1909, durante la Semana Trágica de Barcelona; episodio que un testigo relata así: “lo que está sucediendo es asombroso, en Barcelona ha estallado la revolución social, una sublevación popular espontánea, que nadie ha instigado ni dirigido”.
Revolución que terminó ahogada en un mar de sangre con cientos de víctimas y 1.745 personas juzgadas por tribunales militares, que dictaron 17 condenas a fin, de las que 5 fueron ejecutadas. El violento enfrentamiento con el proletariado durante la Semana Trágica, acercó a la patronal catalana a Madrid, subordinando la Lliga, a partir de ese momento, su posición autonomista a sus intereses de clase, asumiendo que la cuestión social tenía prioridad sobre la cuestión catalana.
Con el apoyo de la policía y el ejército, los industriales se prepararon para una larga lucha con los sindicatos y los trabajadores, recurriendo a cierres patronales, listas negras y pistoleros contratados. El nuevo jefe de gobierno, Canalejas, inició una fuerte represión del movimiento obrero, militarizando a 12.000 trabajadores para quebrar la huelga ferroviaria de 1912, lo que le costó la vida, asesinado por un joven anarquista.
En 1919 la Canadiense, la principal compañía que suministraba energía eléctrica a Barcelona, comenzó una huelga, que rápidamente se extendió a otras muchas empresas y dejó a la ciudad sin luz, agua ni gas, paralizándola, a ella y a las poblaciones cercanas, durante 44 días.
Aunque el general Milans del Bosch, capitán general de Cataluña, apoyado por los industriales, proclamó la ley marcial, movilizando a los huelguistas y encarcelando a 3.000 que se negaron a reincorporarse a sus puestos de trabajo, la huelga general declarada por los anarquistas terminó con la implantación de la jornada de ocho horas, siendo España el primer país del mundo que lograba esa conquista histórica.
Como respuesta, la patronal y el estado lanzaron una ofensiva conjunta para aplastar al cada vez más pujante movimiento obrero, aumentando los atentados anarquistas en paralelo al incremento de asesinatos de sus militantes y dirigentes. Dos ex gobernadores civiles, 300 empresarios, además de directores, capataces y policías, cayeron abatidos. El primer ministro conservador, Eduardo Dato, fue asesinado en Madrid en 1921 por tres anarquistas catalanes en represalia por el restablecimiento de la “ley de fugas” que permitía a la policía disparar a los militantes obreros detenidos cuando intentaban “escapar”.
Los años posteriores se caracterizaron por el mortal ajuste de cuentas entablado entre los anarquistas armados y los matones a sueldo de la patronal; espiral de violencia y enfrentamientos que alcanzó una intensidad y virulencia nunca antes conocida, y que se cobró, solo hasta el año 1923, más de 900 vidas en Barcelona.
Cifra solo superada por el levantamiento de los mineros asturianos que, secundando el llamamiento a la huelga general de 1934, fueron salvajemente reprimidos por la Legión comandada por Franco, sufriendo una carnicería, preludio de la que, corregida y aumentada, repetiría dos años después, durante la guerra civil, fruto de la sublevación militar protagonizada por él.
Los atentados con bombas y los asesinatos se habían erigido en moneda de cambio habitual en la lucha de clases entre sindicatos y patronos. La burguesía catalana, que propugnaba la reforma del estado para acomodarlo a sus intereses, llevaba años oponiéndose a todas las reformas sociales y exigiendo la intervención del ejército.
El temor que sentían los empresarios catalanes a que la clase obrera, su peor enemigo, se hiciera con el poder, terminó arrojándolos, primero en brazos del dictador Primo de Rivera, y más tarde de Franco, a los que apoyaron y financiaron, porque albergaban mayor temor hacia el proletariado que hacia cualquier amenaza reaccionaria.1)
Con la llegada de la democracia, convenientemente pacificados y metidos en cintura los trabajadores y apaciguadas sus demandas, los empresarios catalanes se vieron con las manos libres para dirigir sus ambiciones hacia metas más altas, tomando un rumbo más politizado.
Aunque a la antigua Lliga Regionalista la han rebautizado ahora con el nombre de CIU, continúa defendiendo los mismos intereses que antes; los que han cambiado han sido los sindicatos y partidos de izquierda que, arrojando por la borda el legado de sus antepasados, se prestan a seguirle el juego.
Vivir para ver y ver para creer. No se puede traicionar más la historia. Haberse dejado la piel para eso. Más de uno se revolverá en su tumba.
Si hace menos de un siglo la violencia física, y no solo la económica, regía las relaciones entre empresarios y trabajadores en Cataluña, ahora vemos como se funden en un fraternal, efusivo y solidario abrazo, sus máximos líderes, Artur Mas de CIU y David Fernández de la CUP, con todo el cariño interclasista del mundo.
No sabemos si ese enamoramiento contra natura del partido de la oligarquía con el de los trabajadores llegará a buen puerto: lo importante es que, tanto unos como otros, forman parte ahora del mismo proyecto, y que su prioridad no es ya reducir la brecha de la desigualdad que no cesa de aumentar, sino que nadie detenga su marcha triunfal hacia la libertad de mercado.
Y aunque no añoremos para nada los tiempos del viejo Oeste español, ni seamos partidarios de resolver las diferencias sociales a tiro limpio como sucedía apenas hace un siglo, resulta inaceptable comportarse como si aquellas hubieran desaparecido de repente por arte de ensalmo, cuando lo único que ha cambiado es que, por ser más próspera la sociedad, la suerte de los asalariados ha mejorado, a pesar de que la patronal no ha levantado el pie del acelerador, y de que la distancia entre los de arriba y los de abajo sigue siendo abismal.
El independentismo proclama que lo que la frontera une, no lo separe la renta, o dicho de otro modo: que de la patria, al cielo. La bandera se ha convertido en la tela mágica que tapa los recortes, los despidos, los desahucios, la corrupción y lo que se tercie, poniendo una venda en las conciencias.
Solo desde esa posición soberanista se puede entender que, mientras la izquierda española combate a Rajoy, la izquierda catalana se alíe con el presidente Mas, un neoliberal de manual que aplica las mismas políticas que Rajoy, aunque eso sí, echándole la culpa a su homónimo en el cargo para quedarse él limpio de polvo y trabajo manual.
La izquierda catalana no es que esté desaparecida en combate (como por desgracia tantas veces le ha sucedido a lo largo de su historia), sino que está ausente, extraviada, buscando un enemigo imaginario al otro lado del Ebro, cuando la culpa del mal reparto de la riqueza no proviene de allí, sino de un sistema social injusto del cual todos somos víctimas y que se llama capitalismo.
La verdadera izquierda catalana no fue nunca independentista, sino obrerista, y la lucha que sostuvo, laboral, no nacional.
Que el independentismo se haya convertido en la religión oficial de la Generalitat, se comprende; lo increíble es que haya conseguido atraer a su terreno a la izquierda, haciéndola retroceder en la historia y reduciéndola a una fuerza peor que nacionalista, nacionalizada.
Andrés Herrero
La historia de Cataluña que no cuentan los independentistas | Andrés Herrero
9/11/2014
No debemos permitir que el tiempo borre la memoria histórica, y mucho menos todavía en la tierra en la que ocurrió todo. Murray Bookchin
Si hay dos bandos en guerra, pero uno no sabe que lo está, el otro siempre vencerá. Sun Tzu
Toda una generación de catalanes ha venido siendo sistemáticamente educada en una historia épica de Cataluña que se remonta a fechas tan lejanas como 1714, que muy poco o nada tienen que ver con los problemas reales que afectan actualmente a sus ciudadanos.
La clave de lo que sucede hoy día allí hay que buscarla mucho más cerca, en su pasado inmediato:
Como consecuencia de la conquista de Constantinopla por los turcos en 1453, el comercio catalán por el Mediterráneo se vino abajo, por lo que tuvo que reorientarse hacia el interior de la península ibérica.
En 1836 una multitud de barceloneses destruyó y pegó fuego a la fábrica Bonaplata, una moderna empresa que, además de tejido, producía maquinaria. Aunque Barcelona ya era famosa por sus productos textiles, su auténtico desarrollo industrial comienza hacia 1850, cuando se generalizó el empleo de máquinas de vapor en la fabricación de algodón.
Los obreros eran explotados desde las cinco de la mañana hasta bien entrada la noche por un perversos jornal. Las tres cuartas partes del salario tenían que dedicarlas a alimentarse, por lo que, para poder sobrevivir la familia, también su mujer y sus hijos debían trabajar hasta la extenuación.
Los obreros tenían prohibido asociarse y las huelgas eran aplastadas por las armas; persecución que arreció con el paso de los años. En 1854 se produjo una huelga general reclamando el derecho a asociarse y formar sindicatos, seguida en 1891 y 1902 por dos huelgas generales más reivindicando la jornada de ocho horas, que se tradujo en violentos enfrentamientos entre los obreros y la policía, a los que el gobierno respondió con la ley marcial y detenciones masivas.
A menudo las huelgas se convertían en insurrecciones populares. Aunque muchas se hacían por demandas laborales específicas, otras eran estrictamente revolucionarias, y en vez de plantear reivindicaciones económicas o de mejora de las condiciones laborales, trataban de implantar un orden social distinto y más justo.
En 1897, Cánovas, presidente del Consejo de Ministros, creador del sistema bipartidista de turnismo de conservadores y liberales, fue asesinado por un anarquista, en venganza por la fin por tortura de varios compañeros suyos detenidos.
En 1899, tras la pérdida de las colonias de Cuba, Puerto Rico y Filipinas a causa de la guerra con EEUU, los industriales catalanes, agobiados por los excedentes textiles, presionaron al gobierno central para lograr una bajada de impuestos y un aumento de los aranceles de importación, pero al ver que sus demandas no eran atendidas, financiaron un nuevo partido político, la Lliga Regionalista, agitando el fantasma del nacionalismo para asustar y presionar a Madrid. Cuando, en 1907, el gobierno accedió a sus exigencias, cerrando el mercado español a la competencia extranjera, ya era tarde para dar marcha atrás, y la Lliga mantuvo la hegemonía hasta 1931.
En 1904, con su lucha constante, los trabajadores lograron arrancar a los empresarios el descanso dominical.
Los conflictos entre patronos y obreros explotaron con toda su crudeza en 1909, durante la Semana Trágica de Barcelona; episodio que un testigo relata así: “lo que está sucediendo es asombroso, en Barcelona ha estallado la revolución social, una sublevación popular espontánea, que nadie ha instigado ni dirigido”.
Revolución que terminó ahogada en un mar de sangre con cientos de víctimas y 1.745 personas juzgadas por tribunales militares, que dictaron 17 condenas a fin, de las que 5 fueron ejecutadas. El violento enfrentamiento con el proletariado durante la Semana Trágica, acercó a la patronal catalana a Madrid, subordinando la Lliga, a partir de ese momento, su posición autonomista a sus intereses de clase, asumiendo que la cuestión social tenía prioridad sobre la cuestión catalana.
Con el apoyo de la policía y el ejército, los industriales se prepararon para una larga lucha con los sindicatos y los trabajadores, recurriendo a cierres patronales, listas negras y pistoleros contratados. El nuevo jefe de gobierno, Canalejas, inició una fuerte represión del movimiento obrero, militarizando a 12.000 trabajadores para quebrar la huelga ferroviaria de 1912, lo que le costó la vida, asesinado por un joven anarquista.
En 1919 la Canadiense, la principal compañía que suministraba energía eléctrica a Barcelona, comenzó una huelga, que rápidamente se extendió a otras muchas empresas y dejó a la ciudad sin luz, agua ni gas, paralizándola, a ella y a las poblaciones cercanas, durante 44 días.
Aunque el general Milans del Bosch, capitán general de Cataluña, apoyado por los industriales, proclamó la ley marcial, movilizando a los huelguistas y encarcelando a 3.000 que se negaron a reincorporarse a sus puestos de trabajo, la huelga general declarada por los anarquistas terminó con la implantación de la jornada de ocho horas, siendo España el primer país del mundo que lograba esa conquista histórica.
Como respuesta, la patronal y el estado lanzaron una ofensiva conjunta para aplastar al cada vez más pujante movimiento obrero, aumentando los atentados anarquistas en paralelo al incremento de asesinatos de sus militantes y dirigentes. Dos ex gobernadores civiles, 300 empresarios, además de directores, capataces y policías, cayeron abatidos. El primer ministro conservador, Eduardo Dato, fue asesinado en Madrid en 1921 por tres anarquistas catalanes en represalia por el restablecimiento de la “ley de fugas” que permitía a la policía disparar a los militantes obreros detenidos cuando intentaban “escapar”.
Los años posteriores se caracterizaron por el mortal ajuste de cuentas entablado entre los anarquistas armados y los matones a sueldo de la patronal; espiral de violencia y enfrentamientos que alcanzó una intensidad y virulencia nunca antes conocida, y que se cobró, solo hasta el año 1923, más de 900 vidas en Barcelona.
Cifra solo superada por el levantamiento de los mineros asturianos que, secundando el llamamiento a la huelga general de 1934, fueron salvajemente reprimidos por la Legión comandada por Franco, sufriendo una carnicería, preludio de la que, corregida y aumentada, repetiría dos años después, durante la guerra civil, fruto de la sublevación militar protagonizada por él.
Los atentados con bombas y los asesinatos se habían erigido en moneda de cambio habitual en la lucha de clases entre sindicatos y patronos. La burguesía catalana, que propugnaba la reforma del estado para acomodarlo a sus intereses, llevaba años oponiéndose a todas las reformas sociales y exigiendo la intervención del ejército.
El temor que sentían los empresarios catalanes a que la clase obrera, su peor enemigo, se hiciera con el poder, terminó arrojándolos, primero en brazos del dictador Primo de Rivera, y más tarde de Franco, a los que apoyaron y financiaron, porque albergaban mayor temor hacia el proletariado que hacia cualquier amenaza reaccionaria.1)
Con la llegada de la democracia, convenientemente pacificados y metidos en cintura los trabajadores y apaciguadas sus demandas, los empresarios catalanes se vieron con las manos libres para dirigir sus ambiciones hacia metas más altas, tomando un rumbo más politizado.
Aunque a la antigua Lliga Regionalista la han rebautizado ahora con el nombre de CIU, continúa defendiendo los mismos intereses que antes; los que han cambiado han sido los sindicatos y partidos de izquierda que, arrojando por la borda el legado de sus antepasados, se prestan a seguirle el juego.
Vivir para ver y ver para creer. No se puede traicionar más la historia. Haberse dejado la piel para eso. Más de uno se revolverá en su tumba.
Si hace menos de un siglo la violencia física, y no solo la económica, regía las relaciones entre empresarios y trabajadores en Cataluña, ahora vemos como se funden en un fraternal, efusivo y solidario abrazo, sus máximos líderes, Artur Mas de CIU y David Fernández de la CUP, con todo el cariño interclasista del mundo.
No sabemos si ese enamoramiento contra natura del partido de la oligarquía con el de los trabajadores llegará a buen puerto: lo importante es que, tanto unos como otros, forman parte ahora del mismo proyecto, y que su prioridad no es ya reducir la brecha de la desigualdad que no cesa de aumentar, sino que nadie detenga su marcha triunfal hacia la libertad de mercado.
Y aunque no añoremos para nada los tiempos del viejo Oeste español, ni seamos partidarios de resolver las diferencias sociales a tiro limpio como sucedía apenas hace un siglo, resulta inaceptable comportarse como si aquellas hubieran desaparecido de repente por arte de ensalmo, cuando lo único que ha cambiado es que, por ser más próspera la sociedad, la suerte de los asalariados ha mejorado, a pesar de que la patronal no ha levantado el pie del acelerador, y de que la distancia entre los de arriba y los de abajo sigue siendo abismal.
El independentismo proclama que lo que la frontera une, no lo separe la renta, o dicho de otro modo: que de la patria, al cielo. La bandera se ha convertido en la tela mágica que tapa los recortes, los despidos, los desahucios, la corrupción y lo que se tercie, poniendo una venda en las conciencias.
Solo desde esa posición soberanista se puede entender que, mientras la izquierda española combate a Rajoy, la izquierda catalana se alíe con el presidente Mas, un neoliberal de manual que aplica las mismas políticas que Rajoy, aunque eso sí, echándole la culpa a su homónimo en el cargo para quedarse él limpio de polvo y trabajo manual.
La izquierda catalana no es que esté desaparecida en combate (como por desgracia tantas veces le ha sucedido a lo largo de su historia), sino que está ausente, extraviada, buscando un enemigo imaginario al otro lado del Ebro, cuando la culpa del mal reparto de la riqueza no proviene de allí, sino de un sistema social injusto del cual todos somos víctimas y que se llama capitalismo.
La verdadera izquierda catalana no fue nunca independentista, sino obrerista, y la lucha que sostuvo, laboral, no nacional.
Que el independentismo se haya convertido en la religión oficial de la Generalitat, se comprende; lo increíble es que haya conseguido atraer a su terreno a la izquierda, haciéndola retroceder en la historia y reduciéndola a una fuerza peor que nacionalista, nacionalizada.