david53
Madmaxista
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Así fue el ocaso del gran pensador, desde el incidente en la Universidad de Salamanca y el grito de "muera la inteligencia traicionera" de Millán Astray a su fallecimiento. Lo expulsaron del casino, lo 'enjaularon' en su casa.Su última frase: "España se salvará porque tiene que salvarse"
El féretro de Unamuno, el 1 de enero de 1937, fue portado en Salamanca por miembros de la falange que prevalecieron sobre los profesores de universidad.
Eran más o menos las dos de la tarde del 12 de octubre de 1936, cuando el grito de Millán-Astray «¡Muera la inteligencia traidora!» puso punto final al acto que, por el aniversario de la conquista de América, celebró ese día la Universidad de Salamanca. Ochenta días después, el 31 de diciembre de 1936, en su casa, en torno a las cinco de la tarde, Miguel de Unamuno exclamó sus últimas palabras: «¡Dios no puede volver la espalda a España! ¡España se salvará porque tiene que salvarse!».
Esta es la crónica de los últimos días de Unamuno. Desde la soflama del legionario en el paraninfo hasta la última plegaria del rector junto a un brasero. Su tránsito de desesperación ante una sangrienta «guerra incivil» entre los hunos, los hotros (según su terminología). Y, por qué no decirlo, también ante los Hunamunos.
El acto del paraninfo fue organizado por la Comisión de Cultura de la Junta Técnica del Estado, organismo político creado por Franco. Su presidente, el escritor monárquico José María Pemán (uno de los cuatro oradores del programa) no previó la intervención de dos espontáneos de gran renombre: Miguel de Unamuno, filósofo, novelista, poeta, uno de los intelectuales de mayor prestigio en Europa y, además, anfitrión como rector perpetuo que era de la Universidad «en representación del general Franco» (según dijo al iniciar el acto); y el condecorado militar cuatro veces desgarrado en combate (pecho, pierna, brazo y ojo), fundador de la Legión Española, el general Millán-Astray.
«Unamuno, dé el brazo a la señora del jefe del Estado y acompáñela a la puerta a despedirla», le sugirió el general al rector al comprobar el tumulto creado tras su arenga en un auditorio ya de por sí vociferante. Unamuno inició la salida de la comitiva del brazo de Carmen Polo, detrás se colocó el obispo de la ciudad, Enrique Plà y Deniel, y, unos pasos atrás, José Millán-Astray.
El cortejo salió de la Universidad por la puerta principal, entre una multitud de falangistas, legionarios, requetés, paisanos y militares que vitoreaban a las autoridades. Al llegar al coche, el rector besó la mano de doña Carmen y se despidió de ella. Según el testimonio de Felipe Ximénez de Sandoval, escritor falangista presente en aquel momento (aparece en la famosa foto de la despedida), Millán Astray se volvió hacia Unamuno y, como si nada hubiera sucedido, le dijo:
- Bueno, don Miguel, a ver cuándo nos vemos.
- Cuando usted quiera, mi general-, le respondió Unamuno.
Millán acompañó a Carmen Polo hasta el Cuartel General, situado en el palacio episcopal a escasos doscientos metros, y luego se dirigió al banquete organizado por el alcalde. Unamuno, por su parte, se fue a comer tranquilamente a su casa. Franco ese día estaba dirigiendo las operaciones militares en la zona de Hoyo de Pinares, al sur de Ávila. El día 6 de octubre se había entrevistado con Unamuno y le tuvo que escuchar, cara a cara, sus denuncias respecto a los crímenes que se estaban cometiendo en la zona nacional.
Fue, después de almorzar, cuando Unamuno fue consciente de la repercusión negativa que sus palabras de la mañana habían causado en la Salamanca militarizada. Como era su costumbre, se desplazó a tomar café al Casino, en la calle Zamora. Allí algunos contertulios le criticaron. Él no se quedó callado y recibió insultos y abucheos. La situación fue tan tensa que tuvieron que avisar a su hijo Rafael para que fuera a recogerle.
Retrato de D. Miguel de Unamuno
Al día siguiente, El Adelanto de Salamanca recogió los discursos íntegros de los cuatro oradores del paraninfo pero solo hizo una breve alusión al rector: «El acto finalizó con unas breves palabras del señor Unamuno y otras del heroico general Millán-Astray combatiendo a los hombres que permanecen encubiertos». En realidad, Unamuno había contestado una intervención anterior de Francisco Maldonado, catedrático de Literatura, donde había identificado a Cataluña y al País Vasco con la «antiespaña». Unamuno respondió muy airado criticando ese concepto de lo «antiespañol», defendiendo una idea universal de la patria unida al idioma.
El viejo profesor (acababa de cumplir 72 años hacía 13 días) puso como ejemplo el error cometido por los españoles al acabar a José Rizal (héroe de la independencia de Filipinas). Y es ahí cuando el general Millán-Astray, que con 17 años había combatido en Asia, lanzó su grito contra los intelectuales renegados.
Ese mismo día, el 13 de octubre de 1936, el Ayuntamiento de Salamanca acordó la destitución como «alcalde y concejal honorario de la ciudad» de don Miguel de Unamuno por «incompatibilidad jovenlandesal corporativa... exteriorizada en las frases vertidas, con descortesía rencorosa, alevosía y premeditación, al final del acto académico celebrado ayer en nuestra Alma Mater con motivo de la Fiesta de la Raza».
Como señala Severiano Delgado, bibliotecario de la Universidad de Salamanca y autor del libro Arqueología de un mito (editorial Silex), «el asunto del paraninfo al final tuvo más gravedad de lo que podía imaginar el rector». Los ánimos en Salamanca estaban tan caldeados contra Unamuno que hasta Francisco Bravo, antiguo jefe provincial de Falange Española, escribió ese mismo día una carta a Fernando de Unamuno (hijo de don Miguel y arquitecto municipal en Palencia) donde le avisaba de la situación de peligro que corría su padre en la ciudad: «Creo Fernando que debes irte a Salamanca y convencer a tu padre de que en tanto duren las circunstancias, evite actuaciones públicas que alarmen o indignen a gentes que andamos metidas en la guerra».
El efecto dominó de «los arribistas del ¡Arriba España!», como los había denominado Unamuno, fue inmediato, El 14 de octubre, se reunió el claustro universitario y acordó su destitución como rector perpetuo de la Universidad de Salamanca.
Después de estos acontecimientos, Unamuno quedó recluido en su casa de la calle Bordadores. No estaba oficialmente detenido pero sí permanentemente vigilado o, como decían los franquistas, protegido. Podía salir, pasear, recibir visitas... pero cada movimiento suyo quedaba controlado por sus guardianes. Sus hijos también eran partidarios de que su padre, por su seguridad, se quedara en casa.
Como señala Severiano Delgado, «Unamuno estaba rabioso: no podía ir a su tertulia, que era lo que más le gustaba, ni publicar nada en prensa, ni dar conferencias». Era un león enjaulado. Recibía pocas visitas. Le solían ir a ver algunos escritores falangistas, especialmente Eugenio Montes y Víctor de la Serna.
En su enclaustramiento forzoso, durante los dos meses y medio antes de su fallecimiento, Unamuno dio rienda suelta a su verdadera pasión: escribir. Compuso numerosas canciones y poemas, e inició un ensayo El resentimiento trágico de la vida sobre las causas que él entendía habían llevado al enfrentamiento entre hermanos. Pese a la censura y el control que existía sobre su correspondencia, también se carteó con numerosos amigos tanto de España como del extranjero.
Otra actividad que realizó con entusiasmo fue recibir y conceder entrevistas a periodistas, la mayoría de ellos extranjeros. Él era una figura de máximo prestigio internacional: en el año 1934 la Universidad de Grenoble le había nombrado Doctor Honoris Causa, al igual que en 1936 la Universidad de Oxford le concedió ese mismo honor. Unamuno estaba muy interesado de que su posición de apoyo a los militares sublevados se entendiera fuera de España. Severiano Delgado reproduce las 15 entrevistas concedidas por Unamuno a diferentes periodistas entre el 6 de agosto y el 26 de diciembre de 1936. Ocho de ellas se realizaron antes del incidente del paraninfo. Las siete restantes durante la etapa de reclusión.
EL DURO BREGAR
El 21 de octubre le entrevistó el periodista griego Nikos Kazantazkis. «En este momento crítico que está atravesando España, yo sé que debería estar junto a los soldados. Son ellos los que nos salvarán, los que impondrán el orden. Los otros nos han traído la anarquía y la barbarie. Franco y Mola son prudentes y tienen rectitud jovenlandesal. Quieren el bien del país, son sencillos y equilibrados. Saben lo que significa la disciplina y saben imponerla. No haga caso no me he vuelto de derechas, no traicioné la libertad. Pero, por ahora, es absolutamente necesario imponer el orden... No soy ni fascista, ni bolchevique. Estoy solo», dijo.
Unamuno dejó de ir a la universidad desde el día en que el claustro votó a favor de su cese. EL 28 de octubre, el BOE publicó el decreto de su destitución. Ese día escribió una canción: «Horas de espera, vacías;/ se van pasando los días/ sin valor,/ y va cuajando en mi pecho/ frío, cerrado y deshecho,/ el terror».
El 5 de noviembre le entrevistan para una revista católica francesa: Esprit. Ahí cuenta la entrevista que tuvo con Franco el día 6 «He sugerido a Franco que debe hacer reinar el orden en todas partes. No se trata de conquistar; hay una diferencia entre conquistar y convertir». El 16 de noviembre tuvo lugar el primer bombardeo sobre la ciudad de Salamanca. Unamuno temió por la vida de su amigo Filiberto Villalobos que se encontraba preso, y así lo escribió en sus notas.
El 21 de noviembre escribió sendas cartas a sus amigos italianos María Garelli y Lorenzo Giusso. En ellas ya se muestra muy crítico con la España nacional: «No se dejen ustedes, los italianos engañar. Esta reacción inquisitorial española contra la tradición, la gloriosa tradición liberal española del siglo XIX, el siglo más glorioso de España, no es cristiana, ni es nacional...Y no olviden que la palabra liberalismo nació en España».
A principios de diciembre recibe al periodista francés Jérôme Tharaud y le hace llegar un manifiesto. Entre otras cosas afirma: «Insisto en que el sagrado deber del movimiento que gloriosamente encabeza Franco es salvar la civilización occidental cristiana y la independencia nacional».
El 21 de diciembre, en una tarde muy fría, el falangista Eugenio Montes acompañó a Unamuno por el camino del cementerio. Unamuno entró en el taller del marmolista que había esculpido la lápida de su difunta esposa, doña Concha, y le encargó otra similar para él con el siguiente epitafio: «Méteme, Padre Eterno, en tu pecho/ misterioso hogar,/ dormiré allí, pues vengo deshecho/ del duro bregar».
El día 23 concede una de sus últimas entrevistas al portugués Armando Boaventura: «Su conversación fue una diatriba contra todo y contra todos y una anatema violento contra el propio Dios».
Llegamos al momento de su fin. Fue el jueves 31 de diciembre, la nieve había helado las calles de Salamanca. En torno a las cinco de la tarde, Unamuno se encontraba conversando con un discípulo suyo, el profesor Bartolomé Aragón, sentados en una mesa camilla, calentados por un brasero. «Amigo Aragón, le agradezco que no venga usted con la camisa azul, como hizo el último día, aunque veo que trae el yugo y las flechas...». Según relató Aragón, Unamuno empezó a arremeter contra los hunos (los gente de izquierdas) y los hotros (los blancos).
En un momentáneo desfallecimiento, Aragón se atrevió a decir: «A veces pienso si no habrá vuelto Dios la espalda a España disponiendo de sus mejores hijos» y don Miguel se repuso y dio un fuerte abrazo en la mesa: «Eso no puede ser Aragón. ¡Dios no puede volver la espalda a España! ¡España se salvará porque tiene que salvarse!». Y quedó inmóvil, como dormido, inclinada la barbilla sobre el pecho. Cuando Aragón olió la chamusquina de las zapatillas de Unamuno, comprendió que estaba muerto y corrió a dar la voz de alarma, pálido y desencajado.
La fin de Unamuno junto al brasero
El féretro de Unamuno, el 1 de enero de 1937, fue portado en Salamanca por miembros de la falange que prevalecieron sobre los profesores de universidad.
Eran más o menos las dos de la tarde del 12 de octubre de 1936, cuando el grito de Millán-Astray «¡Muera la inteligencia traidora!» puso punto final al acto que, por el aniversario de la conquista de América, celebró ese día la Universidad de Salamanca. Ochenta días después, el 31 de diciembre de 1936, en su casa, en torno a las cinco de la tarde, Miguel de Unamuno exclamó sus últimas palabras: «¡Dios no puede volver la espalda a España! ¡España se salvará porque tiene que salvarse!».
Esta es la crónica de los últimos días de Unamuno. Desde la soflama del legionario en el paraninfo hasta la última plegaria del rector junto a un brasero. Su tránsito de desesperación ante una sangrienta «guerra incivil» entre los hunos, los hotros (según su terminología). Y, por qué no decirlo, también ante los Hunamunos.
El acto del paraninfo fue organizado por la Comisión de Cultura de la Junta Técnica del Estado, organismo político creado por Franco. Su presidente, el escritor monárquico José María Pemán (uno de los cuatro oradores del programa) no previó la intervención de dos espontáneos de gran renombre: Miguel de Unamuno, filósofo, novelista, poeta, uno de los intelectuales de mayor prestigio en Europa y, además, anfitrión como rector perpetuo que era de la Universidad «en representación del general Franco» (según dijo al iniciar el acto); y el condecorado militar cuatro veces desgarrado en combate (pecho, pierna, brazo y ojo), fundador de la Legión Española, el general Millán-Astray.
«Unamuno, dé el brazo a la señora del jefe del Estado y acompáñela a la puerta a despedirla», le sugirió el general al rector al comprobar el tumulto creado tras su arenga en un auditorio ya de por sí vociferante. Unamuno inició la salida de la comitiva del brazo de Carmen Polo, detrás se colocó el obispo de la ciudad, Enrique Plà y Deniel, y, unos pasos atrás, José Millán-Astray.
El cortejo salió de la Universidad por la puerta principal, entre una multitud de falangistas, legionarios, requetés, paisanos y militares que vitoreaban a las autoridades. Al llegar al coche, el rector besó la mano de doña Carmen y se despidió de ella. Según el testimonio de Felipe Ximénez de Sandoval, escritor falangista presente en aquel momento (aparece en la famosa foto de la despedida), Millán Astray se volvió hacia Unamuno y, como si nada hubiera sucedido, le dijo:
- Bueno, don Miguel, a ver cuándo nos vemos.
- Cuando usted quiera, mi general-, le respondió Unamuno.
Millán acompañó a Carmen Polo hasta el Cuartel General, situado en el palacio episcopal a escasos doscientos metros, y luego se dirigió al banquete organizado por el alcalde. Unamuno, por su parte, se fue a comer tranquilamente a su casa. Franco ese día estaba dirigiendo las operaciones militares en la zona de Hoyo de Pinares, al sur de Ávila. El día 6 de octubre se había entrevistado con Unamuno y le tuvo que escuchar, cara a cara, sus denuncias respecto a los crímenes que se estaban cometiendo en la zona nacional.
Fue, después de almorzar, cuando Unamuno fue consciente de la repercusión negativa que sus palabras de la mañana habían causado en la Salamanca militarizada. Como era su costumbre, se desplazó a tomar café al Casino, en la calle Zamora. Allí algunos contertulios le criticaron. Él no se quedó callado y recibió insultos y abucheos. La situación fue tan tensa que tuvieron que avisar a su hijo Rafael para que fuera a recogerle.
Al día siguiente, El Adelanto de Salamanca recogió los discursos íntegros de los cuatro oradores del paraninfo pero solo hizo una breve alusión al rector: «El acto finalizó con unas breves palabras del señor Unamuno y otras del heroico general Millán-Astray combatiendo a los hombres que permanecen encubiertos». En realidad, Unamuno había contestado una intervención anterior de Francisco Maldonado, catedrático de Literatura, donde había identificado a Cataluña y al País Vasco con la «antiespaña». Unamuno respondió muy airado criticando ese concepto de lo «antiespañol», defendiendo una idea universal de la patria unida al idioma.
El viejo profesor (acababa de cumplir 72 años hacía 13 días) puso como ejemplo el error cometido por los españoles al acabar a José Rizal (héroe de la independencia de Filipinas). Y es ahí cuando el general Millán-Astray, que con 17 años había combatido en Asia, lanzó su grito contra los intelectuales renegados.
Ese mismo día, el 13 de octubre de 1936, el Ayuntamiento de Salamanca acordó la destitución como «alcalde y concejal honorario de la ciudad» de don Miguel de Unamuno por «incompatibilidad jovenlandesal corporativa... exteriorizada en las frases vertidas, con descortesía rencorosa, alevosía y premeditación, al final del acto académico celebrado ayer en nuestra Alma Mater con motivo de la Fiesta de la Raza».
Como señala Severiano Delgado, bibliotecario de la Universidad de Salamanca y autor del libro Arqueología de un mito (editorial Silex), «el asunto del paraninfo al final tuvo más gravedad de lo que podía imaginar el rector». Los ánimos en Salamanca estaban tan caldeados contra Unamuno que hasta Francisco Bravo, antiguo jefe provincial de Falange Española, escribió ese mismo día una carta a Fernando de Unamuno (hijo de don Miguel y arquitecto municipal en Palencia) donde le avisaba de la situación de peligro que corría su padre en la ciudad: «Creo Fernando que debes irte a Salamanca y convencer a tu padre de que en tanto duren las circunstancias, evite actuaciones públicas que alarmen o indignen a gentes que andamos metidas en la guerra».
El efecto dominó de «los arribistas del ¡Arriba España!», como los había denominado Unamuno, fue inmediato, El 14 de octubre, se reunió el claustro universitario y acordó su destitución como rector perpetuo de la Universidad de Salamanca.
Después de estos acontecimientos, Unamuno quedó recluido en su casa de la calle Bordadores. No estaba oficialmente detenido pero sí permanentemente vigilado o, como decían los franquistas, protegido. Podía salir, pasear, recibir visitas... pero cada movimiento suyo quedaba controlado por sus guardianes. Sus hijos también eran partidarios de que su padre, por su seguridad, se quedara en casa.
Como señala Severiano Delgado, «Unamuno estaba rabioso: no podía ir a su tertulia, que era lo que más le gustaba, ni publicar nada en prensa, ni dar conferencias». Era un león enjaulado. Recibía pocas visitas. Le solían ir a ver algunos escritores falangistas, especialmente Eugenio Montes y Víctor de la Serna.
En su enclaustramiento forzoso, durante los dos meses y medio antes de su fallecimiento, Unamuno dio rienda suelta a su verdadera pasión: escribir. Compuso numerosas canciones y poemas, e inició un ensayo El resentimiento trágico de la vida sobre las causas que él entendía habían llevado al enfrentamiento entre hermanos. Pese a la censura y el control que existía sobre su correspondencia, también se carteó con numerosos amigos tanto de España como del extranjero.
Otra actividad que realizó con entusiasmo fue recibir y conceder entrevistas a periodistas, la mayoría de ellos extranjeros. Él era una figura de máximo prestigio internacional: en el año 1934 la Universidad de Grenoble le había nombrado Doctor Honoris Causa, al igual que en 1936 la Universidad de Oxford le concedió ese mismo honor. Unamuno estaba muy interesado de que su posición de apoyo a los militares sublevados se entendiera fuera de España. Severiano Delgado reproduce las 15 entrevistas concedidas por Unamuno a diferentes periodistas entre el 6 de agosto y el 26 de diciembre de 1936. Ocho de ellas se realizaron antes del incidente del paraninfo. Las siete restantes durante la etapa de reclusión.
EL DURO BREGAR
El 21 de octubre le entrevistó el periodista griego Nikos Kazantazkis. «En este momento crítico que está atravesando España, yo sé que debería estar junto a los soldados. Son ellos los que nos salvarán, los que impondrán el orden. Los otros nos han traído la anarquía y la barbarie. Franco y Mola son prudentes y tienen rectitud jovenlandesal. Quieren el bien del país, son sencillos y equilibrados. Saben lo que significa la disciplina y saben imponerla. No haga caso no me he vuelto de derechas, no traicioné la libertad. Pero, por ahora, es absolutamente necesario imponer el orden... No soy ni fascista, ni bolchevique. Estoy solo», dijo.
Unamuno dejó de ir a la universidad desde el día en que el claustro votó a favor de su cese. EL 28 de octubre, el BOE publicó el decreto de su destitución. Ese día escribió una canción: «Horas de espera, vacías;/ se van pasando los días/ sin valor,/ y va cuajando en mi pecho/ frío, cerrado y deshecho,/ el terror».
El 5 de noviembre le entrevistan para una revista católica francesa: Esprit. Ahí cuenta la entrevista que tuvo con Franco el día 6 «He sugerido a Franco que debe hacer reinar el orden en todas partes. No se trata de conquistar; hay una diferencia entre conquistar y convertir». El 16 de noviembre tuvo lugar el primer bombardeo sobre la ciudad de Salamanca. Unamuno temió por la vida de su amigo Filiberto Villalobos que se encontraba preso, y así lo escribió en sus notas.
El 21 de noviembre escribió sendas cartas a sus amigos italianos María Garelli y Lorenzo Giusso. En ellas ya se muestra muy crítico con la España nacional: «No se dejen ustedes, los italianos engañar. Esta reacción inquisitorial española contra la tradición, la gloriosa tradición liberal española del siglo XIX, el siglo más glorioso de España, no es cristiana, ni es nacional...Y no olviden que la palabra liberalismo nació en España».
A principios de diciembre recibe al periodista francés Jérôme Tharaud y le hace llegar un manifiesto. Entre otras cosas afirma: «Insisto en que el sagrado deber del movimiento que gloriosamente encabeza Franco es salvar la civilización occidental cristiana y la independencia nacional».
El 21 de diciembre, en una tarde muy fría, el falangista Eugenio Montes acompañó a Unamuno por el camino del cementerio. Unamuno entró en el taller del marmolista que había esculpido la lápida de su difunta esposa, doña Concha, y le encargó otra similar para él con el siguiente epitafio: «Méteme, Padre Eterno, en tu pecho/ misterioso hogar,/ dormiré allí, pues vengo deshecho/ del duro bregar».
El día 23 concede una de sus últimas entrevistas al portugués Armando Boaventura: «Su conversación fue una diatriba contra todo y contra todos y una anatema violento contra el propio Dios».
Llegamos al momento de su fin. Fue el jueves 31 de diciembre, la nieve había helado las calles de Salamanca. En torno a las cinco de la tarde, Unamuno se encontraba conversando con un discípulo suyo, el profesor Bartolomé Aragón, sentados en una mesa camilla, calentados por un brasero. «Amigo Aragón, le agradezco que no venga usted con la camisa azul, como hizo el último día, aunque veo que trae el yugo y las flechas...». Según relató Aragón, Unamuno empezó a arremeter contra los hunos (los gente de izquierdas) y los hotros (los blancos).
En un momentáneo desfallecimiento, Aragón se atrevió a decir: «A veces pienso si no habrá vuelto Dios la espalda a España disponiendo de sus mejores hijos» y don Miguel se repuso y dio un fuerte abrazo en la mesa: «Eso no puede ser Aragón. ¡Dios no puede volver la espalda a España! ¡España se salvará porque tiene que salvarse!». Y quedó inmóvil, como dormido, inclinada la barbilla sobre el pecho. Cuando Aragón olió la chamusquina de las zapatillas de Unamuno, comprendió que estaba muerto y corrió a dar la voz de alarma, pálido y desencajado.
La fin de Unamuno junto al brasero
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