La familia y su Derecho: crónica de una decadencia imparable.

Eric Finch

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Dura lex: La familia y su Derecho: crónica de una decadencia imparable. I.

24 enero, 2014

La familia y su Derecho: crónica de una decadencia imparable. I.

Por causa de una pequeña charla académica he desempolvado esta semana un borrador sobre Derecho de familia que había redactado hace dos o tres años y que dormía felizmente en un cajón. Tras releerlo, me parece que puede ser expuesto aquí para los amigos y curiosos, antes de devolverlo a los brazos del Morfeo académico. Al fin y al cabo, este es un medio de publicación mejor que muchos otros.
El primer apartado ya lo saqué aquí, en el blog, en su día. Lo vuelvo a poner hoy. Los otros apartados son inéditos del todo e irán saliendo por su orden. en días venideros.

SUMARIO

I.- Tres tesis sobre el Derecho de familia. II.- Sobre la desustancializacion de la familia en su Derecho y sobre la definitiva inviabilidad de un concepto (jurídico) naturalista de familia. II.1.- La imposibilidad del sistema. II.2.- El Derecho ya no defiende la institución y hace de papel sus deberes. II.3.- ¿Y la responsabilidad civil por daño extracontractual? III.- Ni más derechos ni más obligaciones que los económicos. III.1.- La pensión compensatoria y sus misterios. III.2.- Pensión de viudedad: ¿por qué?

I. Tres tesis sobre el Derecho de familia.

Mantendremos aquí varias tesis de apariencia sumamente radical, pero que trataremos de defender como las más correctas descripciones del estado actual del Derecho de Familia en España y, en buena medida y aunque no nos vamos a dedicar al examen del Derecho y la doctrina comparados, de los países de nuestro entorno cultural. Esas tesis podemos provisional y resumidamente enunciarlas así:

1. El Derecho de familia ha tenido sustancia propia y consistencia interna mientras el Derecho reflejaba, por un lado, y coactivamente ayudaba a mantener, por otro, un modelo normativo de familia. Es decir, lo que por familia pudiera entenderse estaba congruentemente asentado en la tradición y reflejado en la jovenlandesal positiva o socialmente vigente, en particular en la jovenlandesal religiosamente respaldada y asegurada. Lo que el sistema jurídico hacía era ratificar, con sus particulares medios, ese modelo social y uniforme de familia. Tal se lograba mediante la represión de los modelos alternativos y mediante la penalización, en diversas formas, de quienes, hallándose insertos en una familia (como padre o progenitora, como hijo, como esposo o esposa…), no se atuvieran a los roles debidos en la misma. También cabían sanciones positivas, consistentes en el otorgamiento de ventajas o premios a los que se insertaran adecuadamente en ese modelo familiar ortodoxo y dentro de él desempeñaran correctamente su papel correspondiente. Había, pues, un modelo prejurídico de familia que, al ser incorporado por el sistema jurídico a fin de protegerlo, se convertía en modelo de familia jurídica y, así, recibía de las herramientas del Derecho la garantía de pervivencia.

De todo eso quedan restos en el ordenamiento jurídico actual[1], pero tales restos son justamente los que hacen incoherente el vigente Derecho de familia, pues de éste ha desaparecido toda referencia firme, sustancial y prejurídica a la hora de saber o determinar qué es una familia y, por tanto, a qué tipo de uniones, relaciones, situaciones y prácticas se deben aplicar las diversas normas de ese sector jurídico. En otras palabras, mientras que antes las normas del Derecho de familia se aplicaban a las familias, ahora, puesto que es el propio Derecho el que, sin referencias previas o externas a él, o en medio de referencias absolutamente contradictorias, determina lo que sea familia a los efectos de aplicar tales o cuales reglas jurídicas, se invierte completamente el razonamiento de fondo: no es que el Derecho de familia se aplique a las relaciones familiares, sino que relaciones familiares son aquellas a las que el Derecho de familia se aplica.

Por ese motivo el debate principal ya no es jovenlandesal, social, político o económico, sino un debate intrajurídico, por así decir, un debate cuyas categorías son jurídicas, categorías del Derecho y de su teoría: derechos, discriminación… Ya no importa tanto, como antes, lo que jovenlandesalmente piensen éstos o aquéllos de las relaciones gayses, por ejemplo, o de la convivencia sensual estable sin pasar por la vicaría o el juzgado, y tampoco las consecuencias que esos cambios de costumbres tengan, en su caso, en la demografía, la economía, la educación, etc., sino que lo que cuenta más que nada es que ningún individuo esté o razonablemente pueda sentirse discriminado por el hecho de que su opción personal, sean cuales sean sus efectos para el conjunto social, no goce de los mismos derechos y ventajas que el modelo que hasta ahora era el ortodoxo o estandarizado.

Sociedad justa, para el entender de hoy, es aquella en la que los ciudadanos, todos y cada uno, tienen muchos derechos, y sobre todos derechos a ser y hacer muy distintas cosas según su antojo. Pero tal apoteosis de los derechos tiene lugar de la mano de estas otras notas complementarias:

a) No se toma en consideración el resultado global, es decir, no se valoran, o se valoran muy secundariamente, los efectos de esa primacía de los derechos individuales sobre el conjunto social. En otros términos, no importa cuál sea el grado de justicia de esta sociedad en su conjunto o como promedio, pues va de suyo que si cada uno puede (nominalmente) hacer lo que le apetezca, todos seremos muy felices y globalmente la sociedad será mejor que nunca. Triunfa una especie de utilitarismo ramplón que piensa que la mejor sociedad es aquella en la que alcanzan cifra más alta la suma de las felicidades individuales, pero entendiendo que lo que individualmente da la felicidad es ante todo el que nominalmente sea posible hacer lo que se quiera, ni siquiera el tener la posibilidad real, material, de hacerlo. Por tanto, viene muy bien esa ideología a los que materialmente sí pueden, pues les hace vivir en la nada ingenua ilusión de que pueden todos porque a todos les está permitido. La ideología como falsa conciencia ha reaparecido de esa peculiar y sutil manera. Por poner un ejemplo: cuando yo lucho por los derechos de los gayses y porque puedan casarse igual que los heterosexuales, llevo a cabo una empresa seguramente noble y loable, pero corro peligro de olvidar que, aquí y ahora, un gays rico está mucho menos gravemente discriminado –al menos en lo que más importa-, aun cuando no pueda casarse, que un gays muy pobre, aunque pueda casarse. Podríamos multiplicar los ejemplos y aludir, con el mismo esquema, a otros muchos “colectivos” que hacen sentirse progresistas sin tacha a muchos de los que se empeñan en sus derechos.

b) Puesto que se prescinde de la toma en consideración del conjunto social, radicalmente se prescinde también de las consideraciones de justicia social, de toda idea de justicia distributiva. Si, por ramplón, esa pueril utilitarismo que acabamos de mencionar parece un utilitarismo que prescinde de los matices de Bentham o Mill, en este apartado el que ha sido perdido de vista es Marx, y por eso muchos se sienten socialistas y grandes reformadores sociales nada más que porque defienden el derecho de estos y de los otros a no ser discriminados en la ley y en la aplicación de la ley, sin parar mientes en que una sociedad en la que los bienes tangibles –no principalmente los simbólicos- no estén repartidos con una elemental equidad y en la que una mínima igualdad de oportunidades no esté asegurada, de poco consuelo valdrá a muchos el que les digan que pueden casarse aunque sean gayses o que tienen derecho a pensión de viudedad aunque no se hallan casado.

c) Con el predominio de tal mentalidad entre los que se dicen intelectuales y en los políticos y sus votantes, es fácil entender la tercera nota: la ley con más éxito y mayor aplicación es la ley del embudo. El infantilismo cobra carta de naturaleza en la ciudadanía; o, mejor dicho, las instituciones políticas y jurídicas -incluida una Administración de Justicia muy sensible a la presión mediática y al gusto por la fama y el halago- van tejiendo un modelo de ciudadano que parece incapaz de alcanzar la fase adulta del desarrollo jovenlandesal y que se queda de por vida anclado en lo que los psicólogos llaman la fase traseril: bueno es lo que a mí me da gusto, y malo lo que me resta disfrute o me supone inconveniente; y punto. Nos hacen así y a razonar de esa manera nos acostumbran todos esos profesores de ética y iusfilosofía, todos esos legisladores y todos esos jueces que nos vienen a contar, día sí y día también, que si algo me molesta o no me apetece o, incluso, si algo envidio y no lo tengo porque no he puesto para lograrlo los medios que en mi mano estaban, debo ser de inmediato complacido o resarcido, pues será indicio de que no se me permite desarrollar libremente mi personalidad, como pide el art. 10 de la Constitución, y de que, para colmo, se me discrimina, contra lo que veta el art. 14.

Así, que, por poner, por ahora, nada más que algunos ejemplos muy sencillos, yo no me caso con mi pareja porque no quiero arriesgarme a tener que pasarle pensión compensatoria si mañana nos divorciáramos, pero, en cambio, cuando se muere esa pareja mía, con la que no me casé porque a mí no me dio la gana de asumir cargas y deberes, exijo pensión de viudedad para mí o subrogarme en el arrendamiento del apartamento que figura a nombre de ella. Y el legislador y los tribunales me irán dando la razón, cómo no, impelidos por mis derechos fundamentalísimos.

2. Si eso es así, pierde pie toda pretensión de una doctrina naturalista de la familia que sirva de presupuesto para la explicación y sistematización de la correspondiente rama de nuestro Derecho. Llamamos doctrinas naturalistas a aquellas que piensan que existe, en el ámbito normativo del que se trate, una realidad ontológica preestablecida, de manera que el Derecho, con sus normas, refleja tal realidad anterior, prejurídica, y la defiende. En nuestro tema, significaría que hay un modo de ser necesario, ineludible, del matrimonio y la familia, modo de ser impepinable, ontología esencial, sustancia predeterminada, que el Derecho no puede contradecir. El matrimonio, pongamos por caso, es lo que es y sirve para lo que sirve, y tal realidad no puede cambiarla ningún legislador, ningún poder humano. Igual que no puede ningún parlamento prescribir la cuadratura del círculo ni lo hará ningún legislador que esté en sus cabales ni servirá de nada que por tal porfíe, así el matrimonio será heterosexual o la familia se orientará a la procreación y será “célula básica de la sociedad”. No hay más vueltas que darle.

Inspira ternura lo que de un naturalismo así va quedando entre los civilistas. Quienes de esa forma insisten se ven irremisiblemente abocados a la melancolía o a la perplejidad del conductor que va por el carril equivocado de la autopista y se pregunta cómo es posible que todos los demás anden al revés. Porque el civilista, el que cultiva la importante y necesaria dogmática civilista, debe, con las normas de su sector, construir un sistema lo más claro y coherente que sea posible, y mal podrá embarcarse en dicha tarea cuando le parece que el Derecho de verdad no es el que en el Código y la legislación civil se expresa. Siempre podrá hacer como otros y proclamar que las normas legales son esencialmente derrotables, que la verdad del Derecho se encuentra en el trasfondo material de la Constitución y que en éste ni cabe matrimonio gays, ni “divorcio a la carta” ni cualquier otra promiscuidad que contravenga el orden natural[2]. Pero esos argumentos son más propios de iusfilósofos ocupados en demostrar que la justicia (constitucional) está siempre de su parte y con su caso, que de civilistas que se quieran serios y que, por ese camino, acabarán teniendo que explicar lo que hay en la ley para no tornarse prescindibles o ser invitados a dejar los seminarios jurídicos para ir a enseñar e los seminarios diocesanos.

Pero lo que hay, lo que en materia de familia está en las leyes de ahora, puede dejar patidifuso hasta al más recalcitrante normativista, pues lo que falta es, justamente, plan y sistema. Cabe afirmar, como hicimos en el punto anterior, que no existe más familia que la que el Derecho de familia dibuje como tal. Pero, si somos realistas, deberemos avanzar un paso más y asumir que, en verdad, en nuestro actual ordenamiento no hay familia. Ya no es que el Derecho haya dejado de reflejar una noción prejurídica y socialmente vigente de familia, sino que tampoco construye el Derecho una noción jurídica alternativa, no la construye con una mínima precisión y una coherencia suficiente para que podamos decir que éste, con tales y cuales caracteres, es el modelo de familia vigente a día de hoy en nuestro Derecho. Se han vuelto completamente contingentes y radicalmente heterogéneas las circunstancias a las que el Derecho ata la aparición para un sujeto de derechos u obligaciones “familiares”, no hay ningún hilo conductor constante, es coyuntural o aleatorio que yo hoy tenga que rendirle tal prestación a un sujeto porque es de mi familia o que tenga que dármela ese sujeto a mí o que deba proporcionarnos a los dos alguna ventaja o facilidad el Estado porque seamos familia.

Bien mirado, algo de esto ha habido siempre. Nunca el Derecho, al menos en nuestro medio cultural e histórico, ha sido congruente con las funciones y definiciones sustanciales de la familia en que presuntamente se basaba. Siempre el sistema jurídico ha seleccionado, con su propio criterio (que es el criterio político de quien hace sus normas), una serie de relaciones como familiares para imputar en esos casos, y sólo en esos, derechos y obligaciones. Así, e ha relacionado el matrimonio con la función reproductiva, pero ello no ha sido óbice para que puedan contraerlo válidamente quienes no pueden procrear o no pueden ya. Especialmente después del siglo XVII, se ha ligado el matrimonio al amor, mas no han dejado de ser válidos tantos matrimonios por interés o por cualquier circunstancia independiente del afecto o hasta incompatible con él. Y así sucesivamente. Se repite una y otra vez que el matrimonio es “comunidad de vida”, pero de entre todas las comunidades vitales, incluso de entre todas las que llevan consigo afecto y reparto de gastos, es el Derecho el que siempre ha seleccionado cuáles son matrimonio y cuáles no. Y así sucesivamente.

Lo peculiar del presente es que en esa selección ya no hay ni rastro de criterio, ya no se ve qué línea la articula, salvo lo que antes señalamos de que se pretende dar gusto al votante diciéndole que lo que sea su placer o su interés habrá de ser también su derecho, y que si los demás tienen familia por qué no va a tenerla él aunque la suya no sea como la de los otros.

Tenemos, en consecuencia, que el actual Derecho de familia es, se mire como se mire, Derecho sin familia. Antes, muchas de las que con arreglo a ciertas definiciones sustanciales (afecto, convivencia, intercambio sensual, solidaridad económica…) eran familias, no tenían Derecho de familia, no constituían familia para el Derecho de familia. Pero, al menos, a las que esa rama consideraba familias era posible encontrarles algún mínimo denominador común. Y, si no, quedaba el dato formal, procedimental: será familia y tendrá el tratamiento jurídico de tal aquel grupo humano que cumpla ciertos requisitos fijados por las normas (edad, cierta situación de parentesco o de falta de él, etc.) y que realice determinados ritos jurídicos constitutivos, tales como contraer matrimonio, reconocer un hijo, etc. Hoy ya no es así, en modo alguno, como bien sabemos.

3. Así que si el Derecho de familia ya no es, propiamente hablando, Derecho de familia, ¿qué es? Arribamos a nuestra tercera tesis: el que actualmente se sigue llamando Derecho de familia y explicando como si en verdad tal hubiera no es más que una rama del Derecho de obligaciones. No quedan, o no quedan apenas, en materia familiar más derechos y más obligaciones que los de contenido económico. Sí se enuncian derechos y deberes de otro tipo, pero carecen en realidad de toda virtualidad jurídica tangible, son solamente retórica o resabio de otros tiempos o lubricante que sirve hacer más a muchos más llevadera la tras*ición hacia esa disolución de las relaciones familiares. Por supuesto, nada impide, en los hechos, que las personas puedan amarse como pareja o como padres e hijos o hermanos, que ciertos adultos puedan compartir sesso y casa, que se reserven entre sí un trato de favor que a otros no darían, etc., etc., etc. Pero al Derecho nada de esto le importa ya, pues puede haber de todo ello sin que para el ordenamiento nos hallemos ante una familia, y puede no haber ninguna de esas cosas y tratarse, para el sistema jurídico, de una familia. ¿Y a qué efectos sabremos si estamos o no ante una familia? Según que haya o no que pagar o que se pueda o no recibir. Todo lo demás al Derecho de familia ya no le importa mayormente.

Una última precisión. Con esas tesis pretendo hacer una descripción, que trataré de ir fundamentando, de cómo está hoy el llamado Derecho de familia. Otra cosa es la opinión que a unos u otros esa situación nos merezca. Son muchos los que lamentan que el Derecho de familia abandone las viejas estructuras y los planteamientos de antaño, los que se afligen por el declive de la familia “de toda la vida” y reprochan que el sistema jurídico ya no la ampare apenas. No es mi caso. Lo que yo pido es, más bien, que desaparezcan los restos de esas formas antiguas que aún se dejan ver –como la pensión compensatoria, nada menos que por “desequilibro económico- y que ponen incongruencia a los esquemas individualistas que se van imponiendo. Es hora de probar una sociedad de ciudadanos, no de células básicas. Es hora de ampliar la libertad para que cada uno organice sus afectos y su vida sensual como quiera y sin que el Derecho se meta para nada que no sea evitar los abusos y procurar que sea libre el que pueda consentir y que no sea forzado el que no pueda. A tal propósito, con las reglas generales, civiles, administrativas, laborales y penales, seguramente basta, sin ninguna necesidad ya de andar inventando normas para un sector del ordenamiento jurídico, el Derecho de familia, que ha perdido sentido al evaporarse su objeto, la familia. En otros términos, que socialmente haya tantos modelos de familia como la gente quiera y que cada cual elija el que más le convenza, sin que el Derecho imponga ninguno ni lo impida, y con un Derecho que permita y procure que cada cual sea estrictamente responsable de sus elecciones y se atenga a las consecuencias; delitos aparte, por supuesto.

[1] Por ejemplo, vendremos a sostener más adelante que si algún sentido le queda a día de hoy a la pensión compensatoria del art. 97 del Código Civil es el de sanción negativa que sirve para disuadir del divorcio a quien se halla en mejor situación económica y social; o para disuadir de casarse al que tenga donde caerse muerto.

[2] La mención esencial que del matrimonio hace la Constitución Española está en el art. 32:
1. El hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica.
2. La Ley regulará las formas de matrimonio, la edad y capacidad para contraerlo, los derechos y deberes de los cónyuges, las causas de separación y disolución y sus efectos.
 
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Dura lex: La familia y su Derecho. Crónica de una decadencia imparable (IV)

03 febrero, 2014

La familia y su Derecho. Crónica de una decadencia imparable (IV)

III. Ni más derechos ni más obligaciones que los económicos.

Si las claves de la familia ni la base para un sistema coherente del Derecho que lleva tal nombre no nos la da ninguna propiedad empírica (biología, por ejemplo), ningún sentimiento (el amor, el afecto...) ni esta o aquella precisa formalidad (celebración de matrimonio, registro público, contrato expreso con tal o cual forma...), y si sostenemos que los únicos efectos jurídicos tangibles del denominado Derecho de familia son efectos económicos, por lo que, provocativamente, mantenemos que el Derecho de familia ya no es más que una subrama del Derecho de obligaciones, ahora podemos preguntarnos si al menos desde este punto de vista sabremos a qué atenernos. En otras palabras, puesto que del Derecho de familia no resta más cosa que la obligación que a ciertos sujetos el Derecho imputa para que a otros sujetos paguen determinadas prestaciones o brinden determinada asistencia, traducible a términos económicos, ¿hay en esto algún criterio coherente o estamos, también aquí, ante el casuismo y el sálvese el que pueda?

Sostendremos que lo segundo y lo ilustraremos principalmente al hilo de las pensiones compensatorias del art. 97 Código Civil y de las pensiones de viudedad.

III.1. La pensión compensatoria y sus misterios.

Dos sujetos particulares se asocian para algún fin común, el que sea; firman incluso un contrato para ese objetivo, o cualquier otro documento que dé entidad institucional específica a esa unión de los dos. Puesto que vamos a entender todo el tiempo que nos hallamos en un Estado constitucional de Derecho, en el que los derechos fundamentales de cada individuo han de quedar a salvo siempre, sea frente al Estado o sea frente a otros particulares, los poderes públicos han de velar para que ninguno de esos dos sujetos vulnere los derechos básicos del otro.

Un día los dos deciden separarse, deciden dejar de funcionar con esa forma de unión o sociedad. Libremente se habían unido y libremente rompen ahora esa relación, y ninguna norma del sistema jurídico pone especiales requisitos para tal ruptura, pues ni se requiere la concurrencia de causas precisas ni es preciso alegar y probar ninguna forma de culpa de ninguno de los miembros. A tenor de las pautas generales establecidas en el Derecho privado de este tipo de Estados, cada uno tendrá reconocido su derecho a una liquidación económica que evite que el uno salga beneficiado a costa del otro. En consecuencia, deberán existir mecanismos para compensar daños y perjuicios y para evitar el enriquecimiento injusto. El esquema ideal para esas y otras instituciones del Derecho privado señala que cada parte ha de encontrarse en un equilibrio correcto entre lo que puso y lo que recibió, entre el beneficio y la carga que soportó; y, de la misma forma y principalmente, un equilibrio así ha de resultar al final entre las partes.

Ahora las preguntas. Primera, ¿por qué con el matrimonio no son así las cosas? ¿Por qué en el matrimonio puede una de las partes adquirir el derecho a perpetuar las condiciones económicas o de vida vigentes para esa parte mientras duró la unión? ¿Por qué, incluso, se pretende que idéntica consecuencia se aplique cuando no hay matrimonio siquiera, sino una unión en pareja bajo ciertas condiciones, las llamadas parejas de hecho? ¿Qué o a quién se protege con todo ello, en qué derecho básico y por qué?

Dice el art. 97 CC lo siguiente:

El cónyuge al que la separación o el divorcio produzca un desequilibrio económico en relación con la posición del otro, que implique un empeoramiento en su situación anterior en el matrimonio, tendrá derecho a una compensación que podrá consistir en una pensión temporal o por tiempo indefinido, o en una prestación única, según se determine en el convenio regulador o en la sentencia.
A falta de acuerdo de los cónyuges, el Juez, en sentencia, determinará su importe teniendo en cuenta las siguientes circunstancias:

Los acuerdos a que hubieran llegado los cónyuges.
La edad y el estado de salud.
La cualificación profesional y las probabilidades de acceso a un empleo.
La dedicación pasada y futura a la familia.
La colaboración con su trabajo en las actividades mercantiles, industriales o profesionales del otro cónyuge.
La duración del matrimonio y de la convivencia conyugal.
La pérdida eventual de un derecho de pensión.
El caudal y los medios económicos y las necesidades de uno y otro cónyuge.
Cualquier otra circunstancia relevante.

En la resolución judicial se fijarán las bases para actualizar la pensión y las garantías para su efectividad.

Resulta muy interesante preguntarse por las razones de esta pensión compensatoria y analizar su naturaleza. ¿Qué es lo que con ella se compensa? La respuesta que me parece más adecuada es ésta: se compensa la frustración de una expectativa económica. Uno de los cónyuges, el perceptor de la “compensación”, sale perdiendo con la ruptura matrimonial, ya que fuera del matrimonio va a padecer peores condiciones económicas que las que “gracias” al matrimonio disfrutaba. Eso es lo que, al parecer y según la ley, debe ser compensado, al menos en parte.

Digo que al menos en parte, porque parece que la naturaleza de esta pensión es mixta, ya que para su cálculo se toman en consideración factores heterogéneos que podemos agrupar así:

a) Lo que el cónyuge hubiese aportado a la familia, sea en la forma de dedicación pasada a ella (apartado 4), sea en la forma de dedicación futura, por ejemplo para el cuidado de los hijos comunes (apartado 4), sea como “colaboración con su trabajo en las actividades mercantiles, industriales o profesionales del otro cónyuge” (aptdo. 5).

¿Qué pasaría si uno de los cónyuges hubiera hecho, durante la unión de la pareja, aportaciones de este tipo, de indudable valor económico, y no se le tomaran en cuenta? Pues que esos trabajos suyos, sean en el hogar y con la familia, sean en las actividades económicas del otro cónyuge, no se le reconocerían, mientras que, en cambio, sí habrían rendido un beneficio para la otra parte, beneficio que le saldría gratis. En consecuencia, probadas esas aportaciones de valor económico, si no existiera la pensión compensatoria del art. 97 CC, deberían ser compensadas por la vía de la evitación del enriquecimiento injusto del cónyuge que se benefició.

b) Ciertas circunstancias subjetivas de los cónyuges, en particular del candidato a recibir pensión compensatoria, como “la edad y el estado de salud”, “la cualificación profesional y las probabilidades de acceso a un empleo”, y la situación económica y las necesidades de uno y otro.

Supongamos, aunque sea forzando un poco, que en alguno de estos extremos subjetivos un cónyuge hubiera sufrido daño o perjuicio causado por el otro y que a este otro se le pudiera imputar por razón de dolo o culpa. Estaría, entonces, expedita la vía del 1902 CC para reclamar la correspondiente indemnización por daño extracontractual. Pero, si el caso no es así y ninguna culpa ni causa tiene uno de los cónyuges de que el otro sea viejo o esté enfermo o posea escasa cualificación profesional o tenga dificultades para encontrar un trabajo, ¿por qué ha de compensar aquel cónyuge, al acabar la relación, esas circunstancias negativas o esa mala suerte del otro?

En este punto habrá quien alegue que algunas de esas malas perspectivas de este otro pueden deberse, precisamente, a las limitaciones que el matrimonio le supuso, especialmente en lo que haya tenido que sacrificar de sus expectativas o posibilidades para dedicarse al cuidado de la familia. Debemos detenernos un rato en este argumento, importante por tan habitual y tan influyente en la jurisprudencia sobre la materia.

Puede suceder que ese miembro de la pareja haya puesto trabajo bien tangible, sea en la atención de los niños o del compañero o esposo, sea en labores domésticas. Pero esto queda abarcado en el apartado anterior, el a) y, en efecto, el valor de ese trabajo debe ser compensado, pagado, para evitar que una parte se enriquezca injustamente a costa de la labor de la otra. Pero habría que hacer algunas precisiones para poner las cosas en sus términos más justos.

En primer lugar, debe abonarse lo hecho, pero no lo que, impropiamente, podríamos llamar el lucro cesante. Supongamos que yo decido dejar mi trabajo de profesor universitario para atender mi casa y a mis hijos, mientras que mi mujer sigue su carrera de docente e investigadora en mi misma universidad. A no ser que se pruebe que fui víctima de algún engaño o amenaza para obrar así, de tal decisión mía soy responsable yo, solamente yo y nadie más que yo. En consecuencia, nadie, tampoco mi mujer si mañana nos separamos, tiene por qué compensarme por lo que yo podría haber sido y lo que podría haber hecho si yo no hubiera decidido abandonar mi profesión. Si libremente lo quise así, sería porque otras compensaciones o ventajas le veía a la alternativa elegida. Lo que no podemos es estar en la procesión y repicando, o compensar al que libremente se fue de procesión porque no pudo repicar. Ya puestos, ¿por qué no podría ser mi mujer la que me pidiera compensación a mí, ya que, mientras ella trabajaba muchas horas fuera de casa y se agotaba y se estresaba, yo disponía de más tiempo para disfrutar de la maravilla de nuestra hija? ¿O acaso estamos dando por supuesto que no hay más vida plena que la que consiste en trabajar a destajo y ganar el más dinero que se pueda y que las llamadas labores domésticas son propias de fracasados?

¿Y si la vida del cónyuge que pide la pensión fue contemplativa más que nada? ¿Qué le compensamos? Ahora imaginemos que yo, que he decidido ocuparme de la casa y la familia y dejar mi trabajo, llevo aquéllas más que nada como gestor o director de escena, pues cuento con dos empleadas domésticas a tiempo completo y con una nanny para nuestra hija. Es más, como me queda algo de tiempo libre, me paso cada semana mis buenos ratos entre gimnasios y masajistas, en la peluquería y tomando cafés con mis amigotes, todo lo cual lo abono con el dinero que gana mi mujer. ¿Qué dedicación a la familia habría que pagarme a mí? Si en algo de esto tengo una pizca de razón, deberíamos todos preguntarnos por qué en los procesos judiciales sobre estas cuestiones no se suelen probar y tomar en consideración estos extremos, estos pequeños detalles atinentes a cuánto hace en la casa familiar el que libremente decidió quedarse en ella.

Claro, acabamos de decir “libremente” y alguno puede replicar que también pudiera darse el caso de que yo fuera una persona con escasa formación y muy pocas posibilidades de conseguir un trabajo, aunque lo quisiera. Así que cambiamos el ejemplo y no soy alguien que renuncia a su oficio de funcionario docente, nada menos, sino un marido que no tiene donde caerse muerto, mientras que mi mujer labora para mantenernos a los dos y a nuestra hija. Pero, ¿es esa circunstancia mía razón bastante para que, de propina, si nos divorciamos, la misma mujer que me daba de comer, tenga además que compensarme y seguir alimentándome? ¿Por qué?

O déjenme preguntarlo de una manera más: si el matrimonio -o la unión estable no matrimonial- es libre y si también es libre hoy el divorcio, ¿por qué ha de resultarle a mi mujer más difícil divorciarse de mí si yo estoy en paro o no tengo oficio ni beneficio que si soy un profesional de éxito y con buenos ingresos? No me refiero a dificultades jovenlandesales, a que a ella pueda darle más pena irse si me ve muy incapaz de enfrentarme con la vida, sino al hecho de que el Derecho le ponga obstáculos económicos que se parecen demasiado a sanciones, pues si yo soy ese sujeto con escasas perspectivas vitales, ella tendrá que contar con que si se va a buscar persona que más la llene, tendrá que pagarme una pensión, tanto más grande y duradera cuanto peor sea la situación mía. La jovenlandesaleja, en términos sociológicos, está clara: la próxima vez no se case usted, señora, con un sujeto que no gane sus buenos euros, y que no pueda mantenerse a sí mismo, y no le permita ni de broma que se quede en el hogar a atender los asuntos familiares. Acabará pagándolo.

En segundo lugar, no estará mal mirar un poco más de cerca eso de los trabajos domésticos. Resulta que mi mujer es polifacética y extremadamente habilidosa. No sólo ejerce su profesión como catedrática de universidad, sino que, además, en casa es una “manitas” y gracias a eso nos ahorramos un buen dinero. Por ejemplo, cada vez que hay que pintar la casa por dentro o por fuera, ella se encarga, cultiva una huerta que nos da muchas de las viandas que comemos, repara, ella misma, muchas de las averías de nuestro coche... ¿Esos trabajos se los contamos también, a efectos de compensaciones o de compensación de compensaciones? ¿O sólo va a importar el trabajo mío en las labores de amo de casa, aunque tenga cocinera, limpiadora y cuidadora de nuestra hija?

c) “La duración del matrimonio y de la convivencia conyugal”.

¿Por qué ha de ser mayor la pensión, al menos tendencialmente, cuando el matrimonio y la convivencia duraron más? Salvo que presumamos aquí una redundancia del legislador, habrá que entender que no es porque mayor duración del matrimonio implique más tiempo de dedicación a la familia y sus trabajos, pues se supone que eso, cualitativa y cuantitativamente, ya se computó en los correspondientes apartados anteriores. Y, si no es redundante, este criterio viene a decirnos lo siguiente: puesto que lo que se paga es el valor que el matrimonio en sí tiene para la parte que económicamente más sale perdiendo con su ruptura, cuanto más largo el matrimonio, más alto es ese valor cuya pérdida se ha de compensar.

Resulta curioso el razonamiento subyacente, si bien se mira. No perdamos de vista que la pensión es para la persona cuyo nivel de vida y bienestar dependiente de lo económico es menor sin matrimonio que dentro del matrimonio. Hagamos como que el grado de bienestar dependiente de lo económico se puede cuantificar entre 0 y 10. 0 representa la penuria absoluta y 10 la mayor riqueza con el mayor lujo que imaginarse pueda. No se diga que resulta muy prosaico hablar así de niveles económicos, pues de eso se trata con la pensión del art. 97, esas referencias son las que se toman en tal precepto, ya que se dice que el derecho a la pensión lo tendrá “el cónyuge al que la separación o el divorcio produzca un desequilibro económico en relación a la posición del otro”. Ahora imaginemos que mi nivel como soltero es de 3, que como casado, gracias a los ingresos o la situación de mi mujer, he ascendido hasta 8, y que tras el divorcio y sin pensión volvería a 3. Así que la pensión compensatoria debe precisamente compensar para que yo siga donde estaba, poco más o menos, en 8 o, si no y al menos, en 7. Eso sí, si luego mi mujer baja a 6, se habrá producido una alteración sustancial en las circunstancias que justificará que la pensión se me rebaje correspondientemente, para que yo ande también alrededor de 6. ¿Por qué? Porque si me casé con una rica tengo derecho a no volver a ser pobre. Nunca más volveré a ser pobre, como decían en aquella película. jovenlandesaleja: es muy conveniente el matrimonio de conveniencia.

Ese matrimonio mío duró por ejemplo veinte años. Hasta los treinta fui un menesteroso. De los treinta a los cincuenta, viví como un pachá. A los cincuenta llega el divorcio. ¿Por qué hay que compensarme? ¿Por el tiempo que viví “por encima de mis posibilidades”? No deberían más bien decirme eso de que menuda suerte tuve con esos veinte años de esplendor, ya que de todos los de mi barrio fui el único que llegó a tanto, pues ningún otro casó con rica y trabajadora?

Ahora comparemos con este otro caso. Mis circunstancias son esas que acabamos de reseñar, sólo que lo que a los treinta años me ocurre es que un mero amigo muy pudiente me invita a jovenlandesar en su residencia y sufraga mis gastos y me tiene como a un hermano. Durante treinta años vivo así y vivo muy bien, procurando compensar a mi amigo con mi afecto y ayudándolo en algunas labores caseras suyas. Al cabo de esos treinta años nos enemistamos y mi benefactor me retira su apoyo. ¿Tendría que pagarme una pensión compensatoria por el desequilibrio económico que entre nosotros se crea a partir de ese desencuentro final? Obviamente no. ¿Y si en lugar de amigos fuéramos hermanos? Tampoco. Entonces, ¿por qué si hubiéramos estado casados, sí? O mucho me equivoco o la respuesta sólo puede ser una de estas dos: o porque el Derecho sanciona positivamente el matrimonio de conveniencia o, al menos, lo que de conveniencia económica pueda tener el matrimonio para alguno de los cónyuges, o porque el Derecho sanciona negativamente la ruptura del matrimonio obligando a pagar por ella al que pueda hacerlo. Con el art. 97 y su pensión compensatoria, o se quiere disuadirnos del divorcio o se quiere animarnos a casarnos con quien tenga posibles. Porque ya hemos dicho que para reintegrar el valor de los trabajos prestados o indemnizar los daños sufridos habría y hay otros medios y sobrarían algunos de estos criterios de cálculo del art. 97, comenzando por el de la duración de la convivencia.

Hasta aquí estamos diciendo matrimonio, pero resulta que la pensión compensatoria del art. 97 se está aplicando también, por vía analógica, a las llamadas parejas de hecho; o se toma en consideración también, a efectos de computar la duración de la relación, el tiempo de convivencia anterior al matrimonio. Leamos, de entre tantas sentencias de estos días, los siguientes párrafos de la de la Audiencia Provincial de Pontevedra de 31 de marzo de 2009:

“Ante la falta de una normativa específica legal y la ausencia de un pacto establecido por los miembros de una unión de hecho, con base en la autonomía de la voluntad negociadora establecida en el art. 1255 CC , en materia de compensación económica por mor de la ruptura de parejas de hecho han sido varias las vías utilizadas, tales como la doctrina del enriquecimiento injusto (STS 11-12-1992, 27-3-2001, 5-2-2004 ), la indemnización fundada en la responsabilidad extracontractual del art. 1902 CC (STS 16 la técnica del principio de protección del conviviente más perjudicado por la situación de hecho (STS 17-1-2003, 17-6-2003, 23-11-2004 ), y la aplicación analógica del art. 97 CC”.
Sendo admisible, por lo tanto, la posibilidad de compensación económica en caso de ruptura de una pareja de hecho, otrora consolidada, siempre que la cesación de la convivencia produzca desequilibrio en uno de sus componentes, cual en el supuesto contemplado, en que la convivencia estable de la pareja del orden de seis años culminó con la celebración de su matrimonio y el nacimiento de un hijo, estimándose por ello de todo punto procedente, a la hora de la determinación de la pensión compensatoria, tomar en consideración la totalidad del tiempo de convivencia, anterior y posterior a la celebración del matrimonio”.

Es muy común en la jurisprudencia y la doctrina esa enumeración de las tres vías posibles “en materia de compensación económica por mor de la ruptura de parejas de hecho”. Mas no deberíamos desatender su heterogeneidad. Tanto el enriquecimiento injusto como la responsabilidad extracontractual presuponen un cierto ilícito, aunque sea en sentido lato de la expresión. O bien alguien se enriqueció indebidamente, o bien alguien causó a otro un daño tangible que éste no tenía por qué soportar. Pero acabamos de ver que en la pensión compensatoria del art. 97 hay algo más, pues procede cuando el desequilibrio económico que queda entre las partes no obedece a ninguna de esas razones “ilícitas”. No es que nadie se aproveche de alguien o le provoque una merma o daño en lo que era suyo, sino que basta con que uno salga perdiendo, en términos económicos, con la ruptura del vínculo, ya que fuera del matrimonio va a vivir peor o a disponer de peores medios de los que dentro de él tenía. Es una pérdida de estatus lo que se compensa, si bien quien ha de pagar no ha realizado ningún comportamiento reprochable, ya que en nuestro actual Derecho nada de ilícito hay en el divorcio y ningún tipo de culpa se requiere para él. La única “culpa” es divorciarse de quien de casado vivía mejor de lo que viviría de soltero si no se le diera esta compensación.

Ahora bien, si también cuenta a efectos de esta pensión compensatoria la convivencia estable sin matrimonio o se computa el tiempo de convivencia antes del matrimonio, habrá que modificar ligeramente ese diagnóstico. Lo que la pensión compensa es la ruptura de la expectativa de quien pensó que con otro iba a vivir siempre mejor, en términos económicos, y luego resultó que no era posible mantener dicha convivencia.

Planteado de otra forma y al hilo de los mentados párrafos de la sentencia pontevedresa, ¿procede rectamente la aplicación analógica del art. 97 Código Civil a las parejas no casadas o por el tiempo que convivieron sin matrimonio? En los términos más clásicos de la doctrina de la analogía, habrá que decir que depende de si se da la identidad de razón. Es decir, si la misma razón que justifica que esa pensión se otorgue a cónyuges sirve de fundamento para que se dé igualmente en el otro caso. ¿Y cuál será esa razón? Si tuviera algo que ver con la protección o promoción del matrimonio, no cabe la analogía. Y para que quepa tenemos que hacer aún más prosaico el fundamento, diciendo que se trata de proteger las expectativas económicas que en una persona engendra su pareja y la vida con ella. Curioso. El fin sería el negocio. La familia como buen negocio y como negocio que se mantiene aunque la familia se acabe.

En una cosa no voy a estar de acuerdo, si a alguien se le ocurriera aducirla: en que el fin de la norma sea protector. Aquí no hay ni el más leve rastro de Estado social ni de política redistributiva ni de igualación de oportunidades ni de protección de los sujetos socialmente débiles y vulnerables. Para nada, en modo alguno. Si la finalidad fuera de este tipo, no habría que tomar en cuenta el desequilibro económico entre los miembros de la pareja, sino el desequilibrio económico de uno o los dos por relación al conjunto de la sociedad. No se trataría de que el cónyuge con menos posibilidades que el otro vea reconocido su derecho a mantener el estatus social adquirido. Obligar a una adinerada mujer a repartir su fortuna con el marido con el que estuvo casada veinte años y del que ahora se divorcia, después de vivir los dos juntos y opíparamente y porque ahora él por sí solo no puede mantener ese tren de vida, y hacer que en lugar de tener ella y para ella sola mil millones de euros, le tenga que pasar mensualmente al otro quince mil no es redistribuir la riqueza, precisamente, ni hacer política social ni proteger a quien socialmente se halla en desamparo. Es otra cosa. ¿Cuál será? En este caso, respaldar el braguetazo.

Pero, puestas así las cosas, es cierto que por qué no vamos a aplicar analógicamente el 97 CC a las parejas no casadas. Al fin y al cabo, por qué va a tener el braguetazo que adoptar una determinada forma institucional, la del matrimonio. Sería discriminatorio y obligaría al que quiere darlo a pasar por trámites y condiciones que tal vez su escrupulosa conciencia no le permita. Y, sobre todo, serviría para que esa rica señora de nuestro caso no se salga con la suya si no quiso casarse porque sospechaba en su fondo que su compañero andaba buscando la buena vida a su costa: tendrá de todos modos que seguir manteniendo al tipo.
 
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